CAPÍTULO XII

Aquellos días en el Loira eran bastantes agradables, y cada día que pasaba era mas grato que el anterior. Sin embargo, Hornblower no encontraba en ellos la pasiva complacencia de un viaje de recreo, sino la alegría más emocionante de la camaradería que le unía a sus compañeros. Durante diez años —desde que ascendió a capitán—, su natural timidez había reforzado las limitaciones que su cargo comportaba; cada vez se había ido encerrando más en sí mismo, hasta no sentir apenas la dolorosa necesidad de compañía humana. En aquella diminuta embarcación, viviendo en estrecho contacto con otros, con los que había de compartir las alegrías y los pesares, llegó a conocer la felicidad. Su aguda inteligencia le hacía apreciar mejor que nunca las buenas cualidades de Bush, que secretamente sufría por la pérdida de su pie, por la inactividad a que le condenaba esa pérdida y por la incertidumbre de su porvenir de inválido.

—Haré que le nombren capitán, aunque sea lo último que consiga en este mundo —le dijo un día Hornblower, cuando por única vez Bush insinuó la pena que le roía.

Después de todo, la cosa no sería imposible, aunque él se hallase en desgracia en Inglaterra. Lady Bárbara debía recordar el tiempo que estuvo a bordo de la Lydia y, por lo tanto, acordarse de Bush y apreciar sus cualidades, lo mismo que Hornblower. Una súplica que le dirigiese, redactada con habilidad, aunque él fuese condenado por el consejo de guerra, seguro que surtiría efecto y pondría en movimiento los secretos engranajes de las más poderosas influencias. Y si había alguien que mereciese el grado de capitán entre la multitud de oficiales que tenían su misma antigüedad en el escalafón ese hombre era Bush.

También estaba Brown, con su inagotable buen humor. Nadie mejor que Hornblower podía comprender la extrañeza de la situación en que se hallaba; pero Brown sabía quedarse siempre en el justo término medio entre la camaradería y el respeto hacia sus superiores. Sabía reír alegremente cuando, al resbalar sobre un canto liso de fondo, se caía sentado en el río, y sonreír discretamente cuando la misma desdicha le sucedía a Hornblower. Se encargaba siempre de desempeñar los trabajos indispensables y nunca, ni cuando tras unos días de navegación se hubo establecido una especie de rutina, permitió que sus superiores realizasen ningún trabajo manual mientras él pudiese desempeñarlo. Hornblower preveía para Brown un brillante porvenir, sólo con que le ayudase alguien con influencias. No tendría nada de particular que un buen día llegase a ser capitán. Derby y Westcott habían salido también de entre la tripulación. Y Hornblower haría lo que pudiese por el buen muchacho. Aunque se sometiese a un consejo de guerra, Elliot y Bolton no le abandonarían del todo; y si él lo pedía como un favor particular, uno de los dos tomaría a Brown a bordo con el grado de guardiamarina.

Haciendo proyectos para mejorar el porvenir de sus amigos, Hornblower se resignaba a la idea de que aquel viaje debía acabar al fin, acercándose a la fecha de verse ante el consejo de guerra. El resto del tiempo durante aquellos gratos días evitaba todo pensamiento del inminente final. Era como vivir en el limbo. Tras de sí, hundido en el pasado, quedaba el ingrato recuerdo de su aventura con Marie, y las desgracias del porvenir estaban todavía lejos. Por una sola vez en su vida, lo mismo que el que ingiere el loto olvida completamente lo que fue, vivía sólo en el presente.

A esto ayudaban todas las menudencias que forman la realidad cotidiana, insignificancias que, sin embargo, tenían también su importancia. Escoger el camino entre los dorados bancos de arena, echarse al agua en el momento preciso para arrastrar la barca cuando su decisión no había sido acertada, encontrar algún islote solitario donde acampar para pasar la noche y preparar la cena, pasar veloces ante los extractores de arena y los raros pescadores, o evitar llamar la atención cuando atravesaban algún pueblo; siempre había algo en que ocuparse. Hubo dos noches de lluvia en que los tres tuvieron que dormir muy pegados, cubiertos por una lona tendida entre dos sauces. Hornblower sintió una rara satisfacción al despertar, y verse junto a Bush, que roncaba, rodeándole con un brazo con un gesto protector.

Además estaba el magnífico espectáculo de las orillas del Loira: el castillo fortificado de Gien, con sus altas terrazas, y Sully con sus bastiones redondos, y Château-Neuf-sur-Loire, y Jargeau. Durante diez millas pudieron contemplar, de lejos, los desnudos campanarios de la catedral de Orléans, una de las pocas ciudades que el río costeaba durante varias millas, y no tuvieron que pasar por allí sin llamar la atención y sorteando con cuidado sus difíciles puentes. Apenas se alejaron de Orléans, ya estaban a las puertas de Beaugency, con su interminable puente de innumerables arcos y la extraña torre cuadrada.

El río era un puro juego de reflejos áureos, azules y verdes. A las rocas de Nevers siguieron los bancos de grava del tramo medio, y ahora la gravilla había dejado su puesto a la arena, arena dorada entre aguas verdosas, que se volvían azules en la lejanía. Tantos tonos verdes —verde de los sauces, que no dejaron de acompañarlos ni por un instante, verde de los viñedos, y verde de los trigales y las praderas— eran un encanto para los ojos de Hornblower.

