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HOY, 17.50 H.

Me estás tomando el pelo. —Hayden esbozaba una mínima sonrisa.

—No —dijo Kate—. De verdad que no.

Eran casi las seis y los primeros noctámbulos empezaban a llegar al Georges, con reservas para cenar. Uno de los colegas de Hayden le había dado una propina de veinte euros al metre para asegurarles un mínimo de intimidad. Pero no les quedaba mucho tiempo.

—¿Has pensado cómo lo harías? —preguntó Hayden.

—Hablo español perfectamente y ahora también me defiendo en francés. Conozco Europa un poco y sé cómo desenvolverme en una embajada, en un consulado o en las oficinas de una ONG. No se me ha olvidado cómo se hacen las cosas.

—Pero no conoces a nadie, no tienes contactos.

Por eso precisamente decía Julia que no podía trabajar de decoradora en Luxemburgo. Una excusa fácil, una lógica absurda.

—Sé que tendría que empezar desde abajo. Y probablemente quedarme ahí para siempre.

Hayden se alejó un poco de la mesa.

—¿Por qué quieres hacer esto?

A Kate le había llevado mucho tiempo admitir que quería dejar su trabajo, su carrera, para ser una madre a tiempo completo. Pero en los últimos dos años ha descubierto que estaba equivocada. Después de todo, aquello no era lo que ella quería.

—Mis hijos van al colegio y, durante el día…, no tengo nada que hacer, tengo que inventarme maneras de pasar el tiempo. Pero necesito una razón para hacerlo, una razón que no sea el aburrimiento.

Sabía que nunca volvería a ser como su antiguo trabajo. Lo más probable es que nunca volviera a llevar un arma; nunca más tendría esa sensación de peligro mortal acechando detrás de la puerta antes de cada encuentro. De manera que sería una especie de pálida imitación de su antigua vida, de su antiguo trabajo, de la antigua adrenalina. Pero sería mejor que nada.

Por otra parte, trabajaría en un entorno más civilizado. Y además ahora tenía dinero de sobra y vivía en París. Sus hijos, cada vez más autónomos, ya no usaban pañales, y la relación con su marido era más íntima…, tenía muchas cosas. Solo necesitaba un poco más.

—Lo que no quiero —continuó— es tener que preocuparme por si un psicópata latinoamericano decide secuestrar a mis hijos. Estoy preparada para un trabajo más tranquilo.

Hayden dio un respingo.

—Así que ¿eso fue lo que pasó?

—¿Perdona?

—¿Torres amenazó a tu familia?

Kate no contestó. No estaba dispuesta a admitir que había asesinado a sangre fría y con premeditación a un ciudadano extranjero en suelo estadounidense.

—Estoy dispuesta a renunciar a cosas —dijo ignorando la pregunta, sabedora de que Hayden lo dejaría estar—. Y he venido aquí para hacer un trato.

—Vale. ¿Qué es lo que me ofreces?

—A la persona que robó los cincuenta millones.

—Interesante.

—A cambio, recupero mi trabajo.

Hayden asintió.

—Con mucho gusto.

—Bien —dijo Kate.

Hayden alargó un brazo sobre la mesa para estrechar la mano de Kate.

—Pero —dijo esta— hay un pequeño inconveniente.

Hayden dejó de sonreír y retiró la mano.

—Necesito inmunidad. Para mí y para mi marido.

—¿Inmunidad? ¿Por cargarte a Torres? Venga ya, a nadie se le ha pasado por la cabeza investi…

—No es eso.

—¿Me estás hablando de otro asesinato?

—No sé a qué te refieres con lo de «otro» —dijo Kate negándose a admitir en voz alta su participación en aquel asunto—. Pero no, no se trata de asesinato. Es un delito de guante blanco. Más o menos.

Hayden levantó las cejas.

—Entonces, ¿hay trato? —preguntó Kate.

Por unos segundos, Hayden no contestó y se limitó a mirar a Kate, esperando a que siguiera hablando. Después se resignó a que no fuera así.

—Lo siento, Kate —dijo—, pero no.

Kate había quedado una hora después al otro lado del río con Dexter, Julia y Bill. Y tenía que llegar pronto, antes que los demás. Antes que su marido.

