CAPÍTULO 9
EL ARCA DE NOÉ

El teniente interino Hornblower, con los pies rodeados de bolsas de oro, iba sentado en la bancada de popa de la lancha junto al señor Tapling, un funcionario del servicio diplomático. A un lado se alzaba el acantilado que bordea el golfo de Orán, y enfrente, sobre una colina, que comienza en la orilla del mar, iluminada por el cálido sol mediterráneo, la blanca ciudad moruna, que parecía una masa de bloques de mármol colocados en desorden. La tripulación remaba rítmicamente, hundiendo los remos una y otra vez en las tranquilas aguas del golfo, ahora de color verde esmeralda. La lancha acababa de dejar atrás las aguas azul intenso del Mediterráneo.
—¡Qué hermosa vista! —exclamó Tapling, dirigiendo la mirada a la ciudad a la que se iban acercando—. Pero cuando uno la ve desde más cerca, se da cuenta de que las apariencias engañan, incluso a su nariz. El hedor de los creyentes de la religión verdadera tiene que ser olido para ser creído. Señor Hornblower, amarre la lancha en esa parte del muelle, al otro lado de esos jabeques.
—Sí, señor —asintió el timonel cuando Hornblower le dio la orden.
—Hay un centinela en la batería del puerto, pero está medio dormido —dijo Tapling, mirando a su alrededor—. Mire esos cañones de los dos castillos. No me cabe la menor duda de que son de treinta y dos libras. Siempre están listos para lanzar los bolaños, y los mil pedazos en que se dividen por el impacto causan más daños que el bolaño entero. La muralla de la ciudad parece bastante gruesa. Me temo que sería difícil tomar Orán en un coup de main. Si a Su Alteza el bey se le antoja quedarse con nuestro oro y cortarnos el cuello, me temo que tardarían mucho tiempo en vengar nuestra muerte.
—De todas las maneras, no creo que a uno le produzca satisfacción el saber que vengarán su muerte, señor —replicó Hornblower.
—Quizá tenga usted razón, pero estoy seguro de que Su Alteza no nos quitará la vida por esta vez. No se atreverá a matar la gallina de los huevos de oro. Para un bey pirata, en los tiempos que corren en que los convoyes escasean, la posibilidad de recibir una lancha cargada de oro todos los meses es inestimable.
—¡Remad despacio! —gritó el timonel.
La lancha llegó al muelle y fue amarrada con cuidado. Había allí algunos hombres sentados a la sombra, y unos volvieron la cara, indiferentes, y otros con más atención se quedaron fijos los ojos en los tripulantes de la lancha británica. En la cubierta de los jabeques aparecieron los rostros morenos de numerosos moros. Éstos miraron a los de la lancha, y uno o dos les gritaron algo.
—Seguro que están nombrando a los antepasados de todos nosotros, los infieles —sentenció Tapling—. Los palos y las piedras pueden romperme los huesos, pero los insultos me hacen muy poco daño, y mucho menos cuando no los entiendo. ¿Dónde está nuestro contacto?
Poniéndose la mano sobre los ojos para protegerlos del sol, miró a ambos lados del muelle.
—No veo a nadie, señor —dijo Hornblower—. Allí veo a un hombre, pero parece un cristiano.
—Nuestro contacto no es cristiano —replicó Tapling—. Es blanco, pero no cristiano. Y es blanco por casualidad, pues es una mezcla de francés y árabe de Levante. Es el cónsul británico en Orán pro tempore y musulmán por conveniencia, aunque ser creyente de la religión verdadera tiene sus inconvenientes. ¿A quién le puede gustar tener cuatro esposas al mismo tiempo, si tiene que pagar por ese privilegio absteniéndose de beber vino?
Tapling subió al muelle, y Hornblower le siguió. Las mansas olas del golfo rompían en las grandes piedras que tenían a sus pies, y reflejaban el ardiente sol del mediodía que subía hasta sus rostros. Lejos, en las aguas azules y plateadas de la entrada del golfo, las siluetas de dos barcos anclados: uno mercante y la fragata Indefatigable.
—Yo soportaría cualquier cosa antes que eso —añadió Tapling.
Luego se volvió hacia la muralla que protegía la ciudad de los ataques por mar, donde una estrecha puerta flanqueada por bastiones daba al puerto. En lo alto de la muralla vio a los centinelas con caftanes rojos, y notó que algo se movía en la sombra que daba el arco de la puerta de la ciudad, pero no podía ver bien qué era porque el sol le deslumbraba. Pronto surgió de la sombra un grupito encabezado por un hombre grueso con chilaba azul, montado sobre un pollino a mujeriegas y un negro semidesnudo que tiraba del ronzal. El grupo caminaba en dirección a ellos.
—¿Cree que deberíamos ir al encuentro del cónsul británico? —preguntó Tapling—. No. Mejor dejemos que venga él aquí.
El negro detuvo el asno de cansino andar cuando llegó a ellos. El hombre que iba montado descabalgó y avanzó hacia ellos. Era un hombre corpulento con chilaba y turbante en la cabeza; andaba como un pato y con las piernas tan separadas como le permitía la chilaba. Tenía la cara ancha, del color de la arcilla, los labios y la barbilla cubiertos por un bigote y una barba poco poblados.
—Soy su humilde servidor, señor Duras —dijo Tapling—. Permítame presentarle al teniente interino Horatio Hornblower, oficial de la fragata Indefatigable.
