CAPÍTULO V
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Aún no había amanecido y una tenue claridad gris apenas iluminaba la habitación cuando un ruido de pasos de pesadas botas y un resonar de llaves al otro lado de la puerta anunciaron al sargento de los gendarmes.
—El carruaje saldrá dentro de una hora. El cirujano vendrá dentro de media hora. Ruego a los señores que estén preparados.
Bush tenía fiebre. Hornblower lo comprendió sólo con mirarle cuando, aún llevando la camisa de dormir, se inclinó sobre él. Sin embargo, él afirmaba que no era nada.
—Estoy muy bien, señor, gracias —se empeñaba en decir; pero su cara colorada tenía un cierto aire de ansiedad y sus manos se agarraban al cobertor. Hornblower sospechaba que la simple vibración del piso bajo sus pasos y los de Brown producía espasmos de dolor a aquel pobre muñón aún no cicatrizado.
—Cualquier cosa que pueda hacer… —dijo.
—No, gracias, señor; esperemos a que venga el doctor.
Hornblower se lavó y se afeitó con un poco de agua fría que había en la jarra del lavabo. Desde que dejó su navío no había vuelto a tener agua caliente. Pero él suspiraba por la ducha fría a la que estaba acostumbrado desde hacía tantos años. Se le ponía la piel de gallina cuando lo recordaba, y le resultaba repulsivo tener que lavarse así, frotándose con un lienzo mojado y jabón, sólo un trocito cada vez. Brown se vistió en el rincón de su jergón, procurando llamar la atención lo menos posible, y se deslizó hasta el lavabo cuando vio que el capitán había terminado.
Apareció el doctor con su maletín de cuero.
—¿Cómo está hoy nuestro enfermo? —preguntó, animoso, pero Hornblower vio que una sombra de preocupación se extendía por sus facciones al observar la fiebre de Bush. Arrodillándose le descubrió la herida; la pierna se estremecía nerviosamente al contacto de sus dedos. Cogió la mano de Hornblower y la colocó en la piel por encima de la herida. Quemaba.
—Un poco caliente —dijo el doctor—. Puede ser buena señal. Ahora lo veremos.
Agarró el extremo de una de las ligaduras y tiró de él. El cordel se deslizó fuera de la herida como una serpiente.
—¡Bien! —exclamó el doctor—. ¡Excelente!
Observó con atención los restos de materia que quedaban pegados al hilo y luego se inclinó para examinar el chorrito de pus que salía del orificio.
—¡Excelente! —repitió.
Hornblower recordaba los innumerables informes que sus cirujanos le habían hecho acerca de los heridos de a bordo, y las explicaciones con las que los habían ampliado. Le vinieron a la mente las palabras «pus benigno». Era muy importante saber distinguir entre el drenaje de la herida que se estaba curando y la supuración apestosa de un miembro infectado. A juzgar por los comentarios del doctor, aquél debía de ser «pus benigno».
—Y ahora veamos el otro —dijo el doctor. Tiró del hilo que quedaba y lo único que consiguió fue un grito de dolor de Bush, que Hornblower sintió como si se le clavara en el corazón. Un convulsivo estremecimiento sacudió el cuerpo del herido.
—Aún no está a punto —dijo el médico—. A mi parecer, sólo es cuestión de horas. Su amigo, ¿tiene intenciones de continuar hoy su viaje?
—Tiene órdenes de continuarlo —replicó Hornblower en su penoso francés—. ¿Cree que no sería bueno para él?
—¡Muy malo! —afirmó el doctor—. Le causaría muchos dolores y hasta podría comprometer la curación de la herida —dijo mientras tomaba el pulso a Bush—. ¡Muy malo! —repitió, poniéndole una mano en la frente.
La puerta se abrió y dio paso al sargento.
—El coche está preparado —anunció.
—Esperará hasta que haya vendado la herida. Y usted, salga —replicó al sargento, irritado.
—Hablaré con el coronel —dijo Hornblower.
Con un empujón al sargento, que quiso interceptarle demasiado tarde, Hornblower salió al corredor, y de allí al patio donde esperaba el carruaje. Los mozos de las cuadras enjaezaban los caballos y algunos gendarmes, un poco más lejos, ensillaban los suyos. Quiso la suerte que en aquel momento el coronel Caillard atravesase el patio, vestido con su uniforme rojo y azul, con las altas botas lustradísimas y la estrella de la Legión de Honor pendiente de su pecho.
