CAPÍTULO XIII
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Antes de entrar en Nantes, Hornblower decidió que había llegado el momento de vestir los uniformes de funcionarios de aduana. Había meditado mucho antes de llegar a aquella decisión, sopesando todos los pros y los contras. Si llegaban vestidos de civil, serían interrogados y les resultaría casi imposible explicar la falta de documentación y de pasaportes; mientras que si los veían de uniforme, tal vez nadie se metiese con ellos, y aunque alguien llegase a interrogarles, podría salvarles adoptar un aire arrogante. Pero el papel de coronel de aduaneros quería poseer una cierta habilidad histriónica, y Hornblower desconfiaba de sí mismo, no tanto de su habilidad como de sus nervios. Fríamente se decía que si durante tantos años había fingido ser un hombre rígido e imperturbable, mientras que en realidad era lo contrario, ¿por qué no iba a poder aparentar durante unos minutos ser un hombre arrogante y muy pagado de sí mismo, aun con la dificultad adicional de tener que hablar en francés? Al fin se decidió; a pesar de estas dudas se puso el flamante uniforme y se colocó en el pecho la Legión de Honor.
Como siempre, los primeros momentos fueron los más difíciles. Se sentó en la popa y cogió el timón, mientras Brown se ponía a remar. Era tal su nerviosismo que si se hubiera descuidado lo más mínimo le habrían temblado las manos, así como su voz al dar las órdenes a Brown. Por eso se impuso aquella rigidez a la que todos estaban acostumbrados y habló con la inconsciente aspereza que siempre empleaba en el momento de la acción.
Pronto se deslizaron con rapidez por el río. La ciudad de Nantes se acercaba a ojos vistas. Las casas eran cada vez más frecuentes a lo largo de ambas orillas; y luego, el río empezó a dividirse en varios brazos. Hornblower reconoció inmediatamente el canal principal por los indicios de actividad comercial que se observaba en las orillas; sin embargo, en su mayoría no eran sino restos del pasado esplendor, pues Nantes, lentamente estrangulada por el bloqueo inglés, era ahora una ciudad moribunda. La gente ociosa que se movía con indolencia por los quais y los almacenes desiertos revelaba los duros efectos de la guerra en el comercio francés.
Pasaron por debajo de un par de puentes, en donde la corriente era bastante impetuosa, y dejaron a estribor la mole imponente del castillo ducal. Hornblower intentaba adoptar un aire de indiferencia, como el de quien no pretende llamar la atención pero tampoco hace nada para evitarla. La Legión de Honor tintineaba suavemente, meciéndose sobre su pecho. Una mirada que dirigió a Bush le confortó y le tranquilizó. Bush estaba sentado, inmóvil, con la cara tan impasible que Hornblower comprendió que también estaba nervioso. Bush era capaz de combatir y afrontar al enemigo con una gran indiferencia por el peligro; pero verse sentado allí, ante las miradas de miles de franceses, mientras de su simple inactividad dependía la salvación de la muerte y de la cárcel, era algo que ponía a prueba su valor. Al ver a Bush, Hornblower sintió que se disipaban todos sus terrores, y sintió la alegría y la excitación del valor temerario.
Después de pasado el último puente, empezó el puerto marítimo. Allí encontraron las primeras barcas de pesca. Hornblower las estudiaba atentamente porque pensaba apoderarse de una de ellas. Ahora, la experiencia que adquirió años atrás a las órdenes de Pellew en el escuadrón de bloqueo le sería muy útil. Él conocía muy bien aquellas barcas. Por lo común, navegaban entre las islas de la costa de Bretaña, pescando aquellos peces que los franceses se empeñaban en llamar sardines, y luego subían por el estuario para venderlos en el mercado de Nantes. Con Bush y Brown podría maniobrar fácilmente una de aquellas barcas, que eran lo bastante marineras para sacarles del bloqueo, y, si llegaba el caso, conducirles a Inglaterra. Hornblower estaba casi seguro de que iba a llevar a cabo ese plan, de modo que ordenó a Brown que remara más despacio, mientras él concentraba toda su atención en las embarcaciones.