El señor Duras inclinó su sudorosa cabeza.
—¿Ha traído el dinero? —preguntó en un francés con pronunciación gutural.
Hornblower tardó unos momentos en adaptar su mente a esa lengua y su oído a la pronunciación de Duras.
—Siete mil guineas —respondió Tapling en un francés aceptable.
—Bien —dijo Duras con claras muestras de alivio—. ¿Están en la lancha?
—Están en la lancha y se quedarán en la lancha el tiempo que sea preciso —respondió Tapling—. ¿Recuerda los términos de nuestro acuerdo? Cuatrocientas vacas gordas y lustrosas, y quinientas fanegas de cebada. En cuanto vea las barcazas cargadas con todo eso abordadas a los barcos anclados a la entrada del golfo, el dinero es suyo. ¿Tiene la mercancía preparada?
—Pronto.
—Como esperaba. ¿Dentro de cuánto tiempo?
—Pronto, muy pronto.
Tapling hizo una mueca de resignación.
—Si es así, regresamos a los barcos y mañana o pasado mañana volvemos con el oro. Usted dirá.
En el sudoroso rostro de Duras se reflejó el miedo.
—¡No, no haga eso! —exclamó Duras en tono angustioso—. No conoce usted a Su Alteza el bey. Es un hombre irritable. Si sabe que el oro está aquí, dará orden de que traigan el ganado, pero si usted se lleva el oro, no se moverá. Y… y… montará en cólera conmigo.
—Ira principis mors est —concretó Tapling. Y para responder a la mirada con que Duras expresaba su asombro y le suplicaba que le tradujera la frase, dijo—: La ira del príncipe significa la muerte, ¿no es cierto?
—Sí —contestó Duras y hendiendo el aire con los dedos, y haciendo un extraño gesto, dijo algo en una lengua desconocida que luego tradujo y exclamó—: ¡Ojalá que eso no ocurra!
—¡Esperamos que eso no ocurra! —contestó Tapling con voz amable—. No cabe duda de que el escorpión, los varazos en la planta de los pies y el apretón de la garganta con una cuerda hecha de tripa son molestos. Sería conveniente que hablara con el bey y le convenciera de que ordenara traer el ganado y la cebada. De lo contrario, nos vamos tan pronto como anochezca.
Tapling miró al sol para reforzar la idea de que estaría allí un tiempo limitado.
—Iré —replicó Duras, haciendo un gesto de resignación con las manos—. Iré, pero le ruego que no se vaya. Posiblemente Su Alteza esté ocupado en el harén, y allí nadie puede molestarle. No obstante, trataré de verle. La cebada ya está preparada. Está en la parte vieja de la ciudad. Sólo falta traer el ganado. Por favor, tenga paciencia, se lo ruego. Su Alteza no está acostumbrado a comerciar, como usted sabe, y mucho menos a comerciar con los europeos.
Duras se secó el sudor de la cara con una punta de su chilaba.
—Discúlpeme —insistió—. No me encuentro bien. No obstante, iré a ver a Su Alteza. Iré. Espere por mí, por favor.
—Hasta el crepúsculo —advirtió Tapling sin ablandarse.
Duras llamó a su esclavo negro, que había permanecido agachado bajo la barriga del burro aprovechando la sombra que daba. Con no poco esfuerzo subió su pesado cuerpo al pollino y se sentó en la albarda. Luego volvió a secarse la cara y les miró con ansiedad.
—Espere por mí, señor —fueron las últimas palabras que dirigió a Tapling antes de que el asno echara a andar en dirección a la puerta de la ciudad.
—Tiene miedo al bey —masculló Tapling mientras le veía alejarse—. Pero yo preferiría enfrentarme no a un bey, sino a veinte antes que al almirante sir John Jervis enfurecido. ¿Qué dirá cuando se entere de que se demora la entrega precisamente cuando se han reducido las raciones en la escuadra? ¡Me sacará los hígados!
—No se puede esperar puntualidad de esta gente —observó Hornblower con la tranquilidad de quien no tiene la responsabilidad de un asunto.
Sin embargo, pensó que la Armada británica, que padecía el bloqueo de una Europa hostil sin amigos ni aliados, haciendo frente a fuerzas superiores en número, a tormentas y a enfermedades, ahora también tendría que hacer frente al hambre.
—¡Mire eso! —exclamó Tapling de pronto, señalando un punto en concreto.
Una enorme rata gris salía de una de las bocas de las secas alcantarillas del puerto. A pesar del sol abrasador, la rata se quedó allí inmóvil, mirando a su alrededor. Tapling dio un golpe en el suelo con el pie, pero la rata ni se inmutó. Volvió a dar otro golpe, y entonces sí, la rata, muy despacio, fue a esconderse en la alcantarilla, pero dio un tropezón y se retorció unos momentos delante de la misma boca del albañal hasta que logró apoyar otra vez todas las patas en el suelo y, finalmente, se escondió en la oscuridad.
—Parece una rata vieja —arguyó Tapling, pensativo—. Posiblemente decrépita e incluso ciega.
A Hornblower no le importaban las ratas en absoluto, ni decrépitas ni de ninguna otra forma. Retrocedió uno o dos pasos para acercarse a la lancha, y el funcionario le siguió.
—Largue la vela mayor; así podremos sentarnos a su sombra, Maxwell —rogó Hornblower—. Estaremos aquí todo el día.
