CAPÍTULO XIX

Sir Horatio Hornblower —anunció el mayordomo, abriendo delante de él las puertas de par en par.

Lady Bárbara estaba allí, y Hornblower se sorprendió al verla vestida de negro, pues se la había imaginado con aquel vestido azul que llevaba cuando la vio por última vez: aquel azul grisáceo tornasolado que hacía juego con sus ojos. Iba de luto y era muy natural, pues apenas hacía un año que Leighton había muerto. Por lo demás, aquel vestido negro le sentaba maravillosamente y hacía resaltar el color lechoso de su piel. Con extraña nostalgia, Hornblower recordaba el suave color dorado de aquellas mejillas a bordo de la Lydia, en tiempos idos para siempre.

—Bienvenido —le dijo ella tendiéndole las manos. Eran deliciosamente suaves y frescas y él no había olvidado su contacto—. La nodriza traerá a Richard ahora mismo y, entretanto, permítame que le felicite cordialmente por su éxito.

—Gracias —replicó Hornblower—. La suerte me ha ayudado de un modo verdaderamente excepcional, señora.

—El hombre de suerte es aquel que sabe cuándo debe dejar obrar al azar —dijo lady Bárbara.

Mientras hablaban, él la miraba asombrado. Hasta aquel momento se había olvidado de lo majestuosa que era y del dominio que tenía sobre sí misma de un modo amable. Aquel dominio era el que la enaltecía a cimas inasequibles y producía a Hornblower la impresión de no ser más que un atolondrado chiquillo a su lado. ¡Qué lamentable y qué ridículo debía parecer a los ojos de ella su flamante título de caballero! A ella que era hija de un conde, hermana de un marqués y un vizconde que andaba de camino hacia el ducado. Y, de repente, Hornblower no supo qué hacer de sus manos ni de sus brazos.

Puso fin a su azoramiento la llegada de la nodriza, regordeta y rosada bajo su cofia llena de cintas, que llevaba en brazos al niño. Hizo una gran reverencia.

—Buenos días, hijito —dijo Hornblower dulcemente.

Los cabellos que aparecían bajo el gorrito aún eran muy escasos, pero los ojos oscuros miraban atónitos a su padre. La nariz, la barbilla y la frente no tenían aún ningún carácter, como era de suponer en un bebé; pero… ¿cómo olvidarse de aquellos ojazos? —Buenos días, pequeñín— volvió a decir con dulzura.

No se daba cuenta de la caricia que vibraba en su voz. Hablaba a Richard, lo mismo que años atrás habló al pequeño Horatio y a María.

—¡Ven con papá! —dijo, tendiendo los brazos al nene. Richard no tenía nada que oponer. Para Hornblower fue una sorpresa sentirlo tan menudo y ligero entre sus brazos— el recuerdo que él tenía era de niños más crecidos, —pero la impresión le pasó pronto.

—Bueno, chiquitín, bueno…

Richard se movía entre sus brazos tendiendo sus manecitas hacia los brillantes dorados de las charreteras.

—¿Bonito? —preguntó Hornblower.

—¡Da! —contestó Richard, tocando los hilos de oro.

—¡Oh! ¡Qué hombrecito! —exclamó Hornblower. Aún no se había olvidado del arte de entretener a los niños y jugaba con Richard, que farfullaba, encantado, entre sus brazos, se deshacía en angelicales sonrisas y con los piececitos daba inocentes pataditas en el pecho de su padre bajo el largo vestido. El viejo juego de inclinar la cabeza y fingir que iba a dar con ella en el estómago de Richard aún no había perdido sus mágicos efectos. Richard daba ligeros gritos de contento y agitaba los brazos.

—Qué juego más bonito, ¿eh? —Exclamaba Hornblower.

De repente, recordando la presencia de lady Bárbara, se volvió a mirarla. Ella no tenía ojos más que para el chiquitín; una dulce sonrisa erraba en sus labios y su serenidad se había exaltado extrañamente. Él pensó que ella debía de haberse emocionado debido a su amor por el niño. Richard también se había fijado en ella.

Da… da… —dijo apuntando el dedito hacia lady Bárbara.

Ella se acercó y Richard se estiró por encima del hombro de su padre para tocarle la cara.

—¡Es un chiquitín muy guapo! —exclamó Hornblower.

