CAPÍTULO I

El capitán Hornblower se paseaba por el espacio que le había concedido el comandante de la fortaleza para hacer ejercicio, espacio situado sobre el bastión de Rosas y limitado por dos centinelas con el mosquete cargado. En el azul del cielo, brillaba el sol del otoño mediterráneo haciendo cabrillear las aguas de la bahía de Rosas, aquellas limpias aguas con encajes de espuma en las crestas de sus ligeras olas, que iban a morir sobre la playa de doradas arenas y contra los verdosos acantilados. Pero la bandera tricolor que flotaba al viento contra el cielo azul, proclamando al mundo que Rosas pertenecía a los franceses y que el capitán Hornblower era su prisionero, parecía negra ahora. A menos de media milla del lugar donde él paseaba yacía desarbolado el casco de la Sutherland, encallado sobre la arena para impedir que se fuera a pique. En fila, detrás de él, estaban anclados los cuatro navíos que habían vencido en la batalla. Aun a aquella distancia, Hornblower podía advertir a simple vista —no sin echar de menos su perdido catalejo— que no estaban preparados todavía para hacerse a la mar, ni lo estarían en bastante tiempo. En la nave de dos puentes que había salido del combate con la arboladura intacta, las bombas de achique debían trabajar cada dos horas para mantenerla a flote. Los otros tres navíos aún no habían repuesto su arboladura. Los franceses eran unos inútiles para las cosas del mar, como se había demostrado en los diecisiete años de derrotas marítimas y los seis de continuado bloqueo que estaban sufriendo.

Habían derrochado amabilidades con él; le habían puesto por las nubes, ensalzando su «gloriosa defensa», después de la «valerosa iniciativa» de haberse metido con su navío entre los cuatro enemigos y las defensas de Rosas. Le habían expresado sus parabienes por haber salido milagrosamente sano y salvo de una lucha en la que había perdido dos tercios de sus hombres, entre muertos y heridos. Pero habían saqueado a los vencidos, siguiendo la costumbre de los ejércitos de Bonaparte, que tan odiosos los hizo en toda Europa. Incluso habían vaciado los bolsillos de los heridos que se amontonaban en los puentes de la Sutherland. Su almirante, la primera vez que vio a Hornblower, se mostró sorprendido de no verle llevar la espada que, en reconocimiento a su valor, había ordenado que le restituyeran, y como Hornblower afirmó que no la había vuelto a ver después de su rendición, el almirante ordenó su búsqueda y fue encontrada al fin en un rincón del navío del almirante, con la gloriosa leyenda grabada en la hoja, pero con la empuñadura y la vaina despojadas del oro que las cubría. El almirante soltó una carcajada y ni siquiera se le ocurrió hacer buscar al ladrón. El regalo de la Fundación Patriótica seguía al costado de Hornblower, pero la hoja sobresalía desnuda de la vaina, sin el oro, el marfil y las perlas que la adornaban en otro tiempo.

Igualmente, los marineros y soldados que habían caído como aves de presa sobre la inerme Sutherland habían arrancado hasta el último clavo de latón y arramblado con las estropeadas provisiones de una forma que mostraba lo miserables que eran las raciones que recibían los hombres que luchaban por el imperio. Pero fueron muy pocos los que bebieron hasta emborracharse de los barrilillos de ron. Al verse ante semejante tentación (a la cual ningún oficial británico habría expuesto a sus hombres), los marineros ingleses habrían estado bebiendo hasta quedar inconscientes o ponerse como locos. Los oficiales franceses habían hecho el acostumbrado llamamiento a los prisioneros para que entrasen a formar parte del ejército francés, ya como marinos o como soldados, con los acostumbrados ofrecimientos de un buen trato y una paga regular. Hornblower podía estar orgulloso de sus hombres, pues ninguno de ellos se dejó tentar.

Por eso mismo, los pocos hombres sanos que aún quedaban languidecían confinados en uno de los almacenes vacíos de la fortaleza, privados de tabaco, de ron y aire fresco, cosas éstas que para la gran mayoría constituían la diferencia que hay entre el cielo y el infierno. Los heridos —ciento cincuenta y cinco— se pudrían en una húmeda casamata, y la gangrena y la fiebre no tardarían mucho en acabar con su miseria. Según la lógica francesa, el ejército catalán, que sufría de crónica indigencia y apenas podía ocuparse de sus propios heridos, hubiese hecho una locura derrochando recursos y energías para salvar a unos heridos que en caso de seguir viviendo no servirían más que de estorbo.

