8
Era lunes por la tarde y llovía a mares.
Kate estaba sola delante del colegio sosteniendo el paraguas tan bajo que la cabeza tocaba el nailon de rayas y tenía las varillas de aluminio apoyadas en el hombro en un intento por proteger las escasas partes de su cuerpo que aún no tenía empapadas. De cintura para abajo estaba irremediablemente chorreando y embarrada.
Una cortina de gruesas gotas caía desde el cielo oscuro y denso golpeando el asfalto, martilleando la hierba y chapoteando en los profundos charcos que se habían formado en todas las cuestas, desagües, grietas y rendijas.
Las madres se agrupaban por nacionalidades. Había grupos de danesas de ojos azules con aire de suficiencia y de holandesas rubias, también de italianas con altos tacones y de suecas supersaludables. En los grupos mixtos de habla inglesa predominaban las británicas pálidas, las americanas regordetas, las siempre sonrientes australianas y las provocativamente simpáticas neozelandesas, con alguna que otra irlandesa y escocesa. Luego estaban las indias, tan insulares, y las siempre impenetrables japonesas. Por último, rusas, checas y polacas deambulaban en un intento por acoplarse a Europa occidental, tratando de ser simpáticas, apretando manos con la esperanza de ser invitadas a unirse a la Unión Europea ignorando, tal vez voluntariamente, lo inútil que resulta siempre intentar que lo inviten a uno a algo.
Incluso había unos pocos hombres desperdigados aquí y allá sin hablarse entre ellos, cada uno en su propia órbita de extrañeza.
En teoría, a Kate ya se le había pasado la resaca del sábado por la noche. Pero seguía cansada físicamente por la falta de sueño —los niños se habían despertado el domingo a las siete de la mañana, ajenos al hecho de que sus padres habían trasnochado— y todavía sentía un malestar general difícil de definir.
Además estaba inquieta, en parte por haber sido testigo de la infidelidad de Bill, en parte por el exhibicionismo inapropiado de Julia ante Dexter. En parte por el comportamiento —¿literalmente heroico?— de Bill con los atracadores. Y en parte también por su comportamiento desesperado, una vez de vuelta en el hotel, en el cuarto de baño, cuando, con el pestillo echado por si a alguno de sus hijos le diera por caminar en sueños, se lanzó hambrienta en brazos de Dexter, pidiéndole más, mientras en su cabeza se sucedían imágenes incontrolables de personas que no eran su marido y a veces tampoco ella, de cuerpos sudorosos, labios y lenguas…
Ahora llovía aún más. Tendría que haberlo imaginado.
No podía decir con exactitud lo que les había ocurrido a los cuatro aquella noche en París. Si era algo bueno, malo o las dos cosas.
* * *
—Una cosa —dijo Dexter—. Esta noche volveré tarde.
Otra vez.
Kate y los niños se habían quitado las ropas mojadas y estaban en chándal y zapatillas forradas de felpa. Pero a Kate le estaba costando trabajo quitarse el frío del cuerpo después de haber pasado tanto tiempo empapada.
—¿Va todo bien?
—Sí. Voy a jugar al tenis. Con Bill.
No habían cruzado una palabra sobre Julia y Bill desde que tomaron taxis separados a las cuatro y media de la madrugada en la Avenue George V, cuatro días atrás.
—Tiene un abonnement para una pista de un club y el amigo con el que juega normalmente no puede ir.
Una imagen le pasó por la cabeza: Bill sin camisa en el vestuario, desabrochándose el cinturón, bajándose los…
Colgó el teléfono en su base, en la mesa del cuarto de invitados, junto al ordenador portátil, desde donde por lo común había una vista majestuosa que ahora era solo una gran extensión de nubes, niebla y lluvia, entre los marrones y grises de los árboles desnudos, los tonos pizarra y negro de los tejados de las casas, los castaños y tostados de los edificios de piedra, los salientes rocosos y calles empedradas.
