CAPÍTULO 2

EL CARGAMENTO DE ARROZ

El lobo había entrado en el redil de las ovejas. Las agitadas aguas grisáceas del golfo de Vizcaya estaban jaspeadas de blancas velas hasta donde alcanzaba la vista, y aunque el viento era huracanado, todos los barcos, afrontando peligros sin cuento, habían desplegado gran cantidad de velamen. Todos los barcos excepto uno trataban de escapar: la excepción era la Indefatigable, una fragata de la Armada real al mando del capitán sir Edward Pellew. En un lejano lugar en el Atlántico, a cientos de millas de allí, se desarrollaba un combate de gran envergadura en el que un grupo de barcos iba a dilucidar la cuestión de si la potencia que ejercía la hegemonía de los mares era Francia o Inglaterra. Pero aquí, en el golfo de Vizcaya, un convoy que los barcos franceses debían proteger era atacado por una fragata cuya misión era navegar en todas direcciones y sin rumbo fijo en aquellas aguas turbulentas para capturar cuantos más barcos enemigos mejor. Se había acercado al convoy por sotavento, y eso impidió que los torpes mercantes pudieran escapar navegando en aquella dirección y les obligó a virar a barlovento. Todos los barcos iban cargados de alimentos que la Francia revolucionaria (cuya economía era desastrosa debido a las convulsiones que había sufrido últimamente) ansiaba recibir, y sus tripulantes confiaban en hacer llegar a su destino, pero tratando siempre de escapar al confinamiento en una prisión inglesa. La fragata capturaba los barcos uno a uno. Después de disparar uno o dos cañonazos a un barco, la recién creada bandera tricolor de Francia descendía por el asta, momento que aprovechaba el capitán para mandar a un grupo de tripulantes a bordo para llevarlo a un puerto inglés, y la fragata empezaba a perseguir otra presa.

En el alcázar de la Indefatigable, Pellew gruñía y se enfurecía cuando se producían los inevitables retrasos. Los barcos del convoy, navegando de bolina y con el mayor número posible de velas desplegadas, seguían ahora en distintas direcciones y se alejaban más y más a medida que pasaban los minutos y, si ellos perdían tiempo, algunos podrían salvarse al encontrarse lejos. Pellew no esperaba ni a su propio cúter. En cuanto un barco se rendía, ordenaba a un oficial y a un grupo de hombres armados subir a bordo, y apenas los tripulantes de la presa empezaban a alejarse, volvía a cambiar la orientación del velacho y comenzaba a perseguir a su nueva víctima. El bergantín que perseguía en ese momento tardó en rendirse, y los cañones de proa de la Indefatigable dieron más de un rugido. Se había levantado una marejada tan fuerte que era difícil hacer disparos precisos, por eso el bergantín seguía avanzando con la esperanza de que ocurriera un milagro y poder salvarse.

—Muy bien —dijo Pellew—. Él se lo ha buscado. Ahora le daremos lo que ha querido.

Los artilleros que manejaban los cañones de proa los dirigieron hacia otro blanco y dispararon al bergantín en vez de disparar de manera que la bala pasara por delante de su proa.

—¡Al casco no, maldita sea! —gritó Pellew, al ver que un cañonazo daba en el casco, cerca de la línea de flotación—. ¡Desarbolarlo!

El siguiente cañonazo, gracias a la suerte o al buen juicio, fue más alto y rompió las hondas que sujetaban la verga velacho. Entonces la verga se inclinó hacia un lado, el velacho, que estaba arrizado, se desplegó, el bergantín orzó, y la Indefatigable se acercó más a él con la batería preparada para dispararle. Ante esa amenaza, el bergantín arrió la bandera.

—¿Qué barco es ése? —gritó Pellew por el megáfono.

—Es el Marie Galante, de Burdeos, y hace veinticuatro días que zarpó de Nueva Orleans con un cargamento de arroz —tradujo el oficial que estaba a su lado cuando el capitán francés respondió.

—¡Arroz! —exclamó Pellew—. Lo podremos vender a un alto precio cuando lleguemos a Inglaterra. Calculo que llevará unas doscientas toneladas. Seguramente tendrá una docena de tripulantes como mucho, así que sólo habrá que mandar a bordo a uno de nuestros guardiamarinas con cuatro marineros a su mando.

Miró a su alrededor como si buscara inspiración para dar la orden.

—¡Señor Hornblower!

—¡Señor!

—Elija a cuatro marineros de la tripulación del cúter y suba con ellos a bordo de ese bergantín. El señor Soames le dirá cuál es nuestra posición. Llévelo al puerto inglés que pueda y preséntese ante sus superiores para recibir nuevas órdenes.

—Sí, señor.

Hornblower, con un puñal a un lado y una pistola colgada del cinto, se encontraba en el puesto que le correspondía, junto a las carronadas del lado de estribor del alcázar, y tal vez ésa había sido la razón por la cual Pellew se había fijado en él. En aquel momento había que actuar con rapidez, pues, como todos habían notado, Pellew estaba impaciente. Dado que en la Indefatigable habían hecho zafarrancho de combate, ahora su baúl formaba parte de la mesa de operaciones que improvisó el cirujano, por lo que no podía sacar nada de él. Tendría que irse tal como estaba. En ese momento el cúter iba a ocupar su posición, a cierta distancia de la aleta de la fragata, y Hornblower se acercó al costado del buque y le gritó, tratando de que su voz fuera potente y varonil. Al oírle, el teniente que estaba al mando de la embarcación puso proa a la fragata.

—Éstas son nuestra latitud y nuestra longitud, señor Hornblower —dijo Soames, el oficial de derrota, entregándole un pedazo de papel.

—Gracias —dijo Hornblower, metiéndoselo en el bolsillo.

Subió al pescante de popa con torpeza, se puso a gatas sobre él y miró hacia abajo, hacia donde estaba el cúter. Tanto la fragata como el cúter cabeceaban tan fuertemente que casi hundían por completo la proa en el mar; la diferencia de altura entre ambos parecía muy grande, pues el marinero barbudo que estaba de pie en la proa apenas alcanzaba el pescante con el bichero. Hornblower vaciló por un momento. Sabía que era muy torpe y que lo que se aprendía en los libros no servía de nada cuando había que saltar a una embarcación, pero tenía que saltar, porque Pellew, que estaba detrás de él, había empezado a gruñir y todos los tripulantes del cúter y de la fragata tenían la vista clavada en él. Era preferible saltar y hacerse daño a retrasar la fragata. Si esperaba, cometía forzosamente una equivocación, mientras que si saltaba, tenía la posibilidad de acertar. Tal vez por orden de Pellew, el timonel apartó un poco la proa de la Indefatigable de la parte de donde venían las olas. Entonces una ola que se movía oblicuamente a la dirección de la Indefatigable hizo subir la popa de la fragata y a continuación avanzó hasta el cúter e hizo subir la proa de éste cuando la popa de la fragata bajaba. Hornblower se irguió y saltó. Cayó de pie en la borda y se tambaleó durante lo que le pareció un interminable segundo. Entonces un marinero le cogió por la solapa de la chaqueta y le hizo inclinarse hacia adelante para evitar que se venciera hacia atrás. Pero ni siquiera la fuerza con que el marinero le sujetaba con el brazo extendido fue suficiente para hacerle mantenerse en pie, y cayó de cabeza, con las piernas levantadas entre los marineros de la segunda bancada. Intentó levantarse pero se golpeó con los brazos y chocó contra sus musculosas espaldas de tal manera que casi perdió el aliento, y, finalmente, logró ponerse en pie.

