CAPÍTULO XI
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Las verdes aguas del Loira bajaban hasta su acostumbrado nivel estival. Hornblower había visto sus avenidas, sus hielos, al aparecer y al derretirse; había visto los sauces de las orillas casi sumergidos, pero ahora el agua volvía a su cauce, dejando al descubierto en las orillas unas riberas de dorada gravilla. Las aguas verdiazules que corrían veloces eran limpias, y bajo la pureza de aquel cielo destacaban los lejanos canales en un alegre contraste de colores con los primaverales tonos esmeralda del valle y los reflejos dorados de la ribera.
Los dos pacientes bueyes de oscuro y lustroso pelaje habían llevado el travois al río con las primeras luces del alba. Brown y Hornblower, que andaban a sus costados, cuidaban de que la preciosa embarcación, que se mantenía en equilibrio, no sufriese ningún daño. Bush jadeaba, cojeando, detrás. La barca resbaló suavemente al agua y, bajo la vigilancia de Bush, los campesinos cargaron las provisiones que habían llevado hasta allí. Una neblina matinal se extendía sobre el valle, levantándose en espirales sobre la superficie del agua, como si esperase los primeros rayos del sol para disiparse. Aquélla era la mejor hora para la salida. La niebla protegería a los viajeros de las miradas de los ojos indiscretos, que se llenarían sin duda de curiosidad al ver los preparativos de aquella inusitada expedición. En la casa ya se habían despedido de todo el mundo. El conde, tan impasible como siempre, como si levantarse a las cinco de la mañana fuese para él la cosa más natural del mundo; Marie, sonriente y serena. En las cuadras y en la cocina, las mujeres lamentaban la marcha de Brown, llorando sin disimulo y luego riendo entre sus lágrimas por las bromas que él les estuvo dirigiendo hasta el último instante en el voluble francés que había aprendido, acompañadas de algún manotazo en las abundantes posaderas. Hornblower se preguntaba cuántas conquistas habría hecho Brown durante el invierno y cuántos niños medio ingleses, medio franceses nacerían al siguiente otoño como resultado.
—Recuerde que me ha prometido volver después de la guerra —repitió el conde—. Marie se alegrará mucho de volverle a ver.
Su sonrisa no ocultaba aparentemente ninguna segunda intención. ¿Cuánto había adivinado y qué es lo que sabía? Este pensamiento obligó a Hornblower a tragar saliva.
—Desatraca —ordenó con voz ronca—. Brown, coja los remos.
La barca chirrió sobre las piedrecillas y, de pronto, flotó en el agua, abandonándose a la corriente y se alejó del pequeño grupo de campesinos y de los bueyes indiferentes, una visión ya vaga en medio de la niebla.
Las chumaceras rechinaron y la barca se movió a los vigorosos movimientos de los remos de Brown. Hornblower oía aquel rumor y veía a Bush sentado a su lado, pero durante unos momentos no pudo fijarse en nada. Estaba rodeado de una niebla mucho más espesa que la verdadera y palpable.
Sin embargo, todas las nieblas se disiparon a los rayos del sol que pronto empezaron a calentarle la espalda. Sobre la orilla opuesta, magnífico en la plenitud de su floración, estaba el frutal en el que tantas veces se posó su mirada desde lo alto de la torrecilla, y al volverse vio brillar el castillo a los rayos del sol. Sabía que las torrecillas en los ángulos habían sido añadidas hacía unos cincuenta años por un conde De Graçay que tenía el característico gusto rococó por lo antiguo; pero vistas así de lejos parecían auténticas. A la luz matinal parecía realmente un castillo embrujado, un castillo de hadas, de maravilla, y los meses que había pasado en él a Hornblower le parecían ahora un sueño, un sueño del que despertaba de mala gana.
—Señor Bush —dijo con tono de mando—. Por favor, coja la caña y finja que está pescando. Más despacio, Brown.