Era deprimente y estaba sola otra vez, después de otra tarde de miércoles en el sótano sin ventanas del centro deportivo de Kockelscheuer hablando de ingles depiladas. Antes ella era alguien que hacía cosas. No solo cosas con las tensiones propias de un trabajo normal, sino asuntos de vida o muerte. Cruzar ilegalmente fronteras entre países. Esquivar a la policía. Contratar asesinos, por el amor de Dios. Y ahora se dedicaba a hacer la colada. ¿De verdad su vida se había reducido a aquello?
—¿Cuándo vuelve papá? —preguntó Jake con su oso de peluche apretado contra el pecho y su hermano al lado, en silencio. Ambos parecían cansados y tener frío y ganas de estar con su padre. Como siempre.
—Lo siento, cariño —dijo Kate—. Cuando vuelva a casa, vosotros ya estaréis dormidos.
Ben le dio la espalda, enfadado y con un gesto rápido, y se marchó. Pero Jake se quedó.
—¿Por qué? —preguntó—. ¿Por qué no puede estar en casa?
—Él quiere, cariño, pero hay veces que tiene que hacer otras cosas.
El niño se enjugó una lágrima que le corría por la mejilla y Kate le abrazó.
—Lo siento, Jake, pero te prometo que papá irá a darte un beso cuando llegue a casa. ¿Vale?
Jake asintió, se aguantó las ganas de llorar que le venían de nuevo y se fue haciendo pucheros a reunirse con su hermano, que ya se había puesto a jugar con el Lego.
Kate se sentó frente al ordenador. Apartó algunas carpetas con nombres como «Muebles de alquiler en Luxemburgo» y «Colegios en Luxemburgo» o «Electrodomésticos en Luxemburgo» y esperó a que el aparato encontrara la señal inalámbrica. Miró la pantalla dudando de lo que se disponía a hacer. De lo que esperaba encontrar y si quería de verdad hacerlo.
No se le pasó por la cabeza que lo que iba a hacer era justo lo que se esperaba de ella.
Pero antes de que pudiera empezar, sonó el teléfono.
* * *
—Muchísimas gracias —dijo Julia—. Sin Internet me siento perdida.
—No pasa nada. —Kate cerró la puerta detrás de Julia—. Te entiendo perfectamente. Chicos, decid hola a Julia.
—¡Hola!
—¡Hola!
Los chicos corrieron de vuelta a la cocina una vez pasada la emoción de que hubiera sonado el timbre. Ben estaba pelando zanahorias y Jake las cortaba en pedazos. Ambos estaban subidos en banquetas y muy concentrados, manejando las herramientas afiladas con cuidado.
—Ya veo que tienes pinches de cocina —dijo Julia levantando las cejas.
—Sí.
Los chicos estaban preparando los ingredientes para un poule au pot, con el libro de recetas abierto sobre una encimera debajo de una estantería donde había otros doce libros de cocina, todos comprados en Amazon y enviados desde almacenes en Inglaterra.
Julia entró en la sala de estar.
—¡Guau! —Enseguida reparó en las vistas—. Este sitio está genial.
—Gracias.
Ahora estaban las dos en el salón a dos puertas y una esquina de separación de los niños. Donde nadie podía oírlas. Si iban a hablar del sábado por la noche, era el momento. Pero no iban a hacerlo.
—El ordenador está en esa habitación —dijo Kate.
—Gracias otra vez, es un detalle. Tardaré unos diez minutos. ¿Está bien?
—El tiempo que necesites.
Kate dejó sola a Julia.
* * *
Los niños estaban dormidos, Dexter se había ido a jugar al tenis con Bill y Kate estaba sola frente a la luz gris del ordenador, con las manos posadas en las suaves teclas y los dedos índices acariciando los bordes de la J y la F. Notaba una sensación de calor, un cosquilleo. Una de las cosas que buscaba era una fotografía con que ilustrar sus fantasías.
Tecleó: BILL espacio MACLEAN.
En la primera página de resultados de la búsqueda encontró una personalidad consistente con el nombre, pero no era la que buscaba. Continuó mirando página tras página de resultados, nueve en total, cientos de enlaces, pero ninguno correspondía a un agente de divisas que acabara de trasladarse desde Chicago a Luxemburgo y tuviera alrededor de cuarenta años.
