CAPÍTULO XIV
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Alcanzaron la altura de Noirmoutier al llegar la aurora, con el último soplo de viento. La luz gris del amanecer los halló en una encalmada, envueltos en una ligera niebla que a intervalos erraba sobre la plácida superficie del mar, esperando que la salida del sol la disipase. Cuando se pudo ver algo mejor, Hornblower miró en torno. Amontonados todos juntos, intentando hallar un poco de calor, los galeotes dormían como los cerdos en una pocilga en el castillo de proa. Brown, sentado un poco más allá, junto a la escotilla, apoyaba la barbilla en las manos. Bush, aún al timón, no demostraba ningún cansancio después de la noche pasada en vela; con la pierna de palo apoyada contra un perno de argolla, sostenía la caña con el costado. El práctico seguía atado y suspendido de las cuerdas, y la cara, que la tarde anterior era mofletuda y rosada, aparecía gris y surcada de profundas arrugas por la fatiga y el sufrimiento.
Con un estremecimiento de disgusto, Hornblower le cortó las ligaduras.
—Ya ve que mantengo mis promesas —le dijo. Pero el piloto, indiferente, se dejó caer sobre cubierta con la cara distorsionada por el sufrimiento, cuando la sangre le volvió a correr por los miembros y le arrancó gemidos de dolor.
La botavara de la vela mayor golpeaba ruidosamente sobre el puente al gualdrapear la vela.
—Capitán, no puedo mantener el rumbo —anunció Bush.
—Bien —dijo Hornblower.
Ya se lo temía. El viento del anochecer, que los había empujado ayudándoles a salir del estuario, era de los que acaban cuando amanece, dejando a las embarcaciones encalmadas. Si se hubiese mantenido, aunque no fuese más que durante media hora, habrían podido adelantar otro par de millas y hubiese sido la salvación. Ahora tenían Noirmoutier a la izquierda y a popa la tierra firme. A través de los desgarrones de la niebla, Hornblower descubría los escuetos perfiles de la estación semafórica. Dieciséis años atrás, él fue el segundo de la expedición que Pellew mandó desembarcar para destruirla… Ahora las islas estaban llenas de fortines armados con cañones pesados, como consecuencia de los continuos ataques ingleses. Hornblower se puso a calcular la distancia que les separaba de Noirmoutier. Estaban fuera de tiro aun de las piezas de más alcance —por lo menos eso creía—, pero la marea podría empujarles más cerca. Incluso existía el peligro de que se vieran metidos dentro de la bahía de Bourgneuf.
—Brown —llamó—. Despierte a esos hombres y póngalos a los remos, seis por cada lado.
A ambos lados de cada cañón había unas chumaceras para colocar el remo; seis para cada lado de la embarcación. Brown colocó en posición a sus hombres, que se frotaban los ojos legañosos, y les enseñó la manera de manejar los grandes remos retenidos por las largas cuerdas.
—¡Uno, dos, tres, remad! —gritó Brown.
Los hombres se echaron con todo su peso sobre los remos que, débilmente, y sin ningún resultado, cortaron las tranquilas aguas.
—Uno, dos, tres: ¡tirad! Uno, dos, tres: ¡tirad!
Brown se exaltaba, gesticulaba y corría de uno a otro llevando el compás con todo el cuerpo. Poco a poco, el cúter empezó a moverse; los hombres iban adquiriendo mayor pericia y los remos se hundían en el agua profundamente.
—Uno, dos, tres, ¡remad!
Aunque Brown contaba en inglés, el sentido de su grito, acompañado por los gestos y ademanes de su corpachón, no dejaba lugar a dudas.
—¡Remad!
Los galeotes clavaban los pies en el suelo buscando un apoyo y remaban desesperadamente. El entusiasmo de Brown era contagioso, y ya algunos de ellos levantaban sus roncas voces en un unánime grito. El cúter avanzaba poco a poco, y con unos movimientos del timón Bush pudo volverlo a poner en su rumbo. La embarcación se elevó y cayó sobre la pequeña marejada con un crujido de poleas.