Además de las barcas pesqueras había dos naves estadounidenses. Las barras y estrellas ondeaban al viento alegremente. Hornblower no dejó de percibir un siniestro entrechocar de cadenas: eran los presos que hacían de cargadores del muelle, tambaleándose encorvados bajo el peso de los sacos de grano. Esto era interesante. Hornblower volvió a mirar a los galeotes. Estaban vigilados por soldados. Hornblower veía sus gorros y el brillo de los cañones de los mosquetes, y así comprendió quiénes debían de ser aquellos pobres diablos. Eran los delincuentes militares, los desertores, los centinelas que habían sido sorprendidos durmiendo en su puesto, soldados que desobedecieron una orden; en resumen, todos los infortunados de los ejércitos que Napoleón mantenía en todos los países de Europa. Los tribunales militares los condenaban a «galeras», y como la marina francesa ya no usaba navíos de remos, los condenados servían para desempeñar las más rudas tareas en los puertos. Dos veces, siendo teniente a bordo de la Indefatigable, había visto Hornblower recoger varios grupos de hombres desesperados que habían huido de Nantes poco más o menos de la misma forma que él se proponía.
Luego, además de los buques estadounidenses, vio algo más, algo diferente que hizo que le diera un vuelco el corazón. Allá, la bandera tricolor parecía ondear petulantemente proclamando su triunfo sobre una bandera azul.
—Witch of Endor, un cúter con diez cañones —dijo Bush con voz ronca—. Una fragata francesa lo capturó el año pasado en la costa de sotavento, a la altura de Noirmoutier. Dios mío, cómo son estos franceses. Han pasado once meses y aún tienen la bandera inglesa debajo de la suya.
Era un encanto la pequeña embarcación. Aun a aquella distancia se podía apreciar su elegante línea, que proclamaba su velocidad y todas las buenas cualidades marineras que la adornaban.
—Parece que los gabachos no la han cargado de palos, como habría sido de esperar —comentó Bush.
Estaba preparada para hacerse a la mar. Los expertos ojos de los viajeros midieron inmediatamente el área de las velas mayores, que estaban aferradas. El cúter apenas se movía sobre el agua y el mástil, que se elevaba alto y esbelto, parecía inclinarse hacia los tres ingleses, en una imperceptible señal de saludo. Semejaba un prisionero que pidiese ayuda, y aquella enseña azul, humillada por la tricolor, narraba una trágica historia. Como empujado por un repentino impulso, Hornblower movió el timón.
—Desembarquemos —ordenó a Brown.
Con unos pocos movimientos de remos llegaron a la orilla, y, cogiendo una anilla del muro, Brown amarró el cabo. Hornblower, esbelto y ligero, y luego Bush, con alguna dificultad, subieron las escaleras de piedra que conducían al muelle.
—Suivez nous —dijo Hornblower a Brown, recordando en el último instante que era necesario hablar en francés.
Hizo un esfuerzo por levantar bien alta la cabeza y adoptó un aire desafiante. Se sintió más tranquilo al sentir las pistolas bajo el paño de la guerrera, en su costado, y la espada golpeándole el muslo. Bush andaba a su lado; su pierna de palo chocaba acompasadamente sobre el pavimento. Un grupo de soldados saludó al pasar al elegante uniforme, y con desenvoltura y asombrado de su propia sangre fría, Hornblower devolvió el saludo. El corazón le latía con fuerza y, sin embargo, en una especie de éxtasis, comprendía que no sentía ni el más mínimo temor. Tal vez valiera la pena correr aquel riesgo por el gusto de sentirse tan locamente temerario.