—Lo siento —dijo jadeante a los hombres entre los cuales había caído.

—No se preocupe —dijo el más próximo, un hombre con el aspecto característico de los marineros, con tatuajes y coleta—. Pesa usted como una pluma.

El teniente que estaba al mando del cúter le observaba desde la bancada de popa.

—¿Va usted al bergantín, señor? —preguntó.

Luego dio una orden y el cúter viró en redondo mientras Hornblower caminaba hacia popa.

El hecho de que esos hombres no le recibieran con risotadas que disimularan bastante bien su deseo de burlarse de él fue una grata sorpresa. Pasar a una pequeña embarcación desde una gran fragata no era fácil ni siquiera estando el mar en calma, y probablemente todos los que se encontraban allí habrían llegado a bordo de cabeza alguna vez. Además, por lo que había visto en la Indefatigable, en la Armada no tenían por costumbre reírse de un hombre que no se escaqueaba cuando tenía algo que hacer y lo hacía lo mejor posible.

—¿Va a hacerse cargo del bergantín? —preguntó el teniente.

—Sí, señor. El capitán me dijo que llevara conmigo a cuatro de sus hombres.

—Es mejor que sean gavieros —dijo el teniente, mirando hacia la parte superior de la jarcia del bergantín.

La verga velacho se sostenía precariamente y el foque, con estruendo, ondeaba empujado por el viento porque una de las drizas que lo sujetaba se había soltado.

—¿Conoce a estos hombres? —preguntó—. ¿Prefiere que los escoja yo?

—Le agradecería mucho que los escogiera usted, señor.

El teniente pronunció cuatro nombres, y cuatro hombres respondieron.

—Evite que tomen alcohol y no le darán problemas. Vigile a los tripulantes franceses, porque, si no lo hace, recuperarán el bergantín en un santiamén y terminará usted en una cárcel francesa.

—Sí, señor —dijo Hornblower.

El cúter se abordó con el bergantín y el espacio entre las dos embarcaciones se cubrió de blanca espuma. Rápidamente el marinero tatuado hizo un trato con los que estaban en su bancada (los marineros tenían que dejar atrás sus pertenencias, lo mismo que Hornblower) y se metió un puñado de picadura en el bolsillo y luego saltó al pescante central. Otro marinero le siguió, y ambos permanecieron allí mirando a Hornblower, que atravesaba trabajosamente el vacilante cúter en dirección a la proa. Hornblower se subió a la bancada de proa y empezó a balancearse peligrosamente. El pescante central del bergantín estaba más bajo que el de la Indefatigable, pero esta vez tenía que dar un salto hacia arriba. Uno de los marineros le sujetó por un hombro.

—Espere el momento oportuno, señor —dijo—. Prepárese. ¡Ahora!

Hornblower saltó al pescante central con las piernas y los brazos extendidos, igual que una rana. Se agarró de los obenques, pero se le resbaló la rodilla del pescante, y, debido al balanceo del bergantín, las manos le resbalaron por los obenques y se hundió en el agua hasta las caderas. Los marineros que estaban esperándole le agarraron por las muñecas y le subieron al pescante y otros dos marineros le siguieron. Enseguida pasó a la cubierta con el grupo detrás de él.

Lo primero que vio fue a un hombre que estaba sentado en la armazón de tablas que cubría la escotilla. El hombre, con la cabeza gacha, se llevó a la boca una botella y la inclinó de manera que el culo quedó dirigido hacia el cielo. Formaba parte de un numeroso grupo que rodeaba la escotilla, y junto a ellos había más botellas. Hornblower vio que en ese momento se pasaban una botella del uno al otro, y cuando se acercó a ellos, una botella vacía pasó rodando por delante de sus pies y fue a meterse en un imbornal con gran estrépito. Otro hombre del grupo, con su blanca melena flotando al viento, se puso de pie para darle la bienvenida y se quedó un momento con los ojos en blanco, agitando los brazos como si quisiera decir algo importante y estuviera haciendo un esfuerzo por encontrar las palabras adecuadas.

—¡Maldito inglés! —dijo finalmente.

De repente volvió a sentarse en la armazón y luego apoyó la cabeza en los brazos como si quisiera dormir.

—Bien sabe Dios que han aprovechado el tiempo, señor —dijo el marinero que se encontraba junto a Hornblower.

—Quisiera que estuviéramos tan contentos como ellos —dijo otro.

Junto a la escotilla había una caja en la que aún quedaba la cuarta parte de las botellas, y el marinero cogió una y la miró con curiosidad. Hornblower no necesitaba recordar la advertencia del teniente, porque cuando patrullaba el puerto con las brigadas reclutadoras se había dado cuenta de que los marineros británicos tenían propensión a la bebida. Dentro de media hora los miembros de su brigada estarían tan borrachos como los franceses si él lo consentía. En su mente se implantó una imagen que le aterrorizó y le llenó de angustia, se vio a sí mismo en un barco en malas condiciones y con tripulantes borrachos que navegaba a la deriva por el golfo de Vizcaya.

—¡Deje eso! —ordenó.

La situación era tan peligrosa que su voz, una voz de un joven de diecisiete años, se quebró como la de uno de catorce, y el marinero vaciló y se quedó con la botella en la mano.

—¡Deje eso!, ¿me ha oído? —insistió Hornblower, enfurecido y preocupado.

Ésta era la primera vez que estaba al mando de un barco. Se encontraba en circunstancias novedosas, y la excitación le impulsaba a emplear toda la energía de que disponía por su firmeza de carácter. Al mismo tiempo, la razón le decía que si el marinero no le obedecía ahora, no le obedecería nunca. Tenía la pistola en el cinto y se llevó la mano a la culata, y posiblemente la habría sacado y hubiera disparado (si el cebo no hubiera estado mojado, como pensó con amargura más tarde al recordar el incidente), pero el marinero volvió a mirarle fijamente y puso la botella en la caja. Así se zanjó el incidente y Hornblower se preparó para dar el siguiente paso.

—Lleve estos hombres a proa —dijo y después dio una orden más contundente—: llévelos al castillo.

—Sí, señor.

La mayoría de los franceses, más mal que bien, todavía podían caminar y los marineros británicos les hicieron avanzar delante; con todo, a tres de ellos tuvieron que arrastrarlos por el cuello de la camisa.

—Vaaayaaan pooor aaahííí —dijo uno de los marineros, y era evidente que pensaba que si hablaba así los franceses le entenderían mejor.

El francés que les había saludado cuando subieron a bordo, se despertó y, al darse cuenta de que le arrastraban hasta la proa se soltó y se volvió hacia Hornblower.

—¡Soy un oficial! —exclamó señalándose a sí mismo—. ¡No voy a ir con ellos!

—¡Llévenselo! —ordenó Hornblower, pensando que en esas circunstancias no podía pararse a discutir lo que para él no eran más que insignificancias.

