CAPÍTULO VII

La puerta se abrió a un vestíbulo empedrado y salió al encuentro de los recién llegados un hombre de alta estatura y vestido con una larga casaca azul, sobre la que destacaba el blanco de la corbata de raso. Tenía a su lado a una joven mostrando los desnudos hombros a la luz de los candelabros. Había tres personas más: dos criados y un mayordomo, se figuró Hornblower, mientras se adelantaba, encorvado por el peso de Bush. Sobre una mesita, en un rincón, la luz de la lámpara revelaba la culata de marfil de dos pistolas, puestas allí, evidentemente, por el dueño de la casa, ignorando si los visitantes nocturnos serían o no personas inofensivas. Hornblower y Brown se detuvieron; estaban harapientos, sucios, cubiertos de nieve, y de pronto sus destrozados andrajos empezaron a chorrear sobre el pavimento. Entre ambos se hallaba Bush, con el pie sano saliendo por debajo de su camisa de dormir de franela y metido en un calcetín de lana gris. Hornblower se sentía dominado por la debilidad y tuvo que contener unos deseos nerviosos de reír al pensar lo que se imaginaría aquella gente al ver llegar a su casa a un inválido vestido únicamente con la camisa de dormir mientras fuera había una tormenta de nieve y hielo.

Pero el dueño de la casa parecía sereno y no demostraba sorpresa alguna.

—Entren, entren —les dijo. Puso la mano en el pomo de una puerta que estaba a su lado y enseguida la retiró—. Pero necesitan un fuego mejor del que les podría ofrecer en mi salón. Félix, acompañe a los señores a la cocina. Espero que me perdonarán, caballeros, si les recibo allí. Por aquí, señores. Félix, lleve sillas y despache a las criadas.

La cocina era grande, con el techo bajo y el piso de piedra, como el vestíbulo. El agradable calorcito que reinaba allí era como el paraíso. En el hogar ardían las brasas de un gran fuego; alrededor destellaban discretamente los utensilios de cocina. Sin decir palabra, la señora de los hombros desnudos amontonó leña sobre el fuego y empezó a soplar con el fuelle para avivarlo. Su vestido de seda crujía y brillaba en la sombra; los cabellos, recogidos sobre la cabeza, eran de un rubio dorado tirando a castaño.

—¿No podrías dejar eso para Félix, Marie, querida? Bueno, como prefieras… —dijo el gentilhombre en voz alta.

—Señores, por favor, tomen asiento. Félix, el vino.

Acomodaron a Bush en una silla delante del fuego. No podía sostenerse de debilidad y tuvieron que ayudarle. Su anfitrión hizo un gesto de compasión.

—Pronto, esas copas, Félix, y ve a preparar las camas. ¿Una copa de vino, señores? ¿Y usted, caballero? Permítame.

La mujer a la que él había llamado Marie se levantó y se marchó silenciosamente; el fuego chisporroteba ya alegremente, entre una batería de asadores y calderas; pero Hornblower, con la ropa empapada y chorreante, no conseguía frenar el temblor angustioso que le sacudía. El vaso de vino que había tomado no acababa de calentarle; la mano que se posaba en el hombro de Bush temblaba muchísimo.

—Tendrían que ponerse ropas secas —dijo el dueño de la casa—. Si me permiten, voy a ver…

Fue interrumpido por Marie y el mayordomo, que entraban con los brazos cargados de vestidos y mantas.

—¡Estupendo! Félix, ayuda a estos señores. Vamos, querida…

El mayordomo calentaba una camisa de dormir de seda junto al fuego, en tanto Hornblower y Brown despojaban a Bush de sus empapados andrajos y le frotaban con una toalla seca.

—Creía que no me volvería a calentar nunca más —decía Bush, metiendo la cabeza por el cuello de la nueva camisa de dormir—. ¿Y usted, señor? No debería preocuparse tanto por mí. ¿No se cambiará también de ropa? Yo estoy perfectamente.

—Primero pensemos en usted —dijo Hornblower, que experimentaba cierto extraño placer en descuidarse a sí mismo para ocuparse de Bush—. Déjeme ver el muñón.

