CAPÍTULO VI

Desde aquel día, en la memoria de Hornblower los detalles del viaje, que hasta entonces habían tenido la rara crudeza de un paisaje justo antes de la lluvia, se fueron haciendo cada vez más vagos y nebulosos. Cuando se ponía a recordar, el más vivo de todos ellos era la convalecencia de Bush, el continuo progreso de la curación desde el momento en que había sido retirado el segundo hilo de la herida. Recuperaba las fuerzas rápidamente, tanto que hubiese causado asombro a cualquiera que no conociese lo fuerte de su constitución y la vida espartana que siempre había llevado. Entre el momento en que había que sostenerle la cabeza para que pudiese comer y beber y aquel en el cual ya se pudo sentar e incorporar por sí mismo, pasaron muy pocos días.

Éstos eran los detalles que recordaba Hornblower, porque todo lo demás estaba envuelto en una niebla. Tenía reminiscencias de haber pasado largas horas asomado a la ventanilla del coche, al parecer llovía y la lluvia le mojaba el pelo. Eran horas de melancolía, recordadas después por Hornblower con el mismo tono que, para el loco que se ha curado, deben de tener los días pasados en el manicomio. Y todos los hostales en donde habían parado y todos los médicos que habían cuidado de Bush se confundían en su memoria. Recordaba la implacable regularidad con que, cada vez que cambiaban los caballos, disminuía el número de kilómetros señalados, indicando de que cada vez se acercaban más a París: París 525, París 383, París 287…

Cerca de aquel sitio, habían dejado la Route Nationale N. 9 por la Route Nationale N. 7. Cada día les aproximaba más a París, y cada día Hornblower caía en un descorazonamiento más profundo. Issoire, Clermont-Ferrand, Moulins; apenas leídos, los nombres de las ciudades que atravesaban se borraban de su memoria.

Había pasado el otoño, que dejaron atrás, allá abajo en los lejanos Pirineos, para subir al encuentro del invierno. Los vientos helados ululaban tristemente entre largos caminos de árboles desnudos, y los campos aparecían negros y desolados. Por la noche, Hornblower dormía pesadamente, con un sueño poblado de pesadillas que ya no recordaba al despertar, y los días se deslizaban monótonos, asomado a la ventanilla, viendo desfilar el paisaje tenebroso, ensombrecido por una helada lluvia. Le parecía que había pasado muchos años en aquel angosto encierro que olía a cuero y con el perpetuo ruido de los cascos de los caballos. De reojo veía la corpulenta figura de Caillard cabalgando pegado a la rueda delantera, a la cabeza de la escolta.

Aquella tarde, una de las más tétricas de las que hasta entonces habían vivido, parecía que ni siquiera la inesperada parada, que podía traer alguna distracción a la monotonía de su viaje, era capaz de despertar a Hornblower de su abulia. Con mirada indiferente vio a Caillard, que trotaba hacia delante para averiguar la razón de la parada; con indiferencia oyó las palabras que llegaban hasta él, explicando que uno de los caballos del coche había perdido una herradura en el camino y estaba cojo. Con indiferencia vio que unos hombres se llevaban al pobre animal, y sin ninguna atención oyó las vagas respuestas de un vendedor ambulante que en aquel momento pasaba con un mulo cargado, al que Caillard preguntó dónde encontrar un herrero por allí cerca. Dos gendarmes se dirigieron a paso de caracol por un sendero llevándose consigo al animal cojo; y el coche, con sólo tres caballos, volvió a seguir el camino hacia París.

Pero aquella etapa era larga y avanzaban despacio. En raras ocasiones habían estado viajando después de la puesta de sol, pero entonces parecía que los iba a sorprender la noche antes de llegar a la ciudad más cercana. Bush y Brown comentaban animadamente el incidente. Hornblower oía sus voces sin fijarse en las palabras, como la persona que vive mucho tiempo al lado de una cascada y ya no percibe el ruido. Una temprana oscuridad entenebrecía las cosas; el cielo estaba cubierto de nubes oscuras y bajas, y el silbido insistente del viento entre los árboles parecía tener algo de amenazador y conseguía sacudir la apatía de Hornblower. No pasó mucho tiempo sin que se diese cuenta de que la lluvia que le mojaba la cara se transformaba en nevisca, y luego, bruscamente, en nieve. Sentía sobre los labios los grandes copos y hasta se tragó algunos. La manta del gendarme que se apeó del caballo para encender los dos fanales colocados a los lados del pescante apareció cubierta de nieve, que brillaba tenuemente a la vaga claridad de las luces. El trote de los cascos empezó a resonar sorda y apagadamente; apenas se oía el ruido de las ruedas y pronto tuvieron que acortar el paso, pues la nieve cada vez era más espesa y dificultaba la marcha. Hornblower oía al cochero golpear con su látigo despiadadamente a los exhaustos animales, que luchaban con la cabeza baja contra el viento helado.

Separándose de la ventanilla, se volvió hacia sus compañeros de viaje. A la débil luz de los fanales que se filtraba por el cristal delantero apenas podía percibir los indecisos contornos de sus cuerpos. Bush yacía envuelto en todas sus mantas; Brown se apretaba el capote, y sólo entonces Hornblower se dio cuenta de que hacía mucho frío. Sin decir una palabra cerró la ventanilla, resignándose a respirar el tufo de cuero y de sebo que reinaba en el interior; y poco a poco, sin darse cuenta, aquel estupor melancólico le fue abandonando.

—¡Que Dios ayude a los marineros en una noche semejante! —dijo en tono casi alegre.

