27

Kate se despertó a las dos de la mañana. Durante unos minutos intentó volver a dormirse, pero terminó por reconocer que no lo conseguiría y que, además, no quería. Bajó sin hacer ruido las escaleras en albornoz y zapatillas. El apartamento estaba frío y silencioso, como invadido de secretos, irreconocible. Miró por la ventana al oscuro abismo de la profunda garganta, la luz de las farolas, algún coche que otro circulando a demasiada velocidad por las calles heladas y en pendiente.

Encendió el ordenador y empezó a abrir archivos, otra vez. Los mismos que había abierto antes, la semana anterior. Repasó de nuevo las páginas web de sus cuentas bancarias, otra vez. La semana pasada no había encontrado nada y esta noche tampoco lo haría. Pero aquello es lo que haría una mujer que sospecha de su marido mientras este duerme. Aquello era lo que tenía que hacer. Lo que tenían que verla hacer.

A las cuatro apagó el ordenador. Después usó un rotulador grueso y escribió una nota en letras grandes y fáciles de leer y la llevó al piso de arriba. Se asomó al cuarto de los niños, como hacía siempre que pasaba por delante por la noche. Les vio dormir durante un minuto, empapándose de su inocencia.

Regresó al dormitorio y encendió la lamparita de lectura. Se quedó de pie mirando a su marido, que respiraba profundamente con la boca entreabierta, dormido como un tronco.

Le dio un codazo suave.

Dexter abrió los ojos y miró confuso el trozo de papel que su mujer sostenía ante su cara.

«No hables. Vamos abajo. Ponte el abrigo. Salimos al balcón».

* * *

Diez horas después Kate subió las escaleras que conducían al vestíbulo con suelo de baldosas y levantó tres dedos en dirección al metre.

—Trois, s’il vous plait.

—Je vous en prie —dijo este con el brazo extendido y conduciendo a Kate a través la zona del bar, casi en penumbra, hasta el comedor trasero, más iluminado.

Aquí era donde Kate y Dexter habían cenado la noche en que firmaron el contrato de alquiler del apartamento. Una celebración, con los niños ya dormidos y al cuidado de una canguro proporcionada por el hotel.

¿Podía haber sido aquello hacía menos de medio año? Por entonces hacía calor y habían comido fuera, en la terraza distribuida por las dos aceras de la calle empedrada, en una plaza pequeña y bajo un árbol, junto a un promontorio con vistas majestuosas. Kate y Dexter comieron en una mesa de mantel blanco a la luz del crepúsculo, rodeados de grupos de gente joven vestida de traje, con gafas y fumando.

Después de la cena Dexter le había cogido la mano y le había hecho cosquillas en la palma. Ella se había inclinado hacia él, notando la calidez de su matrimonio y la promesa del sexo que estaba por venir.

Entonces era verano en el norte de Europa. Ninguno de los dos había previsto cómo sería en pleno invierno.

Kate se sentó en la silla junto a la ventana, un poco ladeada, mirando a la ventana —estaba empezando a nevar— pero también al comedor de aspecto íntimo, papel sombrío en las paredes, apliques en tonos apagados y muebles voluminosos y oscuros, iluminados indirectamente por la claridad plateada del día sin sol. Apoyó el bolso, pesado por la Beretta, en el banco que había a su lado.

El camarero dejó las cartas sobre la mesa con el acostumbrado saludo luxemburgués: Wann ech gelift.

Casi todas las mesas estaban ocupadas por hombres, en parejas y en cuartetos, con traje y corbata. Al otro lado de la habitación había una mujer sola. Se tocaba el pelo y miraba a su alrededor, tratando de no llamar la atención, pero también de que no se le escapara si lo hacía. Una maniobra que solo se le ocurriría a una chica sola y poco atractiva.

Todos allí eran estereotipos.

Julia y Bill estaban en la puerta con expresión sombría.