Apartando la vista de los remeros, Hornblower dejaba que sus ojos vagasen sobre el mar, tranquilo como una balsa de aceite. Si hubieran tenido suerte, podrían haberse tropezado con algún navío de la escuadra del bloqueo que cruzase aquellos lugares cercanos a la costa. A veces, para provocar a los franceses, se metían entre las islas. Pero no había ninguna vela a la vista. Hornblower vio levantarse los largos brazos del semáforo, que se quedaron inmóviles, por lo que supuso que quería indicar que se hallaba dispuesto a recibir las señales de otra estación de tierra firme que Hornblower no podía ver. Creyó adivinar poco más o menos el contenido del mensaje. Luego, a sacudidas, los brazos empezaron a señalar y transmitieron al interior una breve contestación. Hubo otra pausa y luego Hornblower vio que los brazos que se le aparecían antes de perfil se dirigían de frente hacia él. Automáticamente se volvió hacia Noirmoutier y allí vio que la banderita del mástil subía y bajaba. En la isla estaban dispuestos a recibir órdenes de tierra. Los brazos del semáforo volteaban en amplios círculos y, en contestación a cada frase, la bandera subía y bajaba afirmando.
Al pie del mástil apareció pronto una larga voluta de humo blanquecino del que salió instantáneamente una bala, y, uno tras otro, cuatro chorros de agua se elevaron de la superficie del mar. Siguió el sordo estampido del disparo. El surtidor más cercano se levantó a media milla; el Witch of Endor se hallaba, por tanto, fuera de tiro.
—¡Que remen esos hombres! —gritó Hornblower a Brown.
Se figuraba lo que sucedería luego. Movido por los remos, el cúter hacía menos de una milla por hora, así que todo el día se hallarían en peligro, a menos que se levantase un poco de viento, y Hornblower no distinguía ninguna señal que se lo anunciase en la gran extensión de agua tranquila y el claro azul del cielo matutino. En cualquier momento se acercarían a ellos unas barcas cargadas de hombres que, remando, irían mucho más deprisa que el cúter. En cada una de ellas habría cincuenta hombres, quizás hasta llevasen un cañón montado en la proa. Tres hombres, con la problemática ayuda de una docena de galeotes, seguramente no podrían oponerse a ellos.
—¡Por Dios, ya lo creo que puedo! —exclamó Hornblower para sí. En el mismo momento vio las barcas salir de la punta de la isla, minúsculas en lontananza. Una vez dada la alarma, la guarnición seguramente se había precipitado a las embarcaciones una vez recibida la orden desde tierra.
—¡Remad! —Gritaba Brown.
Los remos rechinaban en las chumaceras y el cúter se desplazaba un poco más deprisa. Hornblower, entretanto, había preparado el cañón del seis posterior de babor. En un cajón bajo la baranda había proyectiles, pero ni un gramo de pólvora.
—¡Que los hombres sigan trabajando, Brown, y no pierda de vista al práctico!
—Sí, señor.
De un manotazo, Brown agarró al piloto por el cuello de la camisa, mientras Hornblower desaparecía en la cabina. A fuerza de moverse, uno de los cuatro prisioneros había conseguido arrastrarse hasta el pie de la escalerilla; con las prisas que llevaba, Hornblower le pisó y, lanzando un juramento, lo apartó a un lado. Había una escotilla que daba al pañol; la abrió de par en par y se metió por ella. Casi estaba completamente a oscuras, pues la única luz entraba desde la cámara. Hornblower iba buscando a ciegas sobre montones de cajones y sacos de mercancías. Se tranquilizó, pensando que por mucha prisa que tuviera, el pánico no le serviría para nada. Esperó a que sus ojos se acostumbrasen a la oscuridad. Encima de él oía los gritos de Brown y el chirrido de los remos, acompasado y continuo. Al fin, en el tabique que tenía delante vio lo que buscaba: una pequeña abertura cerrada por una ventanilla de cristal. Aquello debía de ser la santabárbara. El artillero debía trabajar con la luz de la linterna al filtrarse por ella.