Miró la ciudad, las calles que se irradiaban desde el museo, el revoltijo de tejados. Resignándose a que, después de todo, tendría que contarle a Hayden la verdad. Si no toda, al menos una parte.

* * *

Kate se pregunta si no será Hayden el hombre de la furgoneta de la esquina que está escuchando su conversación. O quizá esté al otro lado de la calle, observando. Cuando le dejó, dos horas y media antes, no estaba aún claro cuál sería su papel durante el resto de la velada. Hayden era un maestro de la imprecisión.

—Decidiste jugártelo todo hablando conmigo —dice Kate dirigiéndose a Julia—. Pero no te sirvió de nada, porque rompimos todo contacto contigo. Ya no tenías acceso a tu sospechoso y tu investigación estaba en un punto muerto que además parecía definitivo. Fin del juego. Y de repente la ciudad entera parecía estar ninguneándote.

—Es algo que quería preguntarte —dice Julia—. ¿Qué les dijiste?

—Le dije a Amber Mandelbaum, supermamá judía del sur de Estados Unidos y cotilla suprema, que Julia, ¡mi mejor amiga!, le había metido la lengua hasta la garganta a mi marido. La muy zorra. Evidentemente, después de aquello no podíamos seguir siendo amigas.

—Evidentemente.

—Así que os fuisteis —dice Kate—. En realidad tampoco teníais demasiados amigos. No habíais ido a Luxemburgo a llevar una vida real y seguro que para ti, Bill, fue un descanso librarte de tu amante. Me apuesto algo a que Jane era difícil, exigente.

Julia se pone tensa.

—Aunque, técnicamente, tampoco era tu amante, puesto que no estabas casado de verdad.

Bill continúa mudo.

—El caso es que os volvisteis a Washington con las manos vacías. Lo sentíais mucho, estabais avergonzados, incluso, pero Dexter Moore no era el ladrón; fin de la investigación de la Interpol. Por tanto, de vuelta a las garras del FBI, al trabajo de siempre. Pero después de haber invertido tanto trabajo y dinero en una investigación tan ambiciosa y fracasada, tu estrella ya no brillaba tanto, ¿verdad, Julia?

Julia no contesta.

—Así que, cuando dimitiste, nadie se sorprendió. Sobre todo porque se sabía que desde que vosotros dos habíais empezado a haceros pasar por una pareja, os habíais convertido, de hecho, en pareja.

Bill aparta la vista. Dexter parece de nuevo confuso y no lo puede disimular. Mueve la cabeza, asombrado.

—Eso suele pasar, ¿verdad? —continúa Kate—. A mí nunca me ha pasado, la verdad. Pero lo he visto cientos de veces, en otros agentes.

Kate deja de hablar y se pregunta si debe contarlo todo, si merece la pena. Sabe que una de las cosas más peligrosas y autodestructivas que hay es ir por ahí demostrando a los demás lo inteligente que eres. Es la mejor forma de conseguir que te peguen un tiro.

Pero no puede evitarlo.

—Dime, Julia, ¿cuándo hiciste cómplice a Bill?

—¿Es que importa?

—A mí sí.

—Se lo dije después de dimitir —dice Julia—. Después de que dimitiéramos los dos.

Kate se retrotrae al tiempo anterior, al último año y medio en Francia, a Luxemburgo, al invierno anterior al último, después de la noche en el restaurante en que Dexter y ella habían representado su farsa ante el micrófono del FBI, y también rememora la noche anterior a aquella, cuando Dexter se había sincerado —casi por completo— con ella.

—¿Cuánto tiempo lleváis juntos?

—Unos pocos meses.

Kate mira a Bill, que ha estado en silencio, dejando que sea otro quien cuente su parte de la historia. O la parte que le atañe.

—¿Qué le dijiste?

—Le quiero —dice Julia—. Estamos empezando una nueva vida juntos. —Levanta el dedo anular y enseña un anillo—. Nos vamos a casar.

—Qué bien —dice Kate con una media sonrisa irónica—. Felicidades. Pero ¿desde cuándo estáis juntos?

—¿Es que te importa? —pregunta Bill. Ahora parece alerta, despojado de su máscara de tranquilidad. Kate sospecha que sabe muy bien adónde van encaminadas sus preguntas y por qué.