Arrastró la caja con todas las botellas dentro hasta el costado del buque y las tiró por la borda de dos en dos. Estaba claro que las botellas contenían un excelente vino que los franceses habían decidido beberse antes de que los ingleses se lo apropiaran, pero eso a él le tenía sin cuidado, porque un marinero británico podía emborracharse con un clarete añejo lo mismo que con el ron que le daban en la Armada. Terminó su tarea cuando el último francés entraba al castillo y fue entonces cuando miró a su alrededor. El ruido del fuerte viento al rozar sus orejas le molestaba, y el ruido ensordecedor e incesante que hacía el foque al ondear le impidió pensar cuando contemplaba la destrozada jarcia. Todas las velas estaban fláccidas y el bergantín no hacía más que dar sacudidas. La popa solía hacer movimientos bruscos, y el timón, que estaba desatendido, hacía virar el bergantín de manera que se apagaban las velas y cesaba de moverse, como un caballo encabritado, y luego avanzaba hacia adelante violentamente. Hornblower había adquirido mucha experiencia en hacer cálculos matemáticos en un barco bien gobernado, donde había un perfecto equilibrio entre las velas de proa y las de popa. Allí ya no había equilibrio, y Hornblower se puso a pensar en las fuerzas que actuaban sobre las superficies planas, y en ese momento sus hombres regresaron corriendo adonde él se encontraba. Al menos estaba seguro de una cosa, de que la verga velacho, que se sostenía precariamente, terminaría por desprenderse causando daños impredecibles si seguía dando bandazos durante mucho tiempo. El bergantín debía llevar las velas orientadas de forma apropiada; Hornblower se imaginaba cómo podría conseguirlo, y formó en su mente la frase con que daría la orden apropiada en el preciso momento de evitar que pareciera que vacilaba.

—Giren las vergas a babor —dijo—. Braceen con fuerza.

Los marineros le obedecieron y él se acercó cautelosamente al timón. Había llevado el timón algunas veces, cuando aprendía las tareas propias de su profesión durante el tiempo que estuvo bajo el mando de Pellew, pero no estaba satisfecho con lo que había aprendido. Cuando cogió el timón, las cabillas le parecieron extrañas, entonces, con la intención de experimentar con él, lo giró, si bien con timidez. El bergantín empezó a moverse más suavemente en cuanto las velas de popa cambiaron de orientación y al volverse y transformarse en un objeto sometido a la lógica, las cabillas empezaron a hablar a los sensibles dedos de Hornblower. Su mente encontró la solución al problema del timón al mismo tiempo que sus sentidos la encontraron empíricamente. En las condiciones en que se encontraba el bergantín, el timón se podía amarrar, y Hornblower, en efecto, amarró una cabilla con una vinatera y se apartó del timón. El Marie Galante se movía suavemente, y mientras tanto las olas batían contra la amura de estribor.

Los marineros suponían que Hornblower era un oficial competente, pero él no tenía la más remota idea de cómo resolver el siguiente problema, no sabía qué hacer con la maraña que había en el palo trinquete, en la que tenía clavada la vista ahora. Ni siquiera sabía con certeza qué estaba mal. Pero los hombres que estaban bajo su mando eran expertos marineros y seguramente se habían encontrado en casos de emergencia similares montones de veces. Lo primero (verdaderamente, lo único) que tenía que hacer era delegar su responsabilidad.

—¿Quién es el marinero de más antigüedad entre ustedes? —preguntó de repente, convencido de que hablando de ese modo no le temblaría la voz.

—Matthews, señor —dijo uno de ellos, señalando al marinero con tatuajes y coleta sobre el que había caído en el cúter.

—Muy bien. Le nombro suboficial, Matthews. Póngase a trabajar enseguida y quite esa maraña de la proa.

—Sí, señor —dijo con indiferencia.

—Adelante.

El marinero se volvió y se encaminó a proa, momento que aprovechó Hornblower para irse a popa y allí coger el telescopio que estaba amarrado con una vinatera en la toldilla. Se divisaban pocos barcos, y Hornblower observó que los más cercanos eran presas y navegaban rumbo a Inglaterra con la mayor cantidad posible de velamen desplegado. Mucho más lejos, a barlovento, pudo ver las gavias de la Indefatigable, que seguía persiguiendo al resto del convoy. La fragata ya había capturado las embarcaciones más lentas, las que no navegaban bien de bolina, así que tardaría más tiempo en capturar las restantes. Pronto se quedaría él solo en ese vasto mar, a trescientas millas de Inglaterra. Trescientas millas… Tardarían dos días de navegación en recorrerlas si el viento les era favorable, pero ¿cuántos tardarían si les era desfavorable?

Volvió a colocar el telescopio en su sitio, y tras asegurarse de que los hombres trabajaban con ahínco, bajó a echar un vistazo a las cabinas de los oficiales. Había dos individuales, seguramente una para el capitán y otra para su ayudante; además de una doble, para el contramaestre y el cocinero o el carpintero. Encontró una pequeña cámara y supo que era el lazareto[1] porque echó de ver que había cosas muy diversas almacenadas allí.

La puerta entreabierta se movía de un lado a otro y un manojo de llaves colgaba de la cerradura. Sin duda, el capitán francés, convencido de que iba a perder todo cuanto poseía, no se había molestado en cerrarla después de sacar la caja de botellas de vino. Hornblower cerró la puerta, se guardó las llaves en el bolsillo y, de pronto, se sintió abrumado por la soledad, como todos los hombres que tienen autoridad en un barco. Regresó a cubierta, y, en cuanto Matthews le vio, fue corriendo hasta la popa y, tocándose la frente con los nudillos, dijo:

—Disculpe, señor, pero tendremos que usar la estrellera para volver a amarrar esa verga.

—Muy bien.

—Necesitamos más marineros, señor. ¿Me permite poner a trabajar a algunos franchutes?

—Si cree que puede lograrlo y si queda alguno sobrio…

—Creo que podré lograrlo, tanto si están borrachos como si no.

Fue en ese momento cuando Hornblower pensó que probablemente el cebo de la pistola estaba mojado. Se hizo duros reproches y se burló de sí mismo porque se había fiado de la pistola sin haberle vuelto a poner cebo después de las evoluciones que había hecho en el cúter. Cuando Matthews se dirigió a la proa, él bajó otra vez. Había visto un estuche con pistolas, un frasco con pólvora y una bolsa con balas en la cabina del capitán. Cargó las dos pistolas y volvió a cebar la suya y regresó a la cubierta con las tres pistolas en el cinto cuando sus hombres salían del castillo con media docena de franceses. Subió a la toldilla y se quedó allí de pie, con las piernas separadas y las manos a la espalda, tratando de que su gesto expresara indiferencia y confianza. Puesto que los marineros utilizaron la estrellera para subir la verga con la vela, apenas una hora de duro trabajo fue suficiente para que consiguieran volver a amarrar la verga y desplegar la vela.

