31
Caminó a tientas por el pasillo recorriendo con las yemas de los dedos el papel de la pared hacia el reflejo que salía del dormitorio de los niños. Al marcharse antes de la cena, con la cabeza en otro sitio, se le había olvidado cerrar las contraventanas. La luz de las farolas se colaba en la habitación bañándolo todo de color plata, un mundo aerografiado a pequeña escala: prendas de vestir, juguetes y niños inocentes con frentes libres de arrugas y espaldas imposiblemente estrechas.
Caminó hasta sus camas, colchones de tamaño infantil apenas mayores que los de una cuna, pero que se consideraban camas de niño mayor. Besó las dos cabezas, los cabellos sedosos que olían a limpio. Ambos niños estaban tendidos en posturas de lo más cómicas, cada extremidad por su lado, como si los hubieran dejado caer en sus pequeñas camas desde una gran altura. Plaf.
Miró por el cristal antes de cerrar las contraventanas. La canguro subía al coche en ese momento y Dexter estaba al volante, preparado para llevarla al otro lado del puente hasta la Gare, a la callejuela donde vivía, abarrotada de mediocres restaurantes de comida asiática. Luxemburgo es uno de esos lugares donde un bistec a la pimienta cuesta la mitad que un plato de comida china de pésima calidad.
Había un taxi aparcado al final de la manzana y el conductor fumaba por la ventana entreabierta dando caladas rápidas y bruscas, mientras el humo se fundía con el frío aire nocturno.
En la otra dirección distinguió la silueta de alguien debajo de un roble en mitad de un claro, con el suelo cubierto de una rejilla de hierro negro. Probablemente se quedaría allí hasta el amanecer —o quizá había turnos establecidos para la vigilancia nocturna— asegurándose de que los Moore no huían. De pie sobre el empedrado, incómodo, apoyado en un verja de hierro afilado, encogido y temblando de frío, con dolor de pies, cansado, hambriento, helado y aburrido.
Pero era su trabajo. Y aunque Kate entonces no lo sabía, aquel hombre acababa de hacer un descubrimiento que daba un nuevo sentido a su misión, que había llegado a un punto que bien podía calificarse de obsesión. Así que le sobraba motivación para permanecer allí durante toda la larga y oscura noche.
* * *
Kate había vuelto a sentarse en la terraza cuando llegó Dexter. Este dejó las llaves en el cuenco de la entrada, donde siempre. Caminó en la penumbra por el suelo de baldosas pulidas, las mismas que tenían todos los suelos de Luxemburgo. Salió a la terraza y cerró la puerta detrás de sí.
La lluvia y las nubes se habían ido y la noche estaba clara.
—Tienes que elegir —dijo Kate—: el dinero o yo. —Había tomado una decisión y no estaba dispuesta a negociar. Estaba convencida de saber la clase de persona que era Dexter. Y no era un hombre que ambicionara yates y coches deportivos comprados con dinero manchado de sangre. Lo único que quería era robarlo—. Pero no te puedes quedar con las dos cosas.
Se miraron en la fría oscuridad, por segunda noche consecutiva; entre una y otra habían recorrido una enorme distancia.
Dexter inclinó la cabeza hacia atrás y miró al cielo.
—¿De verdad tengo que elegir?
—Me gustaría no tener que pedírtelo, pero debo hacerlo.
Dexter la miró.
—Pues está claro que te elijo a ti.
Kate le devolvió la mirada y algo ocurrió entre los dos, algo que no era capaz de definir, una especie de aceptación, de resignación, de gratitud, un amasijo de emociones propio de dos personas que llevan casadas mucho tiempo. Dexter alargó un brazo y le cogió la mano.
—Dejaremos los veinticinco millones en esa cuenta —dijo Kate— y no los tocaremos.
—Entonces, ¿para qué guardarlos? ¿Por qué no donarlos? Para construir una escuela en Vietnam, para un hospital de enfermos de sida en África. Cualquier cosa.