—Tengo curiosidad. Quiero conocer toda la historia.

Bill la mira con dureza, tiene la mandíbula tensa. Kate lo sabe, sabe que Bill sabe que ella lo sabe.

—La cosa empezó hacia el final —contesta Julia—, poco antes de dejar Luxemburgo.

Kate recuerda aquel día en un banco de Kirchberg, cuando Julia y Bill hablaron con ella.

—Entonces, ¿no estabais juntos en Navidades, cuando fuimos a los Alpes?

Julia ríe por lo bajo.

—En Año Nuevo, ¿no os emborrachasteis y follasteis?

Kate no se dio cuenta de que la mano de Bill desaparecía debajo de la mesa, pero así fue.

—No.

Los recuerdos de Kate se detienen de pronto en el momento en que Julia dijo «veinticinco millones de euros» y Bill pareció confundido. Abrió la boca para decir algo, pero después la cerró, dejando pasar el lapsus de Julia, permitiendo que fermentara y creciera, haciendo comprobaciones con la oficina de Washington, confirmando que la cantidad de dinero sustraída al coronel era cincuenta millones, el doble de lo que Julia había dicho a Kate, una discrepancia inexplicable, demasiado grande como para atribuirla a un error de cálculo o un fallo de la memoria, convencido de que tenía que haber una explicación lógica, barajando las posibles razones y por fin encontrando la respuesta, quizá analizándolo todo desde la distancia, comprendiendo todo el dinero que estaba en juego y decidiendo utilizar sus armas —su atractivo, su encanto y su capacidad de guardar secretos, para siempre— contra los puntos débiles de Julia, su inseguridad, su soledad y su deseo desesperado de tener una familia, enfrentada como estaba a la desoladora perspectiva de no encontrar marido nunca.

—Quizá —sugiere Kate— fue en Ámsterdam.

Apoya las manos en el regazo, las palmas sobre los muslos y se inclina hacia delante para cambiar de postura. Después levanta la mano izquierda del muslo y la vuelve a apoyar en la mesa. Todo ha sido una maniobra para poder dejar la mano derecha debajo de la mesa, cerca de su bolso.

Bill también cambia de postura, sin tanto aspaviento como Kate, pero, como esta sabe muy bien, con idéntico propósito.

Julia se vuelve hacia su novio nuevo. Bueno, no tan nuevo. Aquello pasó en enero, hace ya un año y medio. Mucho tiempo para estar con alguien a quien no quieres. O tal vez Bill sí quiere a Julia ahora. Quizá ha terminado por enamorarse de ella.

—Bueno —dice Kate—, Ámsterdam es un sitio romántico, supongo. Con toda esa droga y las prostitutas.

Pero sabe que fue después de Ámsterdam. Fue después de la conversación en el banco del parque.

Desliza la mano despacio y sin hacer ruido en el bolso, palpa el colorete, las gafas de sol, los chicles, un bloc de notas, bolígrafos, un llavero y trozos sueltos de papel y llega hasta el fondo, donde están las cosas más pesadas. Una de ellas está debajo, dentro de un compartimento que abre.

Kate y Bill se están mirando fijamente. Los rodean miles de personas, allí, en el Carrefour de l’Odeon, al atardecer de un día de principios de septiembre. Todo, el tiempo, la luz, el vino y el café, parece salido de una postal. La imagen de Europa que todos tenemos.

Kate cierra los dedos alrededor de la empuñadura de la Beretta.

La mano de Bill continúa debajo de la mesa.

Kate se vuelve hacia Julia. Una mujer desgraciada y solitaria hasta que llegó este hombre. Y aquí están los dos, en apariencia felices. A Julia le brillan los ojos y tiene las mejillas sonrosadas.

Pero hay una enorme mentira que subyace en esta relación, en esta felicidad. Hay algo impuro. Y se trata del pequeño error que la mujer cometió al decir la cifra que no era. Porque a partir de ahí el hombre fabricó toda una intriga, una farsa de proporciones gigantescas que incluía una historia de seducción, de aventura, de relación y de propuesta de matrimonio, a partir de aquel error y para aprovecharse de la mentira.

¿Quiere eso decir que su relación es menos real? ¿Hace eso imposible que estén de verdad enamorados?

