CAPÍTULO X
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Aquel estallido de pasión había purificado el aire como una tormenta; al menos eso creyó Hornblower. Ahora tenía algo más concreto en que entretener sus pensamientos, dejando a un lado sus místicas lucubraciones. Para mitigar sus penas contaba con el tierno afecto de Marie, y, por otra parte, sentía escrúpulos de conciencia al considerar que había seducido a la nuera de su anfitrión bajo su propio techo. Sentía cierto malestar al pensar que las facultades telepáticas del conde le permitiesen adivinar el secreto; y el temor de que cualquiera pudiese percibir una mirada o un gesto involuntario, mantenía su mente en continua y saludable actividad.
Además, aquella aventura amorosa, mientras duró, se desarrolló con una rara e inesperada felicidad. No hubiese podido hallar amante más perfecta que Marie. Por matrimonio pertenecía a una familia noble, cosa que complacía las veleidades aristocráticas de Hornblower; mientras que por el lado opuesto, saber que ella descendía de una familia de campesinos le evitaba excesivos remordimientos. Marie sabía ser tierna y apasionada, maternal y flexible, se había mostrado práctica a la vez que romántica, y sobre todo le amaba, aunque se resignaba al mismo tiempo a la idea de que debía marcharse y estaba dispuesta a ayudarle. Su corazón se iba enterneciendo por ella a medida que pasaban los días.
Su marcha se convirtió de pronto en algo más fácil y próximo. Como por casualidad, el tema apareció en el horizonte uno o dos días después del encuentro de Hornblower con Marie. La barca estaba terminada, pintada y dispuesta en el henil, a punto de ser botada al agua; Brown la había llenado con agua sacada del pozo y anunció muy orgulloso que no perdía ni una sola gota. Parecía que los planes de su viaje hacia el mar se iban concretando continuamente. La gorda Jeanne, la cocinera, coció galletas en el horno para ellos. Esta vez Hornblower pudo tomar su desquite, pues era la única persona de la casa que sabía cómo se hacía la galleta, y Jeanne trabajó siguiendo sus indicaciones.
Después de laboriosos debates entre Hornblower y el conde, el primero resolvió no comprar alimentos por el camino para no arriesgarse, a menos que fuera imprescindible. Las cincuenta libras de galleta (en la barca había un cajón donde guardarlas) asegurarían a los navegantes una libra de pan por día y por cabeza durante diecisiete días. También llevaban un saco de patatas y otro de guisantes secos. Además, había algunos salchichones de Arlés, largos y delgados, secos como palos y, a juicio de Hornblower, bastante indigestos, pero que tenían el mérito de durar mucho tiempo; un poco de aquel abadejo con el que Hornblower trabó conocimiento durante su prisión en El Ferrol y un hermoso trozo de jamón completaban las provisiones. En resumen, todo estaba muy bien calculado, como Hornblower hizo notar al conde, y durante aquel viaje por el Loira se alimentarían mejor que a bordo de ciertos navíos del rey Jorge. Para Hornblower, tan acostumbrado a los largos viajes por mar, la facilidad de resolver el problema de las provisiones de agua en un viaje por un río era una maravilla: tendrían agua dulce en cantidad ilimitada para beber, para lavarse y bañarse; agua que no se podía ni siquiera comparar, según le explicaba al conde, con el líquido maloliente, verdoso y rebosante de infusorios que solamente se entregaba a razón de cuatro pintas diarias a cada marinero, y con el que debía contentarse la gente de mar.