Sudando por el calor no menos que por la ansiedad, Hornblower amontonó a un lado los cajones que le estorbaban y abrió la puertecilla. Metiéndose a tientas por allí, casi doblado en dos, sus manos dieron con cuatro grandes barriles de pólvora. Le pareció sentir crujir un poco de pólvora bajo sus pies; un movimiento descuidado y podía hacer saltar el cúter por los aires al producir el más leve chispazo. Los franceses habían sido muy descuidados con los explosivos. Hornblower respiró con alivio cuando sus dedos palparon los cartuchos preparados para las cargas. Esperaba encontrarlos, pero podía haberse dado el caso de que no estuviesen preparados, y no le entusiasmaba precisamente la idea de tener que usar un cazo para la pólvora. Cogió todos los cartuchos que pudo y, reculando, salió del diminuto almacén y subió a cubierta a la luz del sol.
Las barcas se habían acercado mucho y ya no eran unos puntos insignificantes, sino que se distinguían claramente sus contornos, habiéndose distanciado unas de otras para realizar la captura. Hornblower colocó sus cartuchos en cubierta. El corazón le palpitaba por el esfuerzo y por la emoción. Le parecía que cada vez le era más difícil y penoso seguir manteniéndose sereno. Una cosa era planear, dirigir y mandar «haced esto» o «preparad lo otro», y otra muy distinta era tener que hacerlo con sus propias manos, fiándose en su habilidad y en la agudeza de la propia vista. La sensación que sentía era poco más o menos la misma que se apoderaba de él cuando había bebido una copa de más: sabía perfectamente lo que tenía que hacer, pero sus miembros no estaban tan dispuestos como de costumbre a obedecer las órdenes de su cerebro. Más de una vez le temblaron las manos al manejar la garrucha para sacar el cañón de su sitio.
Aquel temblor le curó al fin y, como un creyente que se libera del saco de sus pecados, se sacudió las dudas y vacilaciones, sintiendo que sus ideas se habían aclarado y estaba ya dispuesto a la acción.
—¡Eh, venga aquí! —le gritó al práctico.
El práctico protestó un poco, alegando que era imposible que él accediera a apuntar un cañón contra sus propios compatriotas; pero la mirada feroz que le dirigió su verdugo le hizo entrar en razón. Hornblower no era consciente de la dureza de su mirada, sólo se daba cuenta de que sentía una gran irritación contra cualquiera que se atreviese a discutirle nada en aquellos críticos instantes. El práctico estaba convencido de que, si volvía a remolonear, el capitán inglés le mataría sin compasión, y tal vez no anduviese muy desencaminado. Entre los dos, y con ayuda de las garruchas, colocaron la pieza en posición. Hornblower, sacando la tapa, se acercó a la barca, giró la manivela de elevación hasta que su mirada le advirtió de que había llegado al máximo, levantó el seguro, y luego, inclinándose sobre el cañón a fin de hacer sombra, tiró del acollador. La chispa fue satisfactoria.
Abrió un cartucho y echó la pólvora en el cañón metiéndola por la boca; con el cartón hizo una pelota y la empujó con la baqueta para apretar la carga en el fondo. Dirigió una mirada a las barcas y constató que aún estaban fuera de tiro y por tanto no había prisa. Dedicó unos momentos a escoger los proyectiles, separó dos o tres de los más redondos, y luego atravesó la cubierta hacia el cajón de estribor y realizó allí también una selección. Para un tiro a larga distancia necesitaba unos proyectiles que no rebotaran dentro del cañón para luego dirigirse a Dios sabe dónde. Con la baqueta empujó dentro de la boca el que había escogido y luego, abriendo un segundo cartucho, vertió la pólvora a su vez.
—Allons! —le dijo al piloto, y juntos empujaron el cañón. Dos hombres era el mínimo que necesitaba la maniobra de una pieza de seis, pero el delgado cuerpo de Hornblower era capaz de desarrollar una fuerza excepcional a impulsos de su voluntad. Con una palanca apuntó el cañón a popa todo lo que pudo. Aun así, éste no apuntaba hacia el bote que iba en cabeza, que se encontraba con el viento muy a popa del través. El cúter tendría que guiñar para poder dispararle bien. Hornblower se enderezó bajo la luz del sol.