Se deslizaban por el río, azul en la lejanía y verde de cerca, limpio y transparente hasta el punto de verse el fondo. Al cabo de unos minutos estaban en la confluencia del Allier con el Loira. Era un hermoso río, casi tan grande como este último, y al unirse ambos formaban una corriente majestuosa que de una a otra orilla medía por lo menos ciento cincuenta brazas. Se hallaban a tiro de fusil de la ribera, pero bastante seguros, porque las dos orillas se prolongaban en un ancho trozo de terreno arenoso, sobre el que apenas se veía algún sauce y que, a causa de las periódicas inundaciones, permanecía inculto y sin vivienda alguna. Sólo lo visitaban los pescadores y alguna aldeana que lavaba la ropa en el río.
La niebla se había desvanecido por completo y el cálido sol prometía uno de aquellos espléndidos días primaverales que se dan en la Francia central. Hornblower se acomodó algo mejor sobre el banco. La jerarquía estaba realmente en gran desproporción en aquella barca. La proporción de un capitán, un teniente y un marinero resultaba ridícula. Hornblower necesitaría muchísimo tacto para arreglarlo de modo que pudiesen hacer todo lo necesario entre los tres. Había que procurar que Brown no se molestase al ver que le colgaban todo el trabajo, y que la disciplina no corriera el riesgo de perderse por una división de las tareas excesivamente democrática. En una barca de quince pies de largo no sería empresa fácil conservar la dignidad que correspondía a un capitán.
—Brown —le dijo—. Hasta ahora estoy muy satisfecho de usted. Continúe así y cuando estemos en Inglaterra procuraré que le recompensen debidamente. Si quiere tendrá un nombramiento de contramaestre de la tripulación.
—Muchas gracias, señor, se lo agradezco muchísimo, pero si me disculpa le diré que me encuentro muy bien tal como estoy ahora, señor.
Quería decir que se avenía muy bien en su cometido de timonel; pero el tono de su voz dejaba entrever algo más. Hornblower le miraba mientras, de cara al sol, iba remando con lentitud. Había en su cara una sonrisa de satisfacción; aquel hombre era completamente feliz. Durante varios meses había estado bien comido y bien alojado, en compañía de mujeres, con poco trabajo y bien tratado. Ahora mismo tenía por delante la perspectiva de un largo período de tranquilidad, en el que seguiría comiendo como jamás comió antes de poner el pie en Francia y sin más ocupación que la de remar plácidamente, sin necesidad de salir a la intemperie en una noche tempestuosa para arrizar las gavias. Veinte años entre la tripulación de un barco de la marina real, pensaba Hornblower, tenían que acostumbrar a cualquiera a vivir al día. El mañana podía traer peligros, enfermedades, fatigas y muerte; penalidades, desde luego, y probablemente hambre, sin poder levantar ni un dedo para conjurar todas esas miserias, pues el simple hecho de levantarlo podía hacer, quizá, que empeorasen. Veinte años a merced de la casualidad y no solamente en las cosas grandes, sino también en las más insignificantes, debían conseguir que el hombre que sobreviviese fuese un fatalista. Durante un segundo Hornblower sintió un poco de envidia por Brown, que jamás conocería el sufrimiento de la indefensión ni la indignidad de la incertidumbre.
En aquel lugar, el río estaba sembrado de islotes bordeados por una pequeña playa de gravilla dorada, los cuales lo dividían en varios brazos. La tarea de Hornblower no era nada sencilla, teniendo que escoger el trozo más navegable entre todos los que se presentaban. Había bajíos en el sitio que podría creerse más espacioso y por donde parecía dirigirse la corriente principal; las limpias aguas verdosas corrían veloces, cada vez más veloces; pero también cada vez más bajas, hasta que la barca pasó rozando contra los cantos del fondo. A veces la orilla se cortaba de repente a pico, de modo que se encontraban en poco más de seis pulgadas de aguas tumultuosas y, al instante siguiente, en aguas hondas y tranquilas, para luego verse medio encallados. Más de una vez Brown y Hornblower, con los calzones remangados hasta la rodilla, se vieron obligados a bajar para arrastrar la barca durante algunas docenas de yardas antes de hallar de nuevo bastante profundidad. Hornblower agradeció mentalmente al destino el hecho de haber decidido construir la barca con el fondo plano, porque la quilla habría sido un tremendo estorbo.