Le contestaron unas carcajadas en las tinieblas. No se le pasó por alto el acento de grata sorpresa, que le reveló que sus compañeros habían percibido muy bien y seguramente lamentado el negro humor que se había adueñado de él durante los últimos días, y se mostraban contentos ante la primera señal de curación. Con resentimiento se preguntó qué es lo que habían esperado de él. Ellos no sabían, como él, que la muerte les esperaba en París a él y a Bush. Pero ¿de qué serviría preocuparse, rodeados de Caillard y sus seis gendarmes? Y con Bush convertido en un pobre inválido impotente, ¿qué esperanza de fuga podía haber? Por otra parte, ellos ignoraban que Hornblower había rechazado cualquier pensamiento de huir él solo. Aunque milagrosamente hubiese salido con bien, ¿qué habrían pensado de él en Inglaterra al saber que había abandonado a su primer oficial a la muerte? Quizá se solidarizaran con él, le compadecieran, comprendieran sus motivos… odiaba la simple idea de que sucediera algo así; valía más verse fusilado en Vincennes al lado de Bush; valía más no volver a ver nunca a lady Bárbara, no llegar a conocer a su propio hijo. Era mucho mejor pasar los últimos días que le quedaban de vida con apatía que con angustia. Sin embargo, las circunstancias actuales, tan diferentes de la monotonía del resto del viaje, le estimulaban. Y rió y bromeó con los compañeros como no lo había hecho desde su salida de Béziers.

El coche se arrastraba penosamente en la oscuridad. El viento ululaba; el cristal de la ventanilla ya estaba cubierto de nieve y el aire en el interior del carruaje no era lo bastante caliente para fundir los copos. El vehículo se detuvo varias veces, y Hornblower, sacando la cabeza, vio que el cochero quitaba de los cascos de los caballos la nieve helada que se les había pegado.

—Si estamos a más de dos millas de la próxima casa de postas, no llegaremos hasta la semana que viene —anunció, acomodándose de nuevo en su asiento.

Debían de haber llegado a la cumbre de una pequeña altura, porque los caballos se movían con más ligereza y volvían a emprender el trote y el coche cabeceaba y se balanceaba a causa de las irregularidades del camino. De repente se oyó un estallido de voces y de gritos.

—¡Eh, eh, eh!

Bruscamente, el carruaje dio un salto y se detuvo peligrosamente inclinado sobre un costado. Hornblower se abalanzó a la ventanilla para mirar hacia afuera. Estaban parados en dudoso equilibrio a orillas de un río; a pocos pies se veían correr las aguas oscuras. A dos yardas de distancia, una barca de remos amarrada a un palo se movía, empujada por el viento y la corriente. No se veía nada más en medio de aquella oscuridad. Dos o tres gendarmes habían acudido a sujetar las riendas de los caballos, que reculaban y coceaban asustados ante la repentina vista del agua.

En la oscuridad, el carruaje debía de haberse salido del camino, metiéndose por un sendero que llevaba al río, y el cochero había detenido a sus caballos con el tiempo justo para evitar la catástrofe. Caillard, sin desmontar, llenaba a sus hombres de inventivas sarcásticas.

—¡Buen cochero, por Dios! ¿Por qué no se ha metido derecho en el río, así me hubiese ahorrado el trabajo de informar de usted al sous-chef de la administración? Vamos adelante, vosotros. ¿Queréis pasaros la noche aquí? ¡Deprisa, llevad el coche a la carretera, imbéciles!

La nieve caía y chisporroteaba sobre los vidrios recalentados de los fanales. El cochero había conseguido dominar a los caballos; los gendarmes se quedaron atrás y resonó el látigo. Los animales estiraban el cuello, resbalaban, buscaban un punto de apoyo en el blando terreno y el coche se estremecía sin moverse lo más mínimo.

—¡Adelante! —Gritaba Caillard—. Sargento, y usted, Pellaton, cojan los caballos por la brida. ¡Vosotros, a las ruedas! Ahora todos a la vez, empujad. ¡Ahora!

El coche se movió un poco y luego volvió a pararse. Caillard juraba, más enfurecido que nunca.

—Si los señores que están en el coche quisieran bajar y ayudarnos, tal vez fuese mejor —sugirió uno de los gendarmes.

—Pueden hacerlo, si no quieren pasar la noche en la nieve —dijo Caillard, que no se dignaba dirigir la palabra directamente a Hornblower. Por un instante, a éste le pasó por la imaginación la idea de contestar que antes prefería ir al infierno— por lo menos hubiese sido un desahogo, —pero por otra parte no quería condenar a Bush a una noche de incomodidad sólo para darse el gusto de tener una satisfacción.

—Vamos, Brown —dijo, tragándose el resentimiento. Abrió la portezuela y los dos saltaron sobre la nieve. Pero a pesar de haber aligerado el vehículo y empujarlo cinco personas, no progresaba mucho. La nieve ya se había amontonado en la rápida pendiente que conducía al río y los caballos, exhaustos, se hundían en ella.

—¡Por Dios, qué gente más inútil! —Se desfogaba Caillard—. Cochero, ¿cuánto hay de aquí a Nevers?

—Seis kilómetros, coronel.

