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La Academia
Durante todo el camino había dibujado en mi mente cómo sería la Academia: tal vez una pequeña ciudad rodeada por regias murallas, o quizá un castillo similar a Brandorf, pero más amplio y majestuoso, o un conjunto de torres entrelazadas entre sí formando un enorme complejo. Cuando mi escolta y yo nos adentramos en el bosque de Bellovado busqué en vano entre las altas ramas de los árboles cualquier atisbo de torre, almena o muralla que pudiera vislumbrarse. Empezaba a preguntarme si no nos habríamos equivocado de camino, hasta que, al llegar a un claro, apareció ante nosotros una empalizada de madera y piedra de unas cinco varas de altura, con torretas cubiertas en las esquinas. Creí que se trataba de alguna aldea que estaba de paso pero, para mi sorpresa, Richart anunció que habíamos llegado a nuestro destino.
No era en absoluto lo que esperaba encontrarme. Aquello se asemejaba más a una granja de grandes dimensiones que a una fortaleza. Había varios edificios bajos, de uno o dos pisos, construidos en grandes bloques de piedra caliza; pasamos por delante de unos establos, una herrería y un patio con un pozo. Más allá se podían ver bancos y mesas de madera dispuestas en fila y una gran zona despejada donde unos muchachos practicaban con la espada. Nos detuvimos frente a un edificio redondo circundado por columnas y coronado por una enorme cúpula. Richart lo llamó la Cámara del Consejo, instándome a que entrara con él para presentarme ante los rectores.
Los hombres que me habían acompañado hasta allí se marcharon esa misma tarde. Mientras me despedía de ellos, los sirvientes se encargaron de llevar mis pertenencias a las habitaciones. Uno de ellos, un individuo enjuto y serio que se presentó como mayordomo principal de la Academia, me mostró el lugar y me puso al corriente de todo lo que necesitaba saber. Los terrenos se extendían más allá de la Cámara del Consejo, con varios edificios separados por un amplio espacio que se usaba para las prácticas. Las cocinas y el salón principal rodeaban la plaza del Consejo, en el centro de la cual había una fuente de piedra decorada con pájaros y dragones esculpidos. En la zona sur, algo más alejada del resto, había bodegas, graneros y varios establos que contenían cerdos, gallinas, vacas y ovejas. En conjunto, parecía una pequeña villa independiente, aislada del exterior por las elevadas barreras que la rodeaban y un mar de espesura verde que se extendía en todas direcciones.
Las dependencias de los aprendices y los maestros estaban distribuidas en varios edificios colindantes, cada uno de ellos de dos pisos de altura. Me sorprendió descubrir que las habitaciones eran largas salas con hileras de camas a ambos lados en las que fácilmente podrían alojarse medio centenar de personas. Acostumbrado como estaba a disfrutar de aposentos privados, ese lugar me parecía más propio de la plebe que de señores de sangre noble como yo. Ante mi protesta, el mayordomo me indicó que en la Academia nadie poseía habitaciones privadas salvo los maestros; le acompañé de mala gana hasta el lecho que me habían adjudicado, donde mis pertenencias ya estaban esperándome.
Después de recordarme la hora de la cena, me dejó solo en aquella inmensa sala mal iluminada. Cada uno de los aprendices contaba con una cama con colchón de lana y almohadón de pluma, un amplio arcón de madera negra y una mesita en la que había un candil y varias velas. No había forma de distinguir de quién era cada espacio, todos los muebles eran iguales, sin marcas, sellos o tapices que pudieran servir de ninguna indicación, ni tampoco había separación alguna entre ellos que concediera algo de intimidad. Tuve que contar el número de camas que separaban la mía de la puerta de entrada para no confundirme más tarde.