Kate también trató de comportarse como se esperaba de ella, de hacer su personaje.

—Hola —dijo Julia dejando el abrigo doblado sobre una silla vacía. Comportándose como si aquella fuera una reunión de negocios en la que solucionar un enfrentamiento de larga duración—. Querías vernos, ¿no?

El camarero estaba cerca y le pidieron las bebidas. Cuando se hubo marchado, Kate se limitó a decir:

—Estáis equivocados.

Julia asintió, como expresando conformidad con una buena idea, una propuesta de ir a comer junto a un lago en un día claro de primavera.

—El problema, Kate —dijo con una sonrisa condescendiente—, es que no hemos conseguido localizar nada que demuestre que Dexter ha firmado un contrato con algún banco.

A Kate le sorprendió lo irrelevante de aquel detalle administrativo. Podía imaginarse el contrato en cuestión, archivado en aquella carpeta de aspecto inocuo sobre la refinanciación de su hipoteca. Pero entonces recordó a aquel funcionario de la embajada que decía que las autoridades estadounidenses deberían haber recibido una copia del permiso de trabajo de Dexter enviada por su empleador. Aquello no era un detalle administrativo sin importancia; aquello era una prueba parcial.

—El trabajo de Dexter es confidencial —añadió Kate, puestos a decir cosas irrelevantes.

—Ni tampoco hemos encontrado constancia —Julia continuó hablando como una apisonadora poniéndose en marcha— de dónde saca el dinero. Hemos comprobado vuestras cuentas bancarias, por supuesto, la que abristeis a nombre de los dos, con tarjetas de crédito y débito y extractos bancarios que os envían por correo al apartamento. Así que vemos vuestra renta mensual, y los gastos fijos. Pero lo que no sabemos es de dónde sale el dinero.

Julia hizo una pausa y miró a Kate, esperando a que esta asimilara esa información antes de dar más explicaciones.

—Las transferencias se hacen desde una cuenta corriente sin nombre, anónima —dijo a continuación.

—Así funcionan las cosas en Luxemburgo, ¿no? Hermetismo bancario.

—¿Conoces a alguno de sus compañeros de trabajo? —preguntó Julia ignorando de nuevo el comentario de Kate—. ¿Has visto alguna vez su contrato?

Esta era la primera acusación que Kate sí podía refutar. Porque de hecho había visto el contrato, un documento breve que Dexter había ocultado dentro de una carpeta con otro nombre. Pero no dijo nada.

—¿Has visto alguna de sus nóminas? ¿Ha recibido correspondencia de su empleador? ¿Ha rellenado algún formulario? ¿Una póliza de seguros?

Kate miró la mesa vieja y desvencijada. Claro que el contrato podía ser falso. Es más, era falso.

—¿Una tarjeta de visita? ¿Un tarjeta de crédito de empresa? ¿Una llave electrónica para entrar en las oficinas?

Llegó el camarero con sus bebidas, que depositó con un ruido seco sobre la mesa de madera desnuda, sin mantel. Dos coca-colas light y una cerveza.

—¿Has visto alguna cosa, lo que sea, que demuestre, ni siquiera que demuestre, eso sería demasiado pedir, que sugiera que tu marido trabaja para alguna compañía?

Julia cogió su refresco y dio un sorbo. No prosiguió con su ataque.

—Son todo pruebas circunstanciales —dijo Kate.

—Que pueden no ser suficientes para condenar a alguien. Pero sí que bastan para demostrar la verdad, ¿no?

—Pruebas circunstanciales para justificar lo que es solo una conjetura descabellada.

—Conclusiones obvias, en realidad. —Julia miraba a Kate con fijeza y expresión de convencimiento, tratando de transmitirle su certidumbre por encima de la mesa.

Kate apartó la mirada hacia la ventana y la nieve que caía.

—¿Qué es lo que queréis de mí? —preguntó.

