CAPÍTULO 1

A CARA O CRUZ

Era un día del mes de enero. Se había levantado una fuerte tormenta en el canal de la Mancha y soplaba un viento huracanado que arrastraba ráfagas de lluvia de grandes goterones que chocaban estrepitosamente contra las capas de los oficiales y los marineros que permanecían en cubierta. Era tal la intensidad del fuerte ventarrón, y soplaba desde hacía tanto tiempo, que el barco de guerra, a pesar de estar amarrado en el abrigado fondeadero de Spithead, cabeceaba y chocaba contra las tensas cadenas de las anclas como si fuera un cascarón de nuez. Un bote de remos tripulado por dos robustas mujeres se alejaba de la orilla y avanzaba en dirección al barco, a gran velocidad en la mar arbolada y, de vez en cuando, hundía en ella la proa y con ímpetu hacia saltar el agua y la espuma, que lo cubrían como un manto. La mujer que iba en la proa era una buena navegante que, echando rápidas miradas por encima del hombro, mantenía el rumbo y dirigía la proa hacia la parte de donde venían las olas cuando eran más peligrosas para evitar volcar. El bote pasaba por delante del costado de estribor del Justinian, cuando estando próximo al pescante central, el guardiamarina de guardia gritó algo a sus ocupantes.

—¡Sí, sí! —fue la respuesta de la mujer que iba a la proa, gritando con toda la fuerza de sus pulmones. Según un curioso pacto establecido en la Armada desde tiempos inmemoriales, esa respuesta indicaba que a bordo del bote había un oficial (probablemente aquella figura acurrucada en la bancada de popa que más parecía un montón de basura cubierto con una lona alquitranada).

Eso fue todo lo que pudo ver el señor Masters, el teniente de guardia, refugiado entre las bitas cercanas al palo de mesana. A partir de ese instante el bote quedó fuera del alcance de su visión porque, cumpliendo la orden del guardiamarina, siguió avanzando hacia el pescante central. Hubo una pequeña demora, aparentemente porque el oficial tuvo dificultades para subir por el costado del barco, pero el bote zarpó por fin y volvió a reaparecer en el campo visual del señor Masters cuando las mujeres estaban desplegando una pequeña vela al tercio, y ahora, sin el pasajero y con la vela desplegada, empezó a recorrer la distancia que lo separaba de Portsmouth esquivando las olas como un caballo saltando obstáculos. En el momento en que el bote se alejó, el señor Masters intuyó que alguien se acercaba y atravesaba el alcázar. Era la persona recién llegada, acompañada del guardiamarina, quien, después de señalar al señor Masters, regresó al pescante central. El señor Masters era un lobo de mar que había echado canas al servicio de la Armada y se consideraba afortunado por el grado de teniente que había alcanzado, pero desde hacía tiempo estaba convencido de que nunca lo nombrarían capitán; sin embargo, no por ello estaba amargado ni le daba mayor importancia sino que se entretenía en observar a sus compañeros de tripulación.

Por esta razón miró atentamente a la figura que se acercaba. El recién llegado era un joven muy delgado, que acababa de salir de la infancia; de altura un poco superior a la media, pies de adolescente cuyas proporciones chocaban con sus delgadas piernas y sus enormes botas de media caña; de andares desgarbados que se dejaban notar especialmente en los movimientos de brazos y manos. Llevaba el uniforme, que no era de su talla, empapado de agua a causa del oleaje, y tras la alta pechera sobresalía un cuello delgado, sobre el cual podía verse con claridad su cara afilada y pálida. No era corriente ver una cara pálida en la cubierta de un barco de guerra, donde en poco tiempo el sol tostaba la piel de los tripulantes y le daba un tono de color caoba. El recién llegado, además de la cara pálida, tenía las mejillas verdosas, signo inequívoco de que se había mareado en el bote que le había llevado desde la costa. En la palidez de su rostro destacaban unos ojos oscuros, que parecían dos agujeros negros hechos en una hoja de papel. Masters se asombró de que el recién llegado, a pesar de su mareo, mirara con interés todas las cosas que le rodeaban, dando a entender, obviamente, que todo aquello era nuevo para él. El viejo marinero pensó que su curiosidad era más fuerte que el mareo y la timidez y, a partir de ese momento, como era su costumbre, hizo una aventurada conjetura: el joven era precavido y observador, que se preparaba para las nuevas experiencias que le tocarían vivir. Se imaginó que así debió de mirar Daniel cuando fue arrojado al foso de los leones.

Los oscuros ojos del desgarbado joven se encontraron con los de Masters. El oficial se detuvo y, tímidamente, subió la mano y tocó el borde de su sombrero, de cuyas alas caían gruesas gotas de agua. Abrió la boca y trató de decir algo, pero la cerró de nuevo sin haber logrado su objetivo porque su timidez se lo impedía. Enseguida, no obstante, volvió a armarse de valor y se obligó a sí mismo a decir con voz recia las palabras que le habían indicado que dijera.

—Presente a bordo, señor.

—¿Cuál es su nombre? —preguntó Masters tras esperar breves instantes una vez que dejó de hablar.

—Ho… Horatio Hornblower, señor —balbuceó el joven—. Guardiamarina.

—Muy bien, señor Hornblower —replicó Masters, con el mismo tono formal—. ¿Ha traído su equipaje a bordo?

Hornblower no había oído jamás esa palabra, pero todavía tenía suficiente capacidad de razonamiento para deducir su significado.

—He traído un baúl, señor. Está en… Está en la proa, en el portalón.

Hornblower había dicho estas palabras sin vacilar, de sobras sabía que los marineros las usaban para referirse a la parte delantera del barco y al lugar por donde se entraba, pero necesitó mucho coraje para conseguirlo.

—Me ocuparé de que lo lleven abajo —dijo Masters—. Y es mejor que baje usted también. El capitán está en tierra y el primer oficial ha dado órdenes de que no se le llame por ningún motivo antes de las ocho campanadas. Le aconsejo que se quite esa ropa antes de nada, señor Hornblower.

—¡Sí tal, señor! —dijo tímidamente Hornblower.

En el momento de pronunciar estas palabras, su mente y la expresión del señor Masters le hicieron comprender que había empleado una frase poco adecuada, por lo que se corrigió antes de que Masters se lo indicara.

—Sí, señor —se corrigió Hornblower y, tras pensarlo un momento, volvió a llevarse la mano al borde de su sombrero.

Masters respondió a su saludo y se volvió hacia uno de los mensajeros que, temblorosos, estaban agachados pegados al costado para protegerse de los elementos.

—Grumete, lleve al señor Hornblower a la camareta de guardiamarinas.

—Sí, señor.

Hornblower siguió al grumete hasta la escotilla principal. El mareo bastaba para hacerle ir dando tumbos, durante el corto trayecto, pero a esto se le juntó que en dos ocasiones tropezó con un cabo, cuando dos ráfagas de viento hicieron chocar el Justinian contra las cadenas del ancla. Llegados a la escotilla, el grumete bajó por la escala como si fuera una anguila deslizándose por una roca; Hornblower, en cambio, tuvo que agarrarse con fuerza a la escala y bajó mucho más despacio y con más cautela a la mal iluminada cubierta inferior y después a la oscura entrecubierta. Los olores que su nariz percibió eran tan extraños y tan variados como los ruidos que percibían sus oídos; al final de cada escala, el grumete le esperaba con fingida paciencia. Después de bajar la última escala, dieron unos cuantos pasos, y Hornblower estaba desorientado sin saber si caminaban hacia proa o hacia popa. Llegaron a una cámara en la que las sombras parecían acentuarse en vez de iluminarse por la llama de una vela de sebo colocada sobre una palmatoria de cobre que se encontraba sobre una mesa, alrededor de la cual se sentaban media docena de hombres en mangas de camisa. El grumete desapareció y dejó a Hornblower allí de pie; pasaron un par de segundos antes de que le echara una mirada el hombre bigotudo que estaba sentado a la cabecera de la mesa.

—¡Oh, espectro, habla! —dijo.

Hornblower sintió verdaderas náuseas, pues los malos olores y la falta de ventilación de la entrecubierta habían agudizado los efectos de la travesía en bote. Le costaba trabajo hablar, y el hecho de no saber bien cómo manifestar lo que quería decir hacía que le costara todavía más trabajo expresarse.