Luego llegaron a un salto de agua, casi igual que aquél que, durante la fuga en las tinieblas nocturnas, había provocado la catástrofe. El dique era medio natural y medio artificial, formado por grandes piedras amontonadas a través del río y, en algunos puntos, las aguas caían tumultuosamente.
—¡A la orilla, Brown! —gritó Hornblower al timonel, que esperaba sus instrucciones.
Llevaron la barca hacia un pequeño banco de guijarros, justamente encima del dique. Hornblower bajó y miró hacia delante. Bajo el dique se extendía un centenar de yardas de aguas turbulentas; era muy aconsejable transportarlo todo a cuestas. Hornblower y Brown hicieron tres viajes hasta el lugar en que el río volvía a ser navegable, llevando las provisiones. Bush, con su pierna de palo, no podría hacer otra cosa que ir cojeando por el accidentado terreno. Después fue necesario emplearse en la tarea de transportar la barca. No resultaba nada fácil; había una enorme diferencia entre arrastrarla por los bajos en el río a levantarla en tierra. Tristemente se puso Hornblower a considerar la tarea antes de levantarla del suelo. Luego se inclinó y pasó las manos por debajo.
—Cójala por el otro lado, Brown. Ahora… arriba.
Entre ambos apenas consiguieron levantarla; pero aunque tambaleándose, ya habían recorrido unos pasos cuando Hornblower sintió que se le acababan las fuerzas y la barca resbaló de sus manos. Evitando las miradas de Brown, se inclinó nuevamente exasperado.
—¡Arriba! —exclamó. Pero era imposible llevar semejante peso de aquella forma. Apenas lo levantó, se vio obligado a volverlo a soltar.
—Así no se puede, capitán —dijo Brown, respetuoso—. Será preciso que nos la carguemos a la espalda. No hay más remedio.
Hornblower oía la voz de Brown como si llegase de muy lejos.
—Perdone, capitán; pero si usted la levanta por la proa, yo me encargo de la popa. Así, capitán, levante el otro lado y sosténgala firme, mientras me pongo yo. Bien, capitán. ¡Vamos! ¡Arriba!
Ya estaban encorvados bajo el peso. Hornblower, que estaba bajo la proa, que era lo más ligero, pensaba en Brown, que había cargado con la popa, mucho más pesada, y apretando los dientes se juró que no se detendría hasta que Brown no le avisase. Aún no habían pasado cinco segundos y ya se arrepentía de su decisión. Le costaba respirar y le dolía el pecho como si fuese a estallar. Cada vez se hacía más difícil hallar un punto de apoyo para el pie en aquella superficie tan desigual. Aquellos meses pasados en el castillo de De Graçay le habían debilitado; no se encontraba en forma. Las últimas yardas las recorrió sin ser consciente de nada salvo del peso abrumador sobre la nuca y los hombros y su dificultad para respirar. Al fin oyó la voz de Bush.
—Aquí, señor. Deje que la agarre bien.
Con la ayuda ligera pero eficaz que le prestó Bush, Hornblower pudo salir de debajo de la barca y depositarla suavemente en el suelo. Brown jadeaba, de pie en la popa, secándose el sudor de la frente con el revés de la manga. Hornblower le vio abrir la boca para hacer una observación, tal vez sobre el peso de la barca, pero enseguida la cerró, quizá recordando que debía nuevamente atenerse a la disciplina y hablar solamente cuando se le pidiese. Y la disciplina, según pensaba Hornblower, exigía que él mismo tampoco mostrase ninguna señal de debilidad ante su subordinado. Ya había sido bastante malo verse obligado a soportar los consejos de Brown sobre la manera en que se debía levantar la barca.
—Cójala otra vez, Brown, y la empujaremos al agua —dijo, dominando con un esfuerzo su jadeante respiración.
La barca resbaló en el agua y volvieron a cargar en ella las provisiones. Hornblower se sentía mareado por el esfuerzo, y ya pensaba en su confortable asiento al timón, cuando alejó de sí este pensamiento.
—Yo remaré, Brown.
Brown volvió a abrir la boca, y la cerró de nuevo sin decir nada; no podía discutir una orden terminante. La barca se deslizó en el agua con Hornblower en los remos, feliz en su infundada seguridad de haber demostrado que un capitán era capaz de igualar en fuerza física a un simple timonel, por muy hercúleo que éste fuera.