Después de un largo silencio, Julia contestó, diciendo exactamente lo que Kate esperaba que dijera:

—Queremos que nos ayudes.

* * *

—Dexter.

Este levantó la vista de un tenedor con amuse-bouche, algo con algo acompañado de salsa. Se suponía que aquel era el restaurante más elegante del país. El chef había ganado el galardón más prestigioso del mundo. Hacía mucho tiempo, es cierto, pero de todas formas…

—Ya lo sé —dijo Kate. Todo su cuerpo le ardía, le escocía por el nerviosismo. Aquella iba a ser una conversación difícil, con mucho en juego.

—¿Sabes una cosa? —dijo Dexter mientras se introducía en la boca aquel alimento no identificado.

—Sé que no eres consultor de seguridad.

Dexter se quedó mirándola, masticando despacio su objeto no identificado.

—No entiendo lo que quieres decir.

—Sé lo de tu cuenta bancaria secreta.

Dexter dejó de masticar y luego siguió haciéndolo, en actitud contemplativa.

Kate se mordió la lengua. Ahora le tocaba mover ficha a él y estaba dispuesta a esperar lo que hiciera falta. Dexter tragó. Cogió la servilleta del regazo y se limpió las comisuras de la boca.

—¿Qué es lo que crees que sabes?

—No intentes negarlo.

Kate reparó en que su tono sonaba más hostil de lo que había querido.

—¿Quién ha estado contándote cosas y qué te han contado exactamente?

Había bastante espacio entre unas mesas y otras, así que tenían intimidad, allí en medio de gente vestida con ropas elegantes, corbatas y trajes negros, perlas y bolsos de fiesta.

—No ha hecho falta que nadie me dijera nada —dijo Kate—. He encontrado la cuenta con los veinticinco millones de euros, Dexter.

—De eso nada —dijo Dexter muy despacio y sereno, haciendo un esfuerzo por sosegarse—. No puedes haber hecho eso porque esa cuenta no existe. No tengo ninguna cuenta con veinticinco millones de euros.

Kate miró a Dexter y a su mentira y este le sostuvo la mirada.

—¿Quién ha hablado contigo, Kat?

Kate murmuró algo.

—¿Quién?

—Bill y Julia. Son del FBI y están en una misión para la Interpol.

Dexter pareció evaluar esta información.

—Han venido aquí, a Luxemburgo, detrás de ti, Dexter. Es una operación importante, por un delito grave, y tú eres el sospechoso.

Llegaron dos camareros con platos blancos cubiertos con bóvedas de plata, dejaron los platos en la mesa y levantaron los cubreplatos al mismo tiempo. Uno de ellos explicó en qué consistía el plato; Kate no habría sabido decir si lo hizo en inglés o en suajili, dada la atención que le prestó.

—¿Has robado ese dinero, Dexter?

Dexter la miró sin decir nada.

—¿Dex?

Este miró su plato y cogió el tenedor.

—Cuando hayamos terminado de comer —dijo—, iremos un momento al cuarto de baño.

* * *

Dexter echó el pestillo.

—Déjame comprobar que no llevas un micrófono.

Kate le miró, pero no dijo ni hizo nada.

—Déjame verlo.

—De eso nada.

—Tengo que hacerlo.

Le sorprendió lo violento que le estaba resultando aquello. Pero, claro, era algo que haría alguien como él. Era lo que tenía que hacer.

Kate se quitó la blusa. Hacía mucho tiempo que no la obligaban a desnudarse para cachearla, y ahora, dos veces en una misma semana. Se desabrochó la cremallera de la falda y se la sacó por los pies. Dexter palpó el forro, la cremallera. No reconocería un micrófono aunque se lo pusieran delante de las narices.

Le devolvió la ropa.