La cicatriz aparecía perfectamente sana; ya no quedaba ni rastro de inflamación ni de pus cuando Hornblower la observó. Félix le entregó un lienzo con el que vendó el muñón y Brown envolvió a Bush en las mantas.

—Levantémosle ahora, Brown; le llevaremos a la cama.

Ya en el vestíbulo vacilaron sin saber hacia dónde dirigirse, cuando por una puerta de la izquierda apareció Marie.

—Aquí —les dijo, y su voz tenía un ronco tono de contralto—. He hecho preparar un lecho aquí, en la planta baja, para el herido. He creído que sería más cómodo.

Una de las criadas, una vieja alta y flaca, estaba sacando un calientacamas de entre las sábanas; la otra metía un par de botellas de agua caliente. Hornblower se sentía impresionado por tanta previsión y sentido práctico por parte de la señora, e intentó expresar su reconocimiento con alguna palabra en francés, mientras entre todos metían a Bush en la cama y lo cubrían bien.

—¡Dios mío, qué bien se está! Gracias, gracias, señor —decía Bush.

Le dejaron, con una vela encendida al lado de la cama.

Hornblower se sentía impaciente por despojarse de sus mojadas ropas ante el fuego de la cocina. Se frotó el cuerpo con una toalla caliente y se puso una camisa de lana; y en pie, y mientras se tostaba las desnudas piernas delante del fuego, bebió otro vaso de vino. El cansancio y el frío se borraban poco a poco y, por reacción, se sentía muy contento y con el cerebro ligero. Félix, arrodillado ante él, le ofrecía un par de pantalones y él se los subió, dejando que el criado le metiese dentro los faldones de la camisa y se los abrochase; desde que era niño, ésta era la primera vez que le ayudaban a ponerse los pantalones, pero le había parecido una cosa muy natural. De nuevo se arrodilló Félix para ponerle las medias y los zapatos, le estiró las medias y hasta le ayudó a meterse el chaleco y la casaca.

Monsieur le comte et madame la vicomtesse esperan a monsieur en el saloncito —dijo Félix. Misteriosamente, y sin una palabra de explicación, había intuido que Brown pertenecía a un nivel social más bajo y le había ofrecido una ropa en consonancia con ello.

—Quédese aquí y póngase cómodo, Brown —dijo Hornblower.

—Sí, señor —contestó Brown cuadrándose, con la negra pelambrera rizada y revuelta. Hasta aquel momento, solamente Hornblower había podido usar un peine.

Hornblower dirigió una mirada a Bush, que ya se había dormido, como le indicaba el leve ronquido que salía de su garganta. No parecía haber sufrido mucho por la inmersión y la intemperie, porque sus veinte años de vida en el mar le habían endurecido contra el frío y la humedad. Apagando la vela de un soplo, Hornblower salió, cerrando la puerta con cuidado y haciendo señas al criado para que fuese por delante. En la puerta del salón, Félix preguntó a Hornblower su nombre y, cuando le anunció, éste se sintió aliviado al ver lo mal que pronunciaba el inglés: al fin y al cabo, eso le hacía humano.

Los dueños de la casa se hallaban sentados a los lados de la chimenea que estaba al fondo del salón.

—Lo siento —dijo el conde levantándose para ir al encuentro de Hornblower—, pero no he oído bien el nombre que mi mayordomo ha anunciado.

—Capitán Horatio Hornblower, del navío Sutherland de su majestad británica.

—Encantado de conocerle, capitán —el conde sorteaba la dificultad de la pronunciación con toda la habilidad que era de esperar en un representante del antiguo régimen—. Yo soy Lucien Antoine de Ladon, conde de Graçay.

Ambos se hicieron una reverencia.

—Permítame que le presente a mi nuera, la vizcondesa de Graçay.

—A su servicio, señora —Hornblower volvió a inclinarse; se sintió un palurdo desmañado, porque instintivamente se le había escapado la fórmula de cortesía inglesa. Deprisa y corriendo buscó en su memoria la correspondiente expresión francesa y terminó por murmurar un tímido enchanté.

La vizcondesa tenía unos ojos negros que contrastaban extrañamente con el castaño dorado de sus cabellos. Era de formas robustas; se podía decir incluso que escultóricas, y debía de andar cerca de los treinta años. El vestido de seda negra, escotado, descubría unos redondos hombros blancos. Ella se inclinó en una reverencia y sus ojos se cruzaron con los del extranjero con una perfecta naturalidad.