Todavía volvieron a encontrarse aquel día con nuevos bancos casi a flor de agua, que no pudieron atravesar sin aligerar antes la barca de todo el peso que fue posible. Cuando Hornblower y Brown, con el agua hasta las rodillas, no conseguían arrastrarla más, Bush se veía obligado a descender; la pierna de palo se hundía en la arena, a pesar de su remate de cuero, y cojeando iba hasta el final del banco, esperando allí hasta que sus compañeros llegaron con la barca aligerada. Una de las veces tuvo que cargar con el saco del pan y el envoltorio de las mantas, y en esta ocasión, su pata de palo se hundió tan profundamente en la arena que los compañeros tuvieron que quitársela, llevarle a él a cuestas hasta la barca y volver a recuperar la pierna. Aquel día tuvieron que hacer otro transporte por tierra, pero afortunadamente no tan largo como el primero. En resumen, aquel primer día de viaje presentó las incidencias suficientes para evitar que se aburrieran.
Navegar por aquel río solitario era como viajar por un país desierto. Durante buena parte del día no se distinguía alma viviente. Una vez, vieron un bote atado a un palo en la orilla que seguramente servía para cruzar el río; otra vez pasaron cerca de una barcaza de transporte que, atada a robustos cables que atravesaban el río de parte a parte en forma oblicua, se movía de un lado a otro empujada por la fuerza de la corriente. Un día encontraron una barca que llevaba a bordo dos hombres bronceados por el sol que se dedicaban a sacar arena del río; provistos de una especie de pala de largo mango, rascaban el fondo y metían la arena en la barca. Hubo un momento de tensión entre nuestros viajeros cuando se acercaron. Bush y Brown habían echado mano de las cañas, fingiéndose absortos en la pesca, mientras Hornblower, con los remos, procuraba mantener la barca en medio del río. Por un instante estuvo a punto de ordenar a sus hombres que silenciaran a aquellos otros dos, pues su aspecto le pareció sospechoso, pero se contuvo. Confiaba en que supieran reaccionar con rapidez sin necesidad de que les diera la orden, y su dignidad exigía que no revelase la aprensión que le agitaba.
Ésta resultó perfectamente infundada. No había ninguna clase de curiosidad en las miradas que les dirigieron aquellos hombres; al contrario, hasta parecía haber cierta cordialidad en sus sonrisas cuando les dedicaron un cortés: Bonjour, messieurs.
—Bonjour —contestaron Hornblower y Brown. Bush tuvo la sensatez de no decir esta boca es mía; de otro modo se hubiese puesto demasiado en evidencia, así que siguió absorto en la pesca. Era evidente que las barcas con pescadores eran un espectáculo muy corriente en el Loira y no llamaban la atención ni despertaban muchas sospechas; además, la inocencia inherente al pasatiempo de la pesca les protegía de toda sospecha, como habían imaginado Hornblower y el conde hacía tiempo, y nadie se hubiese podido imaginar que una barquita, en el mismo corazón de Francia, pudiese albergar a unos prisioneros de guerra en fuga.
El espectáculo más corriente en las riberas del río eran las lavanderas; a veces solas y otras en pequeños grupos, su animada charla llegaba claramente hasta los oídos de los tres ingleses, que también oían el golpeteo de las palas sobre las ropas mojadas y veían a las mujeres arrodilladas levantarse e inclinarse de nuevo al aclarar la ropa en la corriente. Algunas levantaban la vista de su trabajo para echar una mirada a los pescadores, pero sin la menor curiosidad. En tiempos de guerra y revueltas había tantas posibles explicaciones para que las mujeres no conocieran a los ocupantes de la barca que no les resultaba extraño.
