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La estela del cuervo

Un súbito golpeteo en la puerta me hizo volver a la realidad. Desde mi regreso al refugio, no había hecho otra cosa que perderme en mis pensamientos. Los acontecimientos de la noche anterior me habían dejado exhausto, pero la agitación en la que estaba sumida mi mente me impedía conciliar el sueño. Veía una y otra vez la imagen de aquellos cuerpos ensangrentados mirándome con ojos vacíos, como si de un cuadro grotesco se tratara.

Me sentía extraño. No tenía remordimientos por lo que había hecho, pero tampoco estaba satisfecho. Mis ansias de venganza aún no se habían saciado. Era como si lo ocurrido aquella noche no hubiera servido para nada. Un intenso dolor de cabeza me atenazaba las sienes, impidiéndome pensar con claridad.

Los golpes en la puerta se volvieron más insistentes. No necesité preguntar quién era. Reconocía la forma de llamar de Blazh, siempre apremiante e impetuosa. Al levantarme de la cama me di cuenta de que todavía llevaba puesto mi uniforme; estaba manchado de sangre, hollín y barro, y las armas seguían enfundadas en su sitio. Despedía un olor metálico mezclado con sudor que se apelmazaba en mi piel y resultaba irritante. Necesitaba un baño.

Abrí la puerta y dejé entrar a mi mentor, sin siquiera dirigirle una mirada. Encendí el fuego y puse a calentar agua, mientras empezaba a quitarme las prendas una a una. Blazh se plantó delante de mí, con los brazos cruzados sobre el pecho y una expresión de rabia contenida dibujada en su cara.

—¿Qué demonios has hecho? —preguntó con tono neutral.

—Un ajuste de cuentas —contesté con indiferencia.

—Un ajuste de cuentas… —repitió en el mismo tono, alzando ambas cejas—. ¿Te has parado a mirarte? ¿Acaso no te he enseñado a cubrir tus huellas, a asegurarte de que nadie sospeche de ti? —Fue alzando la voz a medida que su enojo se hacía presente—. ¡Estás cubierto de sangre, maldita sea! ¡Debes haber dejado tu rastro por toda la ciudad!

Me froté los ojos al notar que mi dolor de cabeza aumentaba.

—Nadie me ha visto, todos los testigos están muertos. He seguido rigurosamente tus instrucciones, no podrán culparme de nada. Así que cálmate un poco.

Blazh agitó un dedo delante de mi cara.

—Baja esos humos, jovencito. Estoy a punto de perder el temple, no me pongas a prueba. —Cogió una silla cercana y se sentó a horcajadas en ella mientras yo llenaba la tina—. Quiero que me cuentes lo que has hecho, ya juzgaré yo si tu actuación ha sido la adecuada.

—Si estás aquí es porque ya lo sabes.

Me metí en la tina y dejé que el agua caliente relajara mis músculos y arrastrara los restos de sangre. Con suerte, aliviaría también la migraña, siempre que a Blazh no le diera por gritar. Estaba haciendo un ruido sordo con la garganta, como haría un lobo al defender su territorio. Exhalé un largo suspiro.

—¿Qué es lo que cuentan? —pregunté con voz cansada. Lo que había hecho era algo fuera de lo corriente, las noticias se habrían extendido por doquier.

—Que ha sido una masacre. Cuerpos destripados, entre ellos mujeres y niños, una cantidad considerable de sangre cubriendo suelos y paredes… parece que te has divertido bastante.

—De hecho, sí, ha sido estimulante. ¿Quieres una explicación? Eran su familia. Ahora la balanza está más equilibrada.

—Me importa una mierda quienes fueran o lo que hicieras con ellos. No me malinterpretes, me siento orgulloso. Por lo que he oído, has sido bastante creativo. Pero esa no es la forma de actuar de un creiche. Somos rápidos, limpios y efectivos, lo que has hecho ha sido una chapuza digna de un carnicero.

—Precisamente —dije con dureza—. Nadie vincularía lo ocurrido en la mansión Brehaut con un creiche. Me he asegurado de hacer todo lo contrario a lo que se espera de nosotros y no he dejado ninguna pluma. Esto es un asunto personal, algo entre Radeir y yo. Escribí un mensaje en la pared para recordárselo.

El rostro de Blazh se agrió al instante. Las venas se contrajeron en su cuello.