El trabajo estaba llegando a su fin cuando Hornblower volvió a pensar en lo que tenía que hacer. Ahora recordaba que dentro de pocos minutos tendría que tomar un rumbo y bajó corriendo otra vez para determinar uno usando la carta marina de aquella zona, el compás de puntas y las reglas. Acababa de sacar del bolsillo el pedazo de papel donde estaba escrita su posición, que él había guardado descuidadamente hacía poco tiempo, cuando el problema más inmediato no era otro que pasar de la Indefatigable al cúter. Había pensado con disgusto que había tenido muy poco cuidado con el papel y que la vida en la Armada no era una sucesión de crisis, sino una crisis constante y que tenía que ser consciente de que mientras se resolvía un problema urgente, era necesario hacer planes ya para resolver el siguiente. Inclinado sobre la carta marina, marcó en ella su posición y determinó el rumbo que debían tomar. Había sentido angustia al pensar que lo que antes había sido un ejercicio de náutica que hacía bajo la supervisión del señor Soames ahora era algo de lo que dependían su vida y su reputación. Había revisado su trabajo y comprobado el rumbo y lo anotó en un pedazo de papel por temor a que se le olvidara.

Por lo tanto, cuando los marineros terminaron de amarrar la verga velacho y los prisioneros fueron conducidos de nuevo al castillo y Matthews preguntó a Hornblower cuáles eran las nuevas órdenes, ya estaba preparado para darlas.

—Cambiaremos la orientación de las velas para navegar con el viento en popa —dijo—. Ponga un hombre al timón.

Hornblower decidió ayudar a bracear, y como el viento había amainado un poco, pensó que con el velamen que el bergantín llevaba desplegado ahora, los marineros podrían maniobrar bien.

—¿Qué rumbo, señor? —preguntó el timonel. Hornblower se metió la mano en el bolsillo para sacar el pedazo de papel.

—Noreste cuarta al norte —leyó.

—Noreste cuarta al norte, señor —repitió el timonel, e inmediatamente el Marie Galante puso rumbo a Inglaterra.

Estaba oscureciendo, y no se veía ningún barco en el horizonte, pero Hornblower sabía que más allá del horizonte había muchos, aunque eso no evitó que sintiera la soledad cuando las sombras de la noche se hicieron completamente con la inmensidad del mar. Había muchas cosas que hacer, muchas cosas que atender, y Hornblower cargaba sobre sus hombros el peso de la responsabilidad, sin estar acostumbrado a ello. Había que encerrar a los prisioneros en la bodega de proa, organizar la guardia por turnos y hacer algo tan trivial como buscar un trozo de pedernal y un trozo de metal para encender la lámpara de la bitácora. Un marinero debía estar en la proa como vigía y, además, vigilar a los prisioneros; otro marinero sería el timonel; los otros dos podrían dormir, pero tendrían que levantarse cuando se arriara alguna vela, ya que ésa era tarea a hacer entre dos. Tenían que comer, aunque la comida sería frugal, pues consistiría en agua de un tonel unas cuantas galletas de las que se guardaban en el lazareto. Tenían que estar siempre atentos a los cambios del tiempo. Hornblower dio un paseo por cubierta en la oscuridad de la noche.

—¿Por qué no duerme un poco, señor? —preguntó el timonel.

—Me echaré a dormir un poco más tarde, Hunter —respondió Hornblower, intentando que su tono no reflejara que eso no se le había pasado por la cabeza.

Sabía que era un buen consejo y trató de seguirlo, así que bajó y se acostó en el coy del capitán, pero, naturalmente, no pudo dormir. Cuando oyó al serviola bajar por la escala de toldilla dando gritos a los dos marineros que debían relevar la guardia (los dos dormían en la cabina contigua a la suya), no pudo reprimir el deseo de subir a cubierta para ver si todo marchaba bien. Matthews era el encargado de la guardia, y Hornblower pensó que no tenía motivos para preocuparse, así que volvió a bajar, pero apenas se había acostado, le vino al pensamiento una idea que le produjo escalofríos y le hizo ponerse en pie otra vez. Sintió una profunda angustia y desprecio por sí mismo, y mientras ambos pugnaban por ocupar el lugar principal entre sus sentimientos, subió a cubierta y fue hasta donde se encontraban las columnas del bauprés, entre las que Matthews estaba agachado.

—No hemos hecho nada para saber si hay alguna vía de agua en el bergantín —dijo.

Mientras caminaba hacia proa iba pensando en cómo diría eso para que a Matthews no le pareciera que le hacía una crítica y, con el fin de mantener la disciplina, para que nadie le echara la culpa a él.

—Así es, señor —dijo Matthews.

—Recuerde que una de las balas lanzadas por la Indefatigable dio en el casco —continuó Hornblower—. ¿Qué daños causó?

—No lo sé, señor —respondió Matthews—. En ese momento yo estaba en el cúter.

—Tenemos que averiguarlo en cuanto el día claree —dijo preocupado Hornblower—. Y ahora deberíamos sondar la sentina, ¿no le parece?

Eran atrevidas esas palabras. No cabe duda de que durante el rápido curso de náutica que había hecho a bordo de la Indefatigable, Hornblower había estado bajo el mando de los encargados de las distintas secciones y en cada una había aprendido algo. En cierta ocasión vio cómo el carpintero sondaba la sentina. Pero no estaba seguro de poder encontrar la del bergantín y sondarla.

—Sí, señor —dijo Matthews sin vacilar y se aproximó a la bomba—. Necesita una luz, señor. Voy a traérsela.

Cuando regresó con el farol, lo acercó a la bomba, junto a la cual estaba enrollada la sonda, y Hornblower la reconoció enseguida. La llevó abajo y metió la pesada barra de tres pies por la abertura de la sentina, pero la sacó enseguida porque recordó que debía asegurarse de que estuviera seca. Luego la dejó caer y desenrolló el cordel hasta que oyó chocar la barra contra el fondo del barco. Hornblower volvió a tirar hacia arriba el cordel y sacó la barra por la abertura haciendo bastante ruido mientras Matthews sostenía el farol.

—¡Ni una gota, señor! —exclamó Matthews—. Está más seca que el jarro en que bebí ayer.

Esto sorprendió agradablemente a Hornblower. Le habían dicho que en todos los barcos entraba cierta cantidad de agua, e incluso en la Indefatigable era necesario bombear el agua diariamente. No sabía si el hecho de que la sentina estuviera seca era un fenómeno muy frecuente o poco frecuente; sin embargo, quería que su gesto no reflejara ninguna preocupación en particular, sino todo lo contrario, una total tranquilidad.

—¡Mmm! —dijo Hornblower finalmente—. Muy bien, Matthews. Enrolle la sonda de nuevo.

Saber que en el Marie Galante no entraba agua podría contribuir a dormir bien si el viento no hubiera rolado ni hubiera aumentado de intensidad poco después de que él se dispusiera a entrar en la cabina. Fue Matthews quien bajó a darle la mala noticia.

—No podremos mantener durante mucho tiempo el rumbo que usted determinó, señor —concluyó Matthews—. Además, el viento es racheado.

—Muy bien —dijo Hornblower—. Subiré enseguida. Llame a todos los marineros.

Había pronunciado estas palabras con malhumor, que bien podría ser por haberle despertado de pronto, pero, la verdad, es que en ellas reflejaba sus temores.