Hasta que se encontrasen en las cercanías del mar, no había que temer ningún contratiempo; solamente al aproximarse al estuario del Loira se hallarían en peligro. Hornblower, que a las órdenes de Pellew había desembarcado una vez a un espía en las marismas saladas de Bourgneuf, sabía que la costa de Francia era un hervidero de guarniciones y aduaneros, y que ante las propias narices de éstos deberían apoderarse de una barca pesquera que les permitiese aventurarse en el mar. Entre el temor al desembarco de tropas inglesas, el sistema continental de defensa y todas las precauciones que se tomaban para evitar el espionaje, los estuarios estaban perfectamente vigilados. Pero Hornblower pensaba que no había más remedio que confiar en la buena suerte. Era difícil hacer planes contra contingencias que podían adoptar cualquier forma, y además aquellos peligros estaban todavía lejos y Hornblower estaba demasiado ocupado de momento en otras cosas para entretenerse pensando en ello. El afecto que le ataba a Marie cada vez con más fuerza le hacía difíciles y penosos aquellos proyectos que lo separarían de ella.
Fue el conde el que hizo la proposición más práctica de todas.
—Si me lo permite… —le dijo una noche—, quisiera exponerle una idea que se me ha ocurrido para facilitarles el paso por Nantes.
—Le oiré encantado, señor —replicó Hornblower. La prolija cortesía del señor De Graçay resultaba contagiosa.
—No crea que deseo inmiscuirme de ninguna forma en sus planes; pero he pensado que su presencia en la costa sería más explicable si fingiese ser un alto empleado del servicio de aduanas.
—Sin duda —contestó Hornblower con calma—, pero no comprendo bien de qué manera podría…
—No tiene más que decir, si se presenta el caso, que es holandés. Ahora que Holanda ha sido anexionada a Francia y el rey Luis Bonaparte ha huido, es de presumir que sus funcionarios se unirán al servicio de Francia y del emperador. A mí me parecería perfectamente verosímil que, por ejemplo, un coronel de los aduaneros holandeses visitase Nantes para instruirse en sus obligaciones, especialmente si se tiene en cuenta que han entrado en vigor nuevas leyes de aduanas. Su excelente pronunciación francesa es la que puede esperarse de un oficial holandés, aunque (perdone mi franqueza) no hable nuestro idioma como un nativo.
—Pero…, pero… —tartamudeó Hornblower. Le pareció que el conde había perdido su buen sentido habitual—. Sería muy difícil.
—¿Difícil? —Sonrió el conde—. Podría ser peligroso, pero (y perdone si le contradigo) no sería difícil. En la democrática Inglaterra tal vez nunca tuvo usted ocasión de comprobar lo que vale un uniforme y un gran aplomo en un país como éste, que ya ha realizado el fácil descenso de una autocracia a una burocracia. Un coronel de aduaneros puede ir a donde le dé la gana, cuándo y cómo quiera por nuestras costas. No debe dar cuentas a nadie; su uniforme le protege.
—Pero es que yo no tengo uniforme, señor. Antes de que las palabras saliesen de su boca, Hornblower adivinó lo que iba a decir el conde.
—En casa tenemos media docena de costureras, desde Marie a la pequeña Christine, la hija de la cocinera. Sería muy raro que entre todas no consiguieran confeccionar unos uniformes para usted y sus compañeros. Añadiré que la invalidez de monsieur Bush, que tanto deploramos, será una verdadera ventaja si adoptan mi plan. Está perfectamente en consonancia con el modo de obrar de Napoleón Bonaparte: colocar a los oficiales mutilados a su servicio como aduaneros. La presencia del señor Bush añadirá una pincelada de… realismo al efecto que producirá su presencia.
Y el conde se inclinó ligeramente en dirección a Bush, como para pedirle perdón por haber aludido a su desgracia física. Bush le devolvió el saludo desde su poltrona lo mejor que supo, ignorando las tres cuartas partes de lo que se había dicho.
Pero, mientras tanto, Hornblower había comprendido perfectamente el valor de aquella sugerencia, y durante varios días las mujeres de la casa, tuvieron mucho trabajo cortando, cosiendo y probando, hasta que llegó la noche en que los tres huéspedes pudieron presentarse ante el conde con sus elegantes casacas azules con galones blancos y rojos, y, en la cabeza, los atrevidos quepis. Éstos habían puesto a dura prueba la habilidad de Marie, pues en aquel tiempo los quepis todavía eran raros en el servicio gubernamental francés. En el cuello de Hornblower relucían las estrellitas de ocho puntas del grado de coronel, y en la gorra llevaba la escarapela entorchada.