A Kate nunca se le había pasado por la cabeza que algún día tendría a su disposición semejante cantidad de dinero. Que podría donar algo a alguien. Reconsideró su plan, sus opciones, bajo este nuevo punto de vista. Permanecieron callados unos momentos, sumidos en sus pensamientos.
—Mejor no —dijo Kate por fin—. Nos conviene tener un colchón económico. Una cantidad grande de dinero escondida en caso de que necesitemos huir. Lo bastante como para empezar una nueva vida, a partir de cero y de forma instantánea.
—¿Por qué?
—Porque no estoy tan segura de que sea imposible que te cojan. Siempre existe esa posibilidad, puede haber pruebas de las que no tengas conocimiento. Están la chica de Londres, tu contacto en Croacia, sea quien sea o donde quiera que esté. Y luego toda esa gente con la que esas personas han hablado o se han acostado. Y los agentes del FBI con sus grabaciones. Está la Interpol.
Dexter se dejó caer en una silla. Era la una de la mañana.
—Así que tendremos que estar muy pendientes —continuó Kate—. Quizá para siempre. Preparados para desaparecer en cualquier momento con una maleta de dinero en efectivo.
—Vale. Pero ¿cuánto nos hace falta? ¿Un millón? ¿Y qué hacemos con el resto?
—Tendremos que dejarlo, como una especie de depósito.
—¿Por qué?
—Porque algún día quizá tengamos que devolverlo.
* * *
Kate se despertó sobresaltada y empapada en sudor.
Recorrió el pasillo a oscuras sin hacer ruido, besó las cabezas perfectas de sus hijos y escuchó su respiración, pausada y segura.
Miró por la ventana. Bill seguía fuera, asegurándose de que Kate no salía corriendo.
Dexter dormía profundamente, una vez liberado del peso que llevaba a cuestas.
Pero Kate estaba bien despierta, atormentada por el fantasma que solía perseguirla, en especial cuando más trataba de olvidarse de él.
* * *
Era un descenso estrecho y pronunciado, con una marcada curva de noventa grados a medio camino y después otra también complicada al otro lado de la puerta del garaje hasta salir a la calle flanqueada por muros de piedra y también en cuesta, con más curvas. Kate condujo con cuidado por las estrechas calles, subiendo y bajando empedrados brillantes por la lluvia, doblando esquinas. La radio estaba sintonizada en France Culture, la noticia de la mañana era un escándalo político. Seguía sin entender una cuarta parte de las palabras, pero se sentía orgullosa porque al menos sí comprendía cuál era la noticia. En el asiento trasero, los niños hablaban de las cosas que más les gustaba cortar o trocear. Jake prefería las manzanas, Ben, sorprendentemente, el kiwi.
Kate había llegado a un grado de agotamiento que casi le producía alucinaciones. Era una sensación que recordaba de cuando sus hijos eran bebés, cuando había que darles de comer a las cuatro de la mañana. Y también de alguna de las operaciones en que había participado, despierta para realizar un asalto por sorpresa a las tres de la madrugada, para coger un avión sin previo aviso hasta algún lugar en mitad de la selva.
Acompañó a los niños en la humedad matutina atravesando los terrenos del colegio, intercambiando saludos, sonrisas e inclinaciones de cabeza con una docena de amigos y conocidos. Habló brevemente con Claire y Amber le presentó a una americana recién llegada, una mujer joven de rostro pecoso que venía de Seattle y cuyo marido trabajaba en Amazon, en una fábrica de cerveza reconvertida en el Grund. Kate accedió a quedar con ellas para tomar un café antes de recoger a los niños, seis horas y media a partir de aquel momento, la oportunidad diaria para hacer la compra, limpiar, ver una película o tener una aventura con el profesor de tenis. Para llevar cualquier tipo de vida secreta que una decidiera llevar. O simplemente para tomar un café sin secretos con otras amas de casa expatriadas.
