HOY, 11.40 H.
En uno de los extremos del pasillo está el armario de la ropa blanca, estantes y cestas pulcramente dispuestas y llenas con sábanas de estampado floral y esponjosas toallas blancas. En el otro está el armario donde guardan el equipaje. Kate gira el desgastado pomo fijado al aplique con adornos atornillado a la brillante pintura color crema de la puerta de madera.
Las piezas grandes están unas sobre las otras en el suelo, un baúl y dos maletas grandes. Son las que usan cuando se van los veranos a la Costa Azul, o a pasar unas cuantas semanas en Umbría. Pero lo que saca Kate son dos maletas con ruedas de tamaño mediano y una bolsa de lona.
Kate arrastra una de las maletas hasta la habitación de los niños. Mete pantalones y camisas, calcetines y ropa interior para tres días. En el cuarto de baño contiguo, coge un neceser del estante situado sobre el espejo y mete los cepillos y pasta de dientes. De una cesta de debajo del lavabo saca el botiquín de viaje. Es común que los niños pequeños se hagan heridas en todas partes; los parques europeos están menos protegidos que los de Estados Unidos. Kate se cansó hace tiempo de buscar esparadrapo y pomada antibiótica en Bélgica, Alemania, Italia y España. Así que ahora siempre viaja con un botiquín.
Vuelve al dormitorio y lo cruza hasta llegar al vestidor. Despliega una banqueta para el equipaje y apoya en ella la maleta, después empieza a meterlo todo de manera automática, mientras por la cabeza le pasan muchas cosas y ninguna tiene que ver con la ropa. Según sus últimos cálculos, ha hecho las maletas cuarenta y tres veces distintas en los dos años que llevan viviendo en Europa. ¿Y en su vida pasada, antes de que nacieran los niños? Cientos de veces.
Kate termina de hacer el equipaje con el piloto automático puesto. Antes de salir se acordará de que no ha cogido algunas cosas: el cargador del teléfono, los libros que están leyendo sus hijos, los pasaportes. Siempre le ocurre cuando ha hecho el equipaje estando distraída. Así que no cierra la maleta y la deja sobre la banqueta, para meter más cosas cuando se acuerde de ellas.
No tiene ni idea de para cuánto tiempo está haciendo las maletas. Incluso podría estar haciéndolas para nada. O para una noche, o para tres, quizá para unas pocas semanas o incluso un mes. O para siempre.
Pero esto es lo que han acordado Dexter y ella. Si alguien se presenta, si piensan que existe algún riesgo, entonces harán las maletas para tres días: un equipaje fácil de transportar que no llame demasiado la atención, que parezca que van a hacer una breve excursión. Si luego resulta que van a quedarse fuera más tiempo, siempre pueden comprar lo que necesiten. Tienen dinero de sobra y ese dinero les dará libertad en algún otro lugar, más tarde. Algo que quizá en París no tenían, ahora.
Va en busca de la segunda maleta con ruedas, la arrastra también hasta el vestidor y la coloca sobre otra banqueta. Es la maleta de Dexter.
Maletas a juego. Nunca habría imaginado que un día se convertiría en una mujer con diez maletas a juego. Una nueva identidad que ha adoptado, en realidad sin haberla elegido.
Está de nuevo de pie en el elegante vestíbulo de entrada, con las paredes empapeladas y cubiertas de fotografías de sus hijos, esquiando en los Alpes franceses, jugando en las olas del mar Mediterráneo, en canales de Ámsterdam y Brujas, en el Vaticano y en la torre Eiffel, en el zoo de Barcelona, en un parque temático en Dinamarca y un parque infantil en Kensington Gardens. Todas las puertas están abiertas, las que dan a los espacios públicos y a los privados, y la luz entra por varios lugares y desde diferentes ángulos.
Suspira. No quiere marcharse de París. Quiere quedarse aquí, vivir aquí. Cuando sus hijos les pregunten: «¿De dónde sois?», quiere contestar: «De París».
Todo lo que necesita para que su vida aquí sea perfecta es un pequeño algo; tiene una ligera insatisfacción que no se le va a pasar yéndose a vivir a Tasmania o a Míkonos. El problema está —como siempre— en ella, enraizado en su pasado, en aquel momento en que tomó una serie de decisiones fatídicas que la convirtieron en la persona que es hoy, hace mucho tiempo…
Cuando estaba en la universidad.
De repente, se acuerda de algo y echa a andar por el pasillo con aire decidido.