—¡Muy bien! —dijo el conde aprobando con la cabeza, mientras ellos daban vueltas solemnemente ante él; luego vaciló.
—No falta más que un detalle que, según mi parecer, contribuirá a dar cierto toque de, hum… de realismo. Excúsenme un momento.
Se marchó a su despacho, dejando a los demás boquiabiertos, y en seguida volvió llevando en la mano un estuche pequeño que se apresuró a abrir. Sobre la seda reposaba una cruz de esmalte blanco con una corona de oro encima y, en el centro, un medallón igualmente de oro.
—Esto se lo pondremos en el pecho —le dijo—. No hay nadie que ostente el grado de coronel sin la Legión de Honor.
—¡Papá! —dijo Marie (era raro que ella usase ese apelativo tan familiar)—. Era de Louis-Marie…
—Lo sé querida, lo sé. Pero para el capitán Hornblower esto puede representar la diferencia entre el éxito y el fracaso.
Sin embargo, la mano le temblaba un poco mientras prendía la condecoración en la guerrera de Hornblower.
—Señor, señor conde, es usted demasiado bueno —protestó aquél.
La larga cara del conde expresaba tristeza cuando se enderezó; pero, en un instante, volvió a recuperar su acostumbrada sonrisa.
—Bonaparte me la mandó después…, después de la muerte de mi hijo en España. Fue un reconocimiento póstumo. Para mí, naturalmente, no tiene ningún valor: las condecoraciones del tirano no pueden significar nada para un caballero del Espíritu Santo. Pero le atribuyo un valor sentimental y por eso le agradecería que me la guarde y me la devuelva una vez que haya terminado la guerra.
—No puedo aceptarlo, señor conde —dijo Hornblower inclinándose para quitársela, pero su anfitrión se lo impidió.
—Se lo ruego, capitán, llévela, como un favor hacia mí. Me complacería mucho que lo hiciera.
Más que nunca, y después de haber aceptado de mala gana, Hornblower sentía remordimientos de conciencia recordando que había seducido a la nuera de aquel hombre mientras se aprovechaba de su hospitalidad. Más tarde, durante la velada, cuando se encontró a solas con el conde en el salón, la conversación que se siguió no hizo más que aumentar sus remordimientos.
—Ahora que su estancia aquí está a punto de terminar, capitán —dijo el conde—, comprendo lo mucho que le voy a echar de menos. Su compañía ha sido para mí un verdadero y grandísimo placer.
—Que no se puede comparar con la inmensa gratitud que yo siento por usted, señor conde.
Con un gesto, el conde detuvo las palabras de gratitud que Hornblower intentaba expresar penosamente.
—Hace poco hablábamos del final de la guerra. Algún día deberá terminar y, aunque soy viejo, tal vez viva aún lo bastante para ver ese fin. ¿Querrá acordarse entonces de mí y de este castillo a orillas del Loira?
—Por supuesto, señor. No lo olvidaré jamás. —Y miraba a su alrededor, al salón que ya le era familiar: los candelabros de plata, los anticuados muebles de estilo Luis XVI, la delgada figura del conde, erguida en su traje azul oscuro…
—Jamás lo olvidaré —repitió.
—Mis tres hijos han muerto jóvenes —dijo el conde—. No eran más que unos muchachos y tal vez no hubiesen llegado a la madurez de modo que yo pudiese sentirme orgulloso de ellos. Cuando entraron al servicio de Bonaparte ya me veían como un reaccionario, un hombre de otros tiempos al que era necesario soportar con todas sus manías. Era natural que así fuese. Si hubiesen vivido hasta ver el final de esta guerra, tal vez habríamos sido mejores amigos después. Pero el cielo no lo ha querido, así que soy el último de los Ladon. Soy un hombre muy solo, capitán, sólo bajo este régimen; y, sin embargo, me temo que si cae Bonaparte y los reaccionarios vuelven al poder, no me hallaría menos solo entonces de lo que estoy ahora. Pero este invierno no he estado solo, capitán.