Colina abajo, precaución extrema al atravesar una zona de obras, cruzar el paso a nivel y de nuevo subir, luego bajar para cruzar el río Alzette en Clausen, después subir hasta la Haute Ville, dejando atrás el desvío al palais del gran duque, al guardia arrogante con las gafas ahumadas, de vuelta a su plaza de garaje. Bip bip.
Había empezado a llover otra vez. Kate se dirigió caminando hacia el centro por calles que se sabía de memoria, cada bajada, cada curva, cada escaparate y cada zapatería.
Una monja de edad avanzada estaba en la puerta de Saint Michel.
—Bonjour —saludó a Kate.
—Bonjour. —Kate miró a la monja con atención. Gafas de montura transparente y un hábito cerrado bajo un abrigo oscuro de fieltro. Ahora se daba cuenta de que no era tan vieja, solo lo parecía cuando se la veía de lejos. Era probable que tuviera su misma edad.
Hacia la Montée du Clausen, espectaculares vistas a ambos lados de la meseta en pendiente, un amplio panorama de negros y grises, parda humedad. La lluvia arreció, ahora caía fría y en cantidad. Kate se arrebujó en su abrigo.
Un tren cruzaba la garganta por el puente con aspecto de acueducto. Abajo, en el río parcialmente congelado, un pato graznaba insistente, como un anciano gruñón discutiendo con una cajera. Un trío de turistas japoneses con impermeables de plástico cruzaban la calle apresurados.
Kate subió al mirador situado en lo alto de las fortificaciones, que estaban excavadas en un laberinto de túneles. Cientos de kilómetros de túneles recorrían el subsuelo de la ciudad, algunos de ellos con capacidad para caballos, muebles, regimientos enteros. Durante las guerras, las gentes del pueblo se escondían —vivían— en aquellos túneles, a salvo de las matanzas que se sucedían arriba.
Llegó al mirador. Había otra mujer allí, con la cara vuelta hacia otro lado, hacia el noreste, hacia las relucientes torres de la Unión Europea en Kirchberg. En la cima de la vieja Europa y contemplando la nueva.
—Estáis equivocados —dijo Kate.
La mujer —Julia— se volvió hacia ella.
—Y tenéis que dejarnos en paz.
Julia movió la cabeza.
—Encontraste el dinero, ¿no?
—Joder, Julia —Kate se esforzaba por conservar la compostura, pero sin confiar demasiado en conseguirlo—, te digo que no es verdad.
Julia entrecerró los ojos para protegerse de una ráfaga de lluvia racheada.
—Estás mintiendo.
En toda su carrera profesional Kate jamás había perdido los estribos durante una operación, en un cara a cara. Pero cuando los niños eran bebés, la desesperaban, agotaban su paciencia y a menudo saltaba. Se había convertido en una sensación familiar, aquella presión en el pecho que presagiaba un ataque de furia.
—Y te lo voy a demostrar —dijo Julia dando otro paso en dirección a Kate, con una insufrible sonrisa autocomplaciente en sus labios ridículamente maquillados.
Con un gesto rápido, Kate le dio una bofetada. Su muñeca chasqueó al contacto con la piel húmeda. Fue una bofetada fuerte y con la mano abierta que dejó una marca roja y grande.
Julia se llevó la mano a la mejilla agredida y miró a Kate a los ojos con lo que parecía satisfacción. A continuación sonrió.
Y entonces se lanzó contra Kate, contra sus hombros, su garganta, tomando impulso con las piernas para embestir. Kate retrocedió tambaleándose hacia las escaleras; se caería si no recuperaba el equilibrio. Logró apartarse y se detuvo justo antes del murete de piedra que la separaba de una precipicio de veinte metros.
Miró a su alrededor evaluando el peligroso precipicio que la rodeaban por tres lados; en el cuarto estaba Julia, al principio de las escaleras. Los testigos japoneses habían desaparecido y no había más turistas, más paseantes en aquel día entre semana en una pequeña ciudad del norte de Europa, en pleno invierno y bajo una lluvia heladora.