No tropezaron con ninguno de los rápidos por causa de los cuales se vieron en tan grave peligro. La confluencia del Allier y el cese de las lluvias invernales bastaban para explicar el hecho. Algunos bajíos, especialmente arenosos, sembrados de piedras, seguramente en invierno se veían transformados en rápidos. De todos modos, ahora era fácil atravesarlos o dar un rodeo para evitarlos. El viaje no ofrecía dificultades de esta especie. El tiempo era bueno, el día hermoso y soleado, agradablemente cálido, y el paisaje iluminado todo él de verdes, oros y azules. Brown disfrutaba en su contemplación sin reserva, tumbado cómodamente; y el recio Bush también se lo tomaba con calma y, mecido por aquella paz, daba alguna cabezada. En su austera filosofía, la humanidad —la de los marinos por lo menos— había nacido para sufrir dolores, contratiempos y peligros de todas clases, y cualquier cambio de ese estado de cosas había que considerarlo con desconfianza; y no disfrutar demasiado, a riesgo de tenerlo que pagar muy caro más tarde. Aquella encantadora navegación a la deriva, o poco menos, a lo largo del río, era demasiado hermosa para que durase mucho. A la mañana seguía el mediodía y a éste una larga tarde propicia a los ensueños, después del delicioso almuerzo (regalo de la gorda Jeanne) a base de paté y una botella de vino.
Las pequeñas ciudades o más bien pueblos junto a los que pasaban estaban edificados en pequeñas alturas sobre las distantes riberas, más allá de los límites de las avenidas. Hornblower, que conocía de memoria el breve itinerario que el conde le había trazado con sus distancias, sabía que la primera villa con puente que hallarían a su paso sería Briare, y no podían llegar a ella hasta últimas horas de la tarde. Él había pensado esperar hasta que cayera la noche y atravesarla en la oscuridad, pero aunque era de día decidió seguir sin detenerse. No sabía por qué. Se daba perfecta cuenta de que desafiar así el peligro, aunque fuese muy ligero, sin que le obligase el deber ni el afán de conquistar honores, era algo que se salía de lo corriente. No había nada que ganar, como no fuesen un par de horas de tiempo. La frase de Nelson «no perder ni siquiera una hora» estaba profundamente grabada en su conciencia, pero no era eso lo que le había movido.
Era más bien una innata tendencia a las complicaciones. Hasta entonces todo había salido estupendamente bien. La huida de Caillard y de sus gendarmes casi había sido milagrosa, y aún más milagrosa fue la suerte que les llevó al castillo de Graçay, el único lugar en todo el país donde podían hallar refugio. También ahora, este viaje por el río se presentaba excepcionalmente afortunado. La instintiva reacción de Hornblower ante aquella sucesión de acontecimientos excepcionalmente felices era la de intuir una desgracia. Tantas desdichas le habían sucedido en su vida que cuando le faltaban casi se sentía mal.
También le empujaba en parte el mal humor que sentía. Estaba arisco y enfurruñado. Echaba de menos a Marie y a cada golpe de remo se alejaba más de ella. Por un lado le atormentaba el pensamiento del vergonzoso papel que había desempeñado, y el recuerdo de las horas pasadas al lado de ella le llenaban, en cambio, de nostalgia. Ante él tenía su patria, donde le creían muerto y donde María, que ya se habría resignado a la idea de perderlo, se iba a mostrar penosamente feliz al verle, donde Bárbara le habría olvidado y, en fin, donde le esperaba un consejo de guerra que juzgaría sus actos. Pensó con amargura que habría sido mejor para todos que él hubiese muerto. El pensamiento de su vuelta le producía un vago malestar, casi como tener que arrojarse de cabeza en el agua helada o enfrentarse a un peligro inminente. Sí, esa era la verdadera razón. Se había obligado siempre a afrontar el peligro, avanzar valientemente a su encuentro. Siempre se había tragado todas las amargas píldoras que la vida le había ido presentando, sabiendo muy bien que cualquier vacilación por su parte tendría que pagarla luego con el desprecio de sí mismo, que aún era más amargo. Por eso, ahora, no quería aceptar ninguna excusa para un retraso.
Ya se veía Briare allá, al fondo de una recta del río. El campanario de su iglesia se dibujaba en el cielo vespertino, y el largo puente destacaba en negro contra las lejanías plateadas del agua. Todo esto pudo verlo Hornblower volviendo la cabeza para mirar mientras sentía los ojos de sus compañeros clavados en él.
—Brown, tome los remos —gruñó.