Hornblower se sentía atraído poderosamente hacia aquel viejo delicado, con el rostro lleno de arrugas, que tenía enfrente, sentado en un alto e incómodo sitial.
—Pero ya he hablado bastante de mí mismo, capitán —prosiguió el conde—. Quería hablarle ahora de las noticias que han llegado estos últimos días. Son bastante interesantes. Las salvas que oímos ayer fueron, como pensamos, en honor del nacimiento de un heredero imperial. Ahora tenemos un rey de Roma, como le ha llamado Bonaparte, para heredar el trono. No sé si tendrá algún tipo de apoyo. Hay muchos bonapartistas que no estarán muy entusiasmados ante la idea de que el poder se concentre indefinidamente en una dinastía. La caída de Holanda es indudable: hubo una lucha final entre las tropas de Luis Bonaparte y las de Napoleón a causa del asunto de las aduanas. Ahora Francia se extiende hasta el Báltico: Hamburgo y Lübeck son ciudades francesas, como Amsterdam, Livorno y Trieste.
Hornblower pensaba en las caricaturas de los periódicos ingleses, que con frecuencia comparaban a Bonaparte con la rana que se esfuerza en hincharse para parecer un buey.
—Yo creo que todo esto no es más que un síntoma de debilidad —continuaba el conde—. ¿No lo cree usted? ¿Sí? Me alegro de ver confirmadas mis sospechas. Diré más: tendremos guerra con Rusia; ya se han mandado tropas a Oriente y los detalles de las nuevas levas han sido publicados al mismo tiempo que la proclamación del rey de Roma. Ahora, el país ocultará más refractarios al alistamiento que nunca. Tal vez Bonaparte se dé cuenta de que ha emprendido una tarea superior a sus fuerzas cuando se ponga a luchar con Rusia.
—Tal vez… —aventuró Hornblower, que no tenía buena opinión de las virtudes militares de Rusia.
—Pero hay una noticia aún más importante —dijo el conde—. Finalmente ha sido publicado un boletín del Ejército de Portugal. Está fechado en Almeida. Le costó un par de segundos a Hornblower comprender el significado de la noticia, que fue abriéndose paso en su mente poco a poco junto a sus infinitas consecuencias.
—Esto quiere decir que su Wellington ha derrotado al general Masséna; que la tentativa de conquistar Portugal ha fracasado y que los asuntos de España están de nuevo muy embrollados. Se ha abierto un boquete en el costado del imperio napoleónico, un boquete que poco a poco puede hacerle perder toda su fuerza… Ya qué precio para la pobre Francia sólo podemos imaginarlo. Pero es natural que usted, capitán, pueda formarse una idea más clara que yo de la situación militar, y tal vez he sido demasiado presuntuoso al hablar de ella. Sin embargo, usted no puede calcular los efectos morales de esta noticia con la misma facilidad que yo. Wellington ha derrotado a Junot, Victor y Soult. Ahora ha derrotado a Masséna, el mejor de todos. Ya no se le puede comparar con nadie más que con Bonaparte. Es malo para un déspota tener rivales de igual prestigio. El año pasado, ¿cuántos años de poder habríamos concedido a Napoleón, si nos lo hubiesen preguntado? ¿Veinte? Tal vez. Ahora, en 1811, hemos cambiado de opinión. Decimos diez años. En el año 1812 podemos cambiar aún más y darle cinco. Yo, personalmente, no creo que el imperio dure en la forma actual más allá de 1814. Los imperios decaen a una velocidad que aumenta en progresión geométrica, y será su Wellington quien acabe con éste.
—Espero sinceramente que tenga razón —dijo Hornblower.