Con una tripulación tan pequeña como la suya tenía que evitar que los cambios de tiempo le cogieran por sorpresa. No se podía hacer nada con rapidez, como descubrió después. Hornblower tuvo que coger el timón para que los cuatro marineros arrizaran las gavias y prepararan el bergantín para la tormenta. La tarea les llevó la mayor parte de la noche, y cuando finalizó, todos pudieron darse cuenta de que el Marie Galante no podría seguir navegando con rumbo noreste cuarta al norte. Hornblower dejó el timón y bajó para consultar de nuevo la carta marina, pero después de consultarla, sacó la misma conclusión a que había llegado haciendo cálculos mentalmente. Aunque el bergantín navegara con las velas amuradas a ese costado de modo que la quilla formara el ángulo más pequeño posible con la dirección del viento, no podrían contornear la isla d’Ouessant. Como tenía tan pocos tripulantes, no se atrevía a seguir navegando con ese rumbo aunque le cabía esperar que el viento cambiara de dirección, pues había aprendido, tanto de sus lecturas como de las lecciones recibidas, que la costa a sotavento era un gran peligro. No tenía más remedio que cambiar de rumbo y con esta disposición, regresó a cubierta muy apenado.

—Todos a virar —ordenó, tratando de hablar como el señor Bolton, el tercero de a bordo de la Indefatigable.

El bergantín viró en redondo y tomó el nuevo rumbo y empezó a navegar de bolina con las velas amuradas a estribor. Ahora se alejaba de las peligrosas costas de Francia, pero también se alejaba de las costas de Inglaterra. Hornblower ya no tenía esperanza de llegar a Inglaterra solamente en dos días; dos días de navegación y no tenía ni la más mínima esperanza de dormir un rato aquella noche.

Durante el año anterior a su ingreso en la Armada, Hornblower había asistido a unas clases que daba un emigrado francés arruinado, clases de francés, música y baile. Muy pronto el emigrado francés se percató de que Hornblower no tenía buen oído, por lo que era inútil por no decir imposible enseñarle a bailar, así que para hacerse merecedor de los honorarios que percibía, dedicó todos sus esfuerzos a enseñarle francés. Buena parte del francés que le enseñó se grabó en la excelente memoria del joven para siempre. Nunca creyó que aquello fuera a servirle de algo, pero al alba se dio cuenta de que sí le serviría, cuando el capitán francés insistió en entrevistarse con él. El capitán francés sabía poco inglés, y cuando Hornblower logró vencer su timidez y balbucear las primeras palabras en francés, se sorprendió al ver que ambos podían comunicarse mejor en ese idioma.

El capitán estaba muy sediento y bebió mucha agua de un tonel. No se había afeitado, naturalmente, y estaba ojeroso por haber permanecido doce horas en la abarrotada bodega de proa, adonde le habían llevado casi completamente borracho.

—Mis hombres están hambrientos —dijo el capitán, que no parecía tener hambre.

—Los míos también —repuso Hornblower—. Y yo también.

Es normal gesticular cuando uno habla en francés, por eso señaló a sus hombres haciendo un ligero movimiento con la mano y a sí mismo dándose un golpe en el pecho.

—Tengo un buen cocinero —apuntó el capitán.

Tardaron algún tiempo en llegar a un acuerdo sobre los términos de la tregua. El cocinero prepararía comida para todos los que iban a bordo y los franceses podrían subir a cubierta hasta mediodía a condición de que se comprometieran a no intentar recuperar el bergantín.

—Bien —asintió el capitán tras unos momentos de duda.

Y después que Hornblower dio a sus hombres las instrucciones pertinentes para que soltaran a los tripulantes franceses, llamó al cocinero y acordó con él cuál sería la comida para aquel día. Muy pronto el humo empezó a salir de la chimenea de la cocina.

El capitán levantó los ojos al cielo gris, luego hacia las gavias arrizadas y más tarde al compás que estaba en la bitácora.

—Un viento desfavorable para ir a Inglaterra —comentó.

—Sí —se apresuró a corroborar Hornblower, pues no quería que el francés advirtiera su amargura y su miedo.

El capitán parecía prestar más atención al movimiento del bergantín bajo sus pies que a ninguna otra cosa.

—Parece que se mueve trabajosamente, ¿no cree? —preguntó.

—Es posible —respondió Hornblower, que no estaba familiarizado con el Marie Galante ni con ningún otro barco y no se había formado una opinión sobre la cuestión, aunque no iba a revelar su ignorancia.

—¿Le entra agua? —inquirió el capitán.

—No hay agua dentro del casco —respondió Hornblower.

—¡Ah! —exclamó el capitán—. No encontrará agua en la sentina. Recuerde que llevamos un cargamento de arroz.

—Es verdad —dijo Hornblower.

Le costó mucho aparentar que no se había turbado al comprender las implicaciones que tenía lo que el capitán acababa de decir. El arroz absorbería hasta la última gota de agua que entrara en el bergantín, así que cuando se sondaba la sentina, no se apreciaba si había entrado agua. Y cada gota de agua que entraba engordaba el arroz y hacía disminuir su capacidad de flotar.

—Una bala lanzada por su maldita fragata atravesó el casco… —aseguró el capitán—. Pero, naturalmente, ya habrá averiguado usted qué daños causó.

—Naturalmente —mintió Hornblower con valentía.

En cuanto pudo, mantuvo una conversación privada con Matthews sobre la cuestión, y Matthews puso una expresión grave.

—¿Dónde dio la bala, señor?

—Creo que en algún punto del costado de babor, cerca de la proa.

Hornblower y Matthews se inclinaron sobre la borda y estiraron el cuello para verlo.

—No veo nada, señor —dijo Matthews—. Bájeme por el costado con una bolina para ver si puedo encontrarlo.

Hornblower iba a acceder, pero cambió de opinión.

—Bajaré yo mismo por el costado —dijo.

No sabía qué razones le habían impulsado a decir eso. Por una parte, deseaba ver las cosas con sus propios ojos; por otra, seguía la doctrina según la cual uno nunca debe dar una orden que él no pueda cumplir; por otra, y quizá era ésta la razón más importante, deseaba imponerse un castigo por su negligencia.

Matthews y Carson le ataron por la cintura con una bolina y le bajaron por el costado del buque. Hornblower estaba suspendido de la bolina, muy próximo al costado, y el mar borboteaba justo debajo de él. En ese momento, debido al cabeceo del bergantín, el mar llegó hasta donde Hornblower se encontraba, y cinco segundos después, el joven estaba empapado hasta la cintura. Entonces el balanceo del bergantín le hizo separarse del costado y después chocar contra él. Los marineros, sosteniendo la bolina, caminaron despacio hasta la popa, y Hornblower pudo examinar todo el casco por encima de la línea de flotación, pero no vio ningún agujero. Eso fue lo que dijo a Matthews cuando él y su compañero le subieron a bordo.

—Entonces, está por debajo de la línea de flotación —dijo Matthews, cuya opinión coincidía con la de Hornblower—. ¿Está seguro de que la bala le dio, señor?

—Sí, estoy seguro —respondió Hornblower.

La falta de sueño, la preocupación y el sentimiento de culpa le tenían preocupado y de mal humor, y por eso, una de dos, o hablaba secamente o se echaba a llorar. Pero ya había decidido lo que iba a hacer a continuación; lo había decidido mientras le subían.