—Coronel —dijo Hornblower.
—¿Qué hay?
—El teniente Bush no debe ser transportado hoy. Tiene una grave herida que amenaza entrar en crisis.
Las palabras francesas salían a trompicones de los labios de Hornblower.
—No puedo hacer nada que se oponga a las órdenes que he recibido —dijo el coronel. Tenía la mirada fría y la boca cruel.
—No tiene usted orden de matarlo —protestó Hornblower.
—Tengo órdenes de conducirles a ambos a París con la máxima rapidez. Partiremos dentro de cinco minutos.
—Pero, coronel… ¿No podría esperar por hoy?
—Hasta un pirata como usted debe saber que es imposible desobedecer las órdenes —contestó Caillard.
—Protesto contra esas órdenes en nombre de la humanidad.
La frase era melodramática, pero el momento también lo era, y en su ignorancia del francés, Hornblower no podía entretenerse en escoger los términos más apropiados. Llegó hasta sus oídos un murmullo de voces compasivas y, volviéndose, vio a las dos criadas con sus delantales, una mujer gorda y el dueño del mesón que, habiendo oído toda la conversación, no disimulaban su desaprobación hacia la actitud de Caillard. Cuando éste se volvió y les miró iracundo, se apresuraron a desaparecer, metiéndose en la cocina y cerrando la puerta, pero ya habían proporcionado a Hornblower una primera impresión de la impopularidad creciente del Imperio, causada por su dureza.
—Sargento, haga subir a los prisioneros al coche —ordenó Caillard, secamente.
No había posibilidad de oponerse. Los gendarmes llevaron la camilla al patio y la levantaron, mientras Hornblower y Brown se movían en torno a ella para evitar que le dieran innecesarias sacudidas. El médico escribía apresuradamente algunas notas al pie del pliego que Hornblower recibió del cirujano de Rosas. Una de las criadas atravesó el patio chancleteando y, por la ventanilla, entregó a Hornblower una bandeja en la que había un plato de pan y tres tazas de un líquido negruzco que reconoció como café; lo que la Francia bloqueada llamaba café. No era mucho mejor que la infusión hecha con pan quemado que Hornblower bebió durante un largo viaje por el Pacífico, cuando no había ninguna posibilidad de renovar los víveres a bordo. Pero en aquella hora del amanecer, por lo menos era una bebida caliente y reconfortante.
—No tenemos azúcar, señor —dijo la criada, excusándose.
—No importa —y Hornblower siguió bebiendo ávidamente.
—Es una verdadera lástima que ese oficial herido tenga que viajar así —añadió la chica—. Estas guerras son terribles.
Tenía la nariz chata, la boca grande y los ojos negros, por lo que no se la podía llamar guapa, pero la piedad que se transparentaba en su voz resultaba agradable a los oídos de un prisionero. Brown, sosteniendo a Bush incorporado, le acercó a los labios una taza. Éste tragó un par de sorbos y volvió la cabeza. El coche empezó a moverse, una vez el cochero y otro hombre subieron al pescante.
—¡Retiraos! —gritó el sargento.
El coche se bamboleó, dio una sacudida y rodó por el empedrado hacia la calle con un gran estrépito de cascos de caballos y ruedas; la última imagen que Hornblower tuvo de la muchacha fue la de su desconsuelo al ver perdida para siempre la bandeja.
La carrera era malísima, a juzgar por las sacudidas del coche. Hornblower oía a Bush suspirar ruidosamente a cada sacudida. Recordaba la hinchazón del muñón y su aspecto inflamado; cada movimiento debía de ser una tortura. Se acercó más a la camilla y tomó la mano de Bush.
—No se preocupe por mí, capitán. Estoy muy bien —pero mientras decía esto, Hornblower sintió el apretón de su mano al sobrevenir una nueva sacudida.
—Lo siento, Bush —fue todo lo que pudo decir. Al capitán le resultaba difícil hablar más extensamente con su segundo de temas tan personales como la compasión y el sentimiento de desdicha.
—No podemos evitarlo, señor —dijo Bush, esforzándose en sonreír.