Estaban solas.
Julia dio un paso en dirección a Kate con la cabeza inclinada, la mandíbula tensa y una mirada de furia. Kate estaba pegada a la pared.
Julia se encontraba a escasos metros. Sin previo aviso, Kate levantó un brazo y le dio un rápido puñetazo, que Julia esquivó para a continuación meterse una mano en el bolsillo y sacar algo brillante y plateado.
Kate volvió a atacar con una patada, dirigida a obligar a Julia a tirar el arma. Pero esto no ocurrió y Kate perdió el equilibrio en el suelo mojado. Cayó de espaldas, primero el trasero y después la cabeza, que golpeó dolorosamente contra la piedra dura, compacta e irregular.
La vista se le nubló.
Pero solo durante una milésima de segundo. Después empezó a ver puntitos, estrellas y remolinos de luces multicolores. Para cuando metió una mano en el bolsillo, ya podía ver a Julia recuperando el equilibrio y lanzándose contra ella. Kate levantó el brazo para protegerse, pero entonces, de nuevo, confusión y el roce de tela contra tela.
Julia estaba de pie delante de ella apuntándole a la cabeza con una pistola. La Beretta de Kate, en cambio, apuntaba directamente al pecho de Julia.
* * *
Un autobús pasó por la calle situada abajo, fuera de su vista, cambiando de marcha para enfilar la última subida al alto de la empinada colina de Clausen.
Las mujeres se miraban fijamente mientras se apuntaban con sus pistolas. Ambas estaban empapadas y el agua les chorreaba por el pelo, les bajaba por la cara y se les metía en los ojos. Kate parpadeó y Julia se pasó la mano izquierda, que tenía libre, por la frente.
Continuaron mirándose.
Entonces, sin previo aviso, Julia bajó su arma. Miró a Kate durante un segundo y a continuación asintió. Fue un gesto mínimo, una ligera inclinación del cuello, sin alterar apenas el ángulo de la cabeza. O quizá ni el cuello ni la cabeza se movieron; tal vez fue un gesto hecho solo con los ojos, un guiño. Sus mejillas se tensaron en lo que podía ser una sonrisa, o una mueca.
Kate recordaría aquella mirada enigmática muchas veces durante el año y medio siguiente. Julia estaba intentando decirle algo, allí bajo la lluvia incesante en aquel mirador. Pero no había sabido descifrar lo que era.
Entonces Julia se dio la vuelta, cruzó el mirador, bajó las escaleras y desapareció. Kate supuso que para siempre.
* * *
—¿Te has enterado de lo de los Maclean?
Kate estaba en el colegio esperando a que dieran las tres. Era un día frío, pero despejado y luminoso, la clase de día tan común en el noreste de Estados Unidos en pleno invierno, pero que se antojaba un placer raro aquí, un descanso de la grisura cotidiana, de la grisaille.
La pregunta le llegó desde unos tres metros de distancia, a su espalda. No quería enfrentarse a aquella conversación, pero tampoco quería tener que escucharla a escondidas.
—¿Qué pasa con ellos?
—Se marchan. De hecho quizá ya se hayan ido.
—¿Se vuelven a Estados Unidos? —La voz de la mujer le resultaba familiar—. ¿Por qué?
Se abrieron las enormes puertas y empezaron a salir niños del edificio, cegados por la brillante luz del sol.
—No lo sé. Solo he oído que se marchaban. Me lo ha dicho Samantha. Ya sabes que trabaja en una agencia de alojamiento temporal para empleados de empresas, y le acababa de llegar una lista en la que estaba el apartamento de los Maclean. Lo comprobó con el agente y por lo visto tienen que volverse a Estados Unidos por algo de trabajo y, además, enseguida.
Jake salió a la luz del sol buscando a su madre y, cuando la encontró, se le alegró la cara, como siempre, como cada día.
—Hola, mamá.