—Mi apellido es Hornblower —contestó con voz trémula.

—¡Qué mala suerte tienes! —dijo otro sin mostrar la más mínima simpatía por él.

En ese mismo momento, en el tormentoso mundo exterior el vendaval cambió bruscamente de dirección, haciendo cabecear al Justinian de manera que volvió a chocar con las cadenas de las anclas. A Hornblower le pareció que todo en el mundo se había soltado de lo que lo mantenía firme, y se tambaleó y, a pesar de que temblaba de frío, sintió que el sudor le cubría la frente.

—Supongo que has venido para ser guiado por tus superiores —dijo el hombre bigotudo sentado a la cabecera de la mesa—, que eres otro de esos muchachos tontos e ignorantes que dan la lata a quienes tienen que enseñarles cuáles son sus deberes. ¡Miradle! —exclamó, haciendo un gesto para llamar la atención de los otros hombres que estaban sentados alrededor de la mesa—. ¡Mirarle! ¡Es una de las gangas que el Rey ha conseguido últimamente! ¿Cuántos años tienes?

—Di… diecisiete, señor —balbuceó Hornblower.

—¡Diecisiete! —exclamó el hombre en tono despectivo—. Para llegar a ser un buen marino hay que empezar a los doce años. ¡Diecisiete! ¿Sabes cuál es la diferencia entre un gratil y una driza?

El grupo soltó una carcajada, y por la forma de reír, Hornblower, a pesar de tener la cabeza como un bombo, se dio cuenta de que haría el ridículo tanto si contestaba «sí» como si contestaba «no», así que trató de encontrar una respuesta neutra.

—Eso es lo primero que buscaré en el libro Seamanship, de Norie —respondió.

El barco volvió a dar otro bandazo y Hornblower se agarró a la mesa.

—Caballeros… —empezó a decir con patetismo, preguntándose cómo podría expresar lo que quería decir.

—¡Dios mío! —exclamó uno de los hombres que estaban alrededor de la mesa—. ¡Está mareado!

—¡Está mareado en Spithead! —exclamó otro hombre en un tono en el que se mezclaban el asombro y el desprecio.

Pero Hornblower no tomó en consideración lo que decían, y durante algún tiempo no pudo darse cuenta de lo que sucedía a su alrededor. Probablemente, el nerviosismo que se había apoderado de él los últimos días contribuyó tanto y en la misma medida como la travesía en el bote y el errático comportamiento del Justinian en el fondeadero, pero eso tuvo como consecuencia que le etiquetaran como «el guardiamarina que se mareó en Spithead». Naturalmente, la tristeza que le produjo el saberse así etiquetado se sumó a la pena que sentía por estar solo y a la añoranza del hogar. Los sentimientos embargaban su ánimo aquellos días en que los barcos de la escuadra del Canal aún no habían podido completar su dotación, y estaban anclados frente a la isla de Wight. Después de descansar una hora en el coy donde le puso un compañero de tripulación, se recuperó y pudo presentarse ante el primer oficial. Después de pasar unos cuantos días a bordo, ya podía ir de un lado a otro del barco sin desorientarse bajo cubierta (como al principio), sin dudar si caminaba hacia proa o hacia popa. Durante ese período, cada uno de los oficiales adquirió para él una personalidad propia y sus caras dejaron de ser manchas borrosas. A Hornblower le costó aprenderse los puestos que debía ocupar cuando estaba de guardia, cuando el barco iba a entrar en combate y cuando a los marineros se les daba la orden de desplegar o arriar velas. Llegó a conocer su nueva vida lo suficientemente bien como para comprender que podría haber tenido peor suerte, en caso de que se le hubiera enviado a un barco que zarpara inmediatamente en vez de permanecer anclado como el Justinian; pero eso no le servía de consuelo. Estaba realmente solo y no era feliz. Su timidez era causa suficiente para tardar en hacer amigos, y a ello se sumaba el hecho de que los demás hombres que ocupaban la camareta de guardiamarinas del Justinian eran mucho mayores que él: ayudantes de oficiales de derrota con bastantes años en la mar reclutados entre los tripulantes de mercantes y guardiamarinas de más de veinte años que, por falta de ayuda de personas influyentes o por no haber aprobado el examen requerido, no habían ascendido a tenientes. Y todos ellos, después de mirarle con curiosidad y divertirse a su costa al principio, dejaron de prestarle atención. Él se alegró de eso, se alegró de poder meterse en su concha y pasar desapercibido.

El Justinian no era un barco en el que reinara la felicidad en aquellos deprimentes días de enero. Cuando el capitán Keene subió a bordo, Hornblower observó por primera vez cuánta pompa y cuánta ceremonia rodean al capitán de un navío de línea. El capitán era un hombre melancólico y estaba enfermo. No tenía la fama que permitía a otros capitanes llenar sus barcos con entusiastas voluntarios ni la personalidad necesaria para convertir en entusiastas a los hombres tristes que, reclutados a la fuerza por sus brigadas, llevaban al barco diariamente para tratar de completar su tripulación. Sus oficiales le veían en pocas ocasiones, y nunca lo deseaban. A Hornblower, cuando le llamaron a que se presentara en su cabina para entrevistarse con él por primera vez, no le impresionó verle: sentado tras una mesa cubierta de papeles no era más que un hombre de mediana edad con las mejillas hundidas y amarillentas a causa de una prolongada enfermedad.

—Señor Hornblower, me alegra tener la oportunidad de darle la bienvenida a mi barco —dijo con solemnidad.

—¡Sí tal, señor! —dijo Hornblower, a quien le parecía que esa expresión era más apropiada para la ocasión que el «Sí, señor» y que un guardiamarina debía elegir entre una y otra según la situación.

—Tiene usted… déjeme ver… diecisiete años —dijo el capitán Keene cogiendo el papel donde aparentemente figuraban los datos oficiales de la breve carrera de Hornblower.

—El 4 de julio de 1776 —dijo en voz baja Keene, leyendo la fecha de nacimiento de Hornblower—. Justo cinco años antes de que me nombraran capitán. Cuando usted nació, hacía seis años que yo era teniente.

—Sí, señor —se limitó a decir Hornblower, pues no le parecía que debía hacer más comentarios en esa ocasión.

—Es hijo de un médico. Debe de haberle costado mucho sustraerse a la influencia de su padre y hacer una carrera diferente.

—Sí, señor.

—¿A qué nivel ha llegado en sus estudios?

—Estudié griego y latín, señor.

—Entonces, puede traducir tanto a Jenofonte como a Cicerón, ¿verdad?

—Sí, señor. Pero no muy bien, señor.

—Sería mejor que supiera algo sobre el seno y el coseno. Sería mejor que pudiera prever una tempestad con tiempo suficiente para arriar los juanetes. El ablativo absoluto no sirve para nada en la Armada.

—Sí, señor —dijo Hornblower.

Si bien acababa de aprender qué era un juanete, podría haber dicho a su capitán que tenía amplios conocimientos de matemáticas; sin embargo, se reprimió para no decirlo, pues por instinto y por la experiencia adquirida recientemente sabía que era mejor no dar información que no le hubieran pedido.

—Bueno, obedezca las órdenes y aprenda a hacer su trabajo y no tendrá problemas. Eso es todo.

—Gracias, señor —dijo Hornblower, y se retiró.

Las últimas palabras que el capitán dirigió a Hornblower fueron contradichas de inmediato. A pesar de que Hornblower obedecía las órdenes y se esforzaba por aprender su trabajo, tuvo problemas a partir del día en que John Simpson, el oficial de más antigüedad del barco, regresó a la camareta de guardiamarinas. Hornblower estaba comiendo con sus compañeros cuando le vio por primera vez. Era un hombre de más de treinta años, robusto y apuesto que cuando llegó a la camareta se quedó de pie en la entrada mirándoles, como había hecho Hornblower varios días antes.

—¡Hola! —dijo alguien en tono no muy amable.

—¡Cleveland, mi valiente amigo, levántese de ese asiento! —exclamó el recién llegado—. Volveré a ocupar mi lugar a la cabecera de la mesa.

—Pero…

—Levántese, he dicho —repitió Simpson.