Pasaron por Blois, con el puente de un solo arco, coronado por la pirámide con la inscripción que proclama que aquel puente fue la primera de las obras públicas realizadas por el niño Luis XV; y Chaumont y Amboise, con los hermosos castillos que se miraban en el río; Tours, donde el Loira tenía una anchura imponente, y Langeais. Aquí el paisaje era desolado, el río lleno de islotes; lejos, castillos, torres e iglesias. Más abajo de Langeais, hacia la izquierda, estaba Vienne. Grande y serena, la ciudad parecía comunicar al río su propio carácter; allí corría más regular, y los bancos eran menos frecuentes. Después de Saumur y las innumerables islas de Les Ponts de Cé a la derecha, el Loira recibía al gran Maine, perdiendo su carácter primitivo. Ahora ya era mucho más profundo y más lento, y por primera vez se hacían patentes los intentos de convertirlo en navegable con fines comerciales. Habían pasado junto a numerosos restos de trabajos abandonados de Bonaparte.

Más allá de la confluencia con el Maine, los diques habían resistido a las avenidas invernales y la continua erosión, formando playas de dorada arena en las orillas y dejando en medio un ancho y profundo canal navegable; ahora ya se veían en él grandes barcazas que iban desde Nantes hacia Angers. La mayoría de aquellas embarcaciones eran remolcadas por mulas, pero también había algunas que aprovechaban el vientecillo de poniente con la ayuda de una gran vela cangreja para subir el río. Hornblower miraba aquellas velas con inmensa nostalgia; eran las primeras que veía desde hacía varios meses. Pero rechazó inmediatamente el pensamiento de sustraer una de aquellas embarcaciones. Una mirada a su grosera construcción le bastó para comprender que hubiese sido muy peligroso usarlas para la navegación marítima, aunque no fuese más que para un corto viaje; mucho más que emplear el pequeño cascarón de nuez que se habían construido en el castillo de Graçay.

Aquel viento de poniente que ayudaba a las barcazas llevaba consigo algo más. Brown, encorvado sobre los remos, levantó la cabeza de pronto, arrugando la nariz.

—Perdón, capitán; huelo el mar.

Los tres se pusieron a husmear el viento.

—Por Dios; tiene razón, Brown —dijo Bush.

Hornblower no dijo nada; también había olido el aire salino y éste había levantado en él una oleada tal de confusos sentimientos que le dejó mudo. Y cuando aquella noche volvieron a acampar, pues a pesar de los cambios que el curso del río experimentaba seguían hallando algunos islotes, Hornblower notó que el nivel del agua se había elevado sensiblemente del lugar en que se encontraba cuando amarraron la barca. No era agua como aquélla que engrosaba el río después de un día de lluvia persistente y torrencial; aquella tarde por encima de Nantes hacía tres días que no llovía. Hornblower miraba el agua que casi se veía subir, que llegó a alcanzar un nivel máximo, ondeó, se rizó y empezó a descender lentamente. Era el flujo. En Paimbeuf, en la boca del río, el agua crecía y decrecía diez o doce pies, y en Nantes, cuatro o seis. Aquí Hornblower veía morir el último esfuerzo del mar para impedir que el río se vertiese en su inmensidad.

Aquel pensamiento le producía una extraña emoción. Ya habían alcanzado la marea y, con ella, el lugar donde transcurrió la mayor parte de su vida; habían viajado de mar a mar, desde el Mediterráneo hasta aquello que técnicamente era ya el Atlántico. Aquella marea que estaba viendo también lamía en aquel momento las costas de Inglaterra, donde estaban Bárbara y María con el hijo que aún no conocía y los lores del Almirantazgo. También significaba que la plácida vida sobre el Loira había acabado. En las cercanías del mar, ya no se podía esperar seguir gozando de aquella libertad de que habían disfrutado tierra adentro. Las caras forasteras y los recién llegados eran mirados con desconfianza y, probablemente, las próximas cuarenta y ocho horas decidirían si el capitán Hornblower desembarcaría en Inglaterra para verse llevado ante un consejo de guerra o sería apresado de nuevo para ser conducido ante el piquete de ejecución. Hornblower sintió en aquel momento aquella antigua sensación de agitación a la cual para sí mismo daba el nombre de miedo; los latidos del corazón se aceleraban, las palmas de las manos se le humedecían y sentía un hormigueo en las piernas… Tuvo que apelar a toda su sangre fría para dominar aquellos síntomas, antes de volverse a sus compañeros y comunicarles sus observaciones.

—¿Marea alta en media hora, señor? —repitió Rush.

—Sí.

—Hum…

Brown no dijo nada, como correspondía a su posición en la vida, pero su cara tenía la misma expresión meditabunda y preocupada. Ambos, a la manera de los marineros, comprendían el hecho.

Hornblower sabía que, de ahora en adelante, con una mirada a la altura del sol, tal vez, pero no necesariamente al agua, podrían calcular al instante el grado de la marea, ayudados por la subconsciente habilidad adquirida en los largos años de vida en el mar. Él mismo era capaz de hacerlo también, y la única diferencia consistía en que él se interesaba en el fenómeno y ellos, en cambio, se quedaban completamente indiferentes o no se daban cuenta.