—Querrá decir que supone que son seis kilómetros. Hace diez minutos creía estar en la carretera y no lo estaba. Sargento, vaya corriendo a buscar ayuda a Nevers. Busque al comandante y en nombre del emperador traiga aquí a todos los hombres capaces que encuentre. Usted, Ramel, acompañe al sargento hasta la carretera y espere allí hasta que vuelva, pues de otra manera no nos encontrarán nunca. ¡Vamos sargento, espabile! ¿Qué está esperando? Y vosotros, cuidaos de los caballos y cubridlos con vuestras mantas. Podéis entrar en calor limpiando ese terreno de la nieve amontonada. Cochero: baje y ayúdeles también.

La noche era increíblemente oscura. A dos yardas de los fanales del vehículo no se veía nada y los aullidos del viento ensordecían a los que estaban cerca del coche, impidiéndoles oír el ruido que hacían los hombres en la nieve. Hornblower daba patadas en la nieve y se golpeaba el cuerpo con los puños, para avivar la circulación. Sin embargo, la nieve y el viento helados eran singularmente refrescantes y no sentía ningún deseo de volver a encerrarse en el maloliente interior del coche. Mientras hacía ejercicio se le ocurrió una idea, una idea tal que se paró de repente, temiendo casi, de un modo un poco ridículo, que alguien pudiese adivinarla, y se puso de nuevo a moverse de un lado para otro aporreándose con más entusiasmo. Ya corría la sangre calentándole el cuerpo, como siempre que se le ocurría algún plan, como cuando maniobró mejor que la Natividad, por ejemplo, o cuando salvó a la Pluto en aquella tormenta junto al cabo de Creus.

Sin medios para transportar a un inválido, la esperanza de fuga era muy remota, pero allí, a pocos pasos, se hallaba el medio ideal: aquella barca que se mecía amarrada a un palo. Con una noche semejante, era fácil despistarse en la carretera, pero eso no podía ocurrir en el río, sobre una barca; con ella bastaba alejarse de la orilla y abandonarse a la corriente, que con aquella tormenta resultaba más rápida que ningún caballo. Sin embargo, el proyecto era temerario. ¿Durante cuántos días se verían libres los fugitivos en el corazón de Francia y debiendo llevar con ellos un inválido en una camilla? Además, corrían el peligro de helarse, morir de hambre o incluso ahogarse. Pero era una ocasión magnífica y —según podía calcular Hornblower por lo que había observado— difícilmente se presentaría otra en adelante, hasta el momento en que se vieran frente al pelotón de fusilamiento de Vincennes. Con serenidad, Hornblower notó que su ardor se calmaba a medida que su proyecto se iba precisando, y hasta se divirtió al darse cuenta de que la mandíbula, que se le había quedado rígida, se aflojaba para dar paso a una sonrisa. Para él, las acciones heroicas siempre tenían algo de bufo.

Brown se acercó y Hornblower le habló en voz baja, esforzándose por aparentar serenidad.

—Brown, vamos a escapar por el río en aquella barca.

—Sí, señor —replicó Brown, sin demostrar más emoción que si su capitán le hubiese dicho que tenía frío. En la oscuridad, Hornblower vio la mirada del timonel dirigirse hacia donde estaba Caillard, que caminaba impaciente por la nieve cerca del coche.

—Hay que silenciar a ese hombre —le dijo Hornblower.

—Sí, señor —Brown meditó un momento, y luego añadió—: Será mejor que lo deje de mi cuenta, señor.

—Está bien.

—¿Ahora, capitán?

—Sí.

Brown dio algunos pasos hacia la desprevenida figura.

—Eh, eh, aquí —llamó en voz baja.

Caillard se volvió y se lo encontró enfrente, y recibió en plena mandíbula un puñetazo que correspondía a los noventa kilos de peso de Brown. El hombre cayó en redondo. Brown se le echó encima como un tigre y Hornblower se acercó.

—Envuélvale en su capa —le susurró— y apriétele la garganta. Espere. Aquí está su fajín. Átele primero la cabeza.

Rápidamente, ató la faja de la Legión de honor alrededor de la cara y la cabeza del hombre y luego, poniéndole una rodilla en la espalda y sacándose del cuello el propio pañuelo, le ató las manos atrás. Para los pies sirvió el pañuelo de Hornblower. Brown se cuidó de apretar el nudo muy bien. Plegaron el cuerpo en dos y le envolvieron en la capa, que ataron con el cinturón del sable. Tendido en su camilla, en la oscuridad del coche, Bush oyó abrir la portezuela y el ruido de algo pesado que caía dentro.

—Señor Bush… —Ahora que ya había empezado la acción, el apelativo formal acudía espontáneamente a los labios de Hornblower—. Intentaremos fugarnos por el río en la barca.

—Buena suerte, capitán.

—Usted también viene. Brown, coja la camilla por ese lado. Levante. Un poco a estribor. Vía así.

Bush se vio levantado y fuera del coche con camilla y todo, y transportado sobre la nieve.

—Acerque la barca —musitó Hornblower—. Corte las amarras. Y ahora, Bush, deje que le envolvamos en estas mantas. Aquí está mi manto, cójalo también. Obedezca mis órdenes, señor Bush. Coja por el otro lado, Brown. Levántele y colóquele en la cámara. Déjelo. Al banco de proa, Brown. Coja los remos. Bien. Desatraque. Avante.

Habían pasado seis minutos todo lo más desde que a Hornblower se le ocurrió la idea. Ya estaban libres, a la deriva sobre el oscuro río, y Caillard yacía amordazado y atado en el suelo del coche como un fardo. Por un fugitivo segundo se preguntó Hornblower si no se ahogaría antes de ser descubierto, y se dio cuenta de que esa probabilidad le dejaba indiferente. Los ayudantes de campo de Bonaparte, sobre todo si, como éste, eran coroneles de la gendarmería, tenían que asumir ciertos riesgos inherentes al sucio trabajo que desempeñaban. Tenía otras cosas más importantes en que pensar.