Cuando llegaron al lado del Witch of Endor se detuvieron a contemplarlo. Su cubierta no tenía aquella inmaculada limpieza que hubiese exigido un primer oficial inglés, y sus jarcias muertas mostraban un desaliño que daba pena. Un par de hombres se movían con desgana en cubierta, vigilados por un tercer individuo.
—La guardia del anclaje —murmuró Brown—. Dos hombres y un contramaestre.
Hablaba sin mover los labios, como un chico travieso en clase, temiendo que un observador atento, leyendo el movimiento de sus labios, comprendiese que no hablaba francés.
—Los otros están todos en tierra, vaya marineros de agua dulce —comento Bush.
Parado en el quai, Hornblower sentía el aire sutil soplarle en las orejas. Había un continuo movimiento de soldados, marineros y gente civil; desde lejos se oía el trajín de los barcos estadounidenses que se descargaban. Los pensamientos de Bush seguían poco más o menos el mismo rumbo que los de su capitán. Bush sentía la tentación que poco a poco se iba adueñando del ánimo de Hornblower: apoderarse del Witch of Endor, y navegar con él a Inglaterra… Una idea semejante no se le hubiese ocurrido jamás a Bush, pero los años de servicio pasados a las órdenes del capitán Hornblower le habían hecho receptivo a cualquier idea, aun las más fantásticas. Ésta lo era, realmente. Aquellos grandes cúters tenían una dotación de sesenta hombres, que eran los que se necesitaban para aparejar y maniobrar. Tres hombres —uno de ellos inválido— no podían esperar ni siquiera izar la vela mayor; aunque era posible que entre los tres, con buen tiempo y en alta mar, pudiesen maniobrar la nave. Esa posibilidad era la que había encauzado los pensamientos de Hornblower, pero por otra parte estaba el traicionero estuario del Loira, que les separaba del mar. Hornblower no ignoraba que los franceses, por temor a las incursiones inglesas, habían retirado todas las boyas y señales para la navegación. Sin un práctico era una locura esperar hallar el buen camino a lo largo de treinta y cinco millas sin encallar en los bancos de arena, y además, había que contar con las baterías de Paimboeuf y Saint-Nazaire, que vedaban las entradas y salidas de todo el que no tuviese permiso. La empresa era imposible, sólo pensaba en ella por puro sentimentalismo, se dijo Hornblower, crítico consigo mismo.
Volvió sobre sus pasos y se dirigió con lentitud hacia los buques norteamericanos, observando con interés a los infelices presos que avanzaban penosamente sobre las pasarelas cargados con sus sacos de grano. La vista de tanta miseria le ponía enfermo, lo mismo que los brutales sargentos que los custodiaban. Allí, más que en ninguna otra parte, se dijo a sí mismo, se encontraba el germen del levantamiento contra Bonaparte que todo el mundo esperaba. Lo único que hacía falta era un líder desesperado… Sí, informaría de ello al gobierno cuando volviese a casa. Algo más allá, en el río, otro buque se dirigía al puerto; con las gavias negras contrastando con el sol poniente y empujado por un vientecillo sur, navegaba a todo ceñir dejando atrás la marea. También enarbolaba las barras y estrellas: otro buque estadounidense. Hornblower experimentaba el mismo sentimiento de impotencia que había sentido en otros tiempos, cuando navegaba a las órdenes de Pellew. ¿Para qué mantener el bloqueo de una costa, afrontando los peligros y las molestias que eso comportaba, si después resultaba que las naves neutrales podían ir y venir a su gusto? Oficialmente, aquellos cargamentos de grano no eran considerados contrabando y, sin embargo, el trigo para el régimen napoleónico era una cosa de importancia vital, como lo era el cáñamo, la brea o todas las demás cosas que se consideraban contrabando de guerra. Cuanto más grano consiguieran importar, más hombres podría mantener el ejército. Hornblower volvió a plantearse la eterna incógnita: si Estados Unidos abandonaba su humillante neutralidad, ¿contra cuál de las dos naciones volvería sus armas: Francia o Inglaterra? Con Francia ya había estado algún tiempo en guerra, y les interesaba combatir el despotismo imperial, pero quedaba por resolver la cuestión de si luego podría escapar a la tentación de tirar de la cola al león británico.