El conde no podía saber lo mucho que agitaba a su huésped la mención de Wellington, porque no se podía figurar que Hornblower se veía asaltado diariamente por las especulaciones sobre si la hermana del duque de Wellington era viuda o no; y si lady Bárbara Leighton, nacida Wellesley, había dedicado algún pensamiento al capitán de marina que había sido dado por muerto. Tal vez las victorias de su hermano ocupaban su pensamiento hasta el punto de excluir cualquier otra idea, y Hornblower temía que si conseguía al fin verse de nuevo en Inglaterra, se la encontraría elevada a una altura tal que no le prestaría atención alguna. Odioso pensamiento éste.
Pero luego se metió en la cama con el ánimo singularmente tranquilo, con el pensamiento ocupado en resolver problemas de diversa índole, desde los pronósticos de la caída del Imperio hasta los cálculos sobre el viaje por el Loira que estaba a punto de emprender. Ya hacía un buen rato que había pasado la medianoche y aún estaba desvelado cuando oyó abrir y luego cerrar con tiento la puerta de su habitación. Por instinto permaneció inmóvil, experimentando una ligera sensación de disgusto al recordar la intriga que mantenía bajo un hospitalario techo. Suavemente, se descorrieron las cortinas del lecho y, en la oscuridad, con los ojos a medio cerrar, vio una figura que se inclinaba hacia él como un fantasma. Una mano aterciopelada se posó en su mejilla y la acarició, y no pudiendo seguir fingiendo que dormía, simuló despertarse sobresaltado.
—Soy yo… soy Marie, Horatio —dijo una voz susurrante.
—Ah —respondió Hornblower.
No sabía qué decir ni qué hacer. Ni siquiera sabía lo que quería. Era consciente sobre todo de la imprudencia que había cometido ella. Presentarse en su habitación a aquellas horas, con riesgo de verse descubierta y dar un escándalo. Para ganar tiempo y poder reflexionar, cerró los ojos y aparentó que tenía sueño. La mano dejó de acariciarle la mejilla. Esperó aún un momento y luego se asombró al oír nuevamente el ruido de la puerta que se cerraba. De un salto se sentó en la cama. Silenciosamente, lo mismo que entró, Marie se había marchado. Sentado en la oscuridad, Hornblower seguía pensando qué significaría aquel incidente, pero no sacaba nada en limpio. Desde luego, no se arriesgaría a ir hasta la habitación de ella para pedirle explicaciones. Acabó por volverse a tender en la cama para seguir reflexionando, y esta vez, caprichosamente, como de costumbre, el sueño le sorprendió en medio de sus especulaciones y durmió como un tronco hasta que entró Brown a despertarle llevando el desayuno.
Le costó casi la mitad de la mañana reunir el valor suficiente para enfrentarse a un coloquio que preveía muy poco agradable, y sólo después de una última ojeada a la barca en compañía de Brown y de Bush subió al fin las escaleras y fue a llamar al saloncito de Marie. A la invitación que ella le hizo, entró. ¡Cuántos recuerdos tenía para él aquella estancia! Las sillas doradas, de alto respaldo de forma ovalada, forradas de damasco blanco y rosado, y las ventanas, que daban al soleado Loira, y Marie, sentada con el bordado en la mano en el hueco de una de ellas…
—He subido para darte los buenos días —acabó por decir, ya que ella no hacía nada para animarle.
—Buenos días —contestó ella con la cabeza inclinada sobre su labor. Sus cabellos, iluminados por el sol que entraba a raudales, tenían fulgores maravillosos; parecía que ella quisiese ocultar el rostro al hablar—. Hoy nos damos los buenos días y mañana nos diremos adiós.
—Sí —dijo Hornblower, estúpidamente.
—Si me amaras —prosiguió ella—, sería terrible para mí verte partir y saber que no nos volveremos a ver durante años, tal vez para siempre. Pero como no me amas, me alegro de que vuelvas con tu esposa, con tu hijo, a tu vida de marino. Es lo que deseas y me alegro de que puedas llegar a realizarlo.
—Muchas gracias.
Ella seguía sin mirarle.
—Tú eres de esos hombres que las mujeres aman fácilmente. No creo que yo sea última. Y me parece que nunca amarás a una mujer ni sabrás lo que significa el amor.