Cleveland se levantó del asiento con desgana y Simpson lo ocupó y miró con desprecio a todos los que estaban sentados a la mesa, como respuesta a sus miradas curiosas.

—Sí, mis queridos compañeros, he vuelto al seno de la familia —dijo—. Y no me sorprende que nadie esté contento. Y añadiré que todos estarán menos contentos todavía cuando vuelvan a estar bajo mi mando otra vez.

—Pero ¿su ascenso…? —se atrevió a decir alguien.

—¿Mi ascenso? —repitió Simpson y se inclinó hacia delante y, dando palmaditas en la mesa, miró a todos los que estaban a su alrededor, que tenían una mirada inquisitiva—. Voy a contestar esa pregunta ahora mismo, y si alguien la hace otra vez, lamentará haber nacido. Un tribunal formado por capitanes estúpidos me ha negado el ascenso porque consideró que no tenía los conocimientos de matemáticas suficientes para ser un navegante de confianza. Así que el teniente interino Simpson vuelve a ser el guardiamarina Simpson, para servirles. Para servirles. Y que Dios tenga misericordia de ustedes.

Pero no parecía que Dios tuviera misericordia, porque desde el regreso de Simpson, la vida en la camareta de guardiamarinas dejó de ser una serie constante de penalidades para convertirse en una tortura. Aparentemente, Simpson siempre había sido un ingenioso tirano, y ahora, amargado y humillado por haber suspendido el examen para conseguir el ascenso, era más tirano, más cruel y más ingenioso. No se le daban bien las matemáticas, pero tenía una endemoniada habilidad para convertir las vidas de los demás en una carga para ellos. Como era el oficial de más antigüedad en la camareta de guardiamarinas, tenía mucho poder, porque le había sido concedido oficialmente; pero como era un hombre mordaz y sentía un placer morboso en hacer daño, habría tenido el mismo poder de todas formas, aunque el primer teniente del Justinian hubiera sido atento y enérgico, no como el señor Clay, que no era ni lo uno ni lo otro. Dos guardiamarinas se rebelaron en dos ocasiones diferentes contra Simpson, por sus arbitrariedades y por sus abusos de autoridad, y en las dos ocasiones, Simpson, que podría haber sido un excelente boxeador, golpeó al guardiamarina rebelde con sus enormes puños hasta dejarle sin sentido. En las dos ocasiones Simpson salió indemne; y en las dos ocasiones, el irritado primer oficial impuso al guardiamarina el castigo de permanecer un tiempo en el calcés y hacer trabajos extraordinarios por tener los ojos morados y los labios hinchados. Los guardiamarinas montaron en cólera e incluso los pelotilleros (naturalmente, había varios entre ellos) llegaron a odiar al tirano.

Curiosamente, lo que provocaba resentimientos más profundos no eran las exacciones que comúnmente hacía, como por ejemplo, sacar de los baúles de los demás guardiamarinas camisas limpias para usarlas él, apropiarse de sus preciadas botellas de bebidas alcohólicas o coger los mejores pedazos de carne que se servían en la mesa. Todos pensaban que esas cosas eran disculpables y que las harían ellos mismos si tuvieran autoridad. Pero Simpson cometía arbitrariedades que a Hornblower, que conocía bien la antigüedad, le recordaban las de los emperadores romanos. Obligó a Cleveland a afeitarse el bigote, que era su principal motivo de orgullo y obligó a Hether a despertar a Mackenzie cada media hora, tanto de día como de noche, para que ninguno de los dos pudiera dormir (y había pelotilleros que le decían si en algún momento Hether dejaba de cumplir su encargo). Muy pronto descubrió cuáles eran los puntos vulnerables de Hornblower, del mismo modo que había descubierto los de todos los demás. Se había dado cuenta de que Hornblower era muy tímido y al principio se divirtió haciéndole recitar versos de la Elegy in a Country Churchyard de Gray delante de todos los guardiamarinas. Los pelotilleros podían obligar a Hornblower a recitar. Simpson, con una expresiva mirada, ponía la vaina de su sable sobre la mesa frente a Hornblower y los pelotilleros rodeaban al joven, y el joven sabía que vacilar un instante traía como consecuencia que le echaran en la mesa y le pegaran con la vaina. El lado plano de la vaina le producía dolor, y el borde, agonía; sin embargo, el dolor físico no tenía comparación con el de sentirse humillado. Y su tormento aumentó cuando Simpson empezó a emplear procedimientos que llamó «Métodos de la Inquisición». Hornblower era sometido a largos interrogatorios sobre su niñez y su vida de familia y no podía dejar de responder a ninguna pregunta, bajo pena de ser golpeado con la vaina; podía contestar con evasivas o con mentiras, pero tenía que contestar, y en los extensos interrogatorios más pronto o más tarde terminaba por revelar algo que hacía reír a los presentes. Bien sabía Dios que Hornblower no había hecho nada de lo que tuviera que avergonzarse a lo largo de su solitaria niñez, pero los adolescentes son criaturas raras, especialmente los tímidos como Hornblower, y se avergüenzan de cosas a las que cualquier otra persona no daría importancia. Cuando pasaba por esa difícil situación, Hornblower sufría y se sentía muy débil, y aunque otra persona menos seria hubiera pensado solamente en salir del paso y tomarse a broma lo ocurrido o hubiera tratado de aprovecharse de la situación para hacerse popular, Hornblower, a los diecisiete años, era demasiado juicioso para tomarse a broma las cosas. Se veía obligado a soportar el acoso, y sentía una pena tan profunda como la que sólo es capaz de sentir un joven de diecisiete años, y aunque nunca lloraba en público, muchas noches derramaba las amargas lágrimas de los diecisiete años. Tan a menudo pensaba en la muerte como en la deserción, pero se daba cuenta de que la deserción le conduciría a algo peor que la muerte y volvía a pensar en la muerte y disfrutaba pensando en el suicidio. Llegó a desearse la muerte con vehemencia, por el trato brutal que recibía. Le faltaba el afecto de los amigos y sentía soledad, esa soledad que sólo podía experimentar un joven extremadamente reservado entre un grupo de hombres. Pensaba cada vez con más frecuencia en poner fin a aquella situación de la manera más fácil y guardaba el secreto en su solitario corazón.

Si el barco hubiera estado navegando, todos habrían tenido su trabajo y nadie habría molestado a nadie; y aunque estuviera anclado como estaba, si el capitán y el teniente hubieran sido enérgicos y competentes habrían hecho trabajar a los tripulantes tan duramente que ninguno tendría ganas de abusar de los demás, pero Hornblower tuvo muy mala suerte porque el Justinian, bajo el mando de un capitán enfermo y con un primer oficial incompetente, permaneció anclado todo el aciago mes de enero de 1794. Incluso las actividades que a veces se veían obligados a hacer perjudicaban a Hornblower. Una vez, en que el señor Bowles, el oficial de derrota, daba una clase de náutica a sus ayudantes y a los guardiamarinas, el capitán, por desgracia, pasó cerca de la cabina donde estaban y entró a mirar los resultados del problema que habían hecho. El capitán, que se había convertido en un hombre mordaz y que, para colmo, sentía antipatía por Simpson, después de echar un vistazo a la hoja del guardiamarina se echó a reír y exclamó con sarcasmo:

—¡Debemos alegrarnos de que, por fin, haya sido descubierto el nacimiento del Nilo!

—¿Cómo dice, señor? —inquirió Simpson.

—Por lo que veo en estos garabatos, señor Simpson, su barco está en África central. Veamos qué otras terrae incognitae han descubierto los intrépidos exploradores de esta clase.

Tal vez el destino quería que ocurriera lo que ocurrió después, pero fue tan impresionante que no parecía un hecho real sino una ficción. Hornblower vio venir lo que iba a pasar antes de que Keene cogiera los papeles con los problemas, incluido el suyo. El resultado que había obtenido era el único correcto, pues unos habían sumado la corrección por refracción en vez de restarla, otros se habían equivocado en la multiplicación, y Simpson había hecho mal todo el problema.

—Le felicito, señor Hornblower —dijo Keene—. Debe estar muy orgulloso, pues ha sido el único que lo ha hecho bien entre tantas lumbreras. Tiene la mitad de la edad de Simpson, ¿verdad? Si duplica sus conocimientos cuando duplique su edad, nos dejará atrás a todos los demás. Señor Bowles, tenga la amabilidad de ocuparse de que el señor Simpson dedique más atención a las matemáticas.