Eso era lo peor de todo. No poder hacer nada. Hornblower se daba cuenta de que tampoco podía decir nada. El olor a humedad y a cuero que reinaba dentro del coche empezaba a oprimirle; pensaba con espanto que debía soportar aquella prisión rodante por lo menos durante veinte días antes de llegar a París. La sola idea le ponía nervioso. Su inquietud se comunicó a Bush, que, suavemente, retiró su mano y volvió la cabeza hacia un lado, dejando a su capitán en libertad para cambiar de postura dentro del espacio ciertamente limitado del carruaje.
Aún se veía algún trozo de mar por un lado y algún pico del Pirineo por el otro. Sacando la cabeza fuera de la ventanilla, Hornblower pudo notar que había disminuido la escolta aquel día. Solamente dos gendarmes montaban abriendo camino al carruaje, y en la trasera llevaba otros cuatro tras el caballo de Caillard. Era posible que, una vez en Francia, no creyesen factible una fuga de prisioneros. Aunque aquella posición, con la cabeza torcida fuera de la ventanilla, era bastante incómoda, le resultaba mucho mejor que el ahogo del interior. Veía viñedos y campos yermos, y las onduladas cimas de los Pirineos que se perdían en la azulada lontananza. También había gente, casi todas mujeres, según observó Hornblower, que apenas levantaban la cabeza de su labor campestre para dirigir una mirada al coche que pasaba con su escolta, a toda velocidad, por el camino. Pasaron junto a un destacamento de soldados. Reclutas y convalecientes, pensó Hornblower, que iban a unirse a sus regimientos en Cataluña. Arrastraban los pies al andar, como un rebaño de borregos más que como soldados. El joven oficial que iba en cabeza saludó al descubrir la Legión de Honor en el pecho de Caillard y, al mismo tiempo, echó una mirada curiosa al carruaje.
Por aquel mismo camino, y antes que el capitán Hornblower, habían pasado muchos y extraños prisioneros: Álvarez de Castro, el heroico defensor de Gerona, que murió en una carretilla —único lecho que le fue concedido— en una mazmorra durante el viaje hacia el suplicio; Toussaint l’Ouverture, el héroe negro de Haití, arrancado de su soleada isla y llevado a morir de una pulmonía en una fortaleza entre las rocas del Jura; Palafox, de Zaragoza, y el joven Mina, de Navarra, todos ellos víctimas del rencor del feroz corso. Él y Bush serían sólo un par de números más en la ya larga lista. El duque de Enghien, fusilado en Vincennes seis años atrás, era de sangre real, y su muerte provocó conmoción en toda Europa, pero Bonaparte había asesinado a muchos más. Pensando en todos aquellos que le habían precedido, la mirada de Hornblower se fijaba con nostalgia en el paisaje verde que descubría por la ventanilla y respiraba más hondamente el aire libre.
Seguían viendo el mar y las montañas —el monte Canigó aún descollaba en el fondo— cuando se detuvieron en una parada para el relevo de los caballos. Caillard y los hombres de la escolta tomaron nuevas cabalgaduras. Cuatro caballos frescos fueron uncidos al carruaje y en menos de un cuarto de hora volvieron a ponerse en camino, emprendiendo con renovada fuerza la áspera subida que se presentaba ante ellos. Debían de hacer unas seis millas de promedio por hora, pensó Hornblower, cuya mente volvía a emprender sus acostumbrados cálculos. No podía hacer más que conjeturas sobre lo lejos que aún estaba París. Quinientas o seiscientas millas, calculó. Entonces, antes de llegar a la capital habían de pasar de setenta a noventa horas de viaje; el coche podía viajar ocho, doce, quince horas diarias. Podían llegar a París en cinco días, en doce; eran cifras bastante vagas… Podía estar muerto dentro de una semana o seguir viviendo dentro de veinte días. ¡Vivo aún! Al pensar en eso, Hornblower comprendió cuán grande era su deseo de vivir; era uno de aquellos momentos en los que el Hornblower que él observaba con tanta frialdad como desdén se fundía de pronto con el Hornblower real, es decir, la persona más interesante y más vital del mundo para él. Y envidiaba al anciano pastor, curvado bajo el peso de la edad, que veía trepar con lentitud por la falda de la montaña, apoyado en su bastón, con los hombros cubiertos por una manta a cuadros.