No estaba en Facebook ni tampoco en Linkedin. No salía en ninguna página de antiguos alumnos de universidad ni de instituto; tampoco en fotografías de páginas de sociedad ni en ningún periódico.
WILLIAM espacio MACLEAN.
Distintos enlaces, pero a fin de cuentas el mismo resultado. En una red de contactos profesionales de segunda clase había una página sobre un tal William Maclean de Chicago, de profesión financiero, y nada más. Ni fotos ni enlaces ni biografía. Nada.
Probó escribiendo el nombre de otras maneras —Mclean, McLean, Maclane, Maclaine—, pero los resultados eran prácticamente los mismos. Ninguno de los hombres que encontró era él.
* * *
—¿Y qué me dices de Santibáñez?
—Oí que había sido Leo.
—Sí —había dicho Evan—. Eso fue lo que oyó todo el mundo. Pero ¿sabes algo más concreto?
Ahora que por fin estaban teniendo la conversación, Kate se sentía aliviada. Llevaba mucho tiempo temiéndola y estaba sorprendida de que estuviera tan llena de rodeos, preguntas sobre interrogatorios, ejecuciones y asesinatos que, obviamente, no tenían nada que ver con ella.
—No.
Evan miró su cuaderno de notas.
—Lo mataron en Veracruz. Dos disparos en el pecho y uno en la cabeza. Ni secuestro ni ensañamiento ni espectáculo alguno.
Tal y como le habían enseñado.
Aquel fue el momento de la conversación —el repaso exhaustivo, el interrogatorio— en que Kate por fin comprendió el propósito de aquella letanía interminable de actos violentos: le estaban recordando que, aunque llevara fuera del servicio activo más de cinco años, todavía no estaba limpia del hedor del trabajo sucio. Y nunca lo estaría.
—Así que no parece obra de narcotraficantes. Más bien de alguno de los nuestros.
Y ellos siempre lo sabrían.
—Y Santibáñez, en algún momento, trabajó con Lorenzo Romero, ¿no?
Romero había sido un informante de la CIA que había decidido empezar a pasar a su agente de contacto información falsa a cambio de grandes sumas de dinero que le daban los narcotraficantes. Por desgracia, esta actividad le había costado un tiro en la cabeza y terminar arrojado en un vertedero del puerto de Tampico. La división de México al completo había decidido tomar represalias y Kate, la única mujer del grupo, era quien lo tenía más fácil para colocar al famoso mujeriego en una situación vulnerable.
—Como te he dicho, no sé nada concreto sobre Santibáñez.
—Vale —asintió Evan con los ojos fijos en la libreta—. ¿Y de Eduardo Torres?
Kate tomó aire, ni demasiado ni demasiado poco. Por fin había llegado el temido momento.
* * *
Dexter se encontraba en Londres cuando la mudanza. El camión de la compañía había llegado a las ocho de la mañana con una grúa pequeña y se había llevado todas sus pertenencias: los sofás y las camas, la ropa de cama y las vajillas, las escobillas de váter y la aspiradora. Mesas, cajoneras, un escritorio, una mesa de comedor. Para las diez de la mañana todo había salido por la ventana, los papeles estaban firmados y el camión, cerrado, listo para marchar.
Era otro día de otoño oscuro y lluvioso. La ventana había permanecido abierta toda la mañana y el apartamento estaba vacío y frío. Y Kate estaba sola, otra vez.
Sola y esperando a que llegara el contenedor, después de tres semanas retenido en la aduana. El mismo contenedor naranja que había estado aparcado a la puerta de su domicilio en Washington dos meses antes, con Kate también sola en una casa vacía después de haber firmado los papeles que atestiguaban que todo estaba embalado, cargado, y el contenedor, enganchado a un taxi negro decorado con siluetas de neón de mujeres de pechos descomunales, rumbo al puerto de Baltimore, donde sería embarcado a bordo del carguero Osaka para cruzar el Atlántico en once días hasta Amberes y, una vez allí, ser enganchado a otro taxi propiedad de una compañía de mudanzas holandesa, este blanco y sin decorar, que en aquel momento estaba aparcando frente a su apartamento vacío, donde Kate estaba sola de nuevo mientras su marido trabajaba en lo mismo que antes pero en otro continente y sus hijos estaban en el colegio aprendiendo las mismas cosas, y el interior del contenedor era el mismo y lo único que cambiaba era quién era ella y dónde estaba ahora. Una Kate nueva en pleno centro de Europa.