—Es un descanso que estemos en un puerto pagano —terció Tapling, sentándose en un proís cercano a la lancha—. No hay que preocuparse ni porque los marineros intenten escapar, ni porque se emborrachen, sólo por el ganado y la cebada. Y quizá también por hacer saltar la chispa en este yesquero.
Sopló por la boquilla de la pipa que se había sacado del bolsillo, lo que debía hacer antes de llenarla otra vez. Ahora la vela mayor daba sombra a la lancha, y algunos tripulantes se habían agrupado en la proa para contarse sus aventuras en voz baja y otros descansaban cómodamente sentados en la bancada de popa. La lancha se balanceaba entre las suaves olas, y los rítmicos crujidos de las defensas cuando eran aplastadas por la borda contra el muelle producían un efecto tranquilizador. La ciudad y el puerto dormitaban bajo la canícula de la tarde. Pero a un hombre joven y activo como Hornblower le resultaba difícil estar tanto tiempo de brazos caídos. Subió al muelle con el fin de estirar las piernas y recorrerlo caminando de punta a punta. Un moro con chilaba blanca y turbante iba por la orilla del puerto tambaleándose y con las piernas muy abiertas para que su cuerpo tuviera mayor estabilidad.
—¿No había dicho usted que los musulmanes detestaban el alcohol? —preguntó Hornblower a Tapling, que ahora estaba en la bancada de popa.
—No tienen que aborrecerlo forzosamente —repuso Tapling con prudencia—. Está anatematizado y es difícil de encontrar, pero lo ilegal es beberlo.
—Pues he ahí un hombre que ha logrado encontrar un poco, señor —señaló Hornblower.
—Déjeme ver —repuso Tapling, subiendo al muelle.
Los marineros, cansados de esperar e interesados más que nunca en el alcohol, también subieron para verle.
—Efectivamente, parece un hombre que ha bebido alcohol —dijo Tapling.
—Mucho diría yo, señor —corrigió Maxwell cuando vio al moro bambolearse.
—Está achispado, no cabe duda —añadió Tapling al ver que el moro daba media vuelta.
Antes de girarse del todo, el moro se cayó de bruces. Estiró las piernas fuera de la chilaba y volvió a encogerlas un par de veces; por fin se quedó tumbado en el muelle con la cabeza apoyada sobre los brazos. Al caérsele el turbante, dejó a la vista su cabeza, rapada por todas partes menos por la coronilla, donde aún tenía un mechón de pelo.
—Está completamente borracho —aseguró Hornblower.
—Como una cuba —corroboró Tapling.
Y el moro seguía allí tumbado sin darse cuenta de nada.
—Ahí viene Duras —observó Hornblower.
Por la puerta de la ciudad salía de nuevo un hombre corpulento montado sobre un pollino, acompañado de otro hombre robusto, que le seguía también en otro burro; y cada burro llevado por el ronzal por un esclavo negro. Detrás venía una docena de hombres de rostro moreno, y por sus mosquetes y por la imitación de su uniforme podía deducirse que eran soldados.
—El tesorero de Su Alteza —señaló Duras para presentar al hombre principal cuando ambos desmontaron—. Ha venido a recoger el oro.
El moro, de notable corpulencia, les miró con arrogancia. Duras todavía sudaba copiosamente bajo los cálidos rayos del sol.
—El oro está ahí junto a la bancada de popa de la lancha —repuso Tapling, señalando un lugar de la lancha—. Podrá verlo de cerca cuando nosotros también veamos de cerca las mercancías que queremos comprar.
Duras tradujo sus palabras al árabe y tuvo una breve conversación con el tesorero en la que, aparentemente, consiguió que se aviniera a razones. El tesorero se volvió hacia las murallas e hizo una señal, evidentemente una señal convenida, gesticulando y haciendo aspavientos con los brazos. Al instante salió por la puerta una desganada procesión formada por una larga fila de hombres blancos, negros y mulatos medio desnudos que andaban tambaleándose bajo el peso de los costales de cebada. Y junto a ellos caminaban el capataz y sus ayudantes, todos ellos portando flexibles varas.
—El dinero —gritó de malos modos Duras, después de que el tesorero le dijera algo.
Tapling dio una orden y los marineros se dedicaron a subir al muelle las bolsas de oro.
—Como ya han traído la cebada al muelle, yo también pongo el dinero en el muelle —dijo Tapling a Hornblower—. Vigílelo mientras inspecciono algunos costales.
Tapling se acercó adonde estaba el grupo de esclavos e inspeccionó unos costales, abriéndolos y mirando lo que tenían dentro e incluso examinando algunos puñados del dorado cereal; al resto bastó simplemente con palparlos por fuera.
—No es posible inspeccionar todos los costales de un cargamento de cien toneladas de cebada —dijo al regresar adonde estaba Hornblower—. Seguro que muchos tienen arena, pero los paganos comercian así. Al convenir el precio, se tuvo en cuenta esto. Muy bien, señor.
Duras hizo una señal, y los esclavos, apremiados por el capataz y sus ayudantes, echaron a andar otra vez y llevaron los costales hasta el borde del muelle y los dejaron caer en una barcaza que estaba allí anclada. Los primeros doce esclavos formaron una brigada de trabajo para distribuir la carga uniformemente en el fondo, y los demás volvieron atrás, con sus cuerpos bañados en sudor, para recoger más costales. En ese momento aparecieron en la puerta dos vaqueros que conducían una manada de novillos.
