CAPÍTULO XVI

Un guardiamarina entró en el camarote cuando aún estaban sentados a la mesa.

—Desde el palo mayor ya se avista la escuadra, señor —anunció a Hardy.

—¡Muy bien! —Una vez que se hubo ido el guardiamarina, Hardy se volvió a Hornblower—. Tengo que anunciar su llegada a su señoría.

—¿Aún está aquí? —preguntó Hornblower, sorprendido. Le asombraba que el Gobierno hubiese dejado al almirante lord Gambier como comandante en jefe de la escuadra del canal de la Mancha durante tres años, a pesar de su desastrosa actuación en las costas de Vizcaya.

—Arriará la bandera el mes que viene —dijo Hardy de mal humor. Muchos capitanes se ponían de mal humor cuando hablaban de Jimmy Malasombra—. Le absolvieron en el consejo de guerra gracias a algunas recomendaciones, y han tenido que dejarle sus tres años enteros.

Una sombra de azoramiento apareció en las facciones de Hardy; había dejado escapar esa alusión al consejo de guerra delante de un hombre que pronto iba a sufrir la misma prueba.

—Me figuro que no pudieron hacer otra cosa —dijo Hornblower, y el curso de sus pensamientos seguía paralelo a los de su colega, mientras se preguntaba si para él no habría también alguna influencia…

Hardy rompió el penoso silencio en el que habían caído invitando a Hornblower a subir con él a la cubierta. En el horizonte había aparecido una larga línea de navíos ciñendo. Navegaban en fila, bien alineados, viraron uno tras otro en perfecto orden, como si estuviesen encadenados. La flota de la Mancha estaba muy disciplinada, y sus dieciocho años de servicio en el mar le habían conferido una indiscutible superioridad sobre cualquier otra.

—El Victory está en vanguardia —dijo Hardy, entregando el catalejo a Hornblower, e inmediatamente gritó, volviéndose al guardiamarina encargado de las señales—: Señales: «Triumph al almirante. Tenemos a bordo…».

Hornblower miraba con el catalejo mientras Hardy dictaba su mensaje. El navío de tres cubiertas, en cuyo mástil ondeaba al viento la insignia del almirante, guiaba la larga fila de navíos. Las anchas fajas pintadas en sus costados brillaban al sol. Había sido el navío almirante de Jervis en San Vicente, de Hood en el Mediterráneo, de Nelson en Trafalgar. Ahora era el de Jimmy; una gran tragedia como no se había dado otra. Entretanto, las banderas de señales iban ascendiendo a sus mástiles, y Hardy tenía mucho trabajo dictando contestaciones.

—El almirante dice que desea que vaya usted a bordo de su nave —dijo al fin, volviéndose a Hornblower—. Espero que me hará el honor de emplear mi chalupa.

La chalupa del Triumph estaba pintada de color amarillo intenso con puntos negros y lo mismo los remos. La dotación vestía chalecos amarillos y pañuelos negros al cuello. Hornblower se sentó con la mano aún dolorida por el vigoroso apretón de Hardy, pensando que él jamás había podido vestir a la dotación de su chalupa con una de aquellas libreas de fantasía. Aquello fue siempre una espina en su amor propio. Hardy, a consecuencia del rico botín de Trafalgar y su pensión de coronel de Marina, sería sin duda un hombre rico. Hardy, baronet, con una buena fortuna, y célebre… Y él, pobre, desconocido y en espera de ser procesado.

A bordo del Victory, fue recibido con los honores que prescriben los reglamentos del Almirantazgo. Los soldados de infantería de marina presentaron armas.

Sonaron los silbatos, le ayudaron a subir los grumetes con guantes blancos, y el capitán salió a su encuentro en el alcázar. Todo esto le pareció a Hornblower muy extraño, por cuanto no tardaría en verse convertido en el personaje central de un proceso.

—Soy Calendar, capitán de fragata. Abajo está esperando su señoría —le dejó pasar con extrema cortesía—. Fui primer oficial a bordo del Amazon mientras usted lo era en el Indefatigable. ¿No me recuerda?

—Desde luego —repuso Hornblower, que no se había atrevido a arriesgarse a recordarlo el primero.

—¡Oh, me acuerdo muy bien de usted! —prosiguió Calendar—. También recuerdo lo que decía Pellew de usted.

Cualquier cosa que Pellew hubiese dicho de él sería favorable. Debía su grado de capitán a las entusiastas recomendaciones de Pellew. Era muy amable por parte de Calendar haber aludido a aquello.

El camarote de lord Cambier no estaba, ni mucho menos, tan adornado como el del capitán Hardy. Lo más notable de él era la gruesa Biblia con cierres de latón colocada sobre la mesa. Gambier, con las mejillas colgantes y la cara sombría, le dictaba algo a un amanuense que se retiró a la llegada de los dos capitanes, sentado bajo la ventana de popa.