* * *
—Dexter tiene pinta de ser un marido estupendo. ¿Lo es?
Las conversaciones con Julia a menudo derivaban hacia un terreno mucho más personal de lo que a Kate le habría gustado. Julia llevaba escrita en la frente su necesidad de intimar y eso le hacía a Kate desear sincerarse con ella, satisfacer su curiosidad. A pesar de su aparente aplomo, Julia era tremendamente insegura. No había tenido suerte en el amor, se había sentido acomplejada en sus relaciones e incómoda en la intimidad. Toda su vida se había sentido sola, como Kate, hasta que conoció a Bill. Pero seguía aferrada a sus premisas de persona solitaria, seguía temiendo que su felicidad pudiera eclipsarse en cualquier momento y por razones que quedaban fuera de su control.
Kate no supo qué contestar a la pregunta de Julia; de hecho tampoco habría sabido qué contestarse a sí misma. Su relación con Dexter había mejorado nada más mudarse. Dexter se había mostrado más atento de lo habitual y habían estado más unidos, más a gusto el uno con el otro. El cambio les había venido bien, el traslado había sido beneficioso para su matrimonio. Aunque para Kate, como persona, todavía no.
Y, sin embargo, últimamente Dexter pasaba cada vez más tiempo fuera, viajando a no sabía muy bien dónde. Kate apenas tenía energías para escuchar sus explicaciones sobre los itinerarios. También parecía cada vez más evasivo, distante y distraído cuando estaba en casa.
No lograba decidir si debía sospechar o no de él. Y, si lo hacía, ¿de qué debía sospechar exactamente? No se le ocurría respuesta. ¿Acaso la estaba engañando? ¿Estaba enfadado con ella por algo? ¿Atravesaba alguna clase de crisis psicológica? ¿Le iban mal las cosas en el trabajo y no se lo quería contar?
No lograba averiguar dónde podía estar el problema. Tampoco estaba segura de que hubiera un problema. Y aunque sentía una vaga necesidad de hablar con él, la tentación de disimular su preocupación era más fuerte. Siempre se había sentido a gusto no diciendo las cosas; los secretos eran lo suyo.
Kate miró a Julia a los ojos considerando la posibilidad de cruzar un nuevo umbral de intimidad en su relación con ella y decidió no hacerlo. Como había hecho siempre.
—Sí —dijo—. Es un marido estupendo.
* * *
Había establecido una rutina.
Los martes y los jueves, después de dejar a los niños en el colegio, hacía sus deberes de francés. Su profesora, una mujer francesa-somalí especialmente guapa y simpática, estaba impresionada con los progresos de Kate y con lo natural que sonaba su acento. El francés no le resultaba difícil a Kate después de todos los años que había pasado hablando español, aprendiendo a distinguir los matices entre distintos dialectos, guatemalteco y nicaragüense, mexicano del norte y del este.
Dos o tres días por semana iba al gimnasio. Hizo caso de la recomendación de Amber —todo ejercicio es poco— y se hizo socia de aquel estrafalario club donde te daban sándwiches de jamón y capuchinos, pero ni había toallas ni clases de gimnasia a primera hora de la mañana. De hecho, no abrían hasta las nueve.
También conducía, buscando cosas. Un día condujo treinta minutos hasta una tienda de juguetes en un centro comercial en Foetz, pronunciado fetz. Buscaba un juguete que estaba resultando difícil de encontrar, un Robin articulado. No le sorprendía. ¿Quién querría un Robin pudiendo tener a Batman, que además se vendía en todas partes? Pues Ben, quién si no.
Un día fue a Metz, a cuarenta y cinco minutos de distancia, en busca de una batidora.