Dichas estas palabras salió decidido a seguir avanzando por la entrecubierta, deteniéndose de vez en cuando debido a la enfermedad mortal que le aquejaba. Hornblower se quedó mirando al suelo para evitar que su mirada se cruzara con la de los demás; de sobras sabía que le estaban observando y lo que expresaban con sus miradas. En ese momento deseó con toda su alma su propia muerte y por la noche rogó por que llegara.

Dos días después, Hornblower fue a cumplir una misión en tierra a las órdenes de Simpson. Los dos guardiamarinas tenían a su cargo una brigada de marineros que, junto con las de los otros barcos de la escuadra, se proponía reclutar hombres por las buenas o por las malas. No tardaría mucho tiempo en llegar un convoy de las Antillas, y si bien es cierto que a la mayoría de los tripulantes les obligarían a embarcarse en otros barcos tan pronto como el convoy entrara en el Canal, algunos se quedarían en sus barcos para amarrarlos y después tratarían de escabullirse valiéndose de todas las artimañas y buscarían en tierra un lugar seguro donde esconderse. Los marineros reclutadores tenían la misión de formar un cordón en el muelle para impedirles el paso. Ya todos estaban preparados, pero todavía no se había avistado el convoy.

—Las cosas van bien —aseguró Simpson.

Ésa era una frase que Simpson rara vez decía, pero ahora se encontraba en una sala de la parte de atrás del hostal Lamb, sentado cómodamente en una butaca, con los pies encima de otra, y tenía en la mano una jarra de cerveza con ginebra.

—¡A la salud del convoy de las Antillas! —brindó Simpson y se dispuso a echar un trago de cerveza—. ¡Qué tarde mucho!

Simpson se encontraba muy a gusto allí. El cometido que llevaba, la cerveza y el fuego de la chimenea le habían puesto de buen humor. Todavía el alcohol no le había vuelto agresivo. Hornblower, que estaba sentado al otro lado de la chimenea, le observaba sin pestañear mientras bebía cerveza sin ginebra. Estaba asombrado de que, por primera vez después de subir a bordo del Justinian, sus sufrimientos fueran tan superficiales que podían compararse a los que le produciría la punzada de una muela picada.

—Brinde por algo, muchacho —dijo Simpson.

—¡Por el derrocamiento de Robespierre! —balbuceó Hornblower.

Se abrió la puerta y entraron dos oficiales; el uno era un guardiamarina y el otro un teniente (llevaba una sola charretera), el teniente Chalk, del Goliath, que tenía a su cargo las brigadas reclutadoras enviadas a la costa. Simpson hizo un sitio a su superior frente a la chimenea.

—Todavía no se ha avistado el convoy —confesó y luego miró a Hornblower atentamente—. Me parece que no tengo el placer de conocerle.

—El señor Hornblower —presentó Simpson—. El teniente Chalk. El señor Hornblower es un guardiamarina famoso por haberse mareado en Spithead.

Hornblower, que procuraba no enfurecerse cuando Simpson le colgaba el conocido sambenito, al ver que Chalk cambiaba de tema, pensó que lo hacía simplemente por cortesía.

—¡Tabernero! ¿Quieren tomar algo conmigo? Me temo que la espera va a ser larga. Sus hombres están ya apostados en los lugares adecuados, ¿no es así, señor Simpson?

—Sí, señor, así es.

Chalk era un hombre muy activo. Recorrió a grandes zancadas la sala, se acercó a la ventana, desde donde se quedó mirando unos momentos cómo caía la lluvia, y tras presentar el guardiamarina que le acompañaba, Caldwell, a los otros dos, llegaron las bebidas. Era obvio que aquella falta de actividad forzosa le molestaba.

—¿Jugamos a las cartas para pasar el tiempo? —sugirió—. ¡Estupendo! ¡Tabernero! ¡Traiga una mesa y una baraja y otro farol!

Pusieron la mesa delante de la chimenea, colocaron sillas alrededor, y luego trajeron la baraja.

—¿A qué jugamos? —preguntó Chalk, mirando a su alrededor.

Chalk era teniente y sus tres compañeros guardiamarinas, así que cualquier sugerencia suya sería aceptada sin más. Los tres guardiamarinas, naturalmente, esperaron a que dijera lo que deseaba.

—¿A las veintiuna? No, ese juego es para tontos. ¿Al loo? No, ese juego es para tontos ricos. ¿Y al whist? Eso nos dará la oportunidad de ejercitar la mente. Sé que Caldwell sabe poco de ese juego. ¿Qué le parece, señor Simpson?

No era probable que un hombre como Simpson, a quien se le daban tan mal las matemáticas, jugara bien al whist, pero tampoco era probable que él lo supiera.

—Como quiera, señor —replicó Simpson.

Le gustaba jugar, y le daba igual un juego que otro.

—¿Señor Hornblower?

—Con mucho gusto, señor.

Esta respuesta estaba más cerca de la verdad que la mayoría de las respuestas convencionales. Hornblower había aprendido a jugar al whist en una buena escuela, solía jugar con su padre, con el pastor y su esposa desde que falleciera su madre. La verdad es que el juego le apasionaba. Disfrutaba calculando las posibles jugadas y eligiendo entre arriesgarse o actuar cautamente de acuerdo con las constantes variaciones del juego. Había aceptado con tanto entusiasmo que este detalle no se le escapó a Chalk (que era un buen jugador). El teniente le miró una y otra vez y rápidamente comprendió que los dos eran almas gemelas.

—¡Estupendo! —exclamó—. Levantemos una carta y decidamos así los puestos que ocuparemos y quiénes serán compañeros de juego. ¿Qué cantidades apostamos, caballeros? ¿Les parece mucho un chelín por baza y una guinea por mano? ¿No? Pues, trato hecho.

Durante algún tiempo el juego se desarrolló sin incidencias. Hornblower fue compañero de Simpson primero y de Caldwell después. Dos manos de whist fueron suficientes para hacer patente que Simpson era un pésimo jugador, el tipo de jugador que tiraba un as cuando lo tenía y la última carta que le quedaba de un palo cuando tenía cuatro triunfos. No obstante, Simpson y Hornblower ganaron en la primera mano gracias a las buenas cartas que llevaban, pero Simpson perdió en la mano siguiente, siendo ya compañero de Chalk, y lo mismo le pasó en la siguiente, también jugando de compañero con Chalk. Cuando tenía buenas cartas, se alegraba con sorna, dando por seguro que los otros las tenían peores; en cambio, cuando tenía malas cartas se ponía serio. Obviamente, era una de esas personas ignorantes para quienes jugar al whist era un acto social o un medio de transferir dinero a otros arbitrariamente, como jugar a los dados. No consideraba el juego ni como un rito sagrado ni como un ejercicio mental. Además, a medida que perdía, más alcohol traía el tabernero, y más irritable se volvía. Ya se le había puesto la cara roja y la causa no sólo era el calor del fuego. Era un mal perdedor y un mal bebedor. Incluso Chalk, que tenía muy buenos modales, estaba tan tenso que no pudo disimular su alivio cuando un nuevo corte de la baraja determinó que su compañero sería Hornblower. Ambos ganaron esa mano con facilidad, y una guinea y varios chelines más fueron transferidos a la pequeña bolsa de Hornblower, que era quien más había ganado, mientras que, por el contrario, Simpson era quien más había perdido. Hornblower estaba que no cabía en sí de gozo y quería seguir jugando al whist, y las expresiones de disgusto y los reproches que Simpson murmuraba por lo bajo las consideraba como simples frases que le distraían, pero no le molestaban: no señales de peligro. No se daba cuenta de que podría pagar caro con futuros tormentos su éxito presente.