Entretanto, el barco que llegaba iba subiendo por el río y, costeando el muelle, maniobraba con bastante pericia. Las gavias en facha lo acercaron a puerto y finalmente las sirgas reclinaron en torno a los norays. Hornblower, Bush y Brown se habían detenido a mirar, como unos transeúntes ociosos. Una vez que se hubo parado el buque, echaron una pasarela entre él y el muelle, y un hombre regordete se dispuso a bajar por ella. Vestía de paisano, tenía una cara redonda y mofletuda, con un ridículo mostacho negro con las puntas hacia arriba. Por la manera como saludaba al capitán, estrechándole la mano, y por el inglés que hablaba, bastante mal, Hornblower supuso que debía de ser el práctico.
¡El práctico! De repente una marejada de pensamientos asaltó a Hornblower. Dentro de una hora anochecería, y aparecería la luna en cuarto creciente. Ya la veía perfilarse tenuamente en el cielo sobre el sol que se ponía. Una noche serena, la marea a punto de bajar, un viento discreto del sur con ligera tendencia al este, un práctico al alcance de la mano por un lado y una tripulación por el otro. Luego dudó. Aquel proyecto era imprudente hasta la locura, más allá aún. Era una verdadera insensatez. Tumultuosamente volvió a digerir aquellas ideas, pero mientras lo hacía se sentía exaltado por una oleada de atrevimiento. Había algo embriagador en el hecho de arrojar toda prudencia por la borda, algo que no había sentido desde que era un muchacho. En los breves instantes, llenos de ansiedad, que el práctico empleó para descender por la pasarela y acercarse al grupo que ellos formaban, Hornblower ya se había decidido. Hizo a sus acompañantes una leve señal con la cabeza, invitándoles a seguirle, y luego se adelantó, cortando el camino al menudo piloto, que se acercaba sin sospechar nada malo.
—Monsieur —le dijo—, desearía hacerle algunas preguntas. ¿Sería tan amable de acompañarme un momento a bordo de mi embarcación?
El práctico se fijó en el uniforme, en la estrella de la Legión de Honor y en las maneras autoritarias del desconocido.
—Ahora mismo —contestó. Su conciencia estaba tranquila. No se sentía culpable más que de ligeras infracciones al sistema continental. Dando media vuelta, siguió a Hornblower.
—Supongo que es usted forastero, coronel.
—Me han enviado desde Amsterdam y llegué ayer —contestó Hornblower con laconismo.
Brown andaba al otro lado del práctico, y Bush, detrás, procuraba animosamente no distanciarse de ellos. De esta forma llegaron al Witch of Endor y se metieron en él por la pasarela. El contramaestre le miró un poco sorprendido, pero conocía al práctico y también el uniforme de la aduana.
—Querría examinar una de las cartas náuticas —dijo Hornblower—. ¿Puede acompañarnos al camarote?
El hombre no desconfió lo más mínimo, hizo seña a sus compañeros de seguir su trabajo y, bajando por la corta escalera, se dirigió al camarote del capitán. Entró en él y Hornblower se puso cortésmente a un lado para dejar entrar al piloto. La camareta era estrecha, pero había espacio para moverse. Poniéndose en el umbral de la puerta, Hornblower sacó sus pistolas.
—Si hacen un solo ruido les mato —dijo, con la boca contraída en una mueca por la excitación.
Los dos se quedaron quietos y mudos, mirándole, pero al fin el práctico, que parecía ser un hombre locuaz, abrió la boca para hablar.
—¡Silencio! —exclamó Hornblower, y se retiró sólo lo justo para dar paso a Bush y a Brown—. Átenlos —ordenó.
