HOY, 13.01 H.
Kate abre con llave el cajón y la caja de seguridad. Coge la Beretta, que pesa mucho menos sin la recámara. El metal suave y negro está frío al contacto con su mano.
Mira la fotografía sobre el escritorio, una instantánea de pequeño tamaño en un marco de piel antiguo de los niños riendo entre las olas de Saint Tropez. Hace algo más de un año y están bronceados y con el pelo más rubio por el sol de verano, sus dientes blancos brillan y la luz del Mediterráneo se refleja en el agua en una tarde de finales de julio.
Al final Dexter dejó la decisión de adónde ir en manos de Kate. Afirmó que prefería el campo o una ciudad pequeña, en Toscana, Umbría, la Provenza o la Costa Azul, incluso la Costa Brava. Pero Kate sospechaba que Dexter no quería en realidad vivir en el campo, sino salir perdiendo en la discusión. Quería hacerle sentir que había ganado algo, que aquella decisión había sido suya, en contra de lo que él quería.
No podía evitar sospechar que la había estado manipulando en todo y todo el tiempo. Un cambio total, después de tantos años convencida de que Dexter era la persona menos manipuladora que conocía.
Su argumento, probablemente superfluo, a favor de París lo había hecho pensando en los niños. Para que crecieran educados y cosmopolitas en lugar de superprotegidos y mimados; no quería que sus únicas destrezas fueran el tenis y la vela. Y ellos siempre podrían trasladarse a Provenza una vez que los niños estuvieran en la universidad.
Kate se reclina en la silla, pistola en mano, pensando en esa gente: esa otra pareja, extraños que creía que eran amigos que fingían ser enemigos. Y en su sorprendentemente diabólico marido. Y en su propio comportamiento, tan cuestionable como justificado. Y en lo que está a punto de hacer.
Coloca la recámara de la pistola y saca el fondo rígido de su bolso, muy similar al compartimento en el viejo portafolios de Dexter, donde guardaba su teléfono secreto. Coloca el arma y la tapa con la lengüeta.
Alarga el brazo hasta una estantería atestada y desenchufa un móvil de su cargador. Lleva más de un año y medio sin encender este teléfono, pero lo mantiene cargado. Lo enciende y marca un número largo. Esta clase de números no los guarda en ninguna agenda.
No reconoce la voz al otro lado de la línea —una mujer que dice Bonjour—, pero tampoco esperaba hacerlo.
—Je suis 602553 —dice Kate.
—Un moment, madame.
Kate mira por la ventana, hacia los tejados inclinados de Saint Germaine, el Sena y el Louvre quedan a la derecha, las cúpulas acristaladas del Grand Palais, más adelante, y la torre Eiffel, a la izquierda. El sol se asoma entre nubes situadas a su espalda, no las puede ver, y tiñe de dorado la ciudad, poniendo el colofón a la belleza del espectáculo, que casi resulta demasiado perfecto.
—Sí, madame. El aseo de señoras en el Bon Marché. Quince minutos.
Kate consulta su reloj. Merci, dice, y sale corriendo hacia la puerta otra vez, baja el ascensor y sigue corriendo por el vestíbulo y el pasaje que lleva hasta la calle, la Rue du Bac, que se junta con el Boulevard Raspail, abriéndose paso hacia el sur entre la multitud que llena las calles a la hora del almuerzo y hasta los grandes almacenes, la escalera mecánica, rozando al pasar a mujeres que deambulan mirando cosas y hasta la antesala del cuarto de baño, donde suena un teléfono público.
—¿Sí? —contesta mientras cierra la puerta detrás de ella.
—Me encanta oír tu voz —dice Hayden—. Ha pasado demasiado tiempo.
—Lo mismo te digo —dice Kate—. Tenemos que hablar, en persona.
—¿Hay algún problema?
—En realidad lo que hay es una solución.
Hayden no contesta.
—¿Podemos vernos a las cuatro? —pregunta Kate.
—¿En París? Me temo que no. No estoy… demasiado cerca.
—Pero tampoco lejos y, si no me equivoco, puedes coger un avión.
Hayden fue ascendido el año pasado a pesar de una larga carrera en el servicio activo y no en la administración. Ahora es, sorpresa, subdirector para Europa. Esta clase de puesto viene con derecho a avión privado, así como personal de libre disposición, desde los jóvenes agentes en Lisboa o Cataluña hasta los jefes de área en Londres o Madrid. París también.
Hayden no contesta.
—¿Te acuerdas de los cincuenta millones de euros que le fueron robados a un serbio? —pregunta Kate.
Pausa.
—Ya veo.
—¿A las cuatro?
—Mejor a las cinco.