Levantaron de nuevo cartas, las enseñaron y Hornblower y Chalk volvieron a ser compañeros de juego. Tuvieron buenas cartas y ganaron la primera mano. Después, en dos ocasiones, Simpson y Caldwell hicieron algunos tantos, y Simpson no pudo disimular su satisfacción por el nuevo giro de la suerte, pero, en la mano siguiente, Hornblower hizo una excelente jugada que les permitió a Chalk y a él ganar la séptima baza cuando los otros podían haber ganado dos más. Simpson jugó una sota después de que Hornblower hubiera echado un diez, de modo que su sonrisa triunfal del principio se trocó en una sonrisa amarga al descubrir que Caldwell y él sólo habían hecho seis bazas consecutivas, y, malhumorado, las contó por segunda vez. Hornblower volvió a repartir las cartas y puso el triunfo en sus manos, ya que al salir Simpson con un as, como de costumbre, aseguraba así a Hornblower que volvería a salir a continuación. Hornblower tenía varios triunfos y una serie de cartas de tréboles consecutivos en orden numérico que podría tirar en cualquier momento si alguien echaba una carta de ese palo. Simpson miró sus cartas y empezó a gruñir. Era sorprendente que todavía no se hubiera dado cuenta de que salir con un as significaba volver a salir de mano a continuación sin haber comprendido mejor el estado de la situación. Por fin se decidió y echó una carta, Hornblower ganó la baza con el rey y volvió a salir con un triunfo, con la sota, y tuvo la satisfacción de volver a ganar la baza. Salió otra vez, y Chalk echó una reina y ambos se apuntaron un tanto más. Chalk salió con otro triunfo, con el as, y Simpson, maldiciendo, se vio obligado a echar el rey. Entonces Chalk salió con una carta de tréboles, que Hornblower podía seguir porque tenía cinco cartas de ese palo, entre ellas la reina y el rey. El hecho de que saliera con ese palo era muy importante, porque eso impediría que Hornblower se quedara sin cartas de algún palo por conservar los triunfos que le quedaban. Hornblower ganó la baza con la reina, y pensó que era muy probable que Caldwell tuviera el as, aunque también podría tenerlo Chalk. Salió con una carta de poco valor, y todos siguieron el palo, pero Chalk jugó la sota y Caldwell el as. Ya habían jugado ocho cartas de tréboles, y Hornblower tenía otras tres, entre ellas el rey y el diez. Con toda seguridad ganaría tres bazas con las tres y alguna más también con los triunfos. Caldwell echó la reina de diamantes y Hornblower jugó la última carta de ese palo que tenía obligando a Chalk a jugar el as.

—El resto es mío —dijo Hornblower, poniendo sus cartas sobre la mesa.

—¿Qué quiere decir? —preguntó Simpson, con el rey de diamantes en la mano.

—Cinco bazas —dijo Hornblower—. Gano esta mano.

—Pero ¿no puedo tirar otra?

—Yo gano con un triunfo tanto si sale con diamantes como si sale con corazones y luego tiro otras tres cartas de tréboles —explicó Hornblower, a quien le parecía que la cuestión era tan fácil como sumar dos y dos y que esa forma de terminar una mano era corriente. Le extrañaba que hubiera jugadores como Simpson, que no tenían la mente muy clara y no podían llevar la cuenta de las cartas que ya habían salido de las cincuenta y dos que formaban la baraja.

Entonces Simpson tiró sus cartas sobre la mesa y vociferó:

—Sabe usted demasiado de este juego. Ha marcado usted las cartas. Conoce tan bien el reverso como el anverso.

Hornblower tragó saliva. Se dio cuenta de que aquel momento era crucial y que el que tenía los triunfos en la mano era el señor Simpson. Un segundo antes estaba jugando a las cartas y se divertía, pero ahora tenía que resolver una cuestión de vida o muerte. Un sinfín de ideas cruzaron por su mente. A pesar de las comodidades de que estaba rodeado, recordó la penosa vida que llevaba en el Justinian, adonde debía volver. Ésta era la oportunidad de poner fin, de alguna forma, a aquella penosa y desdichada vida. También recordó que había pensado en suicidarse, y en un rincón de su mente se formó el embrión del plan que estaba dispuesto a seguir. Entonces tomó una decisión.

—Eso es una ofensa, señor Simpson —dijo, mirándole a los ojos, y le encontró aturdido; luego miró a Chalk y a Caldwell, que, de repente, se pusieron muy serios—. Debo exigirle una satisfacción.

—¿Una satisfacción? —preguntó Chalk inmediatamente—. ¡Vamos, vamos! El señor Simpson perdió los estribos, pero estoy seguro de que le dará explicaciones.

—He sido acusado de hacer trampas en el juego y es difícil encontrar disculpas para eso —insistió Hornblower.

Intentaba comportarse como un adulto, mejor dicho, como un adulto lleno de indignación, aunque, realmente, no estaba indignado por la disputa, ya que sabía muy bien que Simpson había dicho aquellas palabras porque tenía la mente trastornada. Pero se había presentado la oportunidad de cambiar las cosas, y estaba decidido a aprovecharla. Ahora lo que tenía que hacer era representar de manera convincente el papel de hombre ofendido.

—El señor Simpson bebió mucho alcohol y perdió los estribos —dijo Chalk, decidido a reconciliarles—. Estoy seguro de que el señor Simpson habló en broma. Pidamos otra botella y bebamos como buenos amigos.

—Encantado —dijo Hornblower, buscando las palabras adecuadas para que la reconciliación fuera imposible—, si el señor Simpson se disculpa ahora mismo delante de ustedes dos, caballeros, y si admite que no habló ni como corresponde a un caballero ni con fundamento alguno.

Mientras decía esto se había vuelto hacia Simpson mirándole desafiante, o sea, hablando con metáfora, había agitado un trapo rojo delante del toro. Y Simpson, enfurecido, arremetió contra él.

—¿Pedirle disculpas a usted, mequetrefe? —gritó Simpson, alterado por el alcohol y por haber sido herido en su amor propio—. ¡Nunca en mi vida!

—¿Han oído eso, caballeros? —preguntó Hornblower—. El señor Simpson me ha ofendido, pero se niega a pedirme disculpas y, además, ha vuelto a ofenderme. Ahora podrá darme una satisfacción solamente de una forma.

Durante los dos días que siguieron, hasta la llegada del convoy de las Antillas, Hornblower y Simpson, que estaba bajo el mando de Chalk, mantuvieron una extraña relación, pues eran dos hombres que iban a batirse, pero estaban obligados a mantenerse en contacto el uno con el otro hasta que el duelo tuviera lugar. Hornblower cumplía con prontitud todas las órdenes que recibía (de todas maneras siempre lo hacía así), y Simpson las daba con disgusto y con cierta timidez. A lo largo de esos días Hornblower desarrolló su plan original. Mientras patrullaba los muelles al frente de una brigada, tuvo tiempo suficiente para reflexionar sobre la cuestión. Si se analizaba con objetividad (y un joven de diecisiete años al borde de la desesperación podía ser un blanco fácil) era tan lógico de resolver como calcular las probables jugadas en una partida de whist. Nada podía ser peor que la vida que llevaba en el Justinian, ni siquiera, como ya había pensado, la muerte. Ahora podía llegar a la muerte por un medio sencillo, que, además, tenía el atractivo de que condujera a la muerte a Simpson en vez de a él. En ese momento se le ocurrió una idea que, estaba convencido, le permitiría desarrollar su plan con más seguridad, una idea que le causó tanto asombro que se paró en seco, y la brigada que le seguía no pudo detenerse a tiempo y chocó contra él.

—Perdone, señor —dijo el suboficial encargado de la brigada.

—No tiene importancia —dijo Hornblower, absorto en sus pensamientos.

En cuanto regresó al Justinian expuso su idea por primera vez a Preston y Danvers, los dos ayudantes del oficial de derrota, a quienes les pidió que fueran sus padrinos.

—Aceptamos ser sus padrinos, desde luego —dijo Preston, mirando al escuálido joven cuando les hizo la petición—. ¿Cómo quiere batirse? Como usted es la parte agraviada, le corresponde escoger el arma.

—He estado pensando en eso desde que me ofendió —dijo Hornblower para ganar tiempo, pues no era fácil encontrar las palabras adecuadas para exponer su idea con claridad.

—¿Sabe manejar la espada? —preguntó Danvers.

—No —respondió Hornblower, quien en su vida había empuñado una.

—Entonces será mejor con pistola —aconsejó Preston.

—Probablemente Simpson sea un buen tirador —apostilló Danvers—. No me gustaría tener que ponerme delante de él.

—Basta —cortó Preston de inmediato—. No desanimes al joven.

—No estoy desanimado —dijo Hornblower—. Eso mismo pienso yo.