—¿Y cómo se llama el caballero herido que tenemos el honor de alojar en esta casa? —preguntó. Aun para los oídos poco expertos de Hornblower, el francés que ella usaba sonaba de un modo diferente al del conde.

—Bush, primer oficial de mi navío —contestó Hornblower, comprendiendo con esfuerzo el alcance de la pregunta—. En la cocina he dejado a mi criado; se llama Brown.

—Félix procurará que no le falte nada —se apresuró a decir el conde—. Pero… y a usted, capitán, ¿no le gustaría tomar alguna cosa? ¿O tal vez otra copita de vino?

—No, nada; muchas gracias —dijo Hornblower. Aunque no había comido nada desde el mediodía, no sentía ningún apetito en aquel mundo en que todo andaba trastocado.

—¿Nada, a pesar de las fatigas de vuestro viaje?

No podía hacerse una alusión más delicada a la llegada de Hornblower y sus compañeros entre la nieve, empapados y exhaustos.

—Nada, se lo agradezco —repitió de nuevo Hornblower.

—¿No quiere sentarse? —preguntó la vizcondesa. Y los tres se sentaron.

—Espero que nos perdone si seguimos hablando en francés —dijo el conde—. Pero es que han pasado diez años desde que me vi en la necesidad de expresarme en inglés y tampoco entonces me era nada fácil. Además, mi nuera no lo entiende.

—Bush, Brown —dijo la vizcondesa—. Esos nombres puedo pronunciarlos. Pero su nombre es muy difícil, capitán, Orremblor… No, no me sale.

—¡Bush, Orremblor…! —exclamó el conde, como si de repente recordara algo—. Sabrá que los periódicos franceses han estado hablando de ustedes recientemente, ¿no es así?

—Pues no. Pero me gustaría… —dijo Hornblower.

—Un momento.

El conde cogió un candelabro y salió, y volvió enseguida para impedir que el silencio a que Hornblower se veía obligado se volviese demasiado embarazoso.

—Aquí hay algunos números recientes del Moniteur —dijo el conde—. Le pido mil perdones, capitán, por las cosas que va a leer en él.

Entregó el periódico a Hornblower indicándole con el dedo algunas columnas. Una primera noticia anunciaba concisamente que un despacho recibido por el semáforo de Perpiñán comunicaba al ministerio de Marina que un navío de línea inglés había sido capturado en Rosas. Otra daba más detalles y proclamaba triunfante que el buque Sutherland, de cien cañones, que hacía tiempo que cometía actos de piratería en el Mediterráneo, había hallado justo castigo por la mano de la escuadra de Tolón, al mando del almirante Cosmao. Cogida de improviso y obligada a rendirse, la nave, «con gesto de cobardía, arrió del palo mayor la bandera de la pérfida Albión, bajo la cual había estado cometiendo sus cobardes delitos». El pueblo francés podía estar seguro de que su resistencia había sido muy limitada y uno sólo de los navíos franceses había perdido un mastelero durante el bombardeo. La acción se desarrolló ante millares de ojos del pueblo español, y sería una saludable lección para los pocos que, ilusionados por las mentiras inglesas o seducidos por su oro, aún acariciaban la idea de rebelarse contra su legítimo soberano, el rey José Bonaparte.

Otro artículo anunciaba que el vil capitán Hornblower y su igualmente infame segundo teniente Bush se habían rendido; el último era uno de los pocos heridos en el encuentro, y a todos los pacíficos ciudadanos franceses que sufrieron a causa de sus hazañas piratescas de un modo directo o indirecto, se les aseguraba que el tribunal militar juzgaría cuanto antes los delitos cometidos por aquellos individuos. ¡Ya hacía demasiado tiempo que la moderna Cartago mandaba a sus sicarios para ejecutar impunemente sus malvados planes! Pronto sus maldades se verían desenmascaradas ante los ojos del mundo, que debía aprender a discernir entre la verdad y la vil mentira que esparcían las «plumas vendidas» al servicio de Inglaterra.