—¡Despacio! —le dijo a Brown—. Dejémonos llevar por la corriente.

La noche era negra; completamente oscura, y sentado en el banco de popa, ni siquiera distinguía la superficie del agua. ¿Qué río era aquél? Aunque todos los ríos llevan al mar. ¡Al mar! Hornblower se estremeció en su banco, lleno de nostalgia, ante el vivo recuerdo de la brisa marina y el movimiento de la cubierta bajo sus pies. Mediterráneo o Atlántico, no sabía a dónde se dirigían, pero con mucha suerte, siguiendo la corriente, podría llegar al mar, y el mar le llevaría a su patria; a la vida, en lugar de a la muerte; a la libertad, en lugar de a la prisión; a lady Bárbara, a María, al niño…

El viento le metía la nieve por el cuello; el fondo y los bancos estaban cubiertos de una espesa capa de nieve. Hornblower sintió girar la barca bajo el empuje de una ráfaga de viento; ahora tenía el viento de cara en lugar de tenerlo de lado.

—Ponga el bote contra el viento, Brown —mandó—. Reme con cuidado.

El modo menos peligroso de dejar que la corriente obrase con libertad era intentar neutralizar el efecto del viento. Un ventarrón como aquél podía hacerles dar en la orilla o incluso llevarlos contra la corriente. En aquella completa oscuridad, era imposible prever lo que podía pasar.

—¿Va cómodo, Bush? —preguntó Hornblower.

—Sí, señor.

La forma del inválido empezaba a distinguirse un poco, al recubrir la nieve las grises mantas que le envolvían.

—¿Quiere echarse en el fondo?

—Gracias, señor, prefiero estar sentado.

Pasada ya la primera emoción de la fuga, Hornblower temblaba de frío sin su abrigo. Estaba a punto de decirle a Brown que se iba a poner también a remar cuando oyó la voz de Bush.

—Perdone, señor, pero ¿no le parece oír algo? Brown dejó de remar y ambos se quedaron escuchando.

—No… ¡Sí, ya oigo, por Dios!

A pesar del viento, el oído captaba un lejano y monótono fragor.

—Hum… —exclamó Hornblower, intranquilo.

El rumor se acercaba, iba creciendo y de pronto se distinguió el ruido de las aguas al chocar contra algo. Al lado de la barca pasó un bulto; era una roca, y la espuma blanquecina que hervía a su alrededor lo demostraba. Apareció y desapareció en un instante, como prueba de la gran velocidad que llevaban.

—¡Dios mío! —exclamó Brown.

La barca giraba como una peonza, cabeceando y dando sacudidas, juguete de las aguas cubiertas de espuma; el fragor de la corriente era ensordecedor. En aquella carrera loca no quedaba más remedio que agarrarse con fuerza al asiento. Al fin, Hornblower se sacudió el atudirmiento que le parecía que había durado media hora, cuando seguramente no habían pasado ni dos minutos.

—¡Deme un remo! —le gritó a Brown—. Me pondré a estribor y usted a babor.

Adelantó las manos en la oscuridad y cogió el remo que Brown le tendía. La barca giró sobre sí misma, vaciló y volvió a emprender la carrera. El fragor de los rápidos llenaba el aire. El costado de estribor del bote chocó contra una piedra; Hornblower sintió que las piernas se le mojaban con un chorro de agua helada. Pero ya a ciegas había empujado con el remo desesperadamente contra la roca y un instante después la barca, liberada, volvía a emprender la fuga, inclinándose con lentitud y llena de agua hasta los bancos. Milagrosamente, pasaron sin chocar rozando otra roca, pero entretanto el fragor de la cascada empezaba a disminuir.

—¡Dios mío! —exclamó Bush en tono apocado, que contrastaba de modo singular con la blasfemia—. ¡De buena nos hemos librado!

—¿Hay algo aquí dentro que sirva para achicar el agua? —preguntó Hornblower a Brown.

—Sí, señor; cuando entré, tropecé con un cubo de madera.

—Búsquelo y vaya achicando toda esta agua; entretanto, déme el remo.

Chapoteando en el agua helada, el pobre Brown consiguió al fin coger el cubo que flotaba.

—Lo encontré, señor —informó, y pronto se pudo oír el ruido regular del agua que era arrojada fuera de la barca por medio del pequeño balde de madera.

Ahora que ya no les distraían los rápidos de agua, se volvía a oír el ulular del viento, y remando con lentitud, Hornblower consiguió volver la barca en la dirección adecuada. A juzgar por la velocidad con que se iba perdiendo el ruido del salto de agua, la barca debía de ser arrastrada por una corriente bastante impetuosa. Era de esperar, porque las abundantes lluvias de los últimos días habían engrosado mucho el caudal de los ríos. Otra vez volvió a preguntarse Hornblower qué río debía de ser aquel que les llevaba por el corazón de Francia. El único cuyo nombre le era familiar y que vagamente le parecía que podía ser era el Ródano; pero él sospechaba que el Ródano se hallaba a cincuenta millas o más del punto donde estaban, en dirección a levante. Este río debía de tener su origen en aquellos desolados montes Cévennes cuyas ásperas pendientes habían franqueado los dos últimos días de viaje. En ese caso, correría hacia el norte y seguramente se volvería hacia el oeste para dirigirse hacia el mar. Podía ser el Loira, o uno de sus afluentes, y el Loira desembocaba en el Golfo de Vizcaya, por Nantes, que debía de encontrarse por lo menos a cuatrocientas millas. Hornblower se recreaba imaginando un curso de agua de tal longitud, con la perspectiva de recorrerlo desde su fuente hasta la desembocadura, en lo más riguroso de la estación invernal.