Cinturones y pañuelos fueron suficientes para realizar esa tarea. Los dos hombres se vieron amordazados y reducidos a la impotencia, con las manos atadas a la espalda.
—Métanlos bajo la mesa —indicó Hornblower y ahora prepárense para ocuparse de los dos marineros que voy a traer.
En dos brincos subió a la cubierta.
—¡Eh, vosotros! —gritó—. He de interrogaros. Venid abajo conmigo.
Los dos marineros dejaron su tarea y, sin hacer ningún comentario, le siguieron. Cuando se hallaron en la cámara, las dos pistolas de Hornblower los persuadieron de que debían mantenerse callados. Brown subió a cubierta y volvió con una buena provisión de cuerdas para atarlos y reforzar las ligaduras de los otros. Ni él ni Bush habían dicho esta boca es mía desde que empezó la aventura y, en silencio, se volvieron a Hornblower en espera de sus órdenes.
—Vigiladlos —dijo éste—. Dentro de cinco minutos volveré con la tripulación. Aun será necesario atar a otro hombre.
Volvió al muelle y se acercó al grupo de galeotes que estaban reunidos, cansados después de una jornada de fatigas. Los diez hombres encadenados le miraron con ojos inexpresivos; sin fuerzas apenas para preguntarse qué nuevas miserias les traería aquel coronel tan despierto que se dirigía al sargento.
—Sargento —dijo Hornblower—. Lleve a esos hombres a mi buque. Tienen trabajo allí.
—Sí, coronel —contestó el sargento. Gritó unas palabras a los desventurados y todos siguieron a Hornblower. Sus pies desnudos no producían el menor rumor, pero las cadenas que los ataban por la cintura uno a otro chocaban rítmicamente a cada paso.
—Hágalos subir a bordo —dijo Hornblower—. Luego baje conmigo para recibir mis órdenes.
Todo salía perfectamente gracias al uniforme y la condecoración. Hornblower tuvo que contener la risa ante el estupor del sargento cuando se vio desarmado y atado, y no fue necesario más que un gesto con sus pistolas para que Hornblower supiese dónde tenía el sargento la llave de las cadenas de los prisioneros.
—Mantenga a todos esos hombres bajo la mesa, por favor, señor Bush —dijo Hornblower—. Todos menos el piloto. A ése le quiero sobre cubierta.
Sin demasiados cumplidos, el sargento, el contramaestre y los dos marineros fueron metidos de cualquier manera debajo de la mesa. Hornblower subió, mientras a su espalda Bush y Brown empujaban al práctico. Ya era casi de noche, la luna brillaba con claridad. Los galeotes se habían sentado en el suelo, cerca de las escotillas, con indiferencia. Hornblower se dirigió a ellos calmadamente. A pesar de la dificultad del lenguaje, poco a poco la agitación que le conmovía se comunicó a ellos.
—Yo puedo devolveros la libertad —les dijo—. Si hacéis lo que os mande, terminarán para vosotros la esclavitud y los malos tratos. Soy un capitán inglés y llevaré este barco a Inglaterra. ¿Hay alguno que quiera venir conmigo?
Del grupo se elevó un ligero murmullo: tal vez aquellos hombres no creían lo que estaban oyendo.
—En Inglaterra seréis premiados —proseguía Hornblower—. Se abrirá para vosotros una nueva vida.
Ahora empezaban a comprender. No habían sido llevados a bordo del cúter para pasar nuevas fatigas; ante ellos se presentaba realmente la probabilidad de verse libres.
—¡Sí, señor! —exclamó una voz.
—Ahora os quitaré las cadenas —prosiguió Hornblower—. Fijaos en lo que os digo. No debéis hacer ruido. Permaneced tranquilamente sentados hasta que se os diga lo que debéis hacer.