—Capitán, de momento puede darme su informe verbalmente —dijo el almirante.

Con un gran suspiro, Hornblower comenzó a explicarse. Presentó la situación en el momento en que la Sutherland inició la acción contra la escuadra francesa en la bahía de Rosas. Apenas dedicó un par de frases a la descripción de la batalla. Los hombres que la escuchaban también se había hallado en semejantes casos y sabrían rellenar las lagunas. En cambio, describió el grupo de los desarbolados navíos que se refugiaron en la bahía bajo la protección de los cañones de la fortaleza, y las cañoneras que avanzaban a fuerza de remos.

—Se produjeron ciento diecisiete muertos —continuó— y ciento cuarenta y cinco heridos, de los cuales murieron cuarenta y cuatro, antes de que yo saliera de Rosas.

—¡Dios mío! —exclamó Calendar. No era el número de muertos en la enfermería, que era la proporción habitual, lo que había arrancado aquella exclamación de sus labios, sino el total del número de pérdidas. Resultaba que la mitad o más de la dotación de la Sutherland había sido puesta fuera de combate antes de rendirse.

—Thompson, en la Leander, perdió noventa y dos hombres de un total de trescientos —continuó Hornblower. Thompson, con la Leander, se había rendido a un navío de línea francés, luego de una encarnizada defensa con la que consiguió la admiración de toda Inglaterra.

—Sí, ya lo sabía —replicó Gambier—. Le ruego que continúe, capitán.

Hornblower contó cómo había asistido a la destrucción de la escuadra francesa desde los bastiones de la ciudadela; cómo, más tarde, llegó el coronel Caillard para llevárselo a París, y luego, cómo había huido primero de la gente que le vigilaba y después de la muerte en las tumultuosas aguas del río. Apenas mencionó el castillo del conde De Graçay y el viaje por el Loira —no eran cosas que interesasen al almirante—, pero se entretuvo con los pormenores de la reconquista del Witch of Endor. Los detalles eran muy importantes, porque en el transcurso de las múltiples actividades de la Armada Real británica podría resultar que un exacto conocimiento del puerto de Nantes y de las dificultades de navegación por el Loira inferior fuesen de incalculable utilidad.

—¡Señor Dios Todopoderoso! ¿Cómo puede contar esas cosas con tanta sangre fría, hombre? —exclamó Calendar—. ¿No estaba…?

—¡Capitán Calendar! —le interrumpió Gambier—. Le he rogado varias veces que no nombre a Dios de forma irrespetuosa. Como vuelva a hacerlo, incurrirá en mi terminante desaprobación. Capitán Hornblower, tenga la bondad de continuar.

Faltaba por contar la escaramuza con las barcas perseguidoras delante de Noirmoutier. Esta vez, Gambier interrumpió a Hornblower:

—Dice que abrió fuego con un cañón del seis… Los prisioneros estaban remando y el cúter debía tener piloto. ¿Quién maniobraba el cañón?

—Yo, milord. Me ayudaba el práctico francés. —¡Hum!… ¿Los puso en fuga?

Hornblower confesó que había conseguido hundir dos de las barcas que habían enviado contra él. Un silbido le descubrió la sorpresa y la admiración de Calendar, pero la cara de Gambier estaba más sombría que nunca.

—¿Sí? —preguntó—. ¿Y luego?

—Avanzamos a fuerza de remos hasta medianoche, milord, y encontramos después un poco de viento. Al amanecer avistamos el Triumph.

En la cámara reinó un gran silencio, interrumpido solamente por el eco de los rumores sobre cubierta, hasta que Gambier se movió en su asiento.

—Supongo, capitán, que habrá dado gracias al Todopoderoso por haberle preservado milagrosamente. En todas sus aventuras veo claramente la mano de Dios. Encargaré al capellán que en la plegaria de esta noche recuerde especialmente su agradecimiento.

—Sí, milord.

—Ahora puede hacer su informe por escrito. Creo que podrá tenerlo terminado para la hora de comer. Espero que me conceda el placer de acompañarme a la mesa, capitán. De este modo podré incluir el informe en el correo que voy a mandar al Almirantazgo.

—Sí, milord.

Gambier se sumió en profundas meditaciones.

—El Witch of Endor podrá llevar el correo —dijo al fin. Como a todos los almirantes del mundo, el problema que más le preocupaba era el de recoger y enviar las informaciones sin debilitar el cuerpo principal de la flota mandando a algún navío de los suyos. Por eso debió de experimentar un inmenso alivio al ver llover del cielo aquel cúter, al que podía confiar el correo. Pero continuaba meditando.

—Nombraré comandante del Witch a su teniente Bush —anunció.