Un débil quejido se escapó de los labios de Hornblower, mientras paseaba por el bastión. Tenía una habitación para él solo, un criado para servirle, aire fresco y sol, en tanto que aquellos pobres diablos que lucharon bajo su mandato sufrían todos los padecimientos del encierro. También los tres o cuatro oficiales supervivientes que resultaron ilesos estaban encerrados en las cárceles de la ciudad. Cierto, él sospechaba que le estaban reservando otro destino.

En los breves y gloriosos días que actuó como capitán de la Sutherland, cuando sin sospecharlo siquiera se había ganado el apelativo de «Terror del Mediterráneo», había enarbolado la bandera francesa para asaltar la batería de Llansá, legítima rase de guerre en favor de la cual se podían citar innumerables precedentes históricos pero considerada por el gobierno francés como una violación del derecho de guerra. El próximo convoy que se dirigiera a Francia o a Barcelona le llevaría para ser entregado a una comisión militar. No era imposible que Bonaparte le condenara a ser fusilado, por rencor personal y como ejemplo para castigar, a la vista de Europa entera, la pérfida duplicidad británica; esto es lo que hacía ya un par de días creía leer Hornblower en los ojos de sus guardianes.

Había pasado tiempo suficiente para que la noticia del apresamiento de la Sutherland hubiese llegado a París y para que las órdenes que dio Bonaparte al saberlo hubiesen sido enviadas a Rosas. El Moniteur Universel no habría perdido la ocasión de prorrumpir en exclamaciones de triunfo, lanzando a los cuatro vientos que la pérdida de un buque de línea era la prueba más concluyente de que Inglaterra desfallecía y que ya estaba en camino de su irremediable ruina, lo mismo que la antigua Cartago. Dentro de uno o dos meses darían la noticia de que un servidor desleal de la pérfida Albión había recibido su merecido ante un muro en Vincennes o en Montjuic.

Hornblower se aclaró la garganta nerviosamente. Había esperado sentir miedo, y con gran sorpresa suya se daba cuenta de que no era así. La idea de un abrupto e inevitable final como éste no le alarmaba tanto como las extrañas imaginaciones a que se entregaba a solas en el alcázar esperando una inminente batalla. En realidad, consideraba este fin casi con un sentimiento de alivio, pues al menos serviría para acabar de una vez con todas sus preocupaciones por María y por el hijo que había de venir, además de los tormentos de los celos al pensar en lady Bárbara, que se había casado con el almirante. A los ojos de Inglaterra, sería considerado como un mártir, cuyas viudas merecen una pensión. Sería una muerte honorable y no podía pedir más, especialmente un hombre como Hornblower, cuyo pertinaz e infundado escepticismo en su propio valer le ponía en continuo temor de caer en desgracia profesionalmente.

También sería el fin del cautiverio. Anteriormente, durante dos largos y angustiosos años había estado prisionero en El Ferrol[1], pero al correr el tiempo había olvidado lo penoso que fue hasta vivir esta nueva experiencia. Además, por aquel entonces aún no conocía el placer de aislarse en su alcázar y no había probado la ilimitada libertad —la libertad mayor que existía en este mundo— de ser capitán de un buque. ¿Era una tortura ser prisionero, aun con la libertad de poder contemplar el mar y el cielo? Un león en su jaula no se consumía más que Hornblower en su confinamiento. De pronto se sintió mareado, enfermo. Apretó los puños y, haciendo un gran esfuerzo, consiguió dominarse y no agitarlos sobre su cabeza con un vano ademán de desesperación.