—¡Qué animales más raquíticos! —exclamó Tapling, apenas les echó la vista encima—. Pero esto también se tuvo en cuenta al convenir el precio.
—El oro —exigió Duras.
Tapling abrió una de las bolsas que tenía a su lado, se llenó las manos de guineas y luego las abrió, para que las monedas pasaran por entre sus dedos y cayeran en la bolsa otra vez como una cascada.
—Quinientas guineas —dijo—. Catorce bolsas, como puede ver. Serán suyas cuando las barcazas estén cargadas y desamarradas.
Duras se secó la cara con gesto cansino. Parecía que se le habían doblado las piernas, y se recostó en el pollino que estaba detrás de él.
El ganado estaba entrando por el portalón de otra barcaza, y ya había llegado otra manada de novillos y esperaba para entrar.
—Las cosas van más rápidas de lo que usted esperaba —dijo Hornblower.
—Fíjese cómo tratan a esos pobres desgraciados —se compadeció Tapling en tono sentencioso—. ¡Mire! Las cosas van más rápidas cuando a uno no le importan los demás seres humanos.
Un esclavo negro se había caído al suelo, bajo la pesada carga que llevaba, y allí seguía echado a pesar de la lluvia de golpes que le propinaban el capataz y sus ayudantes con sus varas. Sólo movió las piernas unos momentos. Al final, alguien le apartó del camino y le arrastró dejando que los demás continuaran llevando los costales a la barcaza. La otra se iba llenando rápidamente con las reses vacunas, que no cesaban de bramar y ya formaban a bordo una masa compacta en la que no era posible hacer ningún movimiento.
—Su Alteza está cumpliendo su palabra —aseguró Tapling, asombrado—. Sin embargo, si me hubiera dicho que sólo me daba la mitad, me habría contentado con ella.
Uno de los vaqueros se había sentado en el muelle con la cara entre las manos y en ese momento se inclinó despacio hacia un lado y cayó al suelo.
—Señor… —balbuceó Hornblower a Tapling, y cuando los dos se miraron, cruzó por sus mentes la misma idea espantosa.
Duras murmuró entre dientes. Hablaba con voz ronca, con una mano apoyada en el pollino y haciendo gestos con la otra, como si sostuviera una conversación, aunque sólo decía frases incoherentes. Su cara, que siempre daba la sensación de estar hinchada debido a su gordura, ahora estaba mucho más abultada; a sus mejillas había afluido tanta sangre que parecían mucho más oscuras que el resto de su rostro moreno; sus facciones parecían muy diferentes. En ese momento dejó de sujetarse al burro y empezó a moverse de modo tan extraño que describía media circunferencia hacia un lado y luego hacia el otro, ante la atenta mirada de los moros y los ingleses; por fin su voz se convirtió en un murmullo, se le doblaron las piernas, cayó de rodillas, apoyó las manos en el suelo y, finalmente, se cayó de bruces.
—¡Es la peste! —gritó Tapling—. ¡La peste negra! La vio en Esmirna en el año 96.
Tapling y otros ingleses se apartaron a un lado, y los soldados y el tesorero a otro; el tembloroso cuerpo del moro permaneció en el espacio que había entre ellos.
—¡La peste! —gritó uno de los jóvenes marineros e hizo ademán de correr en dirección a la lancha.
—¡Quieto! —gritó Hornblower, que, a pesar de temer a la peste, estaba tan acostumbrado a observar la disciplina que había dominado fácilmente el miedo.
—¡Qué tonto he sido! —exclamó Tapling—. ¿Cómo no pensé en esto antes? La rata moribunda… Ese tipo que nos pareció que estaba borracho… ¡Debí haberme dado cuenta!
El soldado que parecía ser el sargento al mando de la escolta del tesorero hablaba a gritos con el capataz del grupo de esclavos, y ambos se dirigieron miradas de compenetración y señalaron a Duras. El tesorero, con la chilaba arremangada, miraba horrorizado al desgraciado, que yacía en el suelo delante de él.
—Entonces, ¿qué hacemos ahora, señor?
Hornblower, por su manera de ser, decidía con rapidez cuando se encontraba en una situación difícil.
—¿Qué hacemos? —repitió Tapling con una sonrisa amarga en los labios—. Nos quedaremos aquí y nos pudriremos.
—¿Aquí?
—No nos permitirán volver a la escuadra hasta que pasemos tres semanas en cuarentena en Orán, tres semanas después de que haya aparecido el último caso.
—¡Tonterías! —exclamó Hornblower, olvidando el respeto debido a una persona de más categoría—. Nadie ordenaría tal cosa.
—¿Ah, no? ¿Ha visto alguna vez declararse una epidemia en la Armada?
Hornblower no tenía la menor idea de qué pasaba en esos momentos, aunque sí había oído hablar mucho al respecto. Recordaba que en algunas escuadras nueve de cada diez marineros morían a causa de una epidemia de fiebres palúdicas. Un barco abarrotado, donde cada hombre dispone de un espacio de apenas veintidós pulgadas para colgar su coy, es el lugar ideal para que se propague una epidemia. Sabía que ningún capitán ni ningún almirante correría ese riesgo por los veinte hombres que iban en la lancha.