Hornblower estuvo a punto de soltar una exclamación. Una promoción a comandante significaba casi la seguridad de poseer el grado de capitán dentro del año, y aquella facultad de conceder rápidos ascensos era la más apreciada de las ventajas que poseía un almirante con mando. Bush se merecía aquel ascenso, pero era asombroso que Gambier le hubiese ayudado. Por lo general, no había almirante que no sintiera especial predilección por algún teniente, un sobrino suyo o el hijo de algún antiguo amigo que se hallaba en espera del primer puesto vacante. Hornblower se imaginaba ya el contento de Bush ante la noticia de que, al fin, también él se hallaba en camino de llegar a almirante, siempre que viviese bastantes años para ello.

Pero eso no era todo, en absoluto. La promoción de un primer oficial era un gran honor para su capitán; es decir, daba aprobación de carácter oficial a la forma de obrar del capitán. La decisión tomada por Gambier era un anuncio público y no sólo privado de que Hornblower había obrado con toda corrección.

—¡Gracias, milord, gracias! —dijo Hornblower.

—El Witch es su botín, naturalmente —prosiguió Gambier—. El gobierno deberá comprarla a su llegada.

Hornblower no había pensado en ello. Valdría, por lo menos, mil libras esterlinas.

—El timonel se sentirá encantado —reía Calendar—. Él solo se llevará toda la parte de la tripulación.

También eso era cierto. A Brown le correspondía un cuarto del valor del Witch of Endor. Con ello podría comprarse una casita y un trozo de tierra, o, si le apetecía, poner un negocio propio.

—El Witch esperará hasta que esté terminado su informe —concluyó el almirante—. Le mandaré a mi secretario. El capitán Calendar le proporcionará un camarote y hará que no le falte nada de lo necesario. Espero que siga siendo mi huésped hasta que me haga a la vela hacia Portsmouth la próxima semana. Tal vez sea mejor así.

Estas últimas palabras eran una delicada alusión al asunto que ocupaba la mayor parte del tiempo y de los pensamientos de Hornblower desde el momento en que puso el pie en el buque almirante, y del que aún no se había tratado. El caso es que él sería llevado ante un consejo de guerra por la pérdida de la Sutherland, y que, por tanto, hasta ese día debía considerarse arrestado. Según una antigua ordenanza, mientras durara el tiempo de su arresto quedaría bajo el cuidado de un oficial de su misma graduación. Por tanto, no se podía ni pensar en enviarlo a tierra con el Witch of Endor.

—Sí, milord —contestó Hornblower.

A pesar de toda la cortesía y la indulgencia que Gambier le había demostrado, a pesar de la visible admiración de Calendar, Hornblower sentía todavía un nudo en la garganta cuando pensaba en el consejo de guerra, y estos síntomas persistían aún cuando intentó concentrarse para redactar el informe con la ayuda de un avispado y joven capellán que se presentó en el camarote que Calendar le había asignado.

Arma virumque cano —citó el secretario del almirante tras las primeras frases, que no salían con demasiada facilidad.

Instintivamente, Hornblower había comenzado el informe por la batalla de Rosas.

—Comienza usted in media res, como todos los buenos poemas épicos.

—Es un informe oficial —dijo Hornblower bruscamente—. Es la continuación de mi último informe dirigido al almirante Leighton.

La pequeña cámara le permitía dar escasamente tres pasos de un lado a otro, y tenía que agacharse bastante. Como de costumbre, algún desdichado teniente tuvo que ceder el camarote para que él se acomodara. En un buque almirante, aunque fuese de las majestuosas proporciones de uno de tres cubiertas como el Victory, entre el almirante, el capitán, los tenientes, el secretario y el capellán, juntamente con el resto de la oficialidad, la solicitud de camarotes excedía siempre al número de los disponibles.

—Le ruego que continúe —dijo Hornblower, sentándose sobre la culata de un mortero del doce que se hallaba al lado de la litera—. «Teniendo en cuenta las condiciones, empecé por…».

Al fin concluyó el informe. Era la tercera vez, durante aquella mañana, que Hornblower contaba sus aventuras, y ya no tenían para él aliciente alguno. Estaba enormemente fatigado. La cabeza se le caía sobre el pecho mientras seguía sentado sobre la culata. De pronto, se despertó con sobresalto. Se había dormido unos instantes.

—Está muy cansado, capitán —le dijo el secretario.

Le miraba con ojos de admiración, del mismo modo que se mira a un héroe, pero esto le producía a Hornblower cierto malestar.

—Si quiere hacerme el favor de firmar aquí, capitán, colocaré el sello y la dirección.

El secretario se levantó. Hornblower tomó la pluma y firmó aquel documento que había de servir para juzgarle.

—Gracias, capitán —dijo el secretario, recogiendo los papeles.

Hornblower ya no le veía. Sin preocuparse de las apariencias, se tumbó de bruces sobre la litera y se precipitó en un abismo de negrura. Roncaba ya antes de que el secretario hubiese llegado a la puerta, y no se dio cuenta de que éste echó sobre sus piernas una manta, unos momentos más tarde, entrando de nuevo en el camarote de puntillas.