En la penumbra buscó el candado y lo abrió. El gesto maquinal con que el primer hombre libre levantó los brazos era conmovedor. Estaba acostumbrado a ser atado y desatado a la cadena cada día, como si fuese un animal. Hornblower fue liberándolos a todos, uno por uno. Las cadenas cayeron ruidosamente al suelo. Él no quitaba la mano de la culata de la pistola, dispuesto a disparar en caso de resistencia, pero no hubo muestra alguna de ello. Los hombres estaban aturdidos; el cambio de la esclavitud a la libertad había durado apenas tres minutos.
Hornblower sentía el movimiento del cúter que, por efecto del viento, se mecía, golpeando ligeramente en las defensas del muelle. Una mirada al río confirmó sus suposiciones: la marea aún no había empezado a bajar. Era necesario esperar un poco, y se volvió hacia Brown que, con aire impaciente, vigilaba al práctico, que se hallaba sentado a sus pies, al pie del palo mayor.
—Brown —dijo Hornblower en voz baja—, corra a nuestra barca y tráigame el envoltorio con mi ropa. ¡Vamos, corra! ¿A qué espera?
Brown obedeció de mala gana. A él le parecía una locura que el capitán perdiese unos minutos preciosos en recuperar su ropa. Pero Hornblower no estaba tan loco como parecía. Como no se podía partir hasta que bajase la marea, más valía dar algo que hacer a Brown, en lugar de tenerle allí impacientándose. Por una vez en su vida, Hornblower no tenía ninguna intención de fingir ante sus inferiores. A pesar de la agitación, tenía claras las ideas.
—Gracias —le dijo a Brown cuando volvió jadeando y casi con la lengua fuera, entregándole una bolsa de lona—. Saque inmediatamente mi uniforme.
Se quitó el uniforme de coronel de aduaneros, se metió la casaca que Brown le presentaba, alegrándose al sentir en sus dedos el contacto de los botones con la corona y el ancla, cuando se la abrochó. La casaca estaba muy arrugada, y los entorchados, doblados y rotos; sin embargo, seguía siendo un uniforme; aunque la última vez que lo llevó fue aquella noche infernal en que la barca volcó en el Loira. Pero con aquel traje puesto, Hornblower no podría ser acusado de espía, y si su intentona fracasaba lamentablemente, con él podría protegerse y proteger a sus compañeros.
El fracaso y la posibilidad de volver a ser capturados era algo que había que tener en cuenta; así se lo recordaba su mente lógica. En cambio, ya no tendría una muerte secreta e ignorada. La captura del cúter atraería lo suficiente la atención para hacerlo imposible. Había mejorado su posición. Ahora ya no podría ser fusilado como espía, ni estrangulado clandestinamente en una cárcel. Si le volvían a coger, no podrían acusarle más que del viejo crimen de violación de las leyes de guerra, y Hornblower sospechaba que sus recientes hazañas le ganarían las simpatías de la opinión pública, de modo que insistir en la acusación sería una política equivocada por parte de Bonaparte.
Ya era hora de entrar en acción. Hornblower cogió una cabilla de maniobra que estaba en la borda y, sopesándola con aire meditabundo, se acercó al práctico.
—Monsieur —empezó a decir—, quiero que saque este cúter fuera del puerto.
A la débil luz de la luna vio que el práctico le miraba con estupefacción.
—Es imposible —gruñó—. Mi honor profesional… Mi deber…
Con un gesto, que el hierro convertía en amenazador, Hornblower le cortó las palabras en los labios.
—Salgamos al momento —dijo—. Puede usted dar las instrucciones o no, lo que desee, pero le diré una cosa, monsieur. En el momento en que encallemos, le hago papilla los sesos con esto que tengo en la mano.