—¿Cómo dices? —bramó enojado. Se levantó de golpe de la silla—. ¿Dejaste un mensaje reclamando la autoría del crimen? ¡Por todos los….!

—¡No iba a dejar que esto pasara por un asesinato fortuito! Quiero que sepa que fue mi mano la que empuño las armas que le arrebataron a sus seres queridos. Quiero que le reconcoma la culpa por haber sellado su perdición.

—¿Y por qué no te pones delante de él con una diana atada al cuello? ¡Maldita sea, Liam, lo que has hecho es espantoso, no van a perdonártelo con amenazas o sobornos! ¡Les has ofrecido tu cabeza en bandeja!

—¿Me tomas por idiota? Me he asegurado de que nada los lleve hasta mí. —Blazh me miró condescendiente—. El mensaje que dejé decía: «Las deudas de sangre se acaban pagando», lo firmé con las iniciales de mi nombre real. Eso fue todo. Bastará para que Mareck sepa que su familia murió por mi mano, pero no tiene ninguna prueba más que su palabra, nadie me vio, nadie oyó nada. Han pasado años desde la última vez que nos vimos y yo he cambiado. Una vaga descripción de cómo era entonces y el nombre de un noble exiliado no serán suficientes para encontrarme. Tú eres el único en esta ciudad que conoce mi pasado, para los demás soy un sinsangre criado en las calles. No asociarán esas iniciales conmigo.

La expresión de Blazh se suavizó un poco. Volvió a sentarse y después sacudió la cabeza, contrariado.

—Es un riesgo innecesario. Tras esa carnicería, los de arriba querrán encontrar un culpable a quien ahorcar para calmar su miedo a ser los siguientes. Podías haberlos matado sin más, que pareciera la obra de un ladrón, y luego mandarle una carta a ese tipo, si tanto querías alardear de ello.

Me eché a reír ante esa sugerencia.

—Parece mentira que me digas algo así. Tú nunca has tenido reparo alguno en ensañarte con todo el que se te pone por delante. —Salí de la tina. El agua ya se había quedado fría—. Querías que diera rienda suelta a todo mi odio. Pues eso es lo que he hecho, me he resarcido por todos los años que he tenido que vivir como un sinsangre por culpa de ese malnacido. Me preparaste para este momento y por los dioses que he quedado a la altura de tus enseñanzas. —Hice una pausa—. Me he convertido en el monstruo que todos queríais que fuera. Y esto solo es el comienzo.

Cogí una camisa limpia y me la puse, agradeciendo su tacto suave sobre la piel. Apreté los dientes, tratando de combatir las punzadas que me agujereaban la cabeza. Blazh se había quedado callado y me observaba con el semblante serio, ya carente de rabia. El silencio resultaba reconfortante, pero me vi obligado a romperlo. Quedaban cosas pendientes de aclarar.

—¿Qué dicen en las calles? —pregunté—. ¿Tienen alguna idea de a quién culpar?

—Están completamente perdidos y aterrados. Dicen que es la obra de un demonio. Temen que vuelva a ocurrir.

—Entonces, no he hecho tan mal mi trabajo. Dejemos que sigan fantaseando con un asesino cruel que los acecha. Si quieren un culpable, lo encontrarán. Acusarán a algún miserable que no goce de alta estima y lo colgarán en mi lugar. Y si ellos no lo encuentran, ya me encargaré yo de proporcionárselo.

—Parece que lo tienes todo controlado.

—Tuve un buen maestro. —Noté que su ánimo mejoraba. A pesar de toda su frialdad, no hacía ascos a las alabanzas—. ¿Qué fue lo que te hizo pensar que había sido yo?

—Una corazonada. Los tipos capaces de hacer algo así se cuentan con los dedos de una mano y no suelen pasar desapercibidos. Pero hasta que no vi la sangre cubriendo tu ropa no estuve seguro. Y además, me faltan varias armas. Las quiero de vuelta. Intactas.

Sonreí un poco.

—Primero tengo que limpiarlas a fondo.

—¿Qué piensas hacer ahora? ¿Darás por saldada tu cuenta o seguirás cobrándola?

—Debería haberme bastado con esto, pero no es así. He vengado la muerte de mi tío y de los cinco hombres que cayeron con él y, sin embargo, tengo la sensación de que hay algo que falla. No estoy satisfecho en lo más mínimo.