Los dos jabeques que estaban en el muelle soltaron las amarras, sacaron los remos y ahora ya salían del puerto.
—Seguro que la epidemia se ha declarado hoy —murmuró Hornblower, cuyo hábito de hacer deducciones era más poderoso que el miedo.
Los vaqueros habían terminado su trabajo y se alejaban de allí pasando sin hacer caso del vaquero que yacía sobre el muelle. En la puerta de la ciudad, los guardias trataban de hacer retroceder a la gente. Seguramente había corrido el rumor de que la peste había empezado a extenderse y esto había causado el pánico de los habitantes, y los guardias habían recibido orden de impedirles que fueran a otros lugares del país. Dentro de poco sucederían horribles acontecimientos en la ciudad. El tesorero subió a su asno, y los esclavos que cargaban la cebada se dispersaron porque el capataz y sus ayudantes habían huido.
—Debo dar parte al capitán —dijo Hornblower.
Puesto que Tapling era un funcionario del servicio diplomático y, por tanto, un civil, no tenía autoridad alguna sobre Hornblower. El guardiamarina era el único responsable de lo que le ocurriera a la lancha y a los marineros que estaban bajo su mando, que el capitán Pellew en persona, cuya autoridad emanaba del rey, le había confiado.
Era asombroso cómo se propagaban las noticias y el pánico. El tesorero se había ido a todo escape; el esclavo negro de Duras había huido en el asno de su amo; los soldados, formando un grupo compacto, se alejaban corriendo. En el puerto solamente quedaban los muertos y los moribundos. En cambio, por el camino que desde cerca de la muralla iba a los campos del interior del país, se apelotonaba la gente huyendo de la ciudad. Los ingleses estaban solos, con las bolsas de oro delante.
—La peste se propaga por el aire —dijo Tapling—. Hasta las ratas mueren. Nosotros hemos estado aquí varias horas y nos hemos acercado tanto a… ése —dijo, señalando con la cabeza a Duras— para hablar con él que hemos aspirado su aliento. ¿Quién de nosotros será el primero?
—Ya veremos cuando llegue el momento —declaró Hornblower, pues siempre trataba de sobreponerse al desánimo mostrándose optimista y, además, no quería que los marineros oyeran lo que decía Tapling.
—¿Y la escuadra? —preguntó Tapling con amargura—. Estas provisiones —dijo, señalando con la cabeza las dos barcazas abandonadas, una con el ganado y la otra casi llena de costales de cebada— serían para ella como un don del cielo. Los marineros sólo reciben ahora dos tercios de su ración.
—Pero podemos hacer algo para solucionar este problema —insinuó Hornblower—. Maxwell, vuelva a poner las bolsas de oro en la lancha y arríe esa vela.
El oficial de guardia de la Indefatigable vio que la lancha regresaba de la ciudad. Una suave brisa balanceaba a la fragata y al Caroline, un bergantín empleado como transporte, pero la lancha, en vez de abordarse con el costado de la fragata, se abordó con la aleta de sotavento.
—¡Señor Christie! —gritó Hornblower, poniéndose de pie en la proa de su embarcación.
El oficial de guardia se acercó al coronamiento.
—¿Qué pasa? —preguntó con asombro.
—Tengo que hablar con el capitán.
—Pues suba a bordo y hable con él. ¿Qué demonios…?
—Por favor, diga al capitán que quisiera hablar con él.
Pellew se asomó a la ventana de cabina de popa, pues estaba oyendo la conversación.
—¿Qué desea, señor Hornblower?
Hornblower le contó lo que ocurría.
—Manténgase a sotavento, señor Hornblower.
—Sí, señor. Pero las provisiones…
—¿Qué pasa con ellas?
Hornblower le contó en qué situación se encontraban y le hizo una petición.
—No es normal —dijo Pellew—. Además…
No quiso decir en voz alta que pensaba que probablemente dentro de poco tiempo todos los tripulantes de la lancha morirían a causa de la peste.
—Estaremos bien, señor. Son las raciones de una semana de toda la escuadra.
Eso era lo importante, lo fundamental. Pellew tenía que comparar la desventaja de la posible pérdida de un bergantín con la ventaja de conseguir provisiones, que era mucho más importante, ya que permitiría a la escuadra mantener la vigilancia de la salida del Mediterráneo. Y teniendo en cuenta esto, la sugerencia de Hornblower parecía conveniente.
—Muy bien, señor Hornblower. Cuando traiga las provisiones, ya la tripulación del bergantín se habrá trasladado. Le entrego el mando del Caroline.
—Gracias, señor.
—El señor Tapling seguirá con usted.
Muy bien, señor.
Cuando los tripulantes de la lancha, remando con fuerza y empapados en sudor, llevaron las dos barcazas a la entrada de la bahía, encontraron el Caroline vacío y vieron que una docena de catalejos de la Indefatigable se dirigían hacia ella para observar lo que iban a hacer. Hornblower subió por el costado del bergantín con media docena de marineros.
—Parece el arca de Noé, señor —dijo Maxwell.
La comparación era acertada. El Caroline era un barco de cubierta corrida, dividida en compartimientos donde iban a meter el ganado, y para poder pasar de un lado a otro para maniobrar con facilidad habían puesto tablones encima de los compartimientos de modo que formaran una especie de cubierta superior.
—Y con animales y todo, señor —dijo otro marinero.