Conducía por las principales carreteras de Luxemburgo, la de Arlon, la de Thionville, la route de Longwy, entrando y saliendo de centros comerciales, comiendo en bufés de comida india, tikka masala poco picante y naan grasientos.
También pasaba tiempo frente al ordenador, buscando destinos de fin de semana, hoteles y lugares de interés turístico, vuelos y rutas por carretera, restaurantes y zoológicos.
Llevó el coche a lavar a varios trenes de lavado. En uno de ellos tardó media hora en salir. Un empleado solícito vestido con un mono de trabajo acudió cada pocos minutos a ver si estaba bien. Llegado un momento, le sugirió a Kate llamar a la policía.
Fue a cortarse el pelo. En Luxemburgo casi todo el mundo llevaba el pelo mal cortado y tampoco ella se salvó, ya que aún no poseía el vocabulario necesario para explicar que no quería ni crestas ni flequillo ni coletillas ochenteras, que eran, al parecer, las especialidades en las peluquerías luxemburguesas.
Compró visillos para las ventanas y alfombras, felpudos y colgadores para el cuarto baño.
Adquirió e instaló un toallero extra en el cuarto de baño principal, lo que implicó comprar una taladradora eléctrica. Y volver a la tienda de bricolaje para comprar los accesorios que no venían con la taladradora. Y aún tuvo que regresar una tercera vez en busca de las brocas con punta de estrella que necesitaba para atravesar el revestimiento de escayola de las paredes. Cada viaje de ida y vuelta a la tienda le llevó una hora.
Quedaba con otras mujeres para tomar café o comer. Casi siempre con Julia, pero también con Amber, con Claire o con cualquier otra; estaba dispuesta a dar una oportunidad a todas. Holandesas y suecas, alemanas y canadienses. Era su propia embajadora.
También hacía de canguro. Se tiraba en el suelo con los niños y hacía construcciones con piezas de Lego o con bloques de madera; también hacía puzles de treinta y seis piezas. Leía en voz alta libro tras libro.
De vez en cuando quedaba con su marido para comer, pero no muy a menudo. Dexter trabajaba todo el día y también muchas noches.
Le gustaba salir por la noche, algo que en principio hacían cada semana, pero que en realidad muchas veces se cancelaba, por trabajo o un viaje de Dexter. Salir por la noche en Washington no había sido importante, más bien algo opcional. Pero ahora sentía la necesidad de hacerlo, para tener la oportunidad de compartir con otros las miserias de su vida de ama de casa, de despertar simpatías y sentirse reconocida.
Casi todo lo que hacía se le antojaba sin valor alguno. Recorría el apartamento recogiendo juguetes y ropa de los niños, colocando cosas, ordenando papeles. Les lavaba el pelo a sus hijos, les restregaba los sobacos y vigilaba que se limpiaran bien el culo, se cepillaran todos los dientes e hicieran pis dentro de la taza del váter y no simplemente en las inmediaciones de la misma.
Hacía la compra y cargaba con bolsas de comida. Preparaba el desayuno y las bolsas con el almuerzo, hacía la cena y fregaba los platos. Pasaba la aspiradora, la mopa y el plumero. Hacía la colada, la secaba y la doblaba, la metía en cajones o la colgaba de perchas o ganchos en la pared.
Cuando terminaba sus tareas era ya hora de empezarlas otra vez, desde el principio.
Y su marido no tenía ni idea. Ninguno de los maridos sabía lo que hacían sus mujeres todos los días durante las seis horas que los niños estaban en el colegio. No solo ignoraban sus interminables tareas domésticas, también sus pasatiempos, sus lecciones de cocina y de idiomas, sus clases de tenis y, en ocasiones especiales, sus aventuras con instructores de tenis. Quedar para tomar un café, a todas horas. Ir al gimnasio. Al centro comercial. Sentarse en el parque infantil bajo la lluvia. Uno de los parques tenía un cenador, lo que les permitía mojarse algo menos.
Dexter no sabía nada de todo esto, lo mismo que no había sabido cómo pasaba Kate sus días cuando vivían en Washington, cuando hacía algo muy distinto de lo que decía.
Lo mismo que ahora Kate no sabía con exactitud qué hacía Dexter durante todo el día.