Recobró el dominio de sí, burlándose internamente de estas pueriles debilidades. Para distraerse de esos pensamientos, volvió a mirar de nuevo el mar, tan amado, la bandada de cormoranes que destacaban contra el gris de los escollos y las gaviotas que trazaban espirales sin fin en el aire transparente. A cinco millas, en alta mar, veía las gavias de la fragata de su majestad británica Casandra, que, sin descanso, vigilaba a los cuatro navíos franceses refugiados bajo los cañones de Rosas, y más lejos aún los sobrejuanetes de la Pluto y la Calígula… El almirante Leighton, el indigno marido de su amada lady Bárbara, llevaba su enseña en la Pluto, pero no consintió que aquello le preocupase. Las naves estaban esperando los refuerzos de la escuadra del Mediterráneo para dar un escarmiento a los franceses por haberle capturado. Hornblower podía confiar en sus compatriotas para que vengasen su derrota. Los cañones de Rosas podían creerse invencibles, pero Martin, el vicealmirante de la escuadra que bloqueaba Tolón, ya se cuidaría de que Leighton no fallase en aquel ataque.

La mirada de Hornblower recorría a lo largo de los bastiones la fila de pesados morteros. En los baluartes de las esquinas se hallaban colocados los enormes cañones del cuarenta y dos. Hornblower se inclinó y miró por encima del parapeto; desde allí y hasta el foso que corría alrededor de las murallas había una altura de veinticinco pies, y a su vez, el foso estaba rodeado por una empalizada muy fuerte que ningún ejército asaltante conseguiría debilitar si no tapaba el borde del foso. No, no había esperanza de poder asaltar la fortaleza de Rosas con un ataque extemporáneo y precipitado. Allí había un puñado de centinelas constantemente en ronda, y enfrente se veían las macizas puertas con el rastrillo bajado, y un centenar de soldados de guardia continuamente dispuestos a rechazar cualquier ataque por sorpresa que escapase a la vigilancia de los centinelas.

Más abajo, en una plazoleta, una compañía de infantería realizaba su instrucción y las cortantes órdenes llegaban con claridad hasta lo alto de los bastiones. Hablaban en italiano; Bonaparte había realizado la ocupación de Cataluña principalmente mediante las tropas auxiliares extranjeras de su imperio: italianos, napolitanos, alemanes, suizos, polacos. Los uniformes de aquellos hombres se encontraban en mal estado, la mayoría de los soldados iban vestidos de andrajos, que ni siquiera eran homogéneos, sino blancos, azules, grises o marrones, según el cuartel de donde procedían. Además, aquellos pobres diablos tenían el aspecto de estar muertos de hambre. De los cinco o seis mil hombres acuartelados en Rosas, aquellos que veía eran los únicos que quedaban para desempeñar deberes militares; los demás estaban saqueando todo el país en busca de comida. Bonaparte no tenía la menor intención de alimentar a aquellos hombres a quienes había obligado a servirle, del mismo modo que sólo les pagaba, después de pensarlo mucho, con un retraso de un año o dos. Era asombroso que aquel destartalado imperio hubiese durado tanto; era una prueba de la ineptitud de las diversas naciones que habían medido sus fuerzas con él. Al otro lado de la península Ibérica, en aquel preciso momento, Francia se veía obligada a reunir todas sus fuerzas contra un hombre de verdadero talento y contra un ejército que conocía la disciplina. Del éxito de aquella lucha dependía el destino de Europa. Hornblower estaba seguro de que Wellington llevaría a sus soldados a la victoria, y aunque éste no hubiese sido el hermano de su adorada lady Bárbara, habría sentido la misma confianza en él.

Pero luego se encogió de hombros. Aunque Wellington corriese mucho, no destruiría el imperio francés antes de que a él le procesaran y le condenaran a muerte. Mientras pensaba esto, había terminado ya el tiempo que se le concedía para su paseo. La siguiente actividad de su monótono programa era la visita a los enfermos de la casamata y luego a los prisioneros del almacén. La magnanimidad del comandante le permitía detenerse diez minutos en cada lugar, antes de volver a encerrarse de nuevo en su habitación. Allí podía escoger entre hojear por centésima vez la media docena de volúmenes que componían toda la biblioteca de la guarnición, pasear arriba y abajo, tres pasos cada vez, o bien tenderse en la cama, pensando en María y en el hijo que nacería por Año Nuevo, y atormentándose con la dulce obsesión que le causaba lady Bárbara.