Llegaban a una pequeña ciudad que tenía bastiones y una ciudadela de torvo aspecto y una altiva catedral. Atravesaron una puerta y los cascos de los caballos hirieron el empedrado de las estrechas callejas, llenas de soldados vestidos con uniformes diversos y vistosos. Seguramente aquella ciudad era Perpiñán, la base francesa para la invasión de Cataluña. El coche se paró de repente en una calle un poco más ancha donde un paseo de plátanos y un muelle engalanado con banderas se extendían a lo largo de un pequeño río. Levantando la cabeza, Hornblower pudo leer: Hôtel de la Poste et de la Perdrix, Route Nationale, 9. París 849. Con gran estrépito se cambiaron los caballos. De mala gana permitieron bajar a Brown y a Hornblower a estirar un poco las piernas antes de volver a ayudar al enfermo, que poca cosa necesitaba con la fiebre que le consumía. Caillard y los gendarmes tomaron un rápido tentempié; el primero, en la sala que daba al paseo, y los demás sentados en la mesa que había fuera. Llevaron a los prisioneros una bandeja con carne fría, pan, queso y vino. Apenas la habían colocado en el coche cuando los gendarmes volvieron a montar, silbó el látigo y el carruaje emprendió de nuevo su camino, saltando y cabeceando como un buque en medio de una tempestad, subiendo y bajando por un giboso puente y luego por otro, antes de que los caballos emprendiesen un trotecillo regular por un largo y recto tramo de carretera bordeada de álamos.
—Esta gente no pierde el tiempo —dijo Hornblower, sombrío.
—Desde luego que no, señor —aseguró Brown.
Bush no quería comer y movía desganado la cabeza ante el pan y la carne que le ofrecían. Sólo se dejó humedecer los labios con un poco de vino porque los tenía secos y se moría de sed. Hornblower tomó nota mentalmente para acordarse de pedir agua en el próximo relevo de caballos, echándose en cara haber olvidado una cosa tan obvia. Él y Brown se repartieron la comida, comiendo con los dedos y bebiendo por turno de la botella, y Brown, después de haber bebido, secaba con la servilleta el gollete de la botella. En cuanto acabó, Hornblower volvió a asomar la cabeza por la ventanilla examinando el paisaje del lugar por donde pasaban. Empezaba a caer una llovizna leve y fría que le mojaba el pelo y la cara e incluso se le metía en hilillos por el cuello, pero él permanecía impasible, con los ojos puestos en la libertad.
La muestra de la fonda donde se detuvieron al caer la noche decía: Hôtel de la Poste de Sigean. Route Nationale 9. París 805. Perpignan 44. Sigean era apenas un pueblo, con casas desperdigadas a lo largo de una milla por la carretera; y la fonda era una casita más pequeña que las cuadras que la rodeaban por los tres lados del patio. La escalera de caracol que subía al primer piso era demasiado estrecha para la camilla, y solamente con mucho trabajo los que la llevaban consiguieron meterla de lado dentro del salón que de mala gana el posadero consintió en ceder a los prisioneros. Hornblower vio dar un respingo de dolor a Bush al chocar la camilla en las jambas de la puerta.
—Es necesario que venga en seguida un médico para ver al teniente —dijo al sargento.
—Ya veré si hay alguno.
El posadero era un hombre rudo y arisco, de ojos bizcos; no le hizo ninguna gracia tener que sacar los muebles que tenía en la mejor habitación de su casa para colocar en ella unos lechos para Hornblower y Brown. Gruñendo, consintió al fin en llevarles los pocos objetos necesarios para procurar a Bush alguna comodidad. No había lámparas ni velas de cera; solamente unas velas de sebo que apestaban.
—¿Cómo va la pierna? —preguntó Hornblower, inclinándose sobre Bush.
—Muy bien, señor —decía Bush con obstinación, pero era evidente que tenía mucha fiebre y sufría. Hornblower empezaba a estar muy preocupado por él.
Al sargento, que entraba acompañando a una chica que llevaba la cena, le preguntó con brusquedad:
—¿Por qué no ha venido aún el cirujano?
—No hay ninguno en el pueblo.