Otro artículo aseguraba que a consecuencia de la gran victoria del almirante Cosmao sobre la Sutherland en aguas de Rosas, Inglaterra había abandonado sus acciones navales en las costas de España, y el ejército de Wellington, tan imprudentemente expuesto a ser aplastado por las fuerzas francesas, sufría gravemente por la falta de aprovisionamiento. Y después de haber perdido a uno de sus viles sicarios en la persona del odioso aventurero Hornblower, la pérfida Albión estaba a punto de perder otro más, pues la rendición de Wellington estaba próxima y era inevitable.

Con impotente furor, Hornblower veía danzar ante sus ojos los negros caracteres que rezaban: «un navío de cien cañones». ¡Vamos, cuando la verdad era que la Sutherland, la más pequeña de las naves de línea, apenas contaba con setenta y cuatro!; «una resistencia poco importante», «un solo mastelero perdido», cuando la Sutherland había desmantelado tres navíos mayores que ella y desarbolado el cuarto antes de rendirse. «Uno de los pocos heridos». ¡Y los dos tercios de la tripulación de la Sutherland habían quedado muertos, heridos o inválidos, y además Hornblower con sus propios ojos había podido ver correr ríos de sangre del navío del almirante francés! «Inglaterra había abandonado sus acciones navales en las costas de España». ¡Ya, ya! Y ni siquiera una alusión al hecho de que, quince días después de la captura de la Sutherland, toda la escuadra francesa que se hallaba en aguas de Rosas había sido destruida en un ataque nocturno efectuado por los ingleses.

Hornblower se sentía ofendido en su honor de marino.

No se podía decir que aquellas mentiras no estuviesen presentadas con habilidad. Aquel detalle de «un solo mastelero perdido» tenía todas las apariencias de la verosimilitud. Europa entera podía creerle un cobarde, además de un pirata, y él no tenía la más mínima probabilidad de contradecir públicamente aquellas afirmaciones, hechas con tanta desfachatez. Hasta en Inglaterra aquellas noticias podían encontrar algún crédito. Las gacetas inglesas reproducían casi todos los boletines del Moniteur, sobre todo los que hacían referencia a acciones navales. Lady Bárbara, María, los capitanes compañeros suyos, todos debían de estarse preguntando la veracidad que se podía atribuir a las noticias que daba el Moniteur. Por muy acostumbrada que estuviera a las exageraciones francesas, no se podía esperar que toda Europa comprendiese que aquellas noticias, con excepción de la pura y simple de la rendición de Hornblower, eran completamente falsas. A Hornblower le temblaban un poco las manos, tan excitado se sentía, y cuando sus ojos se encontraron con los de sus anfitriones, notó que le subía al rostro una oleada de calor. Y con la ira que le apretaba la garganta, le fue muy difícil pronunciar unas palabras en francés.

—¡Todo esto es una infamia! —estalló al fin—. ¡Esto me deshonra!

—Deshonraría a cualquiera —dijo el conde serenamente.

—¡Pero esto… esto…! —tartamudeó Hornblower, y renunció al esfuerzo de expresarse en francés. Recordó que cuando estaba prisionero en Rosas había pensado que seguramente Napoleón no renunciaría a publicar unos triunfantes boletines sobre la captura de la Sutherland, y todo aquel furor, ahora que podía leerlos, no era más que una debilidad por su parte.

—¿Me perdonará si cambio la conversación y le hago algunas preguntas personales? —inquirió el conde.

—Por supuesto.

—Supongo que han huido de una escolta que les llevaba a París. ¿Es así?

—Sí —contestó Hornblower.

—¿Dónde se encontraban cuando han escapado?

Hornblower se esforzó en explicar que se hallaban en un lugar en que un camino lateral conducía al río, a seis kilómetros de Nevers. Luego siguió buscando las palabras para relatar las circunstancias de la fuga, cómo el coronel Caillard fue reducido al silencio y el horrible viaje por el río, en medio de la oscuridad nocturna.

—Debían de ser poco más o menos las seis de la tarde cuando han huido, ¿verdad? —dijo el conde—. En efecto.

—Ahora apenas es medianoche y han recorrido veinte kilómetros. No existe la menor probabilidad de que, por lo menos en bastante tiempo, los gendarmes de la escolta vengan a buscarles aquí. Es todo lo que quería saber. Puede dormir tranquilo esta noche, capitán.