Un rumor siniestro, de origen desconocido, le devolvió a la realidad. Mientras trataba de identificarlo se repitió más fuerte y con más claridad. La barca dio unos bandazos y disminuyó su marcha. Resbalaban sobre una roca que la providencia había colocado sumergida, de modo que sólo se arañase la quilla de la embarcación. Otra roca cubierta de espuma pasó como un rayo muy cerca y la dirección de aquella blancura reveló a Hornblower lo que en la oscuridad no hubiese podido descubrir jamás; es decir, que el río se dirigía hacia el oeste.

—Vienen más de ésos, señor —decía Bush, y ya se oía el chapoteo de las aguas entre las piedras.

—Coja un remo y cuídese de babor, Brown —dijo el capitán.

—Sí, señor. Ya he achicado casi toda el agua.

Brown cogió el remo. La embarcación cabeceaba de nuevo bailando en la corriente. Hornblower sintió que la proa primero y luego la popa se levantaban y volvían a caer por una especie de escalón en declive, se tambaleó al ponerse en pie y el agua que había quedado en el fondo le salpicó los tobillos. El fragor del agua de los rápidos era ensordecedor, y las aguas blancas borboteaban a ambos lados. La barca corría, cabeceando y bamboleándose. Luego el costado izquierdo por la parte de la proa chocó contra un obstáculo invisible y oyó un chasquido de madera que se astillaba. Vanamente Brown intentaba alejarse del obstáculo que no se veía, empujando con el remo; Hornblower viró y con su empuje y el del piloto consiguió liberar la barca. Tanteando con las manos en la oscuridad, Hornblower encontró un boquete en la borda, pero al parecer sólo estaban dañadas las dos tablas superiores. La casualidad podía haber llevado aquella roca por debajo de la línea de flotación con la misma facilidad que lo había hecho por encima. Por un momento pareció que la quilla se atascaba con algo; la barca dio una horrible sacudida y Bush y Hornblower cayeron hacia adelante. Pero una vez más, se liberó y volvió a deslizarse entre las aguas rumorosas. Pronto disminuyó el ruido y se encontraron en otro rápido.

—¿He de achicar de nuevo, señor? —preguntó Brown.

—Sí, déme su remo.

—¡Hay una luz a proa por estribor, señor! —gritó Bush.

Hornblower se volvió para mirar. En efecto, había una luz y luego apareció otra a su lado y otra más lejos, apenas visibles entre la nieve. Debía de haber un pueblo en la orilla derecha o tal vez una ciudad, y también podía ser la villa de Nevers, que, según había dicho el cochero del carruaje, debía de estar a seis kilómetros del punto en donde habían embarcado. Por lo menos habían recorrido cuatro millas.

—¡Silencio! —cuchicheó Hornblower—. Brown, deje de achicar.

Con aquellas luces guiándole entre las tinieblas, algo estable y permanente en medio de un mundo loco de infinita inseguridad, Hornblower volvía a sentirse dueño de su propio destino. Había recuperado el sentido de orientación y notaba que el viento soplaba corriente abajo. Con un golpe de remos dirigió la barca a sotavento; y el viento y la corriente la empujaron con rapidez y las luces pasaron con la velocidad del rayo. La nieve le azotaba el rostro. En una noche como aquélla era difícil que alguien les viera desde la ciudad. La barca, de todas formas, corría mucho más que los caballos de los gendarmes a quienes Caillard había mandado por delante. Un nuevo rumor de aguas hirió sus oídos, distinto al ruido de los rápidos. Atisbó en la oscuridad y vio el puente que estaba ante ellos gracias a la nieve amontonada sobre los salientes de los arcos. Remó con fuerza, tratando de conducir la barca al centro de uno de los arcos. Al acercarse sintió que la proa se hundía y la popa se levantaba… el agua estaba acumulada sobre el puente y se precipitaba a través de los arcos por un largo talud, liso y negro. Cuando pasaron remolineando bajo los arcos, Hornblower recogió los remos para que la barca tuviera espacio suficiente y pudiera pasar entre los pilares, sorteando los remolinos que, según le dictaba su instinto de marinero, podían formarse allí. Tan alto era el nivel del agua que sintió que su cabeza rozaba con la bóveda del arco al pasar. El rumor del agua resonaba cavernosamente debajo de las piedras del puente; el viaje debió de durar unos momentos y pronto se vieron al otro lado, mientras Hornblower tiraba desesperadamente de los remos. Aún brilló una luz en la orilla y luego volvió a reinar la más completa oscuridad. Hornblower perdió de nuevo la orientación.

—¡Dios mío! —exclamó Bush en tono solemne, mientras Hornblower cesaba de remar. Una ráfaga más fuerte de viento les metía la nieve por los ojos. Del asiento de proa llegó una risa siniestra.

—¡Dios ayude a los marineros en una noche como ésta! —Decía Brown.

