HOY, 19.03 H.

El hombre es lo primero en lo que Kate repara, cruzando desde el otro lado de la intersección, desde un café más grande, más concurrido y menos exclusivo. Lleva las gafas de sol en la cabeza y una barba poblada, la última moda en los hombres en Nueva York y Los Ángeles; Kate lo ha visto en revistas. Un actor en una fotografía tomada por sorpresa, domingo por la mañana en Beverly Drive, en la mano un café macchiato en vaso de cartón para llevar y tapa de plástico con una ranura para beber.

Se da cuenta de que aquellos dos estaban en el otro café, escondidos detrás de sus gafas de sol, viéndoles llegar a ella y a Dexter. Está impresionada y de alguna forma también se siente intimidada por tanta meticulosidad. Después de todo este tiempo, es increíble que aún les queden energías.

Ahora se alegra de haber tenido cuidado con el azucarero al sentarse. Ser prudente siempre sale a cuenta.

—Bonsoir —dice el hombre mientras la mujer empieza a repartir falsos besos.

El camarero llega al instante, pendiente de Monsieur Moore y de sus invitados, como siempre. Monsieur Moore siempre deja generosas propinas aquí. En realidad, en todas partes.

—¿Qué tal todo? —pregunta Dexter.

—Bien —contesta Bill—. Bastante bien.

Llega el camarero y le enseña la botella de vino a Dexter para que dé su aprobación. Este asiente con la cabeza. El camarero saca el sacacorchos y empieza a retirar el papel plateado del cuello de la botella.

—¿Vivís aquí ahora? —pregunta Bill.

Dexter asiente.

Sale el corcho —pop— y el camarero le sirve un poco a Dexter, quien lo prueba y asiente de nuevo. El camarero llena las cuatro copas, todos están en silencio.

Los cuatro americanos se miran los unos a los otros, por turnos, incapaces de empezar la conversación. Kate todavía se pregunta el propósito de este encuentro y cómo podría utilizarlo para sus propios fines. Tiene un plan y sabe que Julia y Dexter probablemente tendrán otro, el mismo, y que tal vez Bill también lo comparta. O quizá Bill tiene intenciones del todo distintas. O ninguna.

—Me han dado un mensaje —dice Dexter mirando a Julia—. Sobre el coronel.

Julia apoya las manos sobre la mesa con los dedos cruzados. El diamante de su anillo de compromiso atrapa la luz y emite destellos. ¿Con quién se irá a casar Julia? ¿O es el anillo parte de una nueva identidad secreta?

—Sí —dice Bill. Cruza las piernas y se pone cómodo antes de seguir hablando—. Ya sabes que alguien le robó mucho dinero durante una transacción.

Kate se da cuenta de que Bill no dice de cuánto dinero se trata.

—Lo he oído —dice Dexter.

Los dos hombres se miran a los ojos. Un juego de póquer en el que ambos van de farol. O al menos lo simulan.

—Resulta que el proveedor del coronel en aquella transacción, un exgeneral ruso llamado Velten, se puso furioso cuando el dinero no llegó a su cuenta suiza una vez terminado el negocio.

—Me lo imagino.

—Así que pasó una noche bastante desagradable en el oeste de Londres. Aunque para quien no estuviera al tanto de lo ocurrido la noche no debía parecer tan desagradable, en un restaurante de tres tenedores con una prostituta espectacular llamada Marlena. Pero para él estoy seguro de que debió de ser angustioso.

Bill hace girar el vino en la copa y da un sorbo, reteniendo el líquido en la boca antes de tragar.

—Así que el coronel se despertó a la mañana siguiente —dice frunciendo los labios— y empezó a transferir sus propiedades —coches, yates, intereses varios— al general. Y al cabo de unas semanas ha vendido su piso de Londres, ha pasado el dinero de la venta al general y…

—¿Dónde estaba?

Los dos hombres miran a Kate, sorprendidos por la interrupción.

—¿Dónde estaba qué?

—El apartamento de Londres.

—En Belgravia —contesta Bill antes de volverse hacia Dexter.

—¿Dónde exactamente?

—Wilton Crescent.

Kate mira a su marido y este le responde encogiendo levemente los hombros, culpable de la acusación, dispuesto a aceptar la penitencia que comporta tener mucho dinero. Kate comprende ahora por qué estuvieron en aquella calle sinuosa junto a Belgrave Square, frente a aquellas mansiones color blanco, fantaseando sobre dónde vivirían algún día, cuando fueran ricos. En aquel momento a Kate no se le pasó por la cabeza que aquella calle en particular pudiera significar algo. Otra de las mentiras silenciosas de su marido.

—El coronel también vendió su apartamento de Nueva York, pero el mercado estaba en un mal momento, en especial para ese tipo de apartamentos pequeños de lujo. Y no tenía mucho tiempo, así que tuvo que aceptar una oferta baja. —Bill se vuelve hacia Kate—. Creo que el apartamento estaba en la calle 68 esquina con la Quinta Avenida.