Sin decir una palabra cambiaron de lugar, y Bush le pasó la caña del timón con una mirada interrogativa.
Sabía que su capitán había decidido no pasar debajo de ningún puente si no era a favor de la oscuridad nocturna. Allí había dos grandes manchas negras que parecían resbalar sobre el espejo de las aguas; eran balsas remolcadas desde el canal lateral hacia el canal de Briore por un cauce que atravesaba el río, dragado con este fin. Hornblower las veía acercarse, mientras la barca, empujada vigorosamente por los remos de Brown, adquiría velocidad.
Una rápida mirada al río le indicó qué arcada del puente debía escoger para su paso. Ya veía claramente las sirgas de remolque de las barcazas. Sobre el puente y en las orillas, recortándose claramente contra el cielo, había caballos atados por parejas, que tiraban de las grandes y pesadas balsas a través de la impetuosa corriente.
Algunos hombres que estaban en el puente se inclinaron para mirar la barca; entre las barcazas había espacio suficiente para pasar sin detenerse a dar explicaciones.
—¡Adelante! —susurró Hornblower a Brown, y la barca pasó como una flecha, se metió bajo una arcada, y pasó junto a la popa de una de las barcazas. Un viejo musculoso, que estaba en el timón con un niño a su lado, les vio pasar y alejarse sin demostrar ninguna curiosidad. Hornblower agitó alegremente la mano en gesto de saludo para el chiquillo. La excitación era una droga que saboreaba con avidez y que siempre le levantaba el ánimo. Luego dirigió una sonrisa a los hombres del puente y de las orillas. Habían pasado en un abrir y cerrar de ojos. Ya Briare quedaba atrás.
—Ha resultado bastante fácil, señor —observó Bush.
—Sí —dijo Hornblower.
Si hubiesen viajado por vía terrestre, seguro que habrían sido detenidos para examinar sus pasaportes; en cambio, en un río que no era navegable a nadie se le ocurría exigir aquella formalidad.
El sol ya estaba bajo y le daba a Hornblower en los ojos. Antes de una hora reinaría la oscuridad. Ya empezaba a buscar con la mirada un lugar donde acomodarse para pasar la noche. Dejó pasar una isla bastante larga y luego descubrió el lugar que juzgó ideal: un pequeño montículo que surgía del agua sombreado por tres sauces. El minúsculo oasis de verdura estaba rodeado de una amplia franja de oro oscuro, en el lugar en que las aguas al retirarse habían dejado al descubierto la grava.
—Allí pondremos la barca en seco, Brown —anunció Hornblower—. Despacio. Reme a estribor. Ahora los dos. Despacio.
No fue un abordaje muy feliz. Hornblower, a pesar de su indiscutible habilidad para maniobrar grandes buques, tenía bastante que aprender en cuanto a las reacciones de una barca de fondo chato entre los bajíos de un río. Un remolino les hizo dar media vuelta, y apenas tocó fondo la barca la corriente la volvió a arrastrar. Brown, que se había echado al agua por la proa, estaba hundido en ella basta la cintura y, agarrando la cuerda, se vio obligado a hacer fuerza contra la corriente para contener la embarcación. El diplomático silencio que siguió se hizo notar mucho, mientras Brown tiraba de la barca para remolcarla hasta la orilla del islote.
A Hornblower, que se sentía muy molesto, no le pasó por alto el movimiento de impaciencia de Bush, y pensó en la bronca que habría echado sin duda su primer oficial a un guardiamarina que hubiera llevado a cabo una labor tan chapucera. El pensar que Bush se veía obligado a tragarse el disgusto le hizo sonreír, y la sonrisa le hizo olvidar su turbación.
Bajándose por el costado, entró en el agua, ayudó a Brown a remolcar la embarcación aligerada y no dejó que Bush descendiese a su vez. Para Bush, ver que el capitán estaba trabajando mientras él permanecía ocioso era un verdadero suplicio. Solamente cuando el agua era tan baja que apenas llegaba al tobillo, Bush obtuvo el permiso para desembarcar. Sacaron la barca a la orilla todo lo que pudieron y Brown ató la cuerda a una estaca profundamente hundida en el terreno; de esta manera, aunque las aguas hubiesen tenido una inesperada crecida, no podrían arrastrarla. Mientras, se había puesto el sol entre una apoteosis de rosadas nubes, y la oscuridad aumentaba por momentos.