Tan absorto estaba en su trabajo que no escuchaba la ronca cantinela de Brown, que animaba a los hombres casi junto a su oído, ni siquiera había visto que por poco tropieza con el último remero de popa. Para dar una guiñada, el cúter debía acortar la marcha; eso significaba perder parte de lo ganado, pero era necesario resignarse. No era fácil dar a una barca con un proyectil de seis pulgadas a doscientas yardas. No valía la pena disparar; era mejor esperar a que se acercasen. El problema era interesante, pero no se podía obtener una solución exacta porque había una incógnita, y era la posibilidad de que se levantase el viento.
Pero por más que Hornblower escrutaba la gran extensión marina, no había la más ligera señal. Mientras miraba, descubrió que Bush tenía clavados sus ojos en él con ansiosa expresión. Bush esperaba la orden de guiñar. Hornblower le sonrió meneando la cabeza y volvió a estudiar el horizonte, las islas lejanas, la inmensidad del mar, que prometía la libertad. Una gaviota de deslumbrante blancura revoloteaba sobre la embarcación, destacándose sobre el azul del cielo y soltando unos gritos lastimeros. El cúter se mecía suavemente con el leve oleaje.
—Perdón, capitán —le decía Brown al oído—. Capitán, perdóneme… ¡Remad…! Esos pobres ya no pueden seguir más. Fíjese en aquél de allá a estribor… ¡Remad!
Era cierto; los hombres dejaban caer la cabeza y remaban flojamente por el cansancio. Brown columpiaba en la mano un pedazo de cuerda lleno de nudos, y se comprendía que había recurrido a aquel sistema de persuasión para incitarles a remar.
—Démosles algo de descanso y alguna cosa para comer y beber, señor, y podremos seguir adelante. ¡Remad, granujas! Desde ayer por la mañana no han comido nada.
—Muy bien —dijo Hornblower—. Déjelos descansar y déles de comer. Señor Bush, viremos, pero despacio.
Se inclinó sobre el cañón sin enterarse ni siquiera de que había cesado el chirrido de los remos que los hombres habían abandonado para descansar y reponerse, igual que no se acordaba de que él mismo no había comido ni bebido ni pegado ojo desde el día anterior. El cúter giraba con lentitud. La negra mancha de una barca apareció dentro de la mira. Hornblower hizo un signo con la mano a Bush. La barca desapareció y no volvió a aparecer en el campo visual hasta que Bush hubo parado la embarcación con un movimiento del timón. Hornblower bajó el cañón con la manivela hasta que se encontró en el punto exacto y se enderezó separándose de él, para evitar que le alcanzase al recular, con el acollador en la mano. Se sentía más inseguro del alcance de la bala que de su misma dirección, y era indispensable observar la caída del proyectil. Calculó el movimiento del cúter sobre las olas, esperó a que estuviese sobre una de ellas y tiró del gatillo. Con un estampido, el cañón reculó casi rozándole. Saltó a un lado y esperó a que se disipase el humo. Los cuatro segundos que el proyectil empleó en cortar el aire le parecieron eternos. Al fin pudo ver un surtidor de agua levantarse del seno de una ola; el tiro quedó corto por doscientas yardas, y un centenar de lado hacia la derecha. No podía llamarse un tiro bien colocado.
Limpió el cañón con la esponja y lo volvió a cargar, llamó al práctico con brusquedad y colocó el cañón nuevamente en posición. Era necesario que se familiarizase con el arma para entrenarse, si quería conseguir hacer disparos más afortunados, por lo que creyó inútil alterar la elevación; procuró colocarlo como en el tiro anterior y disparó en el momento en que el cúter se hallaba poco más o menos a la misma altura que antes. Esta vez la elevación fue exacta; el proyectil cayó cerca de la barca, pero demasiado hacia la derecha. Hornblower lo movió un poco hacia la izquierda y, manteniendo la misma elevación, volvió a disparar. Esta vez demasiado a la izquierda y doscientas yardas demasiado corto.