—Siga achicando el agua, Brown, y guárdese las bromas para mejor ocasión —exclamó Hornblower. Sin embargo, no pudo contener la risa, a pesar de la rara impresión que le produjo oír a la marinería bromear con un capitán y un primer oficial. No conseguía vencer la ridícula costumbre de dejarse arrastrar por una hilaridad nerviosa en cuanto se veía en presencia de peligros o dificultades, y ahora reía mientras remaba desesperadamente y luchaba contra el viento, y del esfuerzo con que los remos cortaban el agua deducía que la barca derivaba mucho. Sólo se le cortó la risa cuando recordó de repente que apenas hacía dos horas que él mismo había proferido aquella plegaria en favor de los marineros. Le parecía que habían pasado dos semanas desde que había respirado por última vez el nauseabundo tufo del interior del carruaje. La barca rozó un fondo de grava, volvió a liberarse, chocó de nuevo y al cabo quedó encallada. Los esfuerzos que Hornblower hacía con los remos no eran suficientes para ponerla de nuevo a flote.

—No hay más remedio que empujarla —declaró, abandonando los remos.

Se metió en el agua helada, resbalando sobre los cantos del fondo, seguido de Brown. Entre los dos la empujaron con facilidad un rato; volvieron a subir a bordo y Hornblower cogió de nuevo los remos. Apenas unos segundos más tarde se hallaban encallados de nuevo. Fue el principio de una pesadilla. En la oscuridad, Hornblower no llegaba a comprender si lo que obstaculizaba su marcha era el viento que le empujaba hacia la orilla, si el río, en aquel lugar, se extendía en un gran recodo, o si se habían metido en un brazo lateral en donde las aguas eran menos profundas. Lo cierto es que a cada momento se veían obligados a bajar de la barca para empujarla, resbalando y tropezando con las piedras del fondo, cayendo y hundiéndose; y de aquel loco juego de la gallinita ciega con el traicionero río salían cada vez con nuevos cortes y magulladuras. El frío iba en aumento y los costados de la barca estaban cubiertos por una costra de hielo. Mientras luchaba con la embarcación, Hornblower se angustiaba por Bush, que, envuelto en el abrigo y las mantas, estaba encogido en la popa.

—¿Cómo está, Bush? —preguntó.

—Bien, señor.

—¿Va bastante abrigado?

—Sí, señor. Ya sólo me puedo mojar un pie, de modo que…

Probablemente fingía aquella animación, pensaba Hornblower, con el agua revuelta por los tobillos y ocupado en la interminable tarea de empujar la barca sobre invisibles bajos. Aunque estuviese bien liado en sus mantas, el pobre Bush debía de sufrir horriblemente por el frío; posiblemente, estaba también empapado de agua. Un convaleciente como él debería estar acostado en un buen lecho. Bush podía morir aquella mismísima noche. La barca se liberó de nuevo con una sacudida, y Hornblower se tambaleó y se hundió en el agua helada hasta la cintura. Volvió a subir a bordo mientras Brown, que al parecer se había hundido hasta el cuello, saltaba dentro por el otro lado. Cada uno de ellos se apoderó de un remo con la esperanza de entrar en calor remando. El viento les calaba hasta los huesos.

La corriente los arrastró. Cuando volvieron a tocar la orilla, se encontraron entre unos árboles, sauces al parecer. Las ramas bajas los golpearon, los arañaron y les dejaron caer encima grandes montones de nieve. La barca se vio detenida y enredada en aquella maraña hasta que, palpando en la oscuridad, consiguieron liberarla. A Hornblower le pareció que si hubiese podido escoger los obstáculos habría preferido las rocas, y de nuevo rió débilmente, castañeteando los dientes, hasta que se encontraron otra vez sobre un lecho de rocas y escollos de piedra, en un lugar en que el río corría entre unos rápidos de menores proporciones que los anteriores.

Hornblower empezaba a formarse una imagen mental del río: había largos tramos anchos, alternando con otros estrechos y llenos de rocas, y su curso se curvaba adelante y atrás a capricho de los desniveles del terreno. La barca en la que se hallaban seguramente había sido construida en las inmediaciones del sitio en donde la encontraron; tal vez servía para atravesar el río a los campesinos de aquel lugar, allí donde el curso del río era recto, y nunca debía de haberse alejado de su amarre más de media milla. Y al apartarse de otra piedra más, Hornblower pensaba que sería muy raro que volviese a aquel amarre.

A un rápido siguió un largo tramo despejado, pero era difícil calcular su largura. Los ojos de los náufragos ya se habían acostumbrado a discernir las orillas recubiertas de nieve a una yarda o más de distancia y mantenerse apartados de ellas. Cualquier claridad les permitía conjeturar la dirección del río comparándolo con la dirección del viento, de modo que podían remar deprisa, aunque fuese durante poco tiempo, sin peligro de encallar, mientras no hubiera obstrucción alguna en el centro de la corriente. Ya casi había cesado la nevada, y hasta le parecía a Hornblower que la poca nieve que caía la traía el viento, desde los árboles o desde las riberas.

Pero no por ello hacía menos frío; toda la barca estaba cubierta de nieve endurecida y las tablas del fondo resbalaban como un pedazo de hielo, excepto el lugar donde los remeros apoyaban los talones en su esfuerzo para remar.

Diez minutos de agua libre les bastaron para recorrer más de una milla. Hornblower no hubiese sabido decir cuánto camino habían hecho, pero era seguro que el campo cubierto de espesa nieve le aseguraba contra cualquier persecución, y si aquel maravilloso tramo del río libre de rocas se prolongaba, mucho más seguros estarían. Hornblower bogaba desesperadamente y a sus vigorosos esfuerzos respondían los de Brown.

—Señor, tenemos un rápido frente a nosotros —dijo Bush inesperadamente.