—Tendremos que ponerlo en facha con las velas amuradas al otro lado e intentarlo de nuevo.

Con las velas amuradas al otro lado, el bergantín se escoraría hacia allí, y el agujero de bala, si es que había alguno, quedaría más próximo a la superficie. Hornblower permaneció de pie en la cubierta con la ropa chorreando mientras los marineros hacían virar en redondo al bergantín. El viento era frío y cortante, pero Hornblower temblaba de emoción, no de frío. Los marineros le bajaron pero debido a la inclinación del bergantín se encontraba ahora mucho más próximo al costado, así que se detuvieron en el momento en que el joven se arañó las piernas con los moluscos adheridos a la parte del casco que oscilaba entre el viento y el agua. Entonces empezaron a moverle a ras del costado en dirección a la popa, y en la parte del casco que quedaba justamente detrás del trinquete, el joven encontró lo que buscaba.

—¡Deténganse! —gritó a los marineros que estaban en la cubierta, esforzándose por ocultar la angustia que sentía.

La bolina dejó de moverse hacia la popa.

—¡Bájenme! —prosiguió—. ¡Dos pies más!

Ahora estaba metido en el agua hasta la cintura, y cuando el bergantín se balanceaba, el agua le cubría la cabeza unos instantes, y a él le parecía que pasaba por una muerte momentánea. Allí estaba el agujero, dos pies por debajo de la línea de flotación, a pesar de que el bergantín tenía las velas amuradas al otro lado. Era un agujero de bordes dentados, casi cuadrado, que medía un pie de punta a punta. El mar se alborotaba alrededor de Hornblower, y al joven le pareció distinguir el murmullo que hacía al entrar en el barco, aunque tal vez eso sólo fuera producto de su imaginación.

Miró a los marineros que estaban en cubierta y les pidió a gritos que volvieran a subirle, y a ellos les acometió el vehemente deseo de saber lo que él tenía que contar.

—¿Está dos pies por debajo de la línea de flotación, señor? —inquirió Matthews—. Desde luego, el bergantín navegaba de bolina y muy escorado cuando le dimos, pero probablemente la proa subió justo cuando disparamos. Además, ahora está más hundido en el agua.

Eso era lo importante. Hicieran lo que hicieran ahora, inclinaran cuanto inclinaran el bergantín, el agujero seguiría estando por debajo de la línea de flotación. Por otra parte, si amuraban las velas al otro lado, estaría mucho más bajo y la presión del agua sería mayor; sin embargo, para navegar con las velas amuradas a ese lado, debían navegar rumbo a Francia. Y mientras más agua tuviera dentro el bergantín, más se hundiría, por tanto, el agua que entrara haría más presión. Había que hacer algo para taponar el agujero, y Hornblower sabía qué era lo que tenía que hacer porque lo había leído en los manuales de náutica.

—Tenemos que forrar una vela y tapar el agujero con ella —dijo—. Llamen a esos franceses.

Forrar una vela es convertirla en algo parecido a un felpudo cosiéndole por todas partes innumerables trozos de cabos medio deshilachados. Eso lo sabían todos. Y sabían hacerlo. Después de hecho esto, se pasaría la vela por debajo del casco y se taponaría el agujero con ella. La presión interior haría que la masa de hilachas se encajara en el agujero, y eso dificultaría la entrada de agua.

Los tripulantes franceses no tenían ganas de ayudar en esa tarea, puesto que el barco ya no era suyo y, además, les conducía a una prisión inglesa, así que, a pesar de que sus vidas corrían peligro, se mostraban apáticos e indolentes. Transcurrió bastante tiempo antes de que Hornblower lograra que sacaran una gavia nueva (pensaba que cuanto más gruesa fuera la lona de la vela, mejor) y se pusieran a cortar cabos y a deshilacharlos. El capitán francés, sentado con las piernas cruzadas sobre la cubierta, les miraba trabajar.

—Pasé cinco años en una prisión de Portsmouth durante la última guerra —dijo—. Cinco años.

—Sí —asintió Hornblower.

Tal vez sintiera compasión por él, pero no dijo nada porque tenía puesta toda su atención en sus problemas y el frío no le dejaba hablar.

Estaba decidido a llevar al capitán francés a Inglaterra, y, por tanto, a la prisión otra vez, si era posible, y también estaba decidido a apropiarse de algunas de sus prendas de ropa.

Bajo la cubierta, a Hornblower le pareció que todos los ruidos, los crujidos y chirridos del barco de madera eran más fuertes de lo normal. El bergantín se movía suavemente, y, sin embargo, por los crujidos de los mamparos allí abajo, parecía que era azotado por una tormenta y que se iba a romper en pedazos. Desechó esa idea y pensó que era producto de su sobreexcitada imaginación. No obstante, después de secarse y entrar en calor y ponerse el mejor traje del capitán, la idea le vino a la cabeza otra vez. Notó que el bergantín crujía como si estuviera soportando una gran presión.

Regresó a cubierta para ver si el trabajo de los marineros había progresado. Apenas llevaba allí dos minutos cuando uno de los franceses se volvió hacia atrás y estiró el brazo para coger un trozo de cabo, pero se detuvo antes de alcanzarlo y se quedó mirando la cubierta unos momentos y luego cogió un pedazo de una junta. Entonces levantó la vista y vio que Hornblower le miraba y dijo algo. Hornblower no hizo ningún esfuerzo por comprender sus palabras porque sus gestos eran elocuentes. La junta se había despegado un poco de la juntura y la brea tenía bultos. Hornblower observó ese fenómeno sin comprender las razones que lo habían ocasionado, pues la junta sólo se había despegado a lo largo de uno o dos pies y las restantes parecían firmemente adheridas. No… Ahora que miraba la cubierta con más atención, se dio cuenta de que un poco más lejos había dos puntos en que la brea se había despegado y tenía ondulaciones. No conocía por experiencia este fenómeno ni lo recordaba descrito en sus numerosas lecturas. Pero el capitán francés estaba junto a él y también miraba la cubierta.

—¡Dios mío! —exclamó—. ¡El arroz! ¡El arroz!

Pero el capitán había hablado en francés, y Hornblower no conocía la palabra «riz». Entonces el capitán dio un golpe con el pie en la cubierta y señaló una junta.

—¡El cargamento! —exclamó y luego explicó—: Cada vez se hace más grande.

Matthews se acercó a ellos y sin saber ni una palabra de francés comprendió lo que ocurría.

—El bergantín está lleno de arroz, ¿verdad, señor? —preguntó.

—Sí.

—Entonces, es eso. El arroz se ha mojado y se está hinchando.

El arroz empapado en agua duplicaría o triplicaría su volumen. El cargamento se estaba hinchando y hacía saltar las juntas del barco. Hornblower recordó los crujidos más fuertes de lo normal que se oían bajo la cubierta. Ese momento fue horrible. Hornblower se volvió hacia el mar hostil como si buscara en él inspiración y apoyo, pero no encontró ninguna de las dos cosas. Pasaron unos angustiosos instantes hasta que pudo hablar y mantener la dignidad ante las dificultades, como correspondía a un oficial de la Marina.