—¿No hay médico? El teniente está muy mal. ¿No hay ni siquiera un… un boticario?
Hornblower se servía de la palabra inglesa, ignorando cómo se decía «boticario» en francés.
—El veterinario se ha marchado esta mañana y no volverá esta noche… No hay nadie más.
El sargento se marchó y Hornblower tuvo que explicarle a Bush lo que pasaba.
—Está bien —dijo éste, moviendo la cabeza con aquella debilidad que tanto asustaba a Hornblower. Al cabo de un momento Hornblower se decidió.
—Voy a tratar de curarle la herida yo mismo —le dijo—. Tal vez vaya bien el vinagre frío. Así lo ha visto hacer a bordo.
—Algo frío —ante ese pensamiento Bush pareció reanimarse.
Hornblower tocó la campanilla y cuando al fin acudieron pidió que le trajeran vinagre. Nadie pensó en la cena que se estaba enfriando en la mesa.
—Vamos allá —dijo Hornblower.
Tenía a su lado un platito con vinagre en el que se empapaban unas hilas, y las vendas limpias que le había proporcionado el cirujano de Rosas.
Quitó las mantas y puso al descubierto el muñón vendado. La pierna se estremecía nerviosamente mientras él quitaba las vendas, y aparecía roja, inflamada y caliente varias pulgadas por encima de la amputación.
—También aquí está hinchado —dijo Bush, señalando a las ingles. En efecto, las glándulas eran enormes.
—Ya.
Después de haber mirado la cicatriz, Hornblower examinó las vendas que acababa de quitar a la luz de la vela que sostenía Brown. Había supurado un poco por el sitio donde el día antes había sacado el ligamento; por lo demás, el resto del muñón aparecía sano y en vías de curarse. En cambio, el otro ligamento al parecer era el que causaba los problemas. Hornblower comprendió que si estaba a punto de desprenderse, era peligroso dejarlo dentro. Con precaución cogió el hilo de seda. A la primera tentativa, sus sensibles dedos lo sintieron libre. Salió un cuarto de pulgada y, a juzgar por la calma de Bush, no le hizo daño. Apretando los dientes, Hornblower siguió tirando; el hilo cedía lentamente, pero se notaba que estaba libre, que se había desprendido de la elástica arteria. Venciendo la leve resistencia, Hornblower volvió a tirar otra vez y poco a poco salió todo él hasta el nudo, seguido por más gotitas de pus, levemente teñidas de sangre. Ya estaba.
La arteria no se había roto, y aquel libre drenaje que se acababa de abrir sería bueno para la herida.
—Creo que ahora empezará a curarse —le dijo Hornblower—. ¿Cómo se encuentra?
—Mejor —dijo Bush—. Me parece que me siento mejor, señor.
Hornblower aplicó luego las hilas empapadas en la herida. Le temblaban las manos; pero con esfuerzo se dominó y pudo vendar el muñón, una tarea nada fácil, pero que consiguió realizar bastante bien. Colocó otra vez el arco de mimbre, puso encima la manta y se levantó. Temblaba más que nunca y con gran sorpresa notó que tenía náuseas y las piernas se le doblaban.
—¿Quiere cenar, señor? —Preguntaba Brown—. Voy a servir al teniente Bush.
Al pensar en la comida, el estómago de Hornblower protestó. Hubiese querido rechazar la cena; pero eso habría sido admitir francamente su debilidad ante un subordinado.
—Primero debo lavarme las manos —dijo con firmeza.
Sin embargo, una vez que se hubo sentado a la mesa y se obligó a comer, vio que resultaba más fácil de lo que se podía figurar, y consiguió tragar los suficientes bocados como para hacer suponer que tenía hambre.
A medida que pasaban los minutos, el recuerdo de la repugnante tarea realizada iba desapareciendo. Bush no tenía ni el apetito ni la vivacidad del día anterior; la fiebre era aún demasiado alta. Pero con el drenaje de la herida era de esperar que se recuperase pronto. Como la noche anterior no había dormido y con las emociones del día, Hornblower se hallaba muy fatigado. Aquella noche le resultó más fácil dormir; solamente se despertaba un momento para escuchar la respiración de Bush y se volvía a dormir tranquilizado, al oírle respirar serena y regularmente.