Cuando salí al exterior estaba empezando a oscurecer. Me dirigí al salón principal, situado en la plaza, donde la gente se reunía a la hora de las comidas; la mayoría se estaban encaminando ya hacia allí. Eché un vistazo a los que iban a ser mis compañeros durante los siguientes años: eran muchachos jóvenes, algunos más pequeños que yo y otros bastante mayores; también había chicas, aunque en un número mucho más reducido. Casi todos tenían rasgos celirianos, pero también había extranjeros de piel oscura que de seguro provenían de los reinos del este, otros tenían piel dorada y cabellos negros, y otros eran muy pálidos, con ojos rasgados, por lo que supuse que serían originarios de Kalavia. Sus miradas descaradas mientras me estudiaban de arriba abajo y cuchicheaban me hicieron sentir incómodo.
Estaba claro que nadie iba a presentarme de manera formal ante ellos, si quería entablar relaciones con mis condiscípulos tendría que ser yo quien diera el primer paso. Saludé a un grupo con un gesto de cabeza cuando vi que no me quitaban el ojo de encima y a punto estaba de acercarme a ellos para iniciar una conversación cuando una voz a mi espalda me sobresaltó.
—Vaya, pero si es el mismísimo Willhem de Brandearg que nos honra con su presencia —dijo en tono burlón el dueño de aquella voz—. Dichosos los ojos, empezaba a pensar que nunca te veríamos por aquí.
Al girarme, me encontré con un chico bastante alto y fornido que vestía con elegancia. Tenía el pelo casi negro, muy corto, y un rostro que me resultaba vagamente familiar, con una sonrisa desdeñosa que mostraba unos incisivos prominentes. Le acompañaban otros dos muchachos, uno de ellos rollizo y corpulento, el otro muy alto y delgado, ambos vestidos con ropajes que denotaban su noble linaje. El chico que se había dirigido a mí se quedó mirándome con una ceja arqueada en gesto de expectación. Tardé un instante en recordar dónde había visto antes esa misma expresión.
—¿Adelbert? —pregunté inseguro. Sonrió con satisfacción—. ¿Adelbert de Klingberg? No te había reconocido.
—Ya me he dado cuenta. ¿Tanto he cambiado desde la última vez que nos vimos? —Se rió con ganas.
—Ya lo creo. ¿Cuánto ha pasado, dos, tres años? Te veo muy distinto, hasta te ha cambiado la voz.
Adelbert era el primogénito de la hermana de mi padre, Lady Jocelyn, y de Lord Halebran, Conde de Klingfort, un pintoresco dominio en las tierras del sur. Era dos años mayor que yo. Siempre nos habíamos llevado muy bien desde pequeños, aunque en los últimos años nuestras familias ya no mantenían el contacto de antaño. El aspecto físico de Adelbert había cambiado sobremanera: era mucho más corpulento y su rostro era más cuadrado, con una nariz alargada y unos ojos hundidos que recordaban mucho a los rasgos de su padre; tenía algo de vello en el mentón, y los hombros y el cuello anchos como los de un hombre adulto. Apenas quedaba nada del niño que había conocido, a excepción de su expresión arrogante y su mirada incisiva.
—Pues yo te veo tan canijo como siempre —bromeó, dándome unas palmadas en la espalda—. Me alegro de verte, parece que Lord Hendrick ha dado por fin su brazo a torcer. Mi madre me contó que no te dejaba asistir a la Academia.
—Ha preferido ocuparse en persona de mi adiestramiento hasta ahora —asentí—. ¿Llevas mucho tiempo aquí?
—Unos cuatro años. El aprendizaje se hace un poco lento. Mi padre dice que es la manera que tienen los rectores de asegurarse de que estemos aquí el tiempo suficiente para sacarnos todo lo que puedan. Aunque con la fortuna que se les paga podrían ofrecer mejores servicios; bueno, ya habrás visto que no es precisamente como estar en la corte.
—Supongo que tendré que acostumbrarme.
—Por cierto, permíteme que te presente a mis compañeros. Este es Hubert de Loucelles —dijo señalando al chico regordete que estaba a su lado—, y este otro Findlay de Dubernell. Son buena gente, seguro que os llevaréis muy bien.