—Gracias por la información.

—De nada.

—Así que ya no tenía activos —dice Dexter tratando de volver al tema de conversación principal—, pero seguía debiendo mucho dinero.

—Sí. Había estado intentando poner en marcha otra operación, una remesa de misiles tierra-aire, pero la noticia de su fracaso en el Congo se había extendido y estaba teniendo dificultades. Mientras tanto, el general estaba siendo mucho más paciente de lo que cabía esperar de él. Había pasado ya un año desde que el coronel incurrió en su deuda.

—¿Por qué tuvo tanta paciencia? —preguntó Dexter.

—Porque Velten no necesitaba dinero, no tenía que pagar por los MiG porque, de hecho, los había robado. Así que en el trato partía con ventaja. Pero, incluso así, quería cobrar la venta, tenía una reputación que mantener, después de todo. Al final el coronel montó otra operación que fracasó en el último momento.

—¿Y eso?

—Creo que alguien del departamento de justicia de Estados Unidos filtró al proveedor la información de que el coronel estaba siendo vigilado.

—Interesante —dijo Dexter—. Qué mala suerte.

—Un horror.

—Así que el coronel estaba sin activos —continuó Dexter— y sin recursos.

—Así es —dijo Bill—. ¿Y qué crees que hizo entonces?

—Imagino que desapareció.

—Absolument. Se escondió en Bali, en Buenos Aires o donde fuera. Quién sabe dónde se esconde un traficante de armas de un proveedor cabreado y violento. Pero después de unos cuantos meses cometió la estupidez de aparecer en Brighton Beach. ¿Sabes dónde está eso?

—En Nueva York, en el barrio ruso.

—Exactement. Así que estaba de visita en Brighton Beach, o viviendo allí, qué más da. No conozco los detalles de su régimen de alojamiento. Lo que sí sé es que el pasado viernes por la noche, a eso de las once, salió de un restaurante acompañado de dos hombres, ambos de mediana edad, como él. Un tugurio, de esos con clientela fija.

Bill da otro sorbo de vino y Kate repara en que Julia no ha tocado el suyo.

—El coronel nunca fue un hombre demasiado atractivo. Pero durante gran parte de su vida había tenido dinero y poder, dos activos que le habían permitido atraer a un montón de mujeres. O al menos pagarlas. Ahora, sin embargo, no tenía nada que hacer. De manera que, en compañía de sus igualmente poco seductores amigos, estaba en Brighton Beach Avenue tratando de ligarse a un par de chicas jóvenes que estaban esperando a un taxi que las llevara a Manhattan, a una discoteca, donde tenían planeado beberse una botella de Cristal de algún gestor de fondos de riesgo antes de volver a casa a follarse a un par de jugadores de baloncesto profesionales. Estoy hablando de auténticas tías buenas que afirmaban tener veintiún años. Así que debían de tener diecisiete o dieciocho, como máximo.

—Vamos, que el coronel y sus amigos no tenían nada que hacer.

—Absolutamente nada, pero eran unos cabrones persistentes. La dueña del local estaba presenciando el acoso desde dentro preguntándose si debería mandar a algún camarero para que interviniera, o incluso a la policía. Entonces llegó una furgoneta blanca. La puerta lateral se abrió con el vehículo aún en marcha y salieron dos hombres con la cara tapada. Pum, pum, un balazo a cada uno de los amigos del coronel, ambos en plena frente, y la sangre que salpicó a las chicas, que se pusieron a chillar como posesas. La dueña del local también empezó a gritar y aquello era un caos.

—¿Y el coronel?

—Puñetazo en la cara, arrastrado por la acera hasta la furgoneta, portazo y chirrido de neumáticos mientras se larga a toda velocidad.

—Supongo que la furgoneta no llevaba matrícula alguna.

—Rien.

—¿Y después?

—Después nada, durante todo el fin de semana.

—Debió de ser un fin de semana muy largo para el coronel —sugiere Dexter.

—Vraiement.

—¿Por qué hablas todo el rato en francés, Bill? —interrumpe Kate.

—Me gusta el idioma.

—¿Y? —Dexter está impaciente.

—Así que lo practico.

—No me refiero a eso, imbécil. Quiero saber lo que pasó con el coronel.

—Ya lo sé. Pues el lunes por la mañana un gran labrador retriever sin correa por la playa de Brighton Beach se niega a salir de debajo de la pasarela de madera.

—El coronel.

Bill asiente.

—¿Los brazos? Amputados.

Kate da un respingo, esto no se lo esperaba.

—Tampoco tenía piernas.

—Madre mía.

—El coronel no es más que un torso con una cabeza. ¿Y los ojos?

—¿Sí?

—Abiertos de par en par. —Bill da un sorbo del vino tinto caro—. ¿Sabéis lo que eso significa?

Todo el mundo lo sabe, pero nadie responde.

—Que tuvo que mirar —dice Bill—. Le obligaron a mirar mientras le cortaban los brazos y las piernas.