Semejantes variaciones en la caída de un proyectil de un cañón de seis en plena elevación eran muy naturales, y Hornblower lo sabía, pero resultaba un consuelo muy flaco. La cantidad de pólvora era diferente en cada cartucho, los proyectiles no eran perfectamente redondos, sin hablar de las variaciones en las condiciones atmosféricas y de la temperatura del cañón. Apretando los dientes, Hornblower tomó puntería y volvió a disparar. Corto y un poco hacia la izquierda. Era para volverse loco.
—Capitán, el desayuno —le decía Brown a su espalda.
Hornblower se volvió con brusquedad. Allí estaba Brown con una bandeja en la que había un plato lleno de pan de galleta, una botella de vino, un vaso de agua y una jarra de peltre. Al ver todo eso, Hornblower fue consciente de tener mucha hambre y mucha sed.
—¿Y ustedes? —le preguntó a Brown.
—Nosotros nos hemos arreglado muy bien, señor.
Sentados en la cubierta, los galeotes comían pan con voracidad y se quitaban la sed bebiendo agua. Lo mismo hacía Bush, apoyado en el timón.
Hornblower notó que tenía la lengua y el paladar secos como el cuero, y le temblaba la mano mientras servía el vino, diluyéndolo con agua y bebiéndoselo de un trago. Cerca de la claraboya de la cámara se encontraban los cuatro prisioneros que había dejado atados y amordazados. Ya tenían las manos libres, aunque siguiesen con los pies atados. El sargento y uno de los marineros estaban mortalmente pálidos.
—Me he tomado la libertad de subirlos aquí, capitán —dijo Brown—. Esos dos parecían casi muertos por culpa de la mordaza, pero dentro de un rato ya estarán buenos.
Hornblower pensó que había sido negligente y cruel al dejarlos atados de aquella forma, pero, repasando los acontecimientos de aquella noche, no halló el momento en que hubiese podido dedicarse a los prisioneros. En la guerra era natural la crueldad.
—Aquellos granujas —decía Brown, señalando a los galeotes— querían arrojar por la borda al sargento en cuanto le han visto, señor. Y sonreía como si aquello fuese la cosa más divertida del mundo. Esta ocurrencia desencadenó en Hornblower una larga serie de reflexiones sobre la miseria de las galeras y la brutalidad de los soldados que tenían el cometido de vigilarlas.
—Sí —y entretanto Hornblower tragaba un bocado de pan y bebía un sorbo—. Me parece que también los prisioneros se pueden poner a los remos.
—Sí, señor. Si me disculpa, a mí se me ha ocurrido la misma idea. Con todos esos hombres podremos montar dos turnos.
—Arréglelo como quiera —le contestó Hornblower, y volvió a su cañón.
La primera barca ya estaba muy cercana y creyó que podía reducir un poquito la elevación. Esta vez el proyectil casi cayó dentro de la barca, entre dos remos de un costado.
—¡Estupendo, capitán! —exclamó Bush, al timón.
A Hornblower le picaba la piel por el sudor y el humo de la pólvora. Se quitó la galoneada casaca y sintió el peso de las pistolas que llevaba en el bolsillo. Con un ademán se las ofreció a Bush, pero éste sacudió la cabeza sonriendo, señalando el trabuco con el cañón en forma de trompeta que tenía a su lado. Si tenía que llegar a enfrentarse con su abigarrada tripulación, aquélla era un arma mucho más conveniente. Por un momento, Hornblower, que empezaba a sentirse exasperado, se preguntó qué hacer con las pistolas, y acabó por colocarlas al alcance de su mano, en los imbornales, antes de volver a cargar el cañón. El siguiente disparo cayó bastante próximo a la barca. A aquella distancia, acertar en un disparo era una cuestión de pura suerte, porque ningún cañón afinaba hasta las cincuenta yardas.
—Los hombres están preparados para remar, capitán —anunció Brown.
—Muy bien. Señor Bush, haga el favor de colocar el timón de manera que yo pueda tener aquella barca a mi alcance.