—Cuanto antes tapemos el agujero con la vela, mejor —dijo, tratando de hablar con serenidad, pero pensar que lo lograría era esperar demasiado de sí mismo—. Haga que esos franceses se den prisa.

Se volvió para dar un paseo por la cubierta y así poder calmarse y poner en orden sus ideas otra vez, pero el capitán francés siguió a su lado, y estaba locuaz como los amigos de Job que trataron de consolarle.

—Antes comenté que me parecía que el bergantín se movía trabajosamente —dijo el capitán—. Está muy hundido en el agua.

—¡Váyase al diablo! —replicó Hornblower en inglés, porque no se acordaba cómo se decía esa frase en francés.

Estaban aún quietos e inmóviles, cuando Hornblower sintió un ruido bajo sus pies, como si alguien hubiera golpeado la cubierta desde abajo con una maza. El bergantín iba cubriéndose de grietas poco a poco.

—¡Dense prisa con esa vela! —gritó, volviéndose otra vez hacia el grupo de marineros, y se enfadó consigo mismo porque el tono de su voz seguramente revelaba su ignominioso nerviosismo.

Por fin quedó forrada un área de la vela de cinco pies cuadrados. Entonces los marineros pasaron los cabos por los ojales de la vela, corrieron a proa con ella, la pasaron por debajo del casco y la movieron un poco hacia la popa para que cubriera el agujero. Hornblower empezó a desvestirse, pero no por cuidar la ropa del capitán, sino por mantenerla seca.

—Bajaré por el costado para ver si está en el lugar correcto, Matthews —dijo—. Prepare una bolina para atarme.

Estaba desnudo y empapado junto al costado del bergantín y le parecía que el viento le traspasaba el cuerpo. Rozaba el costado cuando el bergantín se balanceaba, y las olas, despiadadamente, le hacían chocar con fuerza contra él, desollándose, pero comprobó que la vela forrada cubría el agujero y vio con satisfacción cómo la masa de hilachas taponaban el boquete. Sus hombres le subieron cuando él se lo ordenó y permanecieron a su lado esperando nuevas órdenes mientras él, aturdido por el cansancio, la falta de sueño y el frío, hacía esfuerzos sobrehumanos para decidir qué debían hacer a continuación.

—Virar y amurar las velas a estribor —ordenó por fin.

Si el bergantín se iba a hundir, daba lo mismo que estuviera a cien que a doscientas millas de la costa francesa, pero si se iba a mantener a flote, entonces lucharía para que se alejara lo más posible de esa costa, que estaba por sotavento, para que no hubiera ninguna posibilidad de ser recuperado. El peligro que correría el bergantín sería mayor, pues el boquete hecho por la bala, ahora taponado con la vela forrada, estaría mucho más bajo que la línea de flotación, pero, aparentemente, eso era lo mejor que podía pasar. El capitán francés vio que los marineros hacían preparativos para que el bergantín virara en redondo y se volvió hacia Hornblower jurando y maldiciendo. Dijo a Hornblower que iba a poner en peligro la vida de todos y que con ese viento podrían llegar a Burdeos sin dificultad navegando con las velas amuradas al otro lado. A la aturdida mente de Hornblower vino la traducción que había querido interpretar antes, sin que él hiciera ningún esfuerzo por traerla. Y podía usarla ahora.

Allez au diable! —exclamó cuando metía la cabeza por dentro de la camisa de lana gruesa del francés.

Cuando sacó la cabeza por el cuello de la camisa, el francés todavía protestaba, y lo hacía con tanta energía que a Hornblower le asaltó la duda sobre otra cuestión. Habló con Matthews y enseguida el marinero fue adonde estaban los prisioneros franceses y les registró para ver si tenían armas, pero las únicas que encontró fueron los cuchillos que suelen usar los marineros. No obstante, por precaución, Hornblower se incautó de todas las armas blancas, y cuando terminó de vestirse, sacó cuidadosamente las cargas de sus tres pistolas y volvió a cebarlas y a cargarlas. Con tres pistolas en el cinto, más parecía un pirata o un muchacho que todavía se entrega a juegos en que se imaginaban seres y sucesos, pero presentía que más pronto o más tarde los franceses se rebelarían contra sus captores, y tres pistolas no serían demasiadas para reducir a doce hombres desesperados que tenían a su alcance cosas que podían usar como armas, como, por ejemplo, las cabillas.

Matthews le estaba esperando con una expresión grave.

—Señor, discúlpeme, pero no me gusta el aspecto del bergantín —dijo—. Francamente, no me gusta. Tampoco me gusta lo que le está pasando. Estoy completamente seguro de que se está hundiendo y se está abriendo. Discúlpeme por decir esto, señor.

Estando Hornblower bajo la cubierta había oído cómo la armadura del barco seguía crujiendo, y ahora en la cubierta notó que el espacio entre los listones era cada vez más grande. La explicación más probable era que el arroz, al hincharse, había hecho separarse las tablas del casco por debajo de la línea de flotación; en cambio, por el boquete que hizo la bala, en el momento en que ya lo habían taponado, solamente pasaba una pequeña cantidad del agua que entraba en el bergantín. Lo más seguro era que una cantidad grande de agua siguiera entrando y el cargamento se hinchara y forzara cada vez más al bergantín a abrirse como el botón de una flor que separa demasiado sus pétalos. Los barcos están hechos para soportar el embate de las tempestades, pero no para soportar una presión de dentro afuera. Cada vez las tablas se separaban más y cada vez llegaba más agua al cargamento.

—¡Mire allí, señor! —exclamó Matthews de repente.

A la luz del día pudo verse una pequeña figura de color gris que corría por el pasamanos de barlovento. La siguió otra, y luego otra más. ¡Eran ratas! Para que salieran a cubierta en pleno día, para que abandonaran sus confortables madrigueras y la enorme cantidad de comida que les proporcionaba el cargamento, seguramente sucedía algo horrible bajo cubierta. La presión debía de ser tremenda. En ese momento Hornblower volvió a sentir un golpe bajo sus pies, como si se rompiera algo debajo mismo de él. Pero aún le quedaba una carta que jugar, aún podía defenderse al menos de una forma.

—Procederemos a la echazón del cargamento —dijo Hornblower, que nunca en su vida había usado esa palabra, aunque la había visto escrita—. Traiga a los prisioneros y empezaremos.

El cuartel de la escotilla tenía forma de cúpula, lo que era raro y a la vez significativo. Cuando los marineros empezaron a sacar las cuñas, uno de los tablones se desprendió de un lado con un crujido y se movió hasta quedar en posición oblicua, y cuando quitaron el cuartel, un bulto de color marrón le siguió en su movimiento ascendente. El bulto era un saco de arroz que había sido empujado desde abajo y había sido forzado a salir por la escotilla, donde se quedó trabado atascado.

—Engánchenlo a esa estrellera y súbanlo —ordenó Hornblower.