Nos brindamos los respectivos saludos. Había oído hablar de sus familias, el maestre Gerland se había encargado de que conociera en profundidad a todas las casas nobles de Celiras. Los Dubernell eran primos segundos de nuestra casa, vizcondes de una pequeña zona del norte; los Loucelles, en cambio, eran una familia menor, vasallos de los Klingberg. Nos sentamos juntos en una de las mesas en cuanto anunciaron que se iba a servir la cena.
La comida que ofrecían en la Academia no era mala, aunque tampoco tenía nada de especial. La gente hacía cola para llenar sus escudillas o recoger su hogaza de pan, frente a una mesa alargada donde los cocineros dejaban las viandas. Un pequeño grupo de sirvientes se ocupaba de llevar las bebidas a las mesas.
Adelbert me puso enseguida al corriente de cómo era la vida en la Academia. Con cada una de sus palabras me convencía más de que había sido una suerte que coincidiéramos allí; era agradable tener a alguien de confianza a mi lado ahora que estaba tan lejos del hogar. Aunque en la Academia había otros nobles, a los que fui reconociendo según pasaban cerca de nuestra mesa, a ninguno de ellos podía considerarlo amigo. Mis visitas a la corte habían sido escasas y las relaciones entre familias se habían ido reduciendo con el paso del tiempo. Todos estábamos bien informados sobre la situación de los otros nobles y era costumbre mantener el contacto al menos una vez al año, pero eso no era suficiente para establecer un vínculo fuerte con otros jóvenes de mi edad.
—No hay muchos miembros conocidos de nuestra alcurnia —dijo Adelbert—. La mayoría de los que están aquí vienen de familias adineradas que esperan hacerse un hueco en la corte; ya sabes, ahora es fácil entrar si se conoce a las personas adecuadas. Algunos confían en ser nombrados caballeros para poder adquirir un título nobiliario. Pero hay algún Weller, creo, y un Barsdley, varios Kerecik y un Braerd.
—Y un Salynges también —apuntó Findlay.
—Ah, sí. El tipo ese tan alto que parece una torre. Con los demás es mejor mantener las distancias, en este sitio dejan entrar a cualquiera que tenga suficiente dinero para permitírselo.
—De todas formas, no veo demasiada gente —comenté—. Creía que habría miles de aprendices, se supone que este es uno de los mejores recintos de aprendizaje del mundo, deberían venir personas de todas partes.
—Y vienen de todas partes —aseguró Adelbert—. Hay algunos nobles de Therion y Tesalor, unos cuantos miembros de los clanes de Vanar y Kathania, incluso varios de esos kalaveses, a pesar de que no suelen tener interés en nada que esté más allá de sus fronteras. Si hasta dejan entrar a shadorianos —escupió con desdén—. Deberían colgarlos, no enseñarles nuestras técnicas para que nos puedan vencer con más facilidad.
—A los rectores les da igual a quién enseñan mientras les paguen —añadió Findlay. Su rollizo compañero hizo un ruido gutural a modo de apoyo.
—No comprendo cómo pueden permitir algo así —dije incrédulo—. Ayudar a un enemigo se considera alta traición. ¿Por qué razón querrían cometer tal delito?
—Tú mismo lo has dicho hace un momento: apenas llegan aspirantes. En una buena época este lugar podría albergar a más de mil personas, pero ni siquiera sobrepasamos las trescientas. Muchos de los edificios llevan años cerrados por falta de uso. Antes eran más selectos, no dejaban entrar a gente cuyas familias no se extendieran varias generaciones atrás, pero ahora… En estas condiciones todo el oro es necesario si quieren seguir manteniendo la Academia.
—¿Y no les preocupa que haya represalias?
—¿Represalias? —resopló Adelbert, dejando escapar una risotada—. El rector Cairgrazen es la máxima autoridad aquí y fue consejero real de Harold III, el antecesor de nuestro actual regente. Eso le garantiza el indulto en cualquier situación que no afecte directamente a la familia real, puede hacer lo que se le antoje.