Blazh hizo una mueca desdeñosa.

—La sed de venganza no se aplaca con un trago. Llevas demasiado tiempo alimentándola, hagas lo que hagas, solo conseguirás que tu hambre aumente.

—Puede ser. Pero, pensándolo fríamente, creo que mi elección tampoco ha sido la más acertada. Yo perdí a un ser querido al que tenía en alta estima, al que conocía de toda la vida y con el que había formado un fuerte vínculo. Las personas a las que he matado acababan de entrar en la vida de Mareck, ni siquiera le ha dado tiempo a conocerlas a fondo. No es algo que pueda compararse. Tal vez por eso no siento ningún alivio. —Esa idea llevaba rondando mi cabeza desde la noche anterior, pero decirlo en voz alta me ayudó a verlo más claro—. Tendré que buscar algo que le importe tanto como lo que yo he perdido. Y, mientras tanto, le iré arrebatando todo lo que pueda. No tengo intención de parar aquí.

Blazh se levantó de la silla, ajustó sus ropas y se acercó a la puerta.

—Todo eso me parece muy bien, pero recuerda que no te exime de tus tareas. Tenemos una partida de acónito que preparar. Te quiero en mi refugio en una hora. —Se quedó un momento parado en la entrada, mirándome de arriba abajo—. Ahora eres el hombre más temido de Lebannan. Disfrútalo.

Había un atisbo de sarcasmo en su voz. Se marchó dando un fuerte portazo que no hizo más que intensificar mi dolor de cabeza.

La reacción de las gentes de Lebannan ante la masacre de la mansión Brehaut no fue la que esperaba. En una ciudad en la que todo el mundo compartía las noticias gritándolas a los cuatro vientos y que se entretenía relatando versiones exageradas de todo cuanto acontecía, me sorprendió descubrir que mantenían un silencio casi reverencial ante lo ocurrido. Cuando hablaban, lo hacían en susurros, con la preocupación marcada en el rostro, mientras vigilaban las proximidades con suspicacia, como si no quisieran que sus voces llegaran a oídos ajenos. El miedo se había instalado en la vieja Ciudad del Paso y se había acomodado allí.

Pronto corrió la voz de que el responsable de aquella carnicería debía ser un demonio salido del Abismo, un strigoi que se alimentaba de las vísceras de los vivos y que, por tanto, cualquiera podía ser su siguiente víctima. Al llegar el ocaso, las calles quedaban desiertas, nadie se aventuraba a salir por miedo a encontrarse con ese demonio. Cualquier asesinato cometido en la ciudad hacía sembrar el pánico. Las descripciones de los crímenes más vulgares se exageraban y retorcían de modo que pasasen a formar parte de las atrocidades cometidas por el ser oscuro que atormentaba sus sueños. La presencia del strigoi llegó incluso a sustituir a la adacha en los cuentos macabros que los adultos narraban a los niños; en vez de una anciana bruja que se alimentaba con su sangre, era la figura sombría del demonio que camina la que atormentaba sus mentes infantiles. La fama del strigoi fue en aumento y ni siquiera las muchas ejecuciones que tuvieron lugar bastaron para acallar las voces recelosas de una ciudad horrorizada.

Por mi parte, no pude reprimir las ganas de comprobar con mis propios ojos el efecto que mi desagradable regalo había provocado en Mareck. Los días siguientes al crimen lo estuve siguiendo, siempre a cierta distancia, para no comprometer mi seguridad. Aunque lo que más deseaba era plantarme delante de él y reírme en su cara, el riesgo no merecía la pena. Ya tendría tiempo de enfrentarme a él en persona, cuando no estuviera rodeado de guardianes y de un pueblo deseoso de linchar a alguien. Por el momento, me conformaba con ver el dolor de la pérdida reflejado en su rostro.

El resentimiento que sentía hacia Mareck era una herida abierta que no acabaría de cicatrizar con un solitario acto de venganza. Como había asegurado Blazh, mi hambre no hacía más que aumentar. Tuve muchas tentaciones de eliminar a uno de esos amigos suyos a los que tanto apreciaba, pero no tuve ocasión de hacerlo. Me desperté una mañana y ya no estaban. Las personas a las que interrogué me dijeron que se habían marchado de la ciudad la noche anterior. Si fue por cobardía o por razones ajenas a nuestra desavenencia, nunca lo supe.