—Por lo que veo, se toma usted esto con mucha tranquilidad —repuso Danvers con asombro.

Hornblower se encogió de hombros.

—Posiblemente. Casi no me preocupa. Pero pienso que tendríamos que lograr que los dos tuviéramos las mismas probabilidades de ganar.

—¿Cómo?

—Lograríamos que los dos tuviéramos exactamente las mismas probabilidades si cargáramos una pistola y dejáramos la otra sin cargar —se aventuró a sugerir Hornblower—. Simpson y yo escogeríamos una sin saber cuál es la cargada y luego nos colocaríamos a una yarda de distancia el uno del otro y, al oír la orden de hacer fuego, dispararíamos.

—¡Dios mío! —exclamó Danvers.

—No creo que eso sea lícito —comentó Preston—. Eso significaría que uno de ustedes dos moriría forzosamente.

—Matar es la finalidad de un duelo —aseguró Hornblower—. Si las condiciones son justas, creo que no hay motivo para plantear objeciones.

—Pero ¿piensa realmente llevar a cabo este plan? —inquirió Danvers con asombro.

—Señor Danvers… —empezó a decir Hornblower, pero Preston le interrumpió.

—No queremos que haya otro duelo —dijo Preston—. Lo que Danvers quiere decir es que no le importaría llevarlo a cabo él mismo. Hablaremos de esto con Cleveland y Hether y veremos qué opinan.

Apenas una hora después, todos los tripulantes del barco sabían cuáles eran las condiciones propuestas para el duelo. Tal vez fue desventajoso para Simpson no tener amigos en el barco. Cleveland y Hether, sus padrinos, no se opusieron con demasiada firmeza a las condiciones del duelo, sino que las aceptaron casi sin poner reparos, y el tirano de la camareta de guardiamarinas pagó así su comportamiento tiránico. Algunos oficiales mostraban con desfachatez su satisfacción, y tanto algunos oficiales como algunos marineros miraban a Hornblower y a Simpson con la curiosidad malsana que despertaba en ellos la inminencia de la muerte, como si los dos contendientes estuvieran condenados a morir en la horca. Al mediodía, el teniente Masters mandó llamar a Hornblower.

—El capitán me ha ordenado que haga algunas preguntas sobre este duelo, señor Hornblower —dijo—. Y también que haga todo lo posible por conseguir la reconciliación.

—Sí, señor.

—¿Por qué insiste en exigir una satisfacción, señor Hornblower? Tengo entendido que le dijeron esas palabras sin reflexionar y cuando estaban ustedes bebiendo y jugando a las cartas.

—El señor Simpson me acusó de que hacía trampas, delante de testigos que no eran oficiales de este barco, señor.

Ése era el punto más importante: los testigos no eran miembros de la tripulación del barco. Si Hornblower hubiera considerado las palabras de Simpson como simples gruñidos de un hombre malhumorado y borracho, las habría dado por no oídas, pero había tomado otra postura, y ahora no era posible echar tierra al asunto, y él lo sabía.

—Aun así, pueden darle una satisfacción sin necesidad de un duelo, señor Hornblower.

—Si el señor Simpson me pide disculpas delante de esos caballeros, me consideraré desagraviado, señor.

Simpson no era un cobarde y prefería morir a someterse a semejante humillación.

—Ya entiendo. Además, me han dicho que usted insiste en establecer unas condiciones para el duelo que son inusuales.

—Hay precedentes de esto, señor. Como soy la parte agraviada, puedo escoger arma y condiciones que no sean injustas.

—Parece usted un picapleitos, señor Hornblower.

El comentario fue suficiente para que Hornblower comprendiera que había hablado más de lo debido, así que decidió que en el futuro se mordería la lengua. Y esperó en silencio a que Masters siguiera la conversación.

—Entonces, ¿está decidido a llevar a cabo este mortal desafío, señor Hornblower?

—Sí, señor.

—El capitán también me ordenó que asistiera al duelo, debido a las extrañas condiciones que usted ha impuesto. Debo informarle que pediré a los padrinos que tomen las medidas necesarias para eso.

—Sí, señor.

—Eso es todo, señor Hornblower.

Cuando Masters insinuó a Hornblower que podía marcharse, le miró con mucho más interés que cuando Hornblower subió a bordo por primera vez. Buscaba signos de debilidad y vacilación (en realidad, buscaba signos de sentimientos humanos), pero no advirtió ninguno. Hornblower había tomado una decisión tras haber examinado los pros y los contras, y la razón le indicaba que después de haber decidido serenamente lo que iba a hacer, cometería un disparate si se dejaba influenciar por emociones traicioneras. Las condiciones que había impuesto para el duelo eran ventajosas para él desde el punto de vista matemático. En el pasado había pensado en escapar al acoso de Simpson matándose voluntariamente, y, sin duda, el hecho de que ambos tuvieran las mismas probabilidades de ganar era una ventaja para él porque podría escapar sin morir. Además, en el caso de que Simpson supiera manejar la espada y la pistola mejor que él (lo que seguramente así sería), el hecho de que ambos tuvieran las mismas probabilidades de ganar, obviamente, también era una ventaja para él desde el punto de vista matemático. No se arrepentía de haberlo pensado.

Hornblower sabía que su tesis era irrefutable desde el punto de vista matemático, pero pronto descubrió con asombro que las matemáticas no lo resolvían todo. Muchas veces durante aquella horrible tarde, Hornblower notó que se sentía angustiado y que esa angustia le hacía un nudo en la garganta cuando pensaba que a la mañana siguiente iba a jugarse la vida a cara o cruz. Pensaba que escogiera el arma que escogiera podría caer muerto, y que entonces ya no tendría conciencia, que su cuerpo se quedaría frío y que, aunque le costaba creerlo, el mundo seguiría existiendo sin él. No podía evitar que esas reflexiones le hicieran temblar, y tuvo mucho tiempo para hacer reflexiones similares, pues la regla que impedía que tuviera contactos con su adversario antes del momento del duelo le hacía aislarse, en la medida en que era posible aislarse en las abarrotadas cubiertas del Justinian. Esa noche, lleno de tristeza y con un inexplicable cansancio, colgó su coy y cuando se desvistió en la húmeda y maloliente entrecubierta sintió mucho más frío que otras veces. Se cubrió hasta arriba con las mantas, deseoso de poder relajarse gracias a su calor, pero no lo consiguió. Una y otra vez, apenas se quedaba adormecido, volvía a despertarse angustiado y con la mente ofuscada por las ideas sobre lo que ocurriría al día siguiente. Se volvió a un lado y a otro en su coy una docena de veces y oyó la campana del barco sonar cada media hora en lo que le pareció un tiempo demasiado largo, y sintió desprecio hacia sí mismo por ser cobarde. Al final se dijo que era mejor que su destino dependiera de la suerte, porque si tuviera que depender de la firmeza de su mano y de la agudeza de su vista, moriría por fuerza después de una noche como la que estaba pasando.

Probablemente esa conclusión le ayudó a dormirse una o dos horas y se despertó sobresaltado cuando Danvers le dio varias sacudidas.

—Han sonado cinco campanadas —dijo Danvers—. Amanecerá dentro de una hora. Levántese y vístase.

Hornblower, vestido sólo con la camisa, salió del coy, se puso de pie en la entrecubierta, que estaba casi completamente oscura, y apenas pudo distinguir a Danvers.

—Número Uno nos ha dado el segundo cúter —dijo Danvers—. Masters y Simpson y su grupo irán primero a tierra en la lancha. Aquí llega Preston.

Otra figura borrosa apareció en la oscuridad.

—Hace un frío de mil demonios —dijo Preston—. ¡Qué tiempo tan espantoso para salir esta mañana! Nelson, ¿dónde está ese té?

El despensero de la camareta de guardiamarinas trajo el té cuando Hornblower, temblando de frío, se subía los pantalones. La taza empezó a chocar contra el plato cuando al levantarla, la sostenía con la mano y eso le molestó mucho. Pero el té estaba muy bueno y Hornblower se lo bebió con gusto.

—Déme otra taza —dijo y se enorgulleció de que pudiera pensar en el té en ese momento.

Todavía no había clareado cuando bajaron al cúter.