Kate se vuelve hacia Bill y en su rostro solo ve dureza y resolución. ¿Hasta dónde llegará con tal de proteger su secreto?

Kate y Bill se están apuntando el uno al otro con un arma debajo de la mesa de mármol. ¿Está dispuesto a matarla allí y ahora? ¿Se atreverá a disparar un arma en pleno centro de París, a meterle un balazo en el vientre? ¿Se convertirá en un fugitivo de la justicia? ¿Renunciará a toda su vida —a su nueva vida, recién fabricada— antes que permitir que Kate le cuente la verdad sobre él a Julia?

Y esta verdad era que había descubierto lo que su socia y el sospechoso al que ambos investigaban estaban tramando. Pero, en lugar de decírselo a Julia, lo que hizo fue sumarse al chanchullo, aparentando no saber nada, aparentando enamorarse de ella y aparentando sorpresa cuando esta por fin le confesó la verdad.

Kate vuelve a mirar a Julia, esta extraña mujer, tan inteligente para algunas cosas pero incapaz de ver —o quizá es que no quiere hacerlo— lo que tiene delante de sus narices.

Pero ¿quién sabe? Tal vez Julia conozca la verdad perfectamente. Tal vez la conocía incluso antes de que se convirtiera en la verdad. Quizá aquel desliz de los veinticinco millones no fue un desliz. Quizá fingió equivocarse, engañando a Bill para que este quisiera quedarse con ella, seducirla, proponerle matrimonio. Puede que todo eso lo preparara también ella, junto con el resto de aquel complejo y largo fraude.

Y quizá Dexter no dejara por casualidad aquel anuario de la universidad en el salón.

La mente y los ojos de Kate se mueven como pelotas de pimpón de los conspiradores a la superficie de la mesa hasta que se detienen en la copa de vino de Julia, que está prácticamente intacta. Llevan una hora y media sentados a esta mesa y van por la segunda botella. Pero Julia no ha dado más que un par de sorbos. La mujer que antes se bebía una botella entera en el almuerzo, ahora solo toma agua.

Y ha engordado unos cinco kilos, diez incluso. Y tiene la cara sonrosada, radiante.

—¡Madre mía! —dice Kate de repente—. ¡Estás embarazada!

Julia se ruboriza. Dos años atrás le había contado a Kate que no podía tener hijos. Otra de las muchas mentiras.

Está embarazada. Eso lo cambia todo.

* * *

Kate y Hayden estaban sentados bajo un cielo radiante, con pequeñas nubes dispersas que parecían puestas allí a propósito para romper la monotonía del azul, iluminado por los rayos oblicuos del sol. Un paisaje digno de un pintor. Luz de Vermeer.

Kate nunca había apreciado la pintura del norte de Europa hasta que vivió allí. Hasta que se dio cuenta de que los cielos que pintaban los artistas no eran meras invenciones, ni distorsiones imaginarias de la realidad, sino un reflejo exacto de un paisaje único. Aquel no era el mismo cielo de Bridgeport, Connecticut, de Washington, de Ciudad de México o de cualquiera de los otros lugares en los que había pasado su vida, en ocasiones mirando el cielo.

—Tienes que explicarme —dijo Hayden— para qué sería exactamente la inmunidad.

De vuelta al callejón sin salida, pero Kate sabía que ella va de farol y Hayden no. Así que al final tendría que ceder. Porque por fin había descubierto lo que quería, lo que necesitaba, y Hayden podía dárselo. En cambio, él no necesitaba nada de ella.

Y además tenía prisa y quería dejar esto resuelto y volver a la margen izquierda.

—Sería por participación en el robo —dijo— de los cincuenta millones.

Hayden cogió su vaso, dio un largo trago de agua, volvió a dejarlo en la mesa y siguió mirando fijamente a Kate.

—Míralo de esta forma —continuó ella—. Es exactamente la clase de operación que habría montado la Compañía. El coronel era una plaga. No solo una persona horrible, también una fuerza desestabilizadora, un maniaco irresponsable cuyas armas terminarían algún día, si es que no lo han hecho ya, en manos de gente que busca hacer daño a los americanos, quizá incluso dentro de Estados Unidos.

El rostro de Hayden era inescrutable.

