HOY, 12.49 H.

¡Kate!, ¡hola!

Carolina saluda con la mano mientras se acerca. Otra expatriada que camina por otra estrecha acera de París sonriendo, en esta ocasión se trata de una de las madres del colegio, holandesa. Otra mujer con un gran juego de maletas comprado en un radio de tres kilómetros de donde se encuentran, en la Rue de Verneuil, a escasa distancia del sombrío Pont Royal que cruza el Sena hacia el Louvre y las Tullerías.

Carolina empieza a hablar, una retahíla atropellada de exclamaciones y expresiones de entusiasmo. Es una mujer que se entusiasma con facilidad, socialmente ambiciosa y muy simpática, de una extroversión casi patológica, siempre repartiendo invitaciones a algo entre la amplia comunidad de expatriados de la margen izquierda. Los holandeses, tal y como ha tenido ocasión de comprobar Kate, son muy extrovertidos.

Apenas presta atención al parloteo y se limita a mirar los labios de Carolina sin entender en realidad el monólogo, algo sobre un café remodelado allí cerca, en la Rue du Bac, y cuándo van a hacer la primera cena de madres de este curso y que hay una americana nueva de Nueva York. ¿La conoce Kate?

Kate sonríe y asiente a su amiga, a esta mujer que conoce desde hace un año, esta mujer a la que ve casi a diario, en ocasiones hasta dos y tres veces, ante la gigantesca puerta verde de la escuela en la calle empedrada, en el café de al lado y en el restaurante que está calle arriba. En el tabac y en la presse, en parques infantiles y en jardines, en el Musée d’Orsay y jugando al tenis y tomando café, comprando ropa de niño y vino tinto, zapatos y bolsos, cortinas y candelabros, además de juegos de maletas de diez piezas.

Esta mujer a la que quizá Kate no vuelva a ver nunca, esta conversación que puede ser la última que tengan. Así es la vida de los expatriados, nunca sabes en qué momento van a desaparecer para siempre, a mutarse en un fantasma como por ensalmo. Antes de que transcurra poco tiempo, habrás olvidado su apellido, su color de ojos, los cursos que estudiaban sus hijos. No concibes no verla mañana. Tampoco te concibes siendo uno de ellos, una de esas personas que un buen día desaparece. Pero lo eres.

—¿Te veo mañana? —pregunta Carolina. Piensa que se trata de una pregunta retórica.

—Sí —contesta Kate sin pensar en lo que dice, pero entonces se da cuenta de que en el fondo está convencida de otra cosa del todo distinta, de que quiere poner en práctica un plan al que lleva dando vueltas durante la última media hora.

Sabe que no necesitará hacer por enésima vez las maletas de fin de semana ni llenar el depósito del Audi. Su familia no se va a ninguna parte. Ni esta noche ni mañana.

Hay otra clase de vida que Kate puede llevar aquí. Y sabe cómo hacerla posible.