Al menos había podido disfrutar de esa pequeña victoria, ya nadie podría arrebatármela. Había vengado la memoria de mi tío y su compañía de mercenarios, pero, si tenía ocasión de volver a cruzarme con mi rival en el futuro, todavía quedaban deudas por saldar. Aunque me llevara toda la vida, acabaría por cumplir mi promesa de hacerle pagar cada una de sus ofensas, por ínfimas que fueran.

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Cuando pisé Lebannan por primera vez, me sorprendió encontrarme con tanta crueldad. Años después, era yo quien contribuía a que esa depravación que imperaba en la ciudad fuera en aumento. Matar a una persona a la que quería, aunque fuera de forma accidental, había sido mi punto de ruptura. La matanza de los Brehaut fue el momento álgido de mi conversión y los meses que siguieron a este acto no hicieron sino acrecentar mi frialdad. Me había convertido en el motivo por el que los niños lloraban y los hombres apartaban la vista. Y había descubierto que me encantaba.

Sin la traba de la conciencia pesando sobre mí, el oficio de creiche parecía hecho a medida para alguien como yo. Había adquirido más confianza y más experiencia, y no tenía ningún reparo en tomar las medidas necesarias para cumplir mis objetivos. Apenas tres lunas bastaron para que el nombre de Cuervo fuera susurrado en las tabernas con el mismo miedo con el que se pronunciaba el de Peregrino.

Blazh ya no tenía ningún interés en ocultarme, más bien al contrario. Me puso en contacto con sus proveedores, peristas e intermediarios, y siempre contaba con mi compañía cada vez que atendía a un cliente, aunque se mostraba receloso a la hora de permitirme aceptar encargos sin su supervisión. Tal vez la razón era la eterna desconfianza que sentía hacia cualquiera que no fuera él mismo. Entre sus intermediarios, que se ocupaban de ponerle en contacto con los posibles clientes, se encontraban posaderos, líderes de gremios, dueños de casas de juego o de humo, mercaderes y matronas de burdeles.

Las casas de juego se encontraban entre los lugares favoritos de Blazh para realizar reuniones privadas con quienes querían solicitar nuestros servicios, porque así podía dar rienda suelta a su afán desmedido por las apuestas. Allí acudimos cuando Blazh quiso escuchar los detalles de un posible encargo, después de varias semanas de profundo tedio sin nada en lo que ocupar nuestro tiempo. Los interesados eran un par de socios de un gremio de artesanos que querían librarse de un tercero por diversas desavenencias, aunque yo estaba seguro de que también había oro de por medio. Siempre lo hay.

Nos acomodamos en un rincón discreto, lejos de oídos curiosos. Los artesanos compartieron su relato con suma cortesía, pero se mostraron incómodos al no recibir respuesta alguna de Blazh, que hacía danzar los dados en un cubilete, sin siquiera mirarlos a la cara. Cuando terminaron de hablar, se impuso un profundo silencio, roto tan solo por el tintineo de los dados. Blazh deslizó el cubilete por la mesa, colocándolo enfrente de ellos.

—Haced una tirada —dijo sin más.

Los hombres se miraron extrañados, sin saber muy bien cómo reaccionar. Uno de ellos tomó el cubilete y volcó los dados sobre la mesa. Sacó doce puntos. Blazh hizo una pequeña mueca con el labio. Apartado en una esquina, yo observaba la escena; conocía de sobra las razones de mi mentor para actuar de ese modo. Era una apuesta. Si él sacaba un número mayor, rechazaría su encargo.

Blazh recogió los dados, los agitó de nuevo y echó su tirada. Nueve. Supuse que estaría satisfecho. No le gustaba perder, pero le gustaba aún menos hundirse en el aburrimiento.

—¿Cómo deseáis que muera? —preguntó.

Ambos volvieron a mirarse, un poco más relajados. El que había hecho la tirada tomó la palabra.

—Debe parecer una enfermedad. Sería preferible que no se alargara más de cuatro semanas, pero eso lo dejaremos a su criterio. Lo importante es que sea creíble.

—¿Queréis que sufra?

—Solo si fuera preciso —dijo el otro—. Librarnos de él es el único modo de que abandone el gremio, no se trata de nada personal. De hecho, preferiríamos no estar al corriente de cómo, cuándo y dónde llevaréis a cabo la… eeerrr… tarea.