—Pero en el arca de Noé los animales entraban de dos en dos —bromeó Hornblower—. Nosotros no somos tan afortunados. Además, primero tenemos que subir a bordo la cebada. Quiten los cuarteles de las escotillas.
En circunstancias normales, doscientos o trescientos hombres de la Indefatigable habrían pasado rápidamente los costales de las barcazas al bergantín, pero ahora el trabajo debían hacerlo los dieciocho tripulantes de la lancha. Afortunadamente, Pellew había tenido la previsión y la amabilidad de mandar a sacar el lastre de la bodega, porque de no ser así, ellos habrían tenido que hacer ese pesado trabajo primero.
—Enganchen esas estrelleras —ordenó Hornblower.
Pellew vio el primer costal de cebada salir de la barcaza elevándose lentamente y luego desplazarse por el aire hasta el Caroline y entrar por una de sus escotillas.
—Se las arreglará —profetizó Pellew—. Mande a los hombres al cabrestante y zarpe inmediatamente, señor Bolton, por favor.
Hornblower, que estaba dirigiendo el manejo de las estrelleras, oyó la voz de Pellew a través de la bocina.
—¡Buena suerte, señor Hornblower! ¡Preséntese dentro de tres semanas en Gibraltar!
—¡Muy bien, señor! ¡Gracias, señor!
Hornblower se volvió y vio junto a él a un marinero tocándose la frente con los nudillos.
—Disculpe, señor, pero ¿no oye cómo están bramando esos novillos? Hace un calor espantoso y necesitan agua, señor.
—¡Diablos! —exclamó Hornblower.
No podrían subir a bordo el ganado hasta el anochecer, así que Hornblower dejó a un pequeño grupo de hombres transfiriendo la carga y con los demás buscó un medio de dar agua a las desafortunadas bestias en la barcaza. La mitad de la bodega del Caroline estaba llena de toneles de agua y sacos de forraje, pero fue difícil hacer llegar el agua a la barcaza con las bombas y las mangueras, y los pobres novillos, al verla se apelotonaron a un costado. Hornblower vio la barcaza escorar hasta casi volcar y a uno de sus tripulantes, que, por fortuna, sabía nadar, arrojarse por la borda para no ser aplastado por los novillos.
—¡Diablos! —volvió a exclamar Hornblower, y ésa no fue la última vez.
Hornblower estaba aprendiendo cómo llevar ganado en un barco sin el consejo de una persona con experiencia, y a cada momento aprendía una lección. Un oficial de marina activo tenía que realizar muchas veces extrañas tareas. Hornblower ordenó a sus hombres que dejaran el trabajo cuando la noche ya estaba avanzada y les hizo levantarse para que empezaran a trabajar otra vez antes del amanecer. Por la mañana temprano se estibaron los últimos costales, y Hornblower tuvo que ocuparse de sacar el ganado de la barcaza. Como los novillos habían pasado la noche con poca agua y menos comida, no tenían muchas ganas de que los movieran, pero al principio fue más fácil hacerlo, ya que estaban muy juntos. Ponían a los novillos una banda alrededor del vientre, enganchaban la estrellera a la banda y los subían, después los bajaban a la cubierta del bergantín, pasándolos por una abertura que había entre los tablones. Luego los llevaban desde allí a alguno de los compartimientos con facilidad. Los marineros gritaban y agitaban sus camisas delante de ellos y pensaban que ese trabajo era divertido, pero no pensaron lo mismo cuando uno, en cuanto ellos le quitaron la banda, se enfureció y les persiguió por cubierta, amenazándoles con cornearlos. Por fin, el novillo entró casualmente en un compartimiento, y ellos cerraron la tranquera enseguida. Hornblower echó una mirada al sol, que se elevaba con rapidez en el horizonte y pensó que no era divertido en absoluto.
Mientras más se vaciaba la barcaza, más espacio tenían los novillos para moverse, de modo que cogerlos para ponerles la banda era una peligrosa aventura. Además, a los novillos no les había tranquilizado ver cómo muchos de sus compañeros eran alzados en el aire, pero antes de mediodía ya los marineros estaban tan cansados como si hubieran luchado en una batalla, y no había ni uno solo que no hubiera cambiado gustosamente su nuevo trabajo por cualquiera de las tareas normales de un marinero, como por ejemplo, subir a la jarcia a aferrar las gavias en una noche de tormenta. Cuando a Hornblower se le ocurrió dividir el interior de la barcaza con barricadas hechas con gruesos palos, el trabajo fue más fácil, pero tardó mucho tiempo, y antes de que se terminara, habían muerto dos novillos, dos de los miembros más débiles de la manada, que habían sido pisoteados por los demás cuando corrían por la barcaza.