Kate se volvió y miró a las mujeres que chismorreaban. Una tenía una cara vagamente familiar y parecía saber cosas. Kate se dio cuenta de que tenía la vista fija en ella. Era una cómplice de Julia Maclean y posiblemente estaba al tanto de lo que fuera que les había obligado a huir de Luxemburgo.
La otra mujer, cuya voz le había resultado conocida, era Jane. Jane miró a Kate y luego bajó la vista, dejando ver que se sentía avergonzada. Era probable que pensara que todo aquello tenía que ver con ella, que su aventura con Bill había arruinado el matrimonio de los Maclean. Siempre nos creemos el ombligo del mundo.
* * *
El invierno fue retirándose. Pasaron una semana en Barcelona, donde el tiempo era más cálido que en el norte del continente y podían llevar una chaqueta en lugar de abrigo. Después, una escapada de fin de semana en coche a Hamburgo. Otro fin de semana en Viena, esta vez en avión. Otros países, otras lenguas.
Kate pasó un fin de semana sola en el ventoso París. Tomó el TGV el viernes por la mañana, un cómodo trayecto de solo dos horas, después un paseo tonificante desde la Gare de l’Est para comer en un mercado cubierto, mesas con manteles de plástico y vapor saliendo del puesto de comida vietnamita, mantequilla humeante en las grandes sartenes para hacer crepes, bandejas con manitas de cerdo dispuestas arquitectónicamente. Entró y salió de las tiendas de los Grands Boulevards. Visitó el Louvre.
El sábado, a última hora de la tarde, fue hasta el Pont Neuf. El río fluía uniforme y plateado en la luz invernal. Le dio otra vuelta a la bufanda nueva para abrigarse más. Después regresó al ruidoso ajetreo de la orilla izquierda, a los cafés y las brasseries abarrotados de gente tomando una copa y fumando; el sol desaparecía y lo reemplazaba la electricidad. Mientras esperaba a que cambiara un semáforo en la esquina con la Place Saint Michel, llena de gente, Kate reparó en que de la rama de árbol que colgaba sobre la intersección había brotado ya un capullo.
* * *
Cuando dejaron Luxemburgo para pasar las vacaciones de verano en el sur de Francia, pensaron que regresarían en cinco semanas. Dieron por supuesto que los niños seguirían yendo al mismo colegio, a un curso superior. Pero durante aquel mes en el Mediterráneo se replantearon sus planes. ¿De verdad querían vivir en Luxemburgo? ¿Era necesario?
Lo que necesitaban —lo que habían necesitado hasta entonces— era que Dexter pudiera acceder a las cuentas ultraprotegidas que requería su plan. Había creado una société anonyme cuya actividad no despertaría la más mínima atención por parte de las autoridades en Luxemburgo, inversión en mercados financieros. Así pues, necesitaban pagar impuestos sobre la renta en algún lugar que estuviera fuera de la jurisdicción del FBI.
Pero ¿tenía que ser Luxemburgo? No, podía ser Suiza, las Islas Caimán, Gibraltar o cualquier otra pequeña ciudad-Estado amiga de la privacidad. Dexter había visitado todos aquellos lugares antes de que se mudaran y había elegido Luxemburgo porque le había parecido el paraíso fiscal más agradable para vivir. Era un lugar real, no una isla remota en el mar de Irlanda o un club de campo en el Caribe o un promontorio rocoso en los Pirineos. Tenía una nutrida población de expatriados, buenos colegios y acceso a las riquezas culturales de Europa occidental.
Y nadie en Estados Unidos sabía dónde estaba Luxemburgo. Cuando a un americano le decías que te ibas a Zúrich o a Gran Caimán daban por hecho que estabas blanqueando dinero o huyendo de la justicia. Pero si te ibas a Luxemburgo, nadie sabía a qué.
Y, con todo, Kate tenía que reconocer que Luxemburgo había sido una buena elección para toda la familia. Pero terminó no siéndolo por la manera en que habían empezado su vida allí. Y también por los Maclean.