Brown era un refugio de fortaleza. Había preparado solamente tres remos a cada lado, poniendo seis hombres a la faena. Los otros estaban apelotonados, a proa, dispuestos a relevar a los compañeros cuando éstos estuviesen cansados. Seis remos eran suficientes para hacer adelantar apenas la gran embarcación; sin embargo, un continuo progreso, aunque fuese lento, era preferible a los altibajos del principio. En cuanto a la clase de argumentos que habría empleado para conseguir que los franceses que no eran galeotes trabajaran con ellos, Hornblower prefería ignorarlos; bastaba que estuviesen allí con los pies atados, poniendo todas sus fuerzas en los brazos mientras Brown, balanceando en la mano el rebenque, llevaba el compás.
El cúter volvía a avanzar sobre las aguas azules; a cada tirón de los remos respondían chirridos y susurros en el aparejo. Si hubiese querido prolongar la persecución, habría tenido que volverles la popa y no darles la aleta, pero Hornblower creía que por la probabilidad de dar en el blanco valía la pena perder aquel tiempo. Se daba cuenta de la temeridad de su proceder, que debía justificar de algún modo. Se inclinó sobre el cañón, tomó puntería con cuidado y volvió a disparar demasiado lejos. Al ver el chorro de agua se sintió invadido por una rabia sorda y estuvo a punto de ceder el cañón a Bush para que probase, a ver si lo hacía mejor, pero rechazó la idea. En realidad, y dejando aparte la falsa modestia, él se sentía capaz de maniobrar un cañón mucho mejor que Bush.
—Tirez! —ordenó bruscamente al práctico, y con la fuerza de los dos reunida empujaron el cañón hacia adelante.
Hasta aquel momento las barcas que iban en su persecución habían aparentado no darse cuenta de que eran el objetivo de los disparos. Adelantaban a fuerza de remos sobre las aguas azules, manteniendo con regularidad el rumbo que a una milla de distancia cortaría el paso al Witch of Endor. Las tres eran grandes barcas y tenían a bordo por lo menos ciento cincuenta hombres entre todos. Bastaba que una de ellas consiguiese llegar al costado del cúter para que los fugitivos se vieran dominados. Hornblower, tercamente, seguía disparando una y otra vez, disimulando la amarga desilusión que le invadía a cada disparo perdido. Según calculaba, el alcance se había acercado por lo menos a la mitad; era lo que en un informe oficial él calificaría de «largo alcance». Odiaba aquellas barcas que se acercaban y parecían arrastrarse por el agua como inmundos insectos que amenazaban su libertad y su vida. También aborrecía aquel viejo cañón tan caprichoso que no quería disparar dos veces del mismo modo. La camisa, empapada de sudor, se le pegaba al cuerpo, y los granos de pólvora le irritaban la piel.
Pero no se vio dónde había caído el siguiente disparo. Luego Hornblower vio que la primera barca daba media vuelta y que los remos se detenían.
—Esta vez ha dado en el blanco, capitán —le informó Bush.
Pero la barca volvía a ponerse en camino y los remos a cortar el agua. Una enorme desilusión. Parecía imposible que una embarcación de aquellas proporciones pudiese resistir un proyectil del seis que le había dado de lleno sin verse gravemente dañada; pero, en fin, así era. Por primera vez Hornblower se sentía descorazonado. Si el tiro preparado tan meticulosamente tenía un resultado tan mezquino, ¿valía la pena proseguir la lucha? Pero luego volvió a inclinarse tercamente sobre el cañón, poniendo su atención en la mira, para corregir la ligera inclinación a la derecha de la pieza. En ese momento se dio cuenta de que la barca tocada había dejado de remar, se movía y viraba sobre sí misma. Se balanceó y giró, lanzando desesperadas señales a los de las otras barcas. Hornblower volvió a disparar y falló el blanco; sin embargo, veía cómo la barcaza se iba hundiendo perceptiblemente y que las otras embarcaciones se acercaban para recoger a la tripulación.