Por si esto fuera poco tuvieron que distraerse cuando vieron que se les acercaba un bote que había zarpado de la costa en el que venían un buen número de moros remando y el tesorero sentado en la bancada de popa. Aparentemente, el bey no tenía tanto miedo a la peste como para olvidarse de reclamar su dinero. Hornblower dejó negociar a Tapling, pero insistió en que el bote debía permanecer lejos, por sotavento, y en que entregaría el dinero poniéndolo en un tonel vacío que el mar llevaría hasta el bote. Cuando cayó la noche, sólo la mitad del ganado estaba en los compartimientos de cubierta, y a Hornblower le preocupaba cómo darles de comer y beber, y con disimulo trató de sacarles información sobre esto a los miembros de la tripulación que conocían el mundo de la ganadería. Apenas amaneció, Hornblower llamó a sus hombres para que continuaran el trabajo y tuvo la satisfacción de ver a Tapling subirse a un tablón para salvar su vida, tratando de evitar que le embistiera un novillo embravecido que corría por la cubierta y se negaba a entrar en los compartimientos. Cuando encerraron al último animal, Hornblower tuvo que resolver otro problema, el que un marinero, usando términos elegantes, llamara «quitar el estiércol». El forraje, el agua, las boñigas… Daba la sensación de que el trabajo que había en la cubierta ocupada por los novillos sería suficiente para mantener a los dieciocho tripulantes trabajando el día entero y no les dejaría tiempo para ocuparse de las maniobras del bergantín.
Pero Hornblower admitió con pesar que el hecho de que los marineros estuvieran ocupados todo el tiempo tenía una ventaja: desde que empezó el trabajo, nadie mencionó la peste. El fondeadero donde encontraba anclado el Caroline estaba expuesto al viento del noreste, por lo tanto era necesario sacarlo de allí antes de que el viento empezara a soplar. Hornblower reunió a sus hombres y los agrupó en escuadras, y como era el único oficial a bordo, tuvo que ascender al timonel y a su ayudante, Jordan, a oficiales para que las mandaran. No faltó quien se ofreciera a hacer de cocinero, y Hornblower, después de dar un vistazo al grupo, nombró a Tapling ayudante de cocinero. Tapling abrió la boca para protestar, pero vio algo en la expresión de Hornblower que le impidió proferir la protesta que tenía en la punta de la lengua. Sin embargo, entre ellos no había ningún contramaestre, ni ningún carpintero, ni, como Hornblower pensó con tristeza, ningún cirujano. Pero a Hornblower le parecía que, en caso de que necesitaran un médico, sería por muy poco tiempo.
—Guardia de babor, largar los foques y la gavia mayor —ordenó Hornblower—. Guardia de estribor, girar el cabrestante.
Así empezó la navegación del bergantín Caroline, convertido en una leyenda en la Armada real (debido a la viva narración de los sucesos ocurridos en él que los tripulantes hicieron durante las guardias de cuartillo en posteriores misiones). El Caroline pasó las tres semanas de cuarentena navegando por el Mediterráneo occidental. Era necesario que se mantuviera cerca del estrecho de Gibraltar, de lo contrario, el viento del oeste y las corrientes que se movían hacia el interior del Mediterráneo podrían impedirle llegar a Gibraltar cuando fuera el momento de ir a puerto. Así empezó su navegación el Caroline, un viejo bergantín, entre la costa española y la africana, dejando tras de sí el mal olor característico de un establo y no pudiendo impedir que le entrara con tanta facilidad el agua como si pasara por un tamiz, fuera cual fuera el estado de la mar. Los marineros se pasaban el tiempo bombeando: unas veces sacando el agua que se había acumulado dentro, otras sacando agua del mar para echarla en la cubierta para limpiarla, y a cada paso subiendo agua dulce para el ganado.
La extraña superestructura de la nave impedía maniobrar bien cuando el viento soplaba con fuerza. Al moverse el bergantín se filtraba el agua por las juntas de las tablas de la cubierta y constantemente caían abajo goterones de agua sucia. El único consuelo que tenían Hornblower y sus hombres era comer carne fresca, que muchos de los marineros no probaban desde hacía tres meses. Hornblower sacrificaba un novillo diariamente, pues dadas las condiciones climáticas del Mediterráneo, la carne no se conservaba bien. Así pues, los marineros se daban un banquete todos los días, ya que comían lenguas y bistés, algo que algunos de ellos no habían probado en su vida.
El problema era la escasez de agua dulce. Eso preocupaba más a Hornblower de lo que hubiera preocupado a cualquier otro capitán, porque el ganado siempre estaba sediento. En dos ocasiones Hornblower tuvo que desembarcar a una brigada en la costa española al amanecer con el fin de ocupar una aldea de pescadores y llenar los toneles de agua en los ríos cercanos.
Eso era una peligrosa aventura, y el segundo desembarco hizo patentes los peligros que encerraba, pues cuando el Caroline se alejaba del litoral, un guardacostas español que acababa de doblar un cabo próximo se acercó a él navegando a toda vela. Todo fue instantáneo. Maxwell fue el primero que lo vio, pero Hornblower lo vio antes que él le dijera que lo había visto.
—Muy bien, Maxwell —dijo Hornblower, tratando de mantener la serenidad.
Como primera medida, dirigió el catalejo hacia el lugre, que estaba a unas tres millas de distancia por barlovento, y como el Caroline estaba en el fondo de una ensenada, no tenía la posibilidad de escapar. El barco español avanzaba tres pies por cada dos que avanzaba el Caroline, que se movía lentamente porque su extraña superestructura no permitía a su quilla formar un ángulo de menos de ochenta y ocho grados con la dirección del viento. Estaba mirándolo, cuando afloró a su rostro la rabia contenida en su interior durante los últimos diecisiete días. Sentía rabia porque la suerte le había lanzado a aquella ridícula misión; detestaba al Caroline por su torpeza, por su cargamento y su hedor; maldecía su destino porque le había arrastrado a esa situación desesperada.