—¡Muy guapo! —confirmó la nodriza, tendiendo las manos para volverlo a tomar. A su parecer, un padre como un semidiós, vestido con un deslumbrante uniforme, no condescendía en ocuparse de un niño de pecho durante más de diez segundos, pasados los cuales alguien debía librarle de su dulce peso.

—Es un briboncillo —dijo la mujer, después de coger nuevamente al niño, que pateaba y miraba con sus grandes ojazos ya a su padre, ya a lady Bárbara—. ¡Ahora, diles adiós! —dijo la nodriza; y, levantándole el bracito, le hizo agitar la regordeta mano.

—¿Cree que se le parece? —preguntó Bárbara, apenas la puerta se hubo cerrado tras la nodriza y el niño.

—Pues… —dijo Hornblower con una leve sonrisa de duda.

Se había sentido feliz durante los pocos minutos que tuvo al niño en brazos; mucho más feliz de lo que imaginaba. Aquella misma mañana había sido víctima de un gran desfallecimiento. Se había dicho y repetido que tenía todo cuanto deseaba, y una voz interior se obstinaba en responder que no le importaba nada todo aquello. A la luz del día, la cinta y la condecoración le parecían fruslerías sin importancia; puro oropel. No llegaba a sentirse contento de sí mismo. Había algo vagamente ridículo en aquel título de «sir Horatio Hornblower», igual que siempre había sentido que había algo ligeramente ridículo en su propia persona.

Intentó consolarse pensando en todo el dinero que ya poseía. Le esperaba una vida tranquila y segura; ya no se vería nunca más en la necesidad de empeñar su espada, ni se sentiría violento en sociedad por culpa de las hebillas de sus zapatos, que no eran de oro. Sin embargo, pensar que todo eso era cierto y verdadero le asustaba. Le parecía como una condena de expatriación; sentía añoranza por las largas semanas pasadas en el castillo de De Graçay. Recordaba la ansiedad y la impaciencia que le había consumido allí. Molestias e inseguridad que, mientras las estaba pasando, le parecieron desdichas irreparables; pero resultaba que ahora le atraían, aunque resultase difícil de creer.

Había envidiado a ciertos capitanes colegas suyos a cuyas acciones los periódicos habían dedicado varias columnas. Pero ahora descubría que esas cosas cansan muy deprisa, que resultan un manjar bastante indigesto. Ni Bush ni Brown le querrían más, ni tampoco dejarían de quererle, por lo que el Times dijera de él. Hornblower traicionaría el amor de los que más le habían amado, y también tenía sus buenas razones para temer que no faltarían rivales que le detestarían más. Ayer mismo había recibido los homenajes de una multitud de gente; eso no aumentaba de ningún modo la buena opinión que él tenía sobre la multitud, y además, comprendía que se arraigaba en él un amargo desprecio por las altas esferas que las gobernaban. En su interior, el hombre acostumbrado a luchar y el ser humanitario se estremecían de disgusto.

La felicidad era como una ruta del mar Muerto que, apenas abierta, se convierte en cenizas en la boca. Así pensaba Hornblower, generalizando sin discernimiento, fiándose de su propia experiencia. La esperanza y no la posesión era lo que daba la felicidad, y ahora que había hecho este descubrimiento, su escepticismo le impedía incluso disfrutar de la dicha de la espera. Sospechaba de todo y de todos. Una libertad que no pudo conseguir sino a costa de la muerte de su mujer era una libertad que no valía la pena disfrutar. Los honores concedidos por aquellos a quienes no les costaba nada otorgarlos no podían llamarse honores. Lo que la vida daba con una mano, lo quitaba con la otra. La carrera política con la que tanto había soñado se le abriría ahora, sobre todo gracias a la influencia de los Wellesley, y, sin embargo, ya veía con aterradora claridad cuánto llegaría a odiar aquella carrera. Por unos instantes había sido feliz con su hijo, y con gran cinismo se preguntaba si aquella felicidad podría durar treinta años.

Sus ojos se volvieron a encontrar con los de Bárbara y supo que, si él quisiera, ella sería suya. Para aquellos que nada sabían ni nada comprendían y creían que su vida era una novela romántica, cuando en realidad era de lo más prosaico que darse pueda, sería un final de novela. Bárbara le sonreía y Hornblower se dio cuenta de que le temblaban los labios al sonreír.

Entonces recordó las palabras de Marie cuando le dijo que él era uno de esos hombres de los que las mujeres se enamoran fácilmente. Y se sintió violento por haber pensado en ella.