Conmocionado, Hornblower se dio cuenta de que había dado por sentado que iba a dormir tranquilamente, al menos durante las primeras horas; la atmósfera de aquella casa, desde el principio, había sido demasiado cordial para pensar otra cosa. En cambio, ahora, y por reacción, empezaba a ponerlo en duda.

—¿Pero no… no le dirá a la gendarmería que nos encontramos aquí? —Era endiabladamente difícil expresar un pensamiento semejante en un idioma extranjero, sin ofender al huésped.

—Al contrario —dijo el conde—. Si me preguntan les diré que no se encuentran aquí. Espero que en esta casa se considere entre amigos, capitán, y que se quede con nosotros mientras le convenga.

—Gracias, caballero. Muchísimas… —tartamudeó Hornblower.

—Añadiré —siguió diciendo el conde— que las circunstancias —es una historia muy larga, al menos por ahora— hacen que las autoridades acepten mi afirmación sin vacilar, cuando les diga que no sé nada de usted ni de dónde se encuentra. He de decirle que tengo el honor de ser alcalde de este pueblo y por eso represento al gobierno, aunque sea el secretario el que desempeñe toda la labor que corresponde a mi cargo.

A Hornblower no se le escapó la escéptica sonrisa que el conde había esbozado al pronunciar la palabra «honor» y balbuceó una contestación adecuada, que el primero escuchó cortésmente. Pensando en ello, se decía que era una verdadera casualidad haber ido a parar a una casa donde había sido bien acogido y socorrido y donde podía considerarse a cubierto de toda persecución y dormir en paz. La idea de dormir le hizo comprender que, a pesar de la excitación que sentía, estaba enormemente cansado. La impasible cara del conde y el amable rostro de su nuera no dejaban traslucir si ellos estaban o no fatigados; por unos instantes, Hornblower se sintió preocupado con el problema que siempre se presenta al que pasa la primera noche en una casa extraña, de si serían los dueños de la casa los que le sugirieran retirarse o si estarían esperando una alusión por parte del huésped. Finalmente se decidió y se puso en pie.

—Debe de estar fatigado —dijo la vizcondesa. Eran las primeras palabras que pronunciaba desde hacía mucho rato.

—Sí —confirmó Hornblower.

—Le acompañaré a su habitación —se ofreció el conde—. ¿Quiere que llame a su criado? ¿No?

En el vestíbulo, después de haberse hecho una inclinación y darse las buenas noches, el conde señaló las pistolas que aún se hallaban sobre la mesita.

—¿Tal vez le gustaría tenerlas a su lado? —preguntó con su acostumbrada cortesía—. ¿No se sentiría más seguro?

La tentación era muy grande, pero Hornblower terminó por rechazar el ofrecimiento. Seguramente no bastarían para salvarle dos pistolas de las manos de los gendarmes napoleónicos, si llegaban a entrar en su habitación.

—Como desee —dijo el conde, abriendo el camino con un candelero en la mano—. Las cargué apenas oí que se acercaba alguien; podía ser una banda de refractaires, que son los jóvenes que huyen del alistamiento, escondiéndose en los bosques y en las montañas. Su número ha aumentado considerablemente después del último decreto que anticipa el alistamiento en varios años. Pero luego he comprendido que la gente que tuviese malas intenciones no delataría su presencia dando gritos. Aquí está su habitación, capitán. Espero que encuentre en ella todo lo necesario. La ropa que lleva ahora creo que le sienta bastante bien; tal vez desee llevarla mañana. Y ahora, muy buenas noches. Espero que duerma bien.

El lecho en el que se metió Hornblower estaba gratamente cálido. Cerró las cortinas de la alcoba.

Su cerebro se hallaba deliciosamente amodorrado; a los penosos recuerdos del pavoroso salto desde la barquita a los vertiginosos remolinos de la cascada y la angustiosa lucha por la vida en el agua, se sobreponían las imágenes de la expresiva cara del conde y de Caillard amordazado, envuelto en su capote y colocado en el fondo del carruaje.

No durmió bien, pero tampoco se puede decir que durmiese mal.