Ante estas dos asombrosas afirmaciones, Hornblower no hubiese sabido qué replicar en inglés, y mucho menos en francés. No le quedó, pues, otra salida que tartamudear unas palabras sin sentido.
—Adiós —dijo Marie.
—Adiós, señora —balbució Hornblower, débilmente.
Tenía la cara roja cuando salió al vestíbulo, y se sentía en un estado de miseria moral en el que la humillación no tenía más que una pequeña parte. Era plenamente consciente, sobre todo, de haber obrado de un modo despreciable y haber sido despedido sin dignidad.
Pero las observaciones de Marie le daban que pensar. Nunca se le había ocurrido que las mujeres pudiesen enamorarse de él con facilidad. María —¡qué extraña semejanza de nombre: María y Marie!— le amaba y él siempre encontró aquel amor un poco fastidioso y cargante. Bárbara se le había ofrecido, pero él jamás se atrevió a creer que ella le amase; después de todo, ¿no se había casado con otro? Y Marie le amaba; casi avergonzado, Hornblower recordaba un incidente sucedido pocos días atrás. Entre sus brazos, Marie había murmurado: «Dime que me amas…», y con fácil amabilidad, él le había dicho: «¡Te amo, querida!». «Ahora soy feliz», había replicado Marie. Quién sabe… Tal vez fuese bueno para ella saber que le había mentido; eso hacía más fácil la separación. Otra mujer, con una sola palabra, hubiese podido llevarlos a él y a Bush a la cárcel y a la muerte, y había mujeres muy capaces de hacerlo.
Que él no fuese capaz de amar… Marie podía equivocarse en eso. Ella no conocía las torturas que él pasaba por lady Bárbara, no sabía cuánto la había deseado y seguía deseándola. En este punto dudaba, culpable, y se preguntaba si el deseo persistiría después de satisfacerlo. Este pensamiento era tan molesto que se apresuró a olvidarlo, lleno de pánico. Si Marie se había propuesto turbarle para tomarse venganza, lo había conseguido plenamente, y si, por otro lado, había querido reconquistarle, tampoco andaba lejos de conseguirlo. Solamente con que Marie hubiese levantado un dedo, entre el remordimiento que le atormentaba y la inseguridad que sentía, Hornblower habría vuelto a ella; pero Marie no lo hizo.
Aquella noche, a la hora de cenar, apareció muy guapa y despreocupada, con los ojos brillantes y la expresión animada, y cuando el conde levantó la copa bebiendo por «un feliz viaje de vuelta a la patria», ella se le unió con todas las apariencias de un sincero entusiasmo. Bajo su forzada alegría, Hornblower ocultaba una gran tristeza. Ahora que estaba en vísperas de empezar a actuar de nuevo, solamente ahora, se daba cuenta de que había muchas cosas buenas en el limbo de calma y desocupación en el que habían transcurrido los últimos meses. Al día siguiente abandonaría aquella seguridad, aquella tranquilidad, aquella descansada indolencia. Ya presentía el peligro físico y sabía que le haría frente con serenidad, apenas con una cierta tirantez en la garganta, y también sabía que eso sería la solución de todas las dudas y de todas las vacilaciones que le habían atormentado.
Sin embargo, ahora, de repente, le parecía que no deseaba tan ardientemente aquella solución. Tal como estaban las cosas, aún podía esperar… Si Leighton declaraba que en Rosas el capitán Hornblower había combatido con espíritu contrario a las órdenes recibidas; si el consejo de guerra decidía que la Sutherland no había sido defendida hasta el último aliento… y los consejos de guerra son asuntos impredecibles…, si…, si… Y le esperaba María, con su empalagoso afecto, y el suplicio del deseo de lady Bárbara, tantas cosas diferentes de la pacífica vida que llevaba en la casa del Loira, con la incomparable cortesía del conde y el estímulo de la sana sensualidad de Marie.
Hornblower tuvo que hacer un esfuerzo para sonreír cuando levantó la copa.