Cesando de remar, Hornblower oyó, lejanísimo, el ruido familiar de una caída de agua entre las rocas. Aquel tramo libre era demasiado bueno para durar mucho; pronto volvería a empezar la frenética danza sobre el agua.

—Prepárese para resistir por ese lado, Brown —ordenó Hornblower.

—Sí, señor.

El agua estaba negra como la pez. Hornblower se quedó sentado en el banco, con el remo levantado, y notó que la barca giraba. Parecía que la corriente la llevaba a un lado, y decidió que era mejor dejarla hacer, pues por donde iba el mayor caudal de agua era probable que se encontrase el canal más seguro para bajar los rápidos. Ya se acercaba el fragor, cada vez más próximo.

—¡Dios mío! —exclamó Hornblower con repentino pánico, y se puso de pie para escrutar las tinieblas.

Demasiado tarde para salvarse; había percibido la diferencia de tono cuando ya estaban demasiado cerca para poder detenerse. Ya no se trataba de un rápido parecido a los anteriores, ni más difícil que los demás. Lo que se acercaba era un tosco dique que cortaba el río en dos, o tal vez una pared natural a flor de agua que había contenido las piedras transportadas por la corriente o alguna otra cosa construida por la mano del hombre. La rápida mente de Hornblower examinó velozmente todas las posibilidades con gran excitación, mientras la barca llegaba a la orilla de la pendiente. A todo lo largo de ésta el agua saltaba por encima del borde, y en aquel punto se hinchaba como un enorme remolino que caía en un caos espumeante. En un instante, la barca se vio levantada sobre el remolino y, a una espantosa velocidad, descendió por el declive. Cayeron en medio de una gran ola que tenía la dureza de un muro de ladrillos.

Hornblower se sintió medio asfixiado bajo el agua, con los oídos ensordecidos por el fragor de la cascada, la mente todavía funcionando frenética. Horriblemente indefenso, se sintió arañado por el fondo rocoso. La presión en sus pulmones resultaba insoportable. Era la agonía, sí, la agonía. Respiró una sola bocanada de aire, que fue como una llamarada de fuego para su garganta, antes de hallarse nuevamente sumergido chocando contra el fondo de rocas, con el pecho más dolorido aún que antes. Luego aspiró una nueva bocanada de aire, pero respirar era tan penoso como ahogarse. Subía y bajaba con un insoportable zumbido en los oídos y la cabeza víctima del vértigo. El estridente ruido del fondo de piedra hacia el que se veía arrastrado era más fuerte que ningún otro ruido que hubiese oído jamás.

Otra vez se hundió en el torturante estrépito bajo el agua. Su cerebro, que aún funcionaba con fulminante rapidez, comprendía lo que le estaba sucediendo. Atrapado en el remolino bajo el dique, volvía a la superficie y otra vez era arrastrado y se hundía de nuevo en él, y volvía a salir para respirar un segundo y empezar el ciclo. Esta vez se dispuso a nadar con las pocas fuerzas que le quedaban, dando apenas tres brazadas hacia un lado mientras aspiraba la única bocanada. Cuando volvió a sentirse atrapado, el dolor en el pecho había aumentado enormemente, y con aquel tormento aparecía otro del que solamente entonces se dio cuenta: el frío en los miembros. Tuvo que apelar a todas sus energías para respirar una nueva bocanada de aire y luego continuar el esfuerzo de la natación. Otra vez se sintió arrastrado; esta vez estaba dispuesto a morir, ya no deseaba otra cosa, con tal de que cesara aquel suplicio. Le vino a las manos un pedazo de madera con unos clavos sobresaliendo. Debía de ser un fragmento de la barca que se había estrellado y cuyos trozos giraban en el torbellino al mismo tiempo que él, eternamente. Reuniendo por última vez todas sus fuerzas, se llenó los pulmones de aire y nadó hacia la orilla. Sentía un miedo espantoso de volver a verse atrapado por el remolino. ¡Oh, maravilla! Esta vez tuvo tiempo de respirar de nuevo dos y hasta tres veces seguidas. Tan delicioso le pareció respirar sin dolor que sintió de nuevo deseos de vivir. Pero estaba extenuado y tenía mucho sueño. Se puso en pie y cayó empujado por el agua, chapoteó, se debatió, se arrastró por el fondo bajo, a cuatro patas. Se volvió a levantar y dio dos pasos, antes de caer de cara sobre la nieve, con los pies todavía dentro del agua que corría.

Le despertó una voz que retumbaba en sus oídos. Levantando la cabeza, vio que la voz provenía de una vaga y oscura silueta que aullaba a un par de metros de distancia:

—¡Eh! ¡Capitán! ¡Eh! ¡Capitán!

—¡Aquí estoy! —gritó Hornblower. Brown se acercó inmediatamente y se arrodilló a su lado.

—¡Gracias a Dios! ¡El capitán está aquí, señor, Bush!

—¡Bien! —dijo una débil voz a algunos pasos de distancia.

Luchando contra las náuseas y la debilidad, Hornblower consiguió sentarse. Si Bush aún estaba vivo, era necesario ocuparse de él inmediatamente. Debía de estar desnudo y mojado, expuesto a aquel aire cortante sobre la nieve… Aturdido aún, Hornblower se puso en pie sobre sus vacilantes piernas; se tambaleó y se agarró al brazo de Brown. La cabeza le daba vueltas.

—Allá abajo se ve una luz, señor —dijo Brown—. Si no me hubiese contestado esta vez, me disponía a ir hacia ella…

—¿Una luz?