En estos tiempos los micrófonos podían ser cualquier cosa, estar en cualquier sitio y tener cualquier tamaño. El que llevaba ahora, por ejemplo, era un disco pequeño adherido a la parte interior de la correa del reloj. El que le había regalado Dexter hacía un par de semanas, en la mañana de Navidad en los Alpes, primorosamente envuelto en tela con un sobrio lazo de seda marrón por el joyero de la Rue de la Boucherie. El reloj hecho en Suiza y llevado en camión hasta un distribuidor en Holanda y desde allí en una furgoneta de la joyería hasta Luxemburgo, donde, en el servicio de caballeros de una brasserie del centro, había sido manipulado por un agente secreto del FBI y ahora pasaba desapercibido para un medio criminal americano en otro cuarto de baño, este con paredes forradas de papel color plata.

Kate empezó a abrocharse los botones y a subirse la cremallera.

Dexter abrió su bolso y revolvió el interior: barra de labios y polvos compactos, bolígrafos, llaves y un paquete de chicles y quién sabe qué cosas más, todas ellas micrófonos ocultos en potencia. Con un examen tan poco meticuloso era imposible que aquel bolso pasara una inspección.

Había dejado la Beretta en casa.

—Voy a llevar tu bolso al coche —dijo Dexter—. Espérame en la mesa.

* * *

Salió con paso vacilante del servicio al pasillo. Se apoyó un momento contra la pared para tranquilizarse antes de dar otro paso por la mullida moqueta.

Aquello estaba resultando mucho más duro de lo que había esperado. Había vivido situaciones parecidas antes, pero nunca con su marido. Por muchas razones, había pensado que esta vez sería más fácil.

Trató de mantener la calma. Dio un sorbo de vino y después uno de agua. Se limpió la boca con la servilleta y jugueteó con el tenedor; se acarició el puente de la nariz.

Dexter volvió.

—Lo siento —dijo—. No quería tener que hacer eso.

Los camareros dejaron unos cuencos blancos gigantescos sobre el mantel. La sopa. Unas cuantas cucharadas de líquido espolvoreadas con algo que parecía carne de langosta.

—¿Entiendes que lo tuviera que hacer?

Kate miró fijamente su plato de sopa.

—En primer lugar —dijo Dexter—, no sé nada sobre esos veinticinco millones de euros de los que me hablas.

Era lo que habían acordado aquella noche en el frío balcón, preparando este diálogo. Habría tres grandes mentiras en la conversación y esta era la primera.

—Y yo no he robado dinero a nadie.

Esta era la segunda.

—Pero ¿no eres un consultor de seguridad?

—No, ya no. Soy inversor, negocio con valores. Lo llevo haciendo unos cuantos años, como pasatiempo. Y entonces, hace un año y medio, tuve suerte en varias operaciones seguidas y estaba harto de mi trabajo, así que…, Kate, lo siento…, lo dejé.

Vino un camarero que retiró los platos, alisó el mantel y se fue.

—Y entonces ¿qué haces que es ilegal?

—Me meto en ordenadores de empresas para acceder a su información confidencial y la uso para asegurarme de que mis transacciones den beneficios.

Esta era la tercera mentira, explicada con calma y despacio. Bien hecho.

Llegó otro camarero para preguntar si estaba todo bien. Una pregunta ridícula.

—¿Cuánto dinero has ganado?

—Con esta…, ejem…, actividad he ganado unos seiscientos mil euros.

Kate sonrió a Dexter y le dio ánimos con una inclinación de cabeza. Los últimos dos minutos habían sido la parte más difícil de la conversación. El resto sería mucho más fácil. Y estaría mucho más cerca de la verdad.

* * *

Los camareros retiraron nuevos cubreplatos con más ceremonia; debajo había pequeñas pechugas de un ave indeterminada, piel laqueada, una salsa marrón viscosa flotando en un líquido aceitoso y brillante y minihortalizas suficientes para alimentar a una guardería.

—¿Y quién es Marlena? Me enseñaron fotografías tuyas con una mujer jodidamente guapa.