—¡Una cuarta a babor, señor Bush! —gritó Hornblower, pero el grupo de barcas ya había quedado fuera de tiro; sin embargo, era un blanco demasiado tentador para dejar que se perdiese. El práctico francés gruñía, mientras ayudaba a Hornblower a arrastrar el cañón; pero éste no tenía tiempo para escuchar sus patrióticas protestas. Apuntó cuidadosamente y disparó. No se levantó ningún chorro de agua. La bala había hecho blanco, pero seguramente en la misma barca. Ésta debía de hacer agua, pues inmediatamente las otras dos se alejaron de ella para proseguir la persecución.
Brown cambiaba de remeros. Hornblower recordó haberle oído prorrumpir en roncos hurras cuando dio en el blanco, y halló un instante para admirar su habilidad para tratar a los hombres, ya fuesen legítimos prisioneros de guerra o escapados de las galeras. Tuvo tiempo para admirarle, pero no para envidiarle. Los perseguidores cambiaban de táctica: una de las barcas se dirigía directamente hacia el cúter mientras que la otra, separándose un poco, intentaba de nuevo cortarle el camino. Pronto se vio la razón. De la proa de la primera salió una nubecilla de humo, y una bala de cañón levantó una columna de agua en la popa del cúter y casi lo rozó.
Hornblower se había encogido de hombros al ver aquello. Un cañón de pequeño calibre disparado desde una plataforma bastante más insegura que la de el Witch of Endor, a aquella distancia, no podía hacerle mucho daño, y cada disparo significaba un retraso en la persecución. Dirigió su cañón hacia la barca que quería cortarle el camino, disparó y falló el blanco. Ya estaba tomando puntería otra vez cuando oyó el estampido del segundo cañonazo disparado desde la barca, pero ni siquiera se preocupó de averiguar dónde cayó la bala. En cambio, su disparo dio muy cerca del blanco, porque el tiro se acortaba y ya se había acostumbrado al modo de actuar del cañón y se acompasaba al ritmo de la larga marejada del Atlántico que mecía al Witch of Endor. Por tres veces consiguió que los proyectiles cayesen tan cerca de la barca que los hombres debían de estar mojados por los salpicones que levantaban. Todos los tiros hubiesen podido resultar eficaces y Hornblower estaba convencido de ello, pero había que contar con las variaciones de la pólvora, de los proyectiles y de la propia arma: era cuestión de suerte acertar en un radio aproximado de cincuenta yardas. Diez cañones bien dirigidos y disparados a la vez hubiesen hecho el trabajo, pero no podía contar con diez cañones.
Se oyó un estruendo en la proa; una lluvia de astillas se desparramó en abanico y una bala rayó el puente en diagonal, pasando junto a la escotilla de proa.
—¡No os mováis! —Rugía Brown saltando hacia adelante con su pedazo de cuerda atado al puño—. ¡Seguid remando, granujas! —Y de un empujón volvió a colocar en su puesto al desdichado galeote, que oyendo silbar la bala a una yarda de distancia, había abandonado el remo—. ¡Remad! —tronó. De pie en medio de la dotación, la mitad en el entarimado de cubierta y la otra mitad sudando a los reinos, y balanceando su látigo, con su físico soberbio, estaba realmente magnífico. Parecía un domador en una jaula de fieras. Hornblower se convenció de que Brown no tenía ninguna necesidad de llevar un par de pistolas. Esta vez se volvió a su cañón con una franca punzada de envidia.
La barca que había disparado sobre ellos no sólo no se había acercado, sino que más bien había quedado algo rezagada; en cambio, la otra se había acercado mucho. Se veía claramente a los hombres que la tripulaban, con sus negras cabelleras y los hombros bronceados por el sol mediterráneo. Los remos estaban parados en aquel momento, pero había algo de movimiento, como si los remeros estuviesen cambiando de lugar. Luego avanzaron de nuevo, ganaron velocidad y se dirigieron hacia el cúter en línea recta. El oficial que los mandaba había colocado dos hombres en cada remo a fin de poder cubrir velozmente aquel pequeño y peligroso espacio que los separaba, y en su deseo de abordar el cúter cuanto antes, derrochaba la energía tan cuidadosamente ahorrada hasta entonces.