—Me ocuparé personalmente de que así sea.

Hubo otro intercambio de miradas. El primero se aclaró la voz antes de hablar en un tono suave.

—Lo cierto es que… nos gustaría que fuera Cuervo quien se encargara de ello. Hemos oído de su talento y creemos que le será más fácil acercarse sin levantar sospechas que a vos, que sois bastante más reconocible.

Levanté la cabeza con sorpresa ante ese comentario.

—En fin… siempre y cuando os parezca bien, claro está —se apresuró a añadir el cliente, visiblemente nervioso.

Una pequeña contracción en el ojo fue el único cambio en el semblante impasible de Blazh. Permaneció en silencio, inmóvil como una estatua de mármol, ante la creciente inquietud de los hombres que le observaban. Cuando habló, lo hizo en un tono mesurado, carente de emoción.

—Si ese es vuestro deseo, así se hará. El coste será de cuatrocientos cincuenta ónices de oro.

Los hombres se mostraron impresionados por esa cifra y no era de extrañar. Era el doble de la tarifa habitual. A pesar de todo, pagaron el precio y yo cumplí el encargo. No estaba seguro si a Blazh le había complacido o desagradado que me escogieran por encima de él, mostraba una total falta de interés por el asunto, aun cuando lo llevé a término con éxito.

A partir de entonces, cada vez fueron más los que solicitaron mis servicios. Mi fama se había ido extendiendo por la ciudad y mi capacidad en algunas materias se fue imponiendo a la de Blazh. Yo tenía facilidad para la diplomacia, algo de lo que él carecía por su carácter agrio. Me resultaba sencillo conseguir que las personas confiaran en mí, lo cual me abría muchas puertas y me permitía acercarme bastante a las víctimas.

Cuando mi clientela fue en aumento, decidí que era hora de actuar por mi cuenta. A él no pareció importarle, recibía encargos de sobra. No obstante, seguía insistiendo en que mi aprendizaje debía continuar; la culminación de unas cuantas misiones sin contratiempos no era motivo suficiente para considerarme un maestro. Así que seguí acudiendo a menudo a su refugio para practicar.

Con la llegada del invierno, Blazh volvió a instalarse en su vivienda cercana a la Avenida, donde habíamos tenido nuestro primer encuentro. Nunca me lo dijo, pero estaba convencido de que era su favorita. Me acerqué hasta allí una de aquellas frías tardes, después de haber pasado la mañana redactando documentos falsos. Blazh apenas levantó la vista cuando entré. Estaba sentado en una de las sillas, con los pies subidos encima de la mesa, ocupado en afilar el acero de una daga con una piedra de amolar.

—¿No tenías que cobrar una deuda para ese prestamista del que hablabas el otro día? —pregunté mientras me quitaba la capa y depositaba las armas en uno de los armarios.

—¿Qué te hace pensar que no lo he hecho ya? —contestó, mirándome de reojo.

Había algo diferente en su forma de hablar, más distante de lo habitual. Quizá había tenido un mal día. No le di demasiada importancia, el humor de Blazh era tan cambiante como una veleta a merced del viento. Retiró los pies de la mesa con lentitud, dejando la piedra y la daga a un lado. Cogió un trozo de cebolla y se lo llevó a la boca. Me miró con el entrecejo un poco fruncido.

—Ayer bebí demasiado, tengo algo de resaca —dijo entre bocado y bocado—. He puesto al fuego un poco de ajenjo y valeriana, ¿quieres echarle un vistazo, a ver si está listo?

Me acerqué a los fogones. Una pequeña marmita colgaba encima, desprendiendo un fuerte olor parecido al del queso. Aún no había empezado a hervir.

—Todavía le falta un poco.

—Dale un par de vueltas con la cuchara, ¿quieres?

Metí el cucharón de madera en la mezcla y empecé a revolverla. Fue entonces cuando noté una sensación extraña en la nuca, un latigazo gélido que me recorrió la columna. Todos mis sentidos se pusieron en alerta. Me llegó el olor a cebolla justo antes de darme la vuelta. Al hacerlo, sentí un pinchazo intenso en el costado. Blazh estaba casi encima de mí, ni siquiera le había oído acercarse. Su rostro no reflejaba emoción alguna. Bajé la mirada hasta su mano, que aún agarraba con firmeza la empuñadura de la daga con la que acababa de apuñalarme.