—¡Diablos! —exclamó Hornblower, golpeando rabiosamente con el pie el tablón sobre el cual se encontraba—. ¡Diablos!
Y con asombro notó que temblaba de rabia. No iba a entregarse mansamente al enemigo porque la cólera le provocara el vehemente deseo de luchar; se puso a pensar, y su mente empezó a elaborar un plan para entablar un combate. No tenía la menor idea de cuántos tripulantes llevaba un guardacostas español. Primero pensó que bien pudieran ser veinte, pero luego reflexionó y le pareció una cifra muy alta, ya que los lugres sólo se usaban para perseguir a las pequeñas embarcaciones que hacían contrabando. Entonces, sorprendido, comprendió que tenían posibilidades de ganar al lugre, a pesar de llevar cuatro cañones de ocho libras.
—¡Pistolas y sables! —gritó—. ¡Jordan, escoja a dos hombres y póngase aquí con ellos! ¡Escóndanse todos los demás bajo los tablones! ¡Escóndanse! Sí, señor Tapling, puede quedarse aquí con nosotros, pero provéase de armas también.
A nadie se le ocurriría pensar que un barco cargado de ganado ofrecería resistencia. Los españoles esperarían encontrar a bordo una docena de tripulantes como máximo, no un disciplinado grupo de veinte hombres. Lo importante era conseguir que el lugre se acercara lo más posible.
—¡Todo a babor! —gritó al timonel, que estaba metido debajo de un tablón—. ¡Prepárense para saltar, marineros! ¡Maxwell, si alguno sale antes de dar la orden, dispárele! ¿Me ha oído? ¡Es una orden, y será castigado si la desobedece!
—Sí, señor —dijo Maxwell.
El lugre se acercaba a ellos a toda vela, a pesar de que el viento era flojo, formando una blanca estela con su aguda proa. Hornblower miró hacia arriba para asegurarse de que el Caroline no tenía izada ninguna bandera. Eso permitiría que su plan fuera considerado legal según las normas a las que estaba sujeta la guerra. En ese momento el lugre disparó y la bala pasó por delante de la proa del Caroline; Hornblower oyó claramente el estampido y vio una voluta de humo.
—¡Ponga el bergantín en facha, Jordan! —dijo Hornblower—. ¡Tiren de las brazas de la gavia mayor! ¡Timón babor!
El Caroline viró y se detuvo. Parecía un barco indefenso que se rendía.
—No hagan ruido —aconsejó Hornblower.
Los novillos bramaban lastimeros. Ahora el lugre ya estaba tan cerca que podía verse claramente a sus tripulantes. Hornblower vio a un oficial agarrado a los obenques del palo mayor, preparado para abordar el bergantín, pero le pareció que ningún otro tripulante se preocupaba de eso; es más, que todos miraban la extraña superestructura del bergantín y se reían al oír los extraños ruidos que salían de ella, que más parecían provenir de un corral.
—¡Esperen, marineros! —exclamó Hornblower.
El lugre ya estaba abordándose con el bergantín cuando Hornblower, notando que le hervía la sangre, se dio cuenta de que no se había armado. Había ordenado a sus hombres tomar sables y pistolas, había aconsejado a Tapling que también se armara, y resulta que él se había olvidado por completo de que también él necesitaba armas. Ya era demasiado tarde para remediar esa torpeza. En el lugre, alguien dio un grito en español, y Hornblower abrió los brazos dando a entender con ello que no entendía. Ya estaba el lugre abordado con el bergantín.
—¡Vamos, marineros! —gritó Hornblower.
Corrió por los tablones de la superestructura, tragó saliva y saltó hacia donde estaba el oficial agarrado a los obenques. Volvió a tragar saliva cuando iba por el aire y volvió a tragar saliva cuando cayó sobre el desafortunado hombre y le cogió por los hombros. Fue entonces cuando ambos cayeron sobre la cubierta. Hornblower oía primero gritos detrás de él, pues los tripulantes del Caroline estaban abordando el lugre, y luego pasos apresurados, seguidos de un estrépito y un sonido metálico. De repente, se puso de pie, pero con las manos vacías, Maxwell hacía retroceder a un hombre a sablazo limpio. Tapling, blandiendo un sable y gritando como loco, conducía a un grupo hasta proa. Instantes después todo había terminado. Los asombrados españoles no habían tenido tiempo ni de levantar una mano para defenderse.
El Caroline llegó a Gibraltar el vigésimo segundo día de la cuarentena con el lugre capturado muy próximo a su costado de sotavento. Pero también llevaba el olor a establo, y cuando Hornblower subió a bordo de la Indefatigable para dar parte al capitán, estaba preparado para dar al guardiamarina Bracegirdle una respuesta adecuada.
—¡Hola, Noé! —dijo Bracegirdle—. ¿Cómo están Sem, Cam y Jafet?
—Sem, Cam y Jafet han hecho una presa —respondió Hornblower—. Lamento que el señor Bracegirdle no pueda decir lo mismo.
Cuando Hornblower fue a dar parte al intendente de la Armada, el oficial le preguntó algo a lo que no pudo responder.
—¿Quiere decir que permitió a sus hombres comer carne fresca, señor Hornblower? —preguntó el intendente—. ¿Sacrificó un novillo diario para dar de comer a dieciocho hombres? ¿Es que no había suficientes provisiones en la bodega del barco? Me sorprende que haya hecho un despilfarro semejante, señor Hornblower.