Hornblower estimó la distancia, que iba disminuyendo rápidamente, corrigió la elevación e hizo fuego. El disparo cayó al agua a diez yardas de la proa de la barca, y, rebotando, describió un arco sobre ella. Si ahora erraba el golpe sería fatal, se decía Hornblower, mientras volvía a cargar meticulosamente, esforzándose por seguir la rutina con la misma exactitud que antes. Disparó y volvió a cargar inmediatamente, sin preocuparse de mirar adónde había ido a parar el proyectil. De nuevo debía de haber pasado sobre las cabezas de los remeros de la barca, pues ésta seguía acercándose al cúter, impertérrita. Hizo una pequeña reducción de la elevación y, echándose a un lado, aplicó la mecha. Cuando tuvo tiempo de volver a levantar la cabeza para mirar, vio que la barca se había abierto como un abanico. Encima de ella, en el aire, había algo oscuro que inmediatamente volvió a caer, tal vez un barril que el golpe había hecho saltar al aire como una pelota golpeada con un puntapié. La proa sobresalía un poco del agua —el proyectil le había dado de lleno a nivel del agua—, las maderas se dispersaron a su alrededor y luego de pronto se hundió hasta la borda. Posiblemente, también el fondo debió de quedar agujereado por el disparo.
Brown volvía a prorrumpir en alaridos de alegría, y Bush saltaba de contento, dentro de lo que le permitía su pierna de palo, sin abandonar el timón. A su lado Hornblower oía respirar ruidosamente al práctico, como si jadease. Las azules aguas estaban sembradas de manchitas negras. Los supervivientes luchaban desesperadamente por salvarse; el agua debía de estar helada y aquellos que no consiguiesen aferrarse a alguna tabla flotante tendrían una rápida muerte, pero nada se podía hacer para ayudarles. El Witch of Endor ya llevaba más prisioneros de los que aconsejaba la prudencia, y el más pequeño retraso les habría hecho perder un tiempo precioso, pues la otra barca ya se estaba aproximando.
—¡Que trabajen sus hombres! —dijo Hornblower a Brown con una aspereza innecesaria, y en seguida se volvió a inclinar para cargar de nuevo.
—¿Qué rumbo, señor? —preguntó Bush desde el timón.
Necesitaba saber cómo debía maniobrar para poder hacer fuego sobre la tercera barca que había dejado de disparar y se dirigía a toda prisa hacia los náufragos.
—Siga así —exclamó Hornblower con brusquedad. Sabía perfectamente que aquella barca ya no les molestaría más. Habiendo visto hundirse a sus dos compañeros, y encontrándose por tanto muy cargada de náufragos, seguramente se alejaría en lugar de continuar la persecución. Y así resultó. Una vez la barca hubo recogido a los supervivientes, la vieron virar en redondo y dirigirse hacia Noirmoutier, acompañada de una exclamación burlona de Brown.
Ahora Hornblower ya podía mirar a su alrededor. Se acercó a la balaustrada cerca de Bush —era raro que encontrase más natural estar allí que al lado del cañón—, y escrutó el horizonte. Durante el combate y a fuerza de remos el cúter había recorrido un buen trecho. La costa de tierra firme se perdía en una neblina lejana. Noirmoutier ya había desaparecido de la vista, pero aún no se advertía ninguna señal del viento. Todavía estaban en peligro si llegaba la noche y sorprendía en aquel punto al Witch of Endor, pues podía ser alcanzada por otras barcas que viniesen desde las islas. Un ataque nocturno sería algo muy diferente. Era preciso seguir alejándose sin descanso, y los hombres debían continuar remando en un sobrehumano esfuerzo durante todo el día y también durante toda la noche, si era necesario.
Después de aquella frenética actividad para maniobrar él solo un cañón durante toda la mañana, Hornblower sentía dolorido todo el cuerpo. No había descansado en toda la noche, lo mismo que Bush y Brown. Apestaba a sudor y a pólvora y le picaba la piel. Sentía un enorme deseo de descansar y sin embargo, maquinalmente, fue a asegurar el cañón, colocó los cartuchos que aún no había empleado en un lugar donde no pudieran causar daño y volvió a guardarse en el bolsillo las pistolas que se había dejado en los imbornales por un olvido imperdonable.