—¡Zarpar! —ordenó el timonel, y el cúter se separó del costado del barco.

Soplaba un viento frío y fuerte que hizo que la empapada vela al tercio se hinchara cuando el cúter puso proa a las dos luces que señalaban el muelle.

—Pedí a un coche de alquiler que estaba en el George que nos esperara —dijo Danvers—. Confío en que nos esté esperando allí.

Allí estaba. El cochero, a pesar de todo lo que había bebido durante la noche, aún se mantenía lo bastante sobrio como para dominar al caballo. Danvers sacó un frasco del bolsillo cuando se sentaron en el coche y metieron los pies entre la paja.

—¿Le apetece un trago, señor Hornblower? —preguntó, al tiempo que le ofrecía el licor—. Hoy no necesita tener la mano firme.

—No, gracias —respondió Hornblower, que, como tenía el estómago vacío, sintió repugnancia al pensar en beber alcohol.

—Los otros ya estarán allí cuando lleguemos —apuntó Preston—. Yo mismo vi la lancha virar para regresar al barco cuando llegamos al muelle.

Las reglas exigían que los dos contendientes llegaran por separado al sitio donde iba a tener lugar el duelo; sin embargo, sólo les hacía falta una embarcación para regresar al barco.

—El matasanos está con ellos —confirmó Danvers—. Sólo Dios sabe para qué piensa que puede ser útil aquí.

Se echó a reír, pero, por cortesía, trató de contener la risa.

—¿Cómo se siente, Hornblower? —inquirió Preston.

—Bastante bien —respondió y tuvo que contenerse para no añadir que sólo se sentía bastante bien si no mantenían conversaciones de esa clase.

El coche llegó a la cima de la colina y después bajó hasta el ejido, y se detuvo no lejos de otro coche parado allí. La luz amarilla de su farol brillaba en la penumbra del amanecer.

—Ahí están —dijo Preston.

La débil luz del alba les permitió distinguir a un grupo de hombres en un terreno cubierto de escarcha y rodeado de aulagas. Iban ya acercándose a ellos cuando Hornblower clavó su mirada en la cara de Simpson, un poco apartado del grupo. Simpson estaba pálido, y Hornblower notó que tragaba saliva, que estaba tan nervioso como él. Masters se aproximó a Hornblower y, como de costumbre, le lanzó una mirada inquisitiva.

—Éste es el momento para la reconciliación —dijo—. Nuestro país está en guerra, señor Hornblower, y espero poder convencerle de que ponga fin a esta situación y salve la vida a un servidor del Rey.

Hornblower miró hacia Simpson y Danvers respondió por él.

—¿El señor Simpson está dispuesto a dar una satisfacción como es debido? —preguntó Danvers.

—El señor Simpson tiene la intención de manifestar que desearía que el incidente nunca hubiera ocurrido.

—Esa forma de dar una satisfacción es inapropiada —reconoció Danvers—. No incluye una disculpa, y convendrá usted conmigo, señor, en que una disculpa es necesaria.

—¿Qué dice la persona agraviada? —insistió Masters.

—Ninguna persona agraviada debe hablar en estas circunstancias —insistió Danvers, mirando a Hornblower, quien asintió con la cabeza.

Todo esto era inevitable, y tan desagradable como el paseo en el carro del verdugo. Ya no era posible volver atrás. Hornblower creía que Simpson no se disculparía nunca, y sin una disculpa, el asunto no podía zanjarse ni resolverse más que con un combate sangriento. Tantas eran las probabilidades de ganar como de que le quedaran apenas cinco minutos de vida.

—Entonces, ¿están decididos a que el duelo tenga lugar, caballeros? —inquirió Masters—. Tendré que hacer constar esto en mi informe.

—Estamos decididos —respondió Preston.

—Entonces no tengo más remedio que permitir que este asunto termine de una forma deplorable. Ya puse las pistolas al cuidado del doctor Hepplewhite.

Se volvió y, seguido de cerca por ellos, se acercó al otro grupo, formado por Simpson, Hether, Cleveland y el doctor Hepplewhite, que tenía sujetas las pistolas por el cañón, una en cada mano. Hepplewhite era un hombre corpulento y de cara enrojecida, como todos los bebedores empedernidos, y, a causa del alcohol, ahora presentaba una amplia sonrisa bobalicona y hacía eses al andar.

—¿Todavía estos jóvenes piensan llevar a cabo esa locura? —preguntó, pero ninguno de ellos le hizo caso, todos opinaban que no debía hacer tal pregunta en un momento como ése.

—Bueno, aquí están las pistolas —dijo Masters—. Las dos tienen puesto el cebo, pero una está cargada y la otra no, de acuerdo con las condiciones convenidas. Aquí tengo una guinea. Yo propongo que la lancemos al aire para determinar cómo se distribuirán las armas. Pero, caballeros, ¿creen que mediante el lanzamiento de la moneda se asignará una determinada pistola a cada contendiente? Por ejemplo, ¿le corresponderá esta pistola al señor Simpson en caso de que pida cara y la cara quede hacia arriba? ¿O creen que quién resulte ganador en el lanzamiento de la moneda debe escoger el arma? Quiero eliminar de antemano todas las posibilidades de que haya colusión, quiero decir, que nadie piense que hay connivencia o complot para engañar a uno de los contendientes.

Hether, Cleveland, Danvers y Preston se miraron unos a otros desconcertados.

—Que el ganador escoja el arma —sentenció Preston por fin.

—Muy bien, caballeros. Por favor, elija, señor Hornblower, ¿cara o cruz?

—Cruz —dijo Hornblower cuando la moneda de oro empezó a dar vueltas en el aire.

Enseguida Masters la cogió y la cubrió con una mano.

—Cruz —dijo Masters, levantando la mano, y enseñando la moneda después a los padrinos—. Por favor, escoja.

Hepplewhite ofreció a Hornblower las dos pistolas, una con la muerte y otra con la vida. Ese momento le pareció horrible. Lo único que le guiaba era la suerte, y tuvo que hacer un pequeño esfuerzo para alargar la mano.

—Quiero ésta —dijo y cogió el arma no sin dejar de sentir el frío del arma, fría como el hielo.

—He hecho lo que me ordenaron —dijo Masters—. Ahora hagan ustedes lo que quieran, caballeros.

—Coja ésta, señor Simpson —insistió Hepplewhite—. Tenga mucho cuidado con la forma en que agarra la pistola, señor Hornblower. Es usted una amenaza pública.

Hepplewhite sonreía todavía y se regodeaba porque alguien estaba en peligro de muerte, pero ese alguien no era él. Simpson tomó la pistola que le ofreció Hepplewhite, la sujetó con fuerza y su mirada volvió a cruzarse con la de Hornblower, sin que en ella hubiera indicios de arrepentimiento ni de ningún otro sentimiento.

—No hay que alejarse mucho —aconsejó Danvers—. Cualquier lugar es bueno. El terreno no es muy accidentado.

—Muy bien —dijo Hether—. ¿Quiere colocarse aquí, señor Simpson?

Preston hizo una seña a Hornblower y el joven se acercó. A Hornblower no le era fácil aparentar que tenía energías y no estaba preocupado. Preston le cogió por el brazo y le colocó tan cerca de Simpson que sus pechos casi se rozaban. Estaban tan cerca que percibía el olor a alcohol de su aliento.

—Por última vez, caballeros… —dijo Masters, alzando la voz—. ¿No pueden reconciliarse?

No hubo respuesta sino un profundo silencio, y a Hornblower le pareció que podían oírse los rápidos latidos de su corazón. El silencio se rompió cuando Hether exclamó:

—¡No hemos acordado quién da la señal! ¿Quién está dispuesto a darla?

—Vamos a pedir al señor Masters que él se encargue de darla —dijo Danvers.

Hornblower ni se volvió. Siguió mirando al cielo plomizo por encima de la oreja derecha de Simpson. No podía mirar a Simpson a la cara, aunque ignoraba el motivo, y no sabía hacia dónde mirar. Pensaba que el fin del mundo estaba cerca y que dentro de poco tiempo una bala podría atravesarle el corazón. En ese momento oyó que Masters decía:

—Daré la señal cuando ustedes dispongan, caballeros.

En el cielo plomizo no había nada que llamara la atención, así que ahora, al echar la última mirada al mundo, daba igual que fuera ciego. Masters alzó la voz de nuevo.