—Así que nosotros…, bueno, yo no, pero da igual. El caso es que el coronel fue neutralizado. Y, mientras tanto, su dinero no acabó en manos de gente como él. Pero además hay otra cosa, que seguro que termina de convencerte.

—¿Qué?

—El culpable…, es decir, el otro culpable es, ¿te lo puedes creer?, un agente del FBI.

Hayden rio, una risotada irónica y llena de significado, acompañada de un bufido inesperado en él. Se estaba divirtiendo a lo grande.

—¿Y el dinero qué?

—Lo devolveremos —dijo Kate—. Bueno, devolverlo exactamente no…, no estoy segura, ¿sabes? Además tengo que decirte que no lo tenemos todo…

Hayden apartó la mirada y la dirigió hacia sus colegas, sus subordinados, sentados en el otro extremo del restaurante. Después volvió a mirar a Kate.

—Entonces, ¿qué? —dijo esta—. ¿Hay trato?

* * *

—Felicidades —dice Kate—. ¿Para cuándo es?

—Todavía… no estoy ni de cuatro meses.

—Es genial —dice Kate. Se vuelve hacia Bill—: Felicidades.

La mano de Bill sigue debajo de la mesa, presta a proteger la delicada y elegante envoltura del hatajo de mentiras de Julia. Hay algo muy importante en juego, no solo veinticinco millones de dólares, también una esposa, un hijo. Toda una vida.

Kate decide dejarlo pasar. Nunca revelará lo que sabe.

Desliza la Beretta de nuevo en el compartimento del fondo del bolso. Saca la mano y la extiende sobre la mesa, apoyándola sobre la de Julia. El anillo de compromiso resalta contra la piel gruesa de la palma, encallecida como resultado de muchas horas jugando al tenis. Kate la acaricia con el dedo pulgar.

Bill le hace un gesto con la cabeza a Kate, un inconfundible «gracias». Ahora también él se remueve en la silla, levanta el brazo y rodea con la mano la copa de vino.

Kate no quiere que esta mujer dé a luz en la cárcel. No quiere ser responsable de los horrores que entraña una situación así.

Ya se siente responsable de algo igualmente horrible.

No. Lo que hizo ella fue mucho peor.

* * *

Un taxi tocó el claxon en Park Avenue; los frenos de un camión de gran tonelaje chirriaron. El sol de la mañana se filtraba por los visillos transparentes detrás de las gruesas cortinas y motas de polvo flotaban en los haces de luz. Había una bandeja del servicio de habitaciones con tostadas, huevos a medio comer, esquirlas de beicon y trozos de patatas salteadas. Sobre una mesa baja, una cafetera de plata y una taza de porcelana. El aroma impregnaba la habitación y la cafetera brillaba con el sol.

La sangre de Torres le manaba de la cabeza y el pecho formando silenciosos charcos, empapando la alfombra.

El bebé lloró otra vez.

En solo una fracción de segundo, el cerebro de Kate procesó una cantidad tremenda de información. Sabía que Torres había estado casado y que su mujer había muerto por complicaciones en el postoperatorio de una cirugía menor. Pero esa información ya estaba anticuada.

La nueva, la de que había otra mujer o un bebé, Kate no la tenía. Había investigado mínimamente: qué hotel y en qué habitación, cuántos guardaespaldas, dónde se colocaban y a qué horas. También había planeado la operación: viajar de forma discreta de Washington a Nueva York, cómo desplazarse entre las estaciones y el lugar de destino, dónde deshacerse del arma, cómo salir del hotel.

Pero había sido perezosa, descuidada e impaciente. No había investigado lo necesario; no había sido exhaustiva. No había reunido toda la información.

De manera que aquí, para su sorpresa, estaba esta mujer joven de pie en la puerta del dormitorio de una suite del Waldorf-Astoria, volviendo la cabeza en dirección al bebé que lloraba, incapaz de reprimir el instinto de correr a atender a su hijo. Sin saber que, al dejar de mirar a Kate, al seccionar el vínculo humano establecido por su mirada recíproca, estaba empujándola a hacer la cosa más horrible que jamás había hecho.

Era culpa de Kate. Por no haber planeado la misión con más cuidado. Por eso, a la mañana siguiente, iría directa al despacho de su supervisor para presentar su dimisión.