—Ahora pensemos en la cena —dijo Hornblower—. ¿Qué cenaremos esta noche?
Un capitán con rígidas ideas sobre la disciplina se hubiese limitado a anunciar lo que se iba a cenar, guardándose muy bien de pedir la opinión de sus subordinados. Hornblower era demasiado consciente de las excepcionales circunstancias que vivían para querer llevar hasta ese extremo la ficción; pero tanto Brown como Bush, acostumbrados a una vida entera de subordinación, fueron incapaces de abrir la boca para hacer una sugerencia, aunque se la pidiese el propio capitán; por eso permanecieron silenciosos e incómodos, dejando que fuera Hornblower quien decidiera que acabarían de comerse el paté, acompañado de un plato de patatas hervidas. Una vez tomada la decisión, Bush, como un buen primer oficial, se encargó de interpretar y ampliar las órdenes de su jefe.
—El fuego se encenderá aquí —dijo—. Necesitaremos bastante leña, Brown. Sí… y también será necesaria alguna rama para hacer un trípode y colocar encima la olla… Corte tres de aquel árbol de allí.
Bush sospechaba que Hornblower estaba pensando en tomar parte en la preparación de la cena, y esa idea se le hacía insoportable. Dirigió al capitán una mirada que era de súplica y a la vez desafiante. Un capitán no debía ser visto jamás ocupado en trabajos poco honrosos, sino que debía mantenerse en un majestuoso aislamiento, encerrado en las misteriosas interioridades de su camarote. Así que Hornblower les dejó y decidió dar una vueltecita de reconocimiento por el islote, y observó las lejanas orillas y las casas aisladas que iban hundiéndose en la oscuridad. Tuvo una desilusión al descubrir que el agradable verdor que formaba una hermosa alfombra en todo el suelo del islote no era de hierba, como había pensado, sino de ortigas, que, a pesar de lo temprano de la estación, crecían espesas y altas hasta la rodilla. A juzgar por ciertas expresiones que se le escaparon, Brown también acababa de hacer el mismo descubrimiento al ir con los pies descalzos a buscar leña.
Después de pasear un poco, Hornblower volvió y se encontró ante una idílica escena. Brown cuidaba el pequeño fuego que chisporroteaba debajo de la olla, suspendida del trípode fabricado con las ramas. Bush, con la pierna de palo extendida hacia adelante, estaba pelando la última patata. Al parecer, había considerado que un primer oficial podía efectuar los trabajos domésticos a medias con el último miembro de la tripulación sin poner en peligro la disciplina. Cenaron los tres juntos, callados, pero amigablemente, junto al fuego que se apagaba poco a poco. El frío aire del anochecer no conseguía helar aquel sentimiento de compañerismo que cada uno de ellos sentía a su manera.
—¿Debemos hacer guardia, señor? —preguntó Bush una vez terminaron de cenar.
—No —contestó Hornblower.
La escasa seguridad adicional que proporcionaría uno de ellos permaneciendo despierto no compensaba la incomodidad de que todos perdieran cuatro horas de sueño cada noche.
Bush y Brown iban a dormir envueltos en abrigos y mantas sobre el desnudo suelo, seguramente, pensó Hornblower, incómodos. Él tenía un jergón de ortigas cortadas y metidas hábilmente bajo la cubierta de la barca. Brown se lo había preparado en la parte llana de la orilla de grava, y sólo Dios sabe a costa de cuánto escozor. Hornblower durmió pacíficamente, con la cara humedecida por el rocío y bajo la luz de una media luna que brillaba en el cielo estrellado. Vagamente, en duermevela, recordaba cómo los grandes capitanes —Carlos XII, entre otros— habían compartido la dura vida de sus hombres y dormido con ellos en el suelo. Por un momento se preguntó si él mismo no debería hacer algo parecido; luego su buen sentido se impuso a su modestia, y se dijo que él no tenía que recurrir a esos trucos teatrales para ganarse el afecto de Bush y de Brown.