Sacaron uno a uno los sacos de arroz de la bodega. A veces los sacos se rompían y se formaba un montón de arroz en la cubierta, pero eso no importaba. Un grupo de marineros barría el arroz hacia el costado de sotavento y llevaba los sacos hasta allí y lo arrojaba todo al insaciable mar. Después de tirar los tres primeros sacos, aumentaron las dificultades, pues el cargamento estaba tan apretado en la bodega que era necesario hacer mucha fuerza para mover los sacos. Dos hombres tuvieron que bajar por la escotilla para separar los sacos de uno en uno con palancas y ajustarle las hondas. Los dos franceses a quienes señaló Hornblower vacilaron un momento, pues estar en la bodega de un barco que se balancea y cabecea fuertemente era peligroso, ya que era posible que algunos sacos no estuvieran fijos y que les sepultaran vivos cuando el barco cabeceara, pero en ese momento Hornblower no tenía en cuenta los temores de los demás seres humanos, y al notar su vacilación, puso el gesto adusto, y los dos marineros se apresuraron a bajar por la escotilla. El trabajo continuó durante horas y horas. Los marineros que movían la estrellera estaban rendidos de fatiga y les chorreaba el sudor por todo el cuerpo, pero tendrían que ayudar a ratos a los hombres que estaban abajo. El motivo era que los sacos, muy apretados unos contra otros, formaban capas y a la vez estaban comprimidos entre el fondo y los baos que sostenían la cubierta, de modo que cuando los marineros terminaban de subir los que estaban inmediatamente debajo de la escotilla, tenían que mover con palancas los que estaban a su alrededor y repetir esto en cada capa. Ya habían dejado un espacio libre alrededor de la escotilla y llegado a una parte bastante profunda de la bodega, cuando hicieron el inevitable descubrimiento que tanto se temían: los sacos de las últimas capas se habían mojado y el arroz que contenían se había hinchado y los había reventado. La mitad inferior de la bodega estaba llena de una compacta masa de arroz mojado que sólo podría sacarse con palas y una grúa. Los sacos de las capas superiores que estaban lejos de la escotilla todavía estaban apretados unos contra otros, y costaría mucho moverlos y ponerlos debajo de ella para que los subieran.

Hornblower buscaba una solución al problema cuando sintió que le rozaban el codo y vio que Matthews subía para hablar con él.

—Es inútil, señor —dijo Matthews—. Está muy hundido y cada vez se hunde más.

Se acercaron al costado los dos y Hornblower miró la parte de fuera. No había duda. Recordaba muy bien a qué altura estaba la línea de flotación porque había bajado por el costado, y, además, podía guiarse por algo más fiable, por la altura a que llegaba la vela forrada que cubría el casco. El bergantín se había hundido seis pulgadas más, aunque se habían sacado de la bodega y se habían tirado por la borda al menos cincuenta toneladas de arroz. Seguramente el agua entraba en el bergantín con la misma facilidad que en una cesta, por las aberturas cada vez más grandes entre las tablas, y era absorbida inmediatamente por el sediento arroz.

Hornblower sintió dolor en la mano y enseguida se la miró y se dio cuenta de que la mano le dolía porque, inconscientemente, se había agarrado a la borda con mucha fuerza. Soltó la borda y miró a su alrededor y luego hacia el sol de la tarde y a las agitadas aguas. Se resistía a darse por vencido. El capitán francés se aproximó a él.

—Esto es un disparate, una locura, señor —dijo—. Mis hombres están rendidos de fatiga.

Hornblower miró hacia la escotilla y vio que Hunter azotaba furiosamente a los marineros franceses con un cabo para que siguieran trabajando. Los marineros franceses no podrían seguir trabajando por más tiempo. En ese momento el Marie Galante subió lentamente con una ola y luego bajó muy inclinado hacia un lado. A pesar de su falta de experiencia, advirtió la torpeza de los movimientos del bergantín e intuyó que eran un mal presagio. El bergantín no se mantendría a flote mucho más tiempo, y había mucho que hacer.

—Nos prepararemos para abandonar el barco, Matthews —dijo, alzando la cabeza para impedir que sus hombres y los franceses advirtieran su desesperación.

—Sí, señor —dijo Matthews.

El Marie Galante llevaba a bordo una lancha colocada sobre un soporte detrás del palo mayor. Matthews dio una serie de órdenes a los marineros y todos dejaron su trabajo y enseguida empezaron a colocar alimentos y agua en la lancha.

—Perdone, señor, pero debería llevar prendas de ropa con que abrigarse —dijo Hunter a Hornblower en un aparte—. Una vez pasé diez días en una lancha, señor.

—Gracias, Hunter —dijo Hornblower.

Había que tener presente muchas cosas, como por ejemplo, las cartas marinas, el compás y los demás instrumentos de navegación. ¿Podría hacer una medición precisa con el sextante en una lancha que se balanceaba y cabeceaba fuertemente? El sentido común le indicaba que debían llevar en la lancha todos los alimentos y el agua que cupieran en ella, pero, al mirar hacia la deteriorada embarcación, tuvo dudas al respecto, pues pensó que con diecisiete hombres se llenaría hasta los topes.

Los marineros engancharon el bote a los aparejos y lo subieron y luego lo bajaron al agua por la aleta de babor. El Marie Galante hundió la proa en una ola, pues no pudo elevarse con ella. Entonces el agua verdosa saltó por encima de la amura de estribor y corrió por la cubierta hasta que un brusco movimiento del bergantín la hizo salir por los imbornales. No disponían de mucho tiempo. En ese momento se oyó un estrépito en la bodega, que indicaba que el cargamento seguía hinchándose y presionando los mamparos; los franceses sentían auténtico pánico y empezaron a saltar a la lancha dando gritos. El capitán francés, después de lanzar una mirada a Hornblower, les siguió. Dos de los marineros británicos ya estaban maniobrando la lancha.

—¡Salten! —ordenó Hornblower a Matthews y a Carson, que todavía estaban en el bergantín, pues, como capitán, tenía el deber de ser el último en abandonar el barco.

El bergantín estaba tan hundido en el agua que no le resultó difícil saltar a la lancha desde la borda. Los marineros británicos estaban sentados en la bancada de popa y le hicieron sitio.

—Lleve el timón, Matthews —dijo Hornblower, ya que le parecía que no era lo bastante hábil para gobernar una lancha sobrecargada—. ¡Desamarren la lancha!

La lancha se separó del bergantín. Enseguida el Marie Galante, con el timón amarrado, dirigió la proa hacia la parte de donde venía el viento y escoró a estribor de tal manera que los imbornales quedaron casi totalmente sumergidos en el agua. Otra ola chocó contra el bergantín y el agua cubrió la cubierta y bajó por las escotillas. El Marie Galante volvió a ponerse en posición horizontal, y la cubierta quedó situada casi al nivel del mar. Entonces se hundió más, manteniéndose horizontal, y el agua lo cubrió por completo y poco a poco fue cubriendo los mástiles. Durante unos instantes pudieron verse sus velas brillar bajo el agua verdosa.

—Se ha hundido —dijo Matthews.

Hornblower acababa de ver desaparecer el primer barco que había tenido bajo su mando. Le habían encargado que llevara el Marie Galante a puerto, pero había fracasado en su intento. Había fracasado en realizar la primera misión que le habían encomendado. Clavó la vista en el sol poniente con la esperanza de que nadie notara que las lágrimas asomaban a sus ojos.