—Es inaudito —dije decepcionado—. ¿Qué se supone que debemos hacer al respecto? ¿Tratar a los shadorianos como si fueran viejos amigos mientras su gente invade nuestras tierras y derrama nuestra sangre?
—Eso parece pensar Cairgrazen. Mientras el oro no falte en su mano, claro está. Pero hay otras maneras de librarse de personas indeseables por aquí. —Sonrió con malicia. Se inclinó hacia delante, bajando el tono de voz hasta que fue solo un susurro—. ¿Ves a esos de allí? —Señaló con el dedo a un pequeño grupo de muchachos que se sentaban unas mesas más allá—. Son los últimos shadorianos que quedan en la Academia. Los demás han ido desertando cuando las cosas se han puesto difíciles.
Me fijé en ellos. Eran media docena, todos ellos de aspecto recio y corpulento, piel curtida por el sol y espesos cabellos negros trenzados y ornamentados con cuentas de hueso y madera. Tenían la desconfianza marcada en sus rostros hoscos y severos, miraban con cautela a su alrededor, sin apenas pronunciar una palabra, ni siquiera entre ellos. Los demás parecían ignorar a propósito su presencia, algunos daban un rodeo para no pasar cerca de ellos.
—Había muchos más cuando llegamos —continuó Adelbert—. Algunos no pudieron soportar la presión, como te puedes imaginar no se sentían muy apreciados por los nuestros. A otros tuvimos que quitarlos de en medio con alguna pequeña travesura. No tienen mucho sentido del humor, ¿sabes? —Los tres se rieron con ganas—. Y otros... digamos que mostraron su verdadero rostro y fueron expulsados. A los rectores no les gustan los actos de violencia injustificada. A no ser que puedas justificarla con suficientes monedas.
—¿Qué razones podrían tener esos para querer desertar? —pregunté con cautela. Aquellos extranjeros tenían el porte de unos guerreros salvajes, difíciles de intimidar por palabras ofensivas o amenazas vacías.
—Siempre se puede hallar una forma. Aquí la clave es la discreción: no hagas nada que pueda delatarte. Los maestros tienen mucha devoción por los castigos, si te sorprenden realizando algún acto que no sea de su agrado acabarás unos días en el calabozo o haciendo guardias en la muralla.
—O trabajos pesados en la herrería —añadió Hubert con voz ronca—. Incluso a veces te hacen limpiar las mierdas de caballo, como un vulgar lacayo.
—A Hubert ya le ha tocado alguna vez —bromeó Findlay mientras este lo fulminaba con la mirada.
La imagen que durante años había ido forjando sobre la Academia se estaba despedazando a cada minuto que pasaba. Este lugar nada tenía que ver con las historias que me habían contado en el pasado. De no haber coincidido con Adelbert, es posible que hubiera tomado el camino de vuelta a mi castillo de inmediato. Pero mi presencia había captado la atención de los otros discípulos, si desertaba sería blanco de sus burlas y su desprecio; por el bien de mi nombre y de mi familia, no podía permitirme ese desliz. Aunque me asqueara compartir el mismo techo con los enemigos de mi pueblo.
Me empecé a sentir más a gusto al cabo de unos días, en cuanto me acostumbré a la rutina. Nos levantábamos con las primeras luces del alba y nos hacían practicar sin descanso hasta que el sol estaba alto en el horizonte. Divididos en pequeños grupos de no más de quince personas, entrenábamos con la lanza o con la espada bajo la estricta tutela del maestro que nos tocara en fortuna aquella mañana. Cada especialidad contaba con varios instructores, muchos de ellos héroes veteranos de guerra cuyo nombre les precedía.
Después de las comidas solían encargarnos alguna tarea con el objetivo de curtir nuestro carácter, según sus propias palabras. A nuestro parecer se trataba de una forma de ahorrarse mano de obra. Podían hacernos cargar con el grano para hacer pan, ayudar en la herrería o montar guardia durante unas horas. No eran tareas muy desagradables, pero requerían de fuerza y paciencia.