Hornblower veía las descoloridas facciones del piloto. El bigote aparecía torcido y ridículo después de aquel duro trato. Su mirada se dirigía a la cabilla con la que el inglés se golpeaba la palma de la mano. Hornblower sintió un leve estremecimiento de triunfo. La amenaza de levantarle la tapa de los sesos de un balazo no hubiese sido suficiente para aquella imaginación de meridional, pero el hombre debía de imaginarse muy bien lo que sería el impacto de aquel hierro sobre el cráneo y los brutales golpes que le iban a «liquidar». Era evidente que Hornblower había escogido el argumento más contundente.
—Sí, monsieur —dijo el piloto, débilmente.
—Bien. Brown, átelo a la borda y partamos inmediatamente; señor Bush, ¿quiere llevar el timón, por favor?
Los preparativos indispensables fueron muy breves. Los convictos fueron colocados junto a las drizas y se les pusieron en las manos los cabos, para tirar cuando se les mandase. Gracias a la actividad de las levas de Inglaterra, Brown y Hornblower tenían cierta experiencia sobre la manera de tratar con hombres inexpertos, y fue muy consolador comprobar que el francés que hablaba Brown, acompañado por su ejemplo, servía perfectamente.
—¿Cortamos los cabos, capitán? —preguntó Brown con cautela.
—No. Soltadlos —ordenó Hornblower.
Si los cabos pendían cortados de las cadenas, sería una señal indiscutible de una marcha apresurada y probablemente ilegal; en cambio, si los soltaban retardarían las indagaciones y ganarían, por lo tanto, unos minutos, y en un porvenir que se presentaba tan inseguro cada minuto resultaba precioso. Ya se tensaban los cables al primer reflujo de las aguas, simplificando la tarea de apartarse de la orilla. La maniobra de la pequeña embarcación no requería ni la experiencia ni la fuerza que hubiese necesitado un buque de mayores proporciones; en aquellas circunstancias, la única precaución necesaria era la de largar las amarras de popa antes que las de proa, como sabía muy bien Brown, igual que Hornblower. A la escasa luz de la luna, Hornblower tanteaba a ciegas para desatar los ballestrinques, obra de algún marinero francés. Brown, por su parte, los había deshecho mucho antes que él. En la oscuridad, era necesario escoger el momento más conveniente para soltar las velas, teniendo en cuenta la poca práctica de la dotación, el reflujo a lo largo de la orilla, la marea y el viento.
—¡Izad! —dijo Hornblower a los hombres—. Tirez!
La mayor y el foque se levantaron acompañadas por el chirrido de las poleas. Las velas gualdrapearon, se hincharon y volvieron a caer; al fin se inflaron por el viento; y Bush en la caña —el cúter estaba gobernado por una caña y no por una rueda— sintió una presión constante. El cúter se movía. Aquello que parecía muerto renacía a la vida. Ya avanzaba meciéndose ligeramente con aquella brisa que arrancaba algunos ligeros silbidos a los obenques y, simultáneamente, Hornblower percibió unos ligeros chasquidos procedentes de la proa, al hender las aguas el tajamar. Cogió de nuevo la cabilla de maniobra y en tres zancadas se acercó al práctico, balanceándola en la mano.
—A estribor, monsieur —tartamudeaba el hombrecillo—. Manténgase siempre a la derecha.
—¡Timón a babor, señor Bush! —gritó Hornblower—. Tomamos el canal de estribor.
Y continuando la traducción de las apresuradas instrucciones que le iba dando el práctico, exclamó:
—¡Aguante! ¡Vía así!
Sobre las aguas débilmente iluminadas por la luna, el cúter se deslizaba en su camino hacia el mar. Visto desde la orilla debía de ofrecer un bonito espectáculo, y seguramente nadie se podía figurar que la expedición no fuese perfectamente normal.
El práctico decía algo más. Hornblower se inclinó para escucharle. Al parecer habría sido muy conveniente poner a un hombre para sondar la profundidad, pero de momento no se podía ni pensar en ello. Nadie más que él mismo y Brown eran capaces de hacerlo, y ambos resultarían más necesarios en cubierta en el caso de que el cúter debiese virar; además, podía darse alguna confusión entre las medidas inglesas y las decimales.