En la habitación contigua, el niño empezó a llorar otra vez. Kate apretó el gatillo.

* * *

Kate mira el azucarero, donde está escondido el micrófono. Apenas dos horas antes se encontraba a un kilómetro y medio al norte, al otro lado del río, cerrando el trato con Hayden. Y ahora aquí está, poniéndolo en práctica.

Arrestar a estos dos no forma parte del trato, ni siquiera participar en su arresto. Solo tiene que conseguir que confiesen todo, algo que casi ha logrado. Y mañana tendrá que transferir veinticuatro millones de euros a un fondo especial para operaciones encubiertas en Europa. Las mismas operaciones que a partir de ahora va a dirigir ella.

—¿Necesitas a Dexter para acceder a tu parte del dinero?

Julia asiente. Pero asentir con la cabeza no sirve.

—¿Para qué? —pregunta Kate—. Necesito un número de cuenta. Tengo los nombres de usuario y las contraseñas, pero me falta el número de cuenta.

Dexter también asiente. Ha llegado el momento. Mete la mano en el bolsillo de la chaqueta y saca un trozo de papel. Pero Kate le sujeta por la muñeca.

Dexter se vuelve sin comprender. Todo el mundo está confuso, no saben muy bien qué está pasando. También Kate. Le sorprende hasta qué punto siente la necesidad de perdonar. Una necesidad imposible de resistir. Sabe que es por el embarazo de Julia, que ha convertido a una villana sin escrúpulos en una heroína digna de compasión, así de fácil. Kate está ahora de parte de Julia y no contra ella. Al menos hasta cierto punto.

Tiene la mano izquierda rodeando la muñeca de Dexter y la mano de este sujeta el trozo de papel. Con la mano derecha vuelca el azucarero dejando caer su contenido sobre la mesa. Coge el micrófono con los dedos pulgar e índice y lo sostiene para que los demás lo vean. Todas las cejas se arquean.

A continuación deja caer el micrófono en el vaso de vino.

—Tenéis un minuto —dice—. Dos, como mucho.

Los ojos de Julia van desde el micrófono en la copa de Kate al número de cuenta en la mano de Dexter. Kate vuelca la copa con cuidado, derramando el vino; el artilugio cae sobre el mantel y empieza a hacer ruido de interferencias. Así fabrica una explicación de por qué el aparato ha dejado de transmitir.

—No podéis quedaros con el dinero —dice. El vino rojo oscuro ya ha empezado a teñir el mantel, delgadas venillas que se mezclan con las fibras de la tela. El mismo dibujo, otra vez—. Pero, si os dais prisa, no os cogerán.

Bill y Julia se levantan deprisa pero sin aspavientos, sin llamar la atención.

—Id por el vestíbulo del hotel —continúa Kate— y después bajad, usad la salida que da a la calle lateral.

Julia se está colgando el bolso del hombro. Mira a Kate y su cara es un cúmulo de emociones. Bill la coge por el codo mientras da el primer paso alejándose de la mesa, de los Moore, del dinero.

—Buena suerte —dice Kate.

Julia se vuelve a mirar a Kate y a Dexter. Esboza una breve sonrisa y en las comisuras de los ojos se le forman unas pequeñas arrugas. Tiene la boca abierta como si fuera a decir algo, pero no lo hace. Entonces se gira de nuevo.

Kate los mira perderse entre la multitud del Carrefour de l’Odeon, donde ya están encendidas todas las luces, todas las farolas. Hay un Fiat pequeño pitándole a una Vespa verde que culebrea entre el tráfico, un agente de policía que no ve nada porque sigue coqueteando con la chica guapa. El humo de cigarrillo sube de las mesas cubiertas de copas, jarras, garrafas y botellas, platos con jamón, trozos de foie-gras y cestillos forrados con una servilleta y llenos de crujientes trozos de baguette. Hay mujeres con pañuelos anudados al cuello y hombres con chaquetas de sport a cuadros, risas, gestos de complicidad, apretones de manos y besos en las mejillas, holas y adioses. Y entre toda esa apretada y animada muchedumbre que disfruta del atardecer en la ciudad de la luz, una pareja de expatriados desaparece, rápidamente y sin llamar la atención.