El resto del tiempo podíamos emplearlo como mejor nos pareciera. Teníamos las armas a nuestra disposición, libros y tratados para consultar, caballos para montar y la posibilidad de aprender a realizar ungüentos y pócimas medicinales. Nuestro único límite eran las murallas: estaba prohibido traspasarlas sin un salvoconducto. Así pues, gozábamos de suficiente libertad como para no añorar demasiado nuestros hogares, donde habríamos tenido que someternos a una disciplina mucho más firme.
En cuanto al trato personal entre los discípulos que acudían a la Academia, no difería mucho de lo habitual. A pesar de los intentos por parte de maestros y rectores de tratarnos a todos por igual, el linaje y la dote seguían siendo importantes para establecer el orden social. Había gran abundancia de miembros de casas de baja alcurnia o provenientes de familias adineradas que no pertenecían a la nobleza; todos ellos se esforzaban por mantener buenas relaciones con quienes poseían mejores títulos y posesiones.
No tardó mucho en correr la voz sobre mi presencia, no en vano era el hijo único de un conde, que además poseía una fortuna mayor que cualquiera de ellos. Pronto me vi rodeado de individuos ambiciosos que hacían todo cuanto estuviera en su mano para ganarse mi favor. Adelbert ya me había advertido al respecto, pero a mí me encantaba recibir sus atenciones. Resultaba divertido.
A pesar del desencanto inicial, no me costó mucho habituarme a la vida en la Academia. Pero, como aprendería años después, nunca hay que bajar la guardia cuando las cosas parecen ir bien. Entonces no lo sabía, pero estaba a punto de entrar en mi vida la persona que haría que todo mi mundo se viniera abajo.
Tal vez las cosas habrían sido muy diferentes si la Academia de Bosqueamargo hubiera seguido en pie. Mi padre me habría enviado allí, al norte, muy lejos de Bellovado, me habría convertido en un caballero y puede que nuestros caminos nunca se hubieran cruzado. O tal vez, de haber retornado a mi castillo tras los primeros días, a pesar de la vergüenza que eso habría supuesto, nada de lo que ocurrió después habría tenido lugar.
Pero Bosqueamargo había caído. Yo me había quedado. Y los dioses estaban a punto de comenzar una partida de Tafl en la que nosotros éramos las piezas y cada movimiento que hiciéramos nos empujaría más a un resultado que, según los designios, estaba predeterminado.
Tan solo llevaba dos lunas en la Academia cuando empezaron los rumores. Al principio no les di importancia, los chismorreos eran algo común entre la gente, una forma de sobrellevar el tedio del día a día. Entre sus comentarios había entendido que estaba a punto de llegar un nuevo discípulo a la Academia, alguien que debía tener cierto grado de importancia, a juzgar por el entusiasmo suscitado. No puse mucho interés.
Una tarde, mientas estaba con Adelbert en el patio, vimos a muchos chicos y chicas pasar corriendo por nuestro lado. Parecía que algo había alborotado a todos los que se encontraban cerca de la plaza del Consejo, en donde se había arremolinado una multitud en torno a algo o a alguien que estaba cerca de la fuente. Los más pequeños trotaban de un lado a otro, intentando colarse para ver mejor. Desde donde estábamos era difícil precisar a qué se debía tanto jaleo, de modo que decidimos acercarnos.
Findlay se encontraba cerca de los límites de aquella congregación, acompañado por una de las muchachas que solían colgarse de su brazo. A ella se la veía entusiasmada, hablaba entre risas con la gente que tenía al lado y daba saltitos para vislumbrar algo por encima de las cabezas.
—¿Qué es lo que pasa? —pregunté a Findlay cuando llegamos a su altura.
—¿Es que no lo sabéis? —contestó la muchacha por él, sin disimular un ápice su emoción mientras hablaba de forma atropellada—. ¡Ha venido! Dioses, no puedo creer que esté aquí.
—¿Quién? —insistí, confuso.
—El que auguraban los oráculos —dijo ella—. Aquel que los dioses escogieron como heraldo para traer la victoria a nuestra gente. ¡El héroe de Celiras está aquí!