Hornblower se frotó los ojos y luego aguzó la mirada. No había duda, allá, tal vez a un centenar de metros, una lucecita rompía la negrura de la noche. Acercarse a ella era rendirse; éste fue el primer pensamiento que se le ocurrió a Hornblower. Pero quedarse donde estaban tal vez fuera la muerte. Aunque por milagro hubiesen conseguido encender un fuego y vivir aquella noche, al día siguiente serían apresados, y Bush habría muerto sin duda. Aquella débil esperanza de vivir que Hornblower había entrevisto cuando planeó la fuga sobre la barca había desaparecido totalmente.

—Llevaremos al señor Bush —dijo.

—Sí, señor.

Hundiéndose en la nieve, llegaron al sitio donde estaba Bush.

—Hay una casa ahí arriba en la orilla, y le vamos a llevar a ella.

Era raro que, a pesar de lo débil que se sentía, fuese aún capaz de pensar y hablar. Toda aquella energía le parecía ficticia e irreal.

—Sí, señor.

Se inclinaron y, con las manos entrelazadas, sostuvieron a Bush por debajo de los rodillas y por la espalda. Él les echó los brazos al cuello; su camisa de dormir chorreaba cuando le levantaron. De esta forma se metieron por un terreno lleno de obstáculos que la nieve recubría, hundiéndose hasta las rodillas y tambaleándose, siempre guiados por la lucecita lejana. De pronto tropezaron con algo oculto en la nieve, resbalaron por una pendiente y cayeron al fondo. Bush dio un grito de dolor.

—¿Se ha hecho daño, señor? —preguntó Brown.

—Me he golpeado un poco el muñón. Capitán, déjeme aquí y vaya a pedir ayuda a aquella casa.

Reflexionaba Hornblower que sin el peso de Bush podían llegar arriba un poco más deprisa, pero se figuraba lo que sucedería una vez hubiese llamado a la puerta: las explicaciones que se vería obligado a dar en su pésimo francés, las resistencias que encontraría y el tiempo que se perdería antes de poder reunir a la gente dispuesta a acompañarle; y entretanto Bush permanecería hundido en la nieve, semidesnudo y mojado hasta los huesos. Un cuarto de hora en aquel estado podía resultar fatal, y hasta era posible que pasara media hora; ¿y si no se encontraba a nadie para ayudarle?

—No, no hay más que unos pasos —dijo, casi bromeando, y luego dirigiéndose al marinero—: Vamos, Brown, arriba…

Y, tambaleándose, volvieron a emprender el camino hacia la luz. El inválido pesaba como el plomo. Hornblower sentía que la cabeza le daba vueltas por el cansancio y le parecía que se le descoyuntaban los brazos. Sin embargo, en lo más hondo de aquella enorme fatiga, su cerebro seguía funcionando y en actividad vigilante.

—¿Cómo han salido del río? —preguntó, y su voz tenía un sonido afónico e irreal.

—La corriente nos ha arrojado fuera, señor —explicó Bush un poco sorprendido—. Yo no he hecho más que quitarme de las mantas que me envolvían; apenas he tocado el fondo y Brown estaba ya en la orilla y me ha sacado fuera.

—Ah —exclamó Hornblower.

Los caprichos de la riada son verdaderamente fantásticos. Tres hombres se hallaban juntos en una embarcación al caer al agua y uno de ellos había sido arrastrado, mientras los otros dos eran puestos a salvo por la misma corriente. Sus compañeros no podían figurarse la desesperada lucha que Hornblower había sostenido por su vida, ni tampoco lo sabrían nunca, pues él difícilmente se avendría jamás a hablar de ello. Por un instante un amargo sentimiento de rencor hacia ambos le envenenó el corazón, tan cansado y débil se sentía. Respiraba penosamente; hubiese dado un mundo por poder dejar aquel peso y descansar dos minutos, pero se lo impedía su orgullo. Y siguió hacia adelante, tropezando con las piedras y el desnivel del terreno que la nieve ocultaba. La luz se iba acercando y acabaron por oír el lejano aullido de un perro.

—Dé un grito, Brown —dijo Hornblower.

—¡Eh! —Mugió Brown—. ¡Eh! ¡Buena gente! Inmediatamente empezaron a ladrar furiosamente dos perros.

—¡Eh! —volvió a gritar Brown. Y siguieron su camino. En otro lugar de la casa apareció una luz. El sitio donde se hallaban parecía un jardín. Hornblower sentía las hierbas bajo sus pies y una rama espinosa le rasgó los pantalones. Los perros ladraban furiosamente.

—¿Quién va? —preguntó de pronto una voz en francés, desde una ventana invisible, en lo alto.

Hornblower rebuscó en su fatigada memoria las palabras convenientes.

—Tres hombres. Heridos… —dijo.

Le pareció que eso era lo más apropiado.

—Acérquense —dijo la voz. Hornblower y Brown avanzaron, tambaleándose, bajaron por un invisible sendero en declive y se detuvieron en el marco de luz que salía por una gran ventana iluminada en la planta baja. Bush, con su camisa de dormir, permanecía en brazos de los otros dos.

—¿Quién es?

—Prisioneros de guerra —contestó Hornblower.

—Esperen un momento, por favor —dijo la voz, cortés.

Esperaron, tiritando, hasta que cerca de la ventana iluminada se abrió una puerta, poniendo al descubierto un rectángulo de vivísima luz, poblado por algunas siluetas humanas.

—Entren, caballeros —dijo la misma voz de antes con amabilidad.