—Diré: «Uno, dos, tres, fuego» —anunció—. Y con estos mismos intervalos. Al oír la última palabra, pueden disparar como quieran. ¿Están preparados?

—Sí —respondió Simpson, casi gritando al oído de Hornblower.

—Sí —repitió Hornblower, y notó el temblor de su propia voz.

—¡Uno! —gritó Masters.

Hornblower sintió la presión de la punta de la pistola de Simpson entre las costillas del lado izquierdo de su cuerpo y subió su pistola. Fue entonces cuando comprendió que no era capaz de matar a Simpson aunque tuviera la posibilidad de hacerlo, y siguió subiendo la pistola. Se obligó a sí mismo a seguirla con la vista para comprobar que iba quedar apuntando al hombro. Una herida leve sería más que suficiente.

—¡Dos! —gritó Masters—. ¡Tres! ¡Fuego!

Hornblower apretó el gatillo. Se oyó un chasquido, y un hilillo de humo salió por abajo de la llave de la pistola. El cebo no había hecho más que arder, pero no ocurrió nada más, así que su pistola era la que no estaba cargada. Sabía que iba a morir. Una décima de segundo después, se oyó otro chasquido, y de la pistola de Simpson, que apuntaba a su corazón, salió otro hilillo de humo. Los dos permanecieron inmóviles, petrificados y tardaron en darse cuenta de lo que había pasado.

—¡Un tiro fallido! —gritó Danvers.

Los padrinos rodearon a los contendientes.

—¡Denme esas pistolas! —gritó Masters, arrancándoselas de las manos que las sujetaban débilmente—. La que está cargada todavía podría dispararse y no quiero que eso ocurra ahora.

—¿Cuál era la que estaba cargada? —preguntó Hether, muerto de curiosidad.

—Es mejor no enterarse de eso —dijo Masters, cambiando varias veces las pistolas de una mano a otra como si deseara confundir a todo el mundo.

—¿Por qué no disparan otra vez? —preguntó Danvers.

Masters le miró muy serio y contestó:

—No dispararán otra vez. El honor ha quedado limpio de manchas. Estos dos caballeros han salido bien parados de una difícil situación. Nadie tendrá en poco al señor Simpson si dice que lamenta lo ocurrido ni nadie tendrá en poco al señor Hornblower si acepta esa afirmación como disculpa.

Hepplewhite empezó a reírse a carcajadas.

—¡Qué caras! —dijo, dándose palmadas en el muslo—. ¡Deberían ver las caras que tienen! ¡Qué caras tan fúnebres!

—Señor Hepplewhite, su comportamiento es indecoroso —dijo Masters—. Caballeros, los coches nos están esperando en el camino y el cúter en el muelle, y me parece que a todos nos vendría bien ir a desayunar, incluido el señor Hepplewhite.

Ése debería haber sido el final del incidente, pero en todos los barcos de la escuadra anclados en el puerto se habló del inusual duelo durante mucho tiempo. Todo el mundo conocía de sobras el nombre de Hornblower ahora, pero al hablar de él ya no hacían mención de que era el guardiamarina que se había mareado en Spithead, sino que era el hombre que se había jugado la vida a cara o cruz con sangre fría. Sin embargo, en el Justinian se habló del duelo desde otro punto de vista y circularon extraños rumores sobre él.

—El señor Hornblower ha pedido permiso para hablar con usted, señor —dijo una mañana el señor Clay, el primer oficial, al entregarle un informe al capitán.

—Bueno, cuando usted se vaya, mándele pasar —dijo Keene y luego suspiró.

Diez minutos después oyó que alguien daba con los nudillos unos golpes en la puerta de la cabina. Unos golpes que anunciaban a un hombre muy enfadado.

—Señor… —empezó a decir Hornblower.

—Me parece que sé lo que va a decir —dijo Keene.

—¡Las pistolas con que nos batimos Simpson y yo no estaban cargadas!

—Seguro que Hepplewhite le ha ido con el soplo —insinuó Keene.

—Y, según tengo entendido, fue por orden suya, señor.

—Exactamente. Se lo ordené al señor Masters.

—¡Eso fue una arbitrariedad, una acción injustificable, señor!

Eso era lo que Hornblower quería decir, pero al pronunciar palabras de muchas sílabas, balbuceaba vergonzosamente.

—Tal vez —dijo Keene tranquilamente, sin dejar de ordenar, como siempre, los papeles que estaban encima de su escritorio.

Hornblower se desconcertó al ver que Keene admitía su falta con absoluta tranquilidad y por unos momentos sólo pudo farfullar.

—He salvado la vida a un servidor del Rey —continuó Keene cuando el joven dejó de farfullar sus invectivas—. He salvado la vida a un hombre joven, y nadie se ha hecho daño. Por otra parte, tanto usted como Simpson han demostrado su valor. Ahora los dos saben que pueden soportar un ataque del enemigo, y los demás también.

—Me ha inferido usted una grave ofensa, señor —dijo Hornblower, decidido a repetir uno de los discursos que había ensayado—, que solamente se puede reparar de una manera.

—Conténgase, señor Hornblower, por favor —dijo Keene, cambiando de postura en la silla y haciendo una mueca de dolor, y luego preparó su alocución—. Debo recordarle una beneficiosa norma que hay en la Armada: ningún oficial puede retar a duelo a un superior. Obviamente, la razón es que sería demasiado fácil obtener un ascenso si eso fuera posible. Además, señor Hornblower, si un oficial reta a un superior, comete un delito por el que tendrá que ser juzgado por un consejo de guerra.

—¡Oh! —exclamó Hornblower con voz débil.

—Ahora le daré un consejo —prosiguió Keene—. Usted se ha batido y ha salido del duelo con honor, y eso es bueno, pero es mejor que no vuelva a batirse. Algunos hombres, aunque parezca extraño, cogen gusto a los duelos, como los tigres a la sangre, y nunca llegan a ser buenos oficiales, ni buenos ni populares.

Entonces Hornblower se dio cuenta de que la excitación que tenía al entrar en la cabina del capitán se debía en buena medida a su vehemente deseo de retarle. Era posible que sintiera un placer morboso en correr riesgos y en ser momentáneamente el centro de atención. Keene esperaba que él dijera algo, pero le costaba hablar.

—Entendido, señor —dijo por fin.

Keene volvió a cambiarse de postura en la silla.

—También quería hablarle de otro asunto, señor Hornblower. El capitán Pellew, de la Indefatigable puede admitir a un guardiamarina más. Al capitán Pellew le gusta mucho jugar al whist y le hace falta tener a bordo otro buen jugador para completar un grupo de cuatro. Los dos estamos de acuerdo en autorizar su traslado si tiene a bien solicitarlo. Está de más decir que cualquier joven oficial ambicioso aprovecharía la oportunidad de prestar servicio en una fragata.

—¡Una fragata! —exclamó Hornblower.

Todo el mundo sabía que Pellew era un capitán excelente y que había conseguido muchas victorias. Un oficial podía ganar prestigio y obtener un buen botín e incluso un ascenso estando al mando de Pellew. Hornblower pensó que era probable que la competencia entre los que querían ser destinados a la Indefatigable fuera muy reñida, y que ésa era la oportunidad de su vida. Estaba a punto de decir que aceptaba gustoso cuando pensó algo que le hizo contenerse.

—Es usted muy amable, señor —dijo—. No sé cómo agradecérselo. Pero usted me admitió como guardiamarina aquí, así que debo quedarme con usted.

Aquella expresión adusta prueba de su irritación dio paso a una sonrisa complaciente.

—Pocos hombres habrían dicho eso —dijo Keene—. Pero insisto en que acepte la oferta. No viviré mucho tiempo más, no viviré lo suficiente para apreciar su lealtad. Además, este barco no es el lugar más adecuado para usted, porque el capitán es un inútil… No me interrumpa… Y porque el primer oficial es débil y los guardiamarinas son viejos. Usted debe estar donde haya muchas posibilidades de conseguir un ascenso. Pienso en el bien de la Armada cuando le recomiendo que acepte la invitación del capitán Pellew, señor Hornblower, allí tendrá una preocupación menos si la acepta.

—Sí, señor —dijo Hornblower—. Acepto, señor.