—No —dijo Hornblower—. Tiene que calcularlo usted, y fíjese bien, porque yo siempre cumplo mis promesas.
Golpeándose la palma con la cabilla, se echó a reír. Aquella risa le dejó sorprendido porque sus implicaciones helaban la sangre. Cualquiera que la hubiese oído habría jurado que Hornblower le iba a romper la cabeza al piloto si permitía que la embarcación encallara. Él mismo se preguntó si estaba haciendo comedia, y se quedó sorprendido al no saber qué contestar. No se creía capaz de asesinar a un hombre indefenso y, sin embargo, no estaba seguro de no hacerlo si se presentaba la ocasión. Aquella feroz e implacable resolución que le consumía era una novedad para él. Sabía muy bien que una vez se había propuesto hacer una cosa seguía adelante sin permitir que consideración alguna le impidiese llevarla a cabo, pero siempre se había considerado un fatalista, un hombre resignado. Siempre le sorprendía descubrir en sí mismo las cualidades que admiraba en los demás. De momento, era satisfactorio saber que el práctico estaba convencido de morir de mala manera si el cúter llegaba a encallar. Después de recorrer media milla, fue necesario dirigirse al otro lado. Era muy interesante notar que aquel gran estuario repetía en mayor escala las características de la parte superior del río, donde los canales serpenteaban de una a otra orilla entre bancos de arena. Advertido por el práctico, Hornblower reunió a su variopinta tripulación por si era necesario virar de nuevo, pero la precaución resultó inútil. Ciñendo y empujado por la marea, el cúter corría veloz; Hornblower y Brown estaban a las escotas, y Bush, al timón, daba una nueva prueba de su pericia de marino. Hornblower miraba ansiosamente las velas que aparecían espectrales en la oscuridad para comprobar la dirección del viento.
—Monsieur —suplicó el piloto—, monsieur, estas cuerdas que me atan están muy apretadas…
Hornblower volvió a reír siniestramente.
—Así le mantendrán a usted bien despierto —replicó.
Su instinto había dictado la respuesta y la razón la confirmó. Era mejor no mostrar ninguna señal de debilidad ante el hombre del que dependía su salvación; cuanto más convencido estuviese de haber caído entre las garras de un ser despiadado, menos procuraría hacerle una jugarreta. Era preferible que sufriera el tormento de los cabos que le cortaban la piel a que tres hombres fuesen llevados a prisión y a la muerte. De pronto, Hornblower se acordó de los otros cuatro: el sargento, los dos marineros y el contramaestre, amordazados y atados en la cámara. Seguramente, no debían de sentirse cómodos; tal vez estuviesen a punto de ahogarse. Pero no se podía evitar. De momento, nadie podía abandonar la cubierta y bajar a ocuparse de ellos. Debían quedarse allí hasta que no hubiera esperanza alguna de ser rescatados.
Hornblower se apiadó de su suerte y se apresuró a rechazar aquel sentimiento. La historia de las hazañas marítimas de todos los países estaba plagada de episodios en los que los prisioneros habían conseguido dominar a débiles tripulaciones. No se iba a arriesgar a nada semejante. Hornblower, que se observaba con espíritu crítico, notó cómo ante ese pensamiento la mandíbula se le ponía rígida y, además, pudo observar que la ingrata perspectiva de enfrentarse a un ambiente hostil al volver a la patria, a pesar suyo, reavivaba la decisión de llevar la aventura hasta el fin. No quería fracasar, y la idea de que sin embargo podía alegrarse de fracasar para así ver pospuestos sus asuntos no hacía más que afirmarle en su determinación de no fracasar.
—Le aflojaré las cuerdas —le dijo al fin al práctico— cuando nos hallemos a la altura de Noirmoutier, y no antes.