—Es una prostituta. Me ayuda seduciendo a hombres y accediendo a sus ordenadores, así es como entro en sus sistemas.

—Eso es horrible.

Dexter no dijo nada en su defensa.

—Así que no tienes un trabajo de verdad, pero encontré un contrato escondido en una carpeta. ¿Es falso?

Dexter asintió.

—Pero ¿tienes permiso de trabajo o estamos aquí ilegalmente?

—No, tengo un negocio aquí.

—Pero había alguna clase de problema. ¿Te acuerdas? Cuando fuimos la primera vez a la embajada de Estados Unidos.

—El problema era que había solicitado el permiso de trabajo mucho antes de que llegáramos aquí. Y mientras tanto…

—Con mientras tanto te refieres a un año.

—Sí. En ese año el gobierno de Luxemburgo empezó a enviar copias de forma automática de todos los nuevos permisos de trabajo a las embajadas extranjeras. Yo no me había enterado de este cambio. De no haberse producido, en septiembre la embajada de Estados Unidos habría recibido una copia de mi permiso de trabajo, si yo lo hubiera recibido cuando ellos pensaban —cuando tú pensabas— que lo había hecho; cuando yo decía que lo había hecho. Pero no era verdad.

* * *

—¿Y qué hacemos con ellos? —preguntó Kate.

—¿Con quiénes? ¿Con los Maclean?

—Sí.

—No tienen pruebas que demuestren el robo de veinticinco millones de euros porque yo no los he robado. Así que no tenemos de qué preocuparnos.

—Pero ¿cómo conseguimos que nos dejen en paz —preguntó Kate—, que se larguen?

Miró el segundo plato del menú, dos diminutas chuletas de cordero, perfectamente rosadas y dispuestas como dos espadas cruzadas. Otro vino distinto, copas del tamaño de una cabeza de bebé parcialmente llenas de un líquido rojo, el pozo oscuro de una mina abandonada en una película de terror.

—Creo que están a punto de hacerlo —dijo Dexter—. Por eso hablaron contigo después de…, ¿cuánto tiempo…, cuatro meses?

—¿A qué crees que estaban esperando?

—A descubrir alguna prueba. A vernos gastar enormes sumas de dinero. A que nos compráramos coches, barcos, mansiones en la Costa Azul. Hoteles de lujo, billetes de avión en primera clase, viajes en helicóptero al Mont Blanc. Todas esas cosas que haríamos si tuviéramos veinticinco millones de euros.

—Entonces, dime cómo terminará todo esto.

—No creo que tengamos que hacer nada especial —dijo Dexter—. Excepto que supongo que deberíamos dejar de relacionarnos con ellos.

—¿Y qué razones daremos?

—No tenemos por qué darles ninguna razón. Ellos sabrán muy bien por qué es.

—No me refiero a ellos, sino a nuestros otros amigos.

Dexter se encogió de hombros. No le importaba; en realidad no tenía amigos.

—¿Que Bill intentó ligar contigo? —preguntó—. ¿O Julia conmigo? ¿Qué prefieres?

Kate recordó la fiesta en la embajada, a Dexter y a Julia saliendo de la cocina.

—Julia te tiró los tejos —dijo—. Es más importante que ella y yo estemos peleadas que tú y él.

—Me parece bien.

Kate miró el capricho de chocolate compuesto por numerosos elementos que le habían puesto delante.

—Vale. Entonces dejamos de hablarnos con ellos. ¿Qué más?

—Antes o después, seguramente antes, se darán por vencidos. No tienen pruebas y no van a encontrar nada porque no hay nada que encontrar.

Kate hundió el tenedor en el pastel envuelto en una costra de chocolate, revelando capa tras capa de texturas y colores, todos ocultos bajo el caparazón rígido y buscando salir al exterior como criaturas recién nacidas.

—Entonces se irán —dijo Dexter rompiendo él también su suave costra de chocolate y liberando el dulce interior—. Y nunca los volveremos a ver.