Ahora que Luxemburgo, S. A., estaba creada, ahora que Dexter estaba ganándose la vida —sorprendentemente bien— en el negocio de las inversiones, ahora que tenían permisos de residencia y carnés de conducir de la Unión Europea, ahora que habían declarado impuestos en Luxemburgo…, ahora que todo eso estaba hecho, ¿necesitaban quedarse en Luxemburgo?
No.
* * *
Fueron los niños quienes hicieron amigos en la playa de Saint Tropez. Y al día siguiente Kate y Dexter se presentaron. Y al otro estaban todos juntos en la misma playa y más adelante en la misma semana comieron juntos, vino rosado frío y la alegre charla propia de americanos expatriados de vacaciones. Kate escuchó anécdotas de la vida en París, del colegio internacional que había en Saint Germain y de cómo habían bajado los precios en el mercado inmobiliario…
Y entonces se encontraron en un vuelo de primera hora de la mañana desde Marsella, los niños con el pelo limpio y repeinado, las camisas dentro del pantalón, el taxi del aeropuerto al colegio, las rápidas entrevistas con los niños y otras más largas con los padres. Después, apretón de manos con el secretario de admisiones, la confirmación de que había plaza para los niños.
Tomaron algo en el café Flore y se pusieron de nuevo en marcha, era un bochornoso día laborable de verano. Encontraron una agence immobilière con el escaparate decorado por relucientes fotografías de apartamentos. Se presentaron y empezaron a visitar casas.
En una misma mañana firmaron el contrato del colegio y el de alquiler del apartamento.
* * *
Luxemburgo parecía desierto a mediados de agosto. O al menos parecía vacío de expatriados. Todas las amigas de Kate estaban de vacaciones con sus familias: los americanos, en Estados Unidos; los europeos, en chalés alquilados junto a la playa en Suecia o en villas pintadas de blanco en alguna sierra española, o de colores pastel y con piscina en Umbría.
Caminó por la ciudad vieja, reconociendo los rostros familiares de los comerciantes, los vendedores del mercado de Place Guillaume, las camareras en su pausa para fumar un pitillo, los guardias de palacio. Todas esas personas cuyos nombres desconocía pero que formaban parte de la textura de su vida. Sentía que debía despedirse de cada una de ellas.
Deseaba que sus amigas estuvieran allí. Sentía la necesidad de sentarse en una terraza con Claire, Cristina y Sofía para la última ronda de cafés, la última ronda de abrazos. Pero quizá fuera mejor así. Odiaba las despedidas.
Regresó al apartamento llevando un sándwich de jamón en una bolsa de papel y retomó la tarea de ordenar los juguetes de los niños, separando los que iba a tirar, a donar o a conservar. Estos habían ido con Dexter al parque del barco pirata, por última vez.
La segunda vez sería más fácil y Kate lo sabía. Las partes duras lo serían menos y las divertidas, más. Como había ocurrido con el segundo hijo, con Ben. Sería menos amenazador, menos difícil, menos desconcertante, y tendrían la ventaja de la experiencia anterior.
Pero necesitaban conservar la residencia en Luxemburgo de alguna manera, un lugar donde declarar impuestos y donde simular que vivían. La pequeña casa alquilada en las Ardenas, por mil euros al mes, les serviría a la perfección. En un rincón de la sala de estar había una pila de cajas destinadas a llevarlas allí, llenas de lámparas baratas, platos desportillados y cubiertos que ya no usaban. También una caja de seguridad donde meterían un millón de euros en metálico.
El resto del dinero del coronel no lo habían tocado, seguía en la cuenta bancaria anónima y allí seguiría posiblemente para siempre. Ahora eran veinticuatro millones.
Kate miró por la ventana, las amplias vistas, el extenso panorama de un trozo de Europa que, durante un tiempo, había sido su hogar. Los ojos se le llenaron de lágrimas y le sobrevino una profunda oleada de tristeza por lo que dejaba atrás. Por el paso inexorable del tiempo, el avance de su vida hacia su inevitable final.