7
El duelo
Los rumores, en ocasiones, se propagan con más velocidad de lo que cabe esperar, sobre todo cuando son en contra de alguien querido por una gran mayoría. Las personas, no importa cuál sea su origen o condición, sienten una mórbida fascinación en observar a los que admiran hundirse poco a poco en el fango hasta convertirse en una sombra de lo que eran. Es entonces cuando su admiración se torna en desprecio y vuelven la mirada hacia otro al que poder ensalzar. Pero esa devoción es tan caprichosa y voluble como una veleta a merced de la ventisca, puede regresar a ti con la misma facilidad que te abandona, siempre que el viento sople a tu favor. Me hubiera servido de gran ayuda saberlo entonces.
Al principio, me pareció divertido ver cómo el desliz que tuvo Mareck al caer en nuestra trampa llegaba a oídos de todos, propagado en gran medida por Adelbert y Findlay, que se encargaron de contarlo por todas partes. No faltó quien abrió los ojos y empezó a ver al elegido de los dioses como lo que siempre había sido para nosotros: un simple sinsangre demasiado ignorante para enfrentarse al destino que prometían las profecías. No obstante, seguía contando con el apoyo de muchos, que solo vieron en estos hechos una travesura sin importancia.
También había corrido la voz sobre nuestra disputa y, antes de que pasaran los dos días que habíamos convenido, todo el mundo sabía que nos enfrentaríamos en un duelo que, si bien se podía considerar en términos amistosos, pensábamos tomarnos muy en serio. Si los maestros se habían enterado de ello, no lo comentaron ni hicieron nada que pudiera impedirlo.
A mí no me preocupaba aquel enfrentamiento, estaba seguro de que saldría victorioso. Ni siquiera se me pasó por la cabeza que Mareck tuviera ninguna posibilidad contra mí. En el tiempo que llevaba en la Academia había aprendido muchas cosas; sabía que era bueno con la espada, mejor que la mayoría, y, desde luego, estaba convencido de que era mejor que él. De modo que aquella mañana llegué con intención no solo de demostrar mi valía, sino también de enseñar a todos que un sinsangre no podía compararse a un noble. Y cuando todo acabara, le obligaría a disculparse por los insultos que tan injustamente había vertido sobre mí.
Tuvimos la fortuna de que el día amaneciera más despejado que los anteriores, ya que, según nos acercábamos al Solsticio, las lluvias eran cada vez más frecuentes. Los días pasados habían dejado tras de sí un reguero de charcos diseminados por todo el patio de armas.
Yo llegué el primero. Tuve que esperar un buen rato hasta que Mareck se dignó a aparecer; para entonces ya se había formado un círculo de gente alrededor del patio, todos estaban deseosos de ser testigos de nuestra pequeña contienda. Habíamos convenido que usaríamos espadas de hierro embotado, sin cascos ni escudos para parar los golpes. Nuestras únicas protecciones serían la cota de malla y el peto reforzado de cuero curtido que solíamos usar a diario.
En cuanto estuvimos el uno frente al otro comenzaron los gritos de ánimo por parte de nuestro público. Yo también contaba con admiradores: la mayor parte de los jóvenes de alta cuna y los que querían prosperar en la corte me brindaban su apoyo y también algunos de los burgueses de buena familia que no habían olvidado la importancia de la sangre. Miré a mi adversario con desdén.
—Todavía estás a tiempo de retirarte.
—Lo mismo te digo.
—Muy bien —concedí con un gesto de manos—. Cuando quieras.
Caminamos en círculos, sin dejar de mirarnos a los ojos en todo momento, cada uno esperando que fuera el otro quien diera el primer paso. Al final, lo hice yo. Crucé la distancia que nos separaba y alcé la espada, que se encontró con la suya y resonó con el habitual ruido metálico que llenaba el aire de la Academia cada mañana. Los primeros golpes solo fueron para tantear. A excepción del primer día, había prestado poca atención a la forma de luchar de Mareck y hasta la fecha había conseguido no tener que practicar con él en ningún momento; no sabía cuáles eran sus puntos débiles y cuáles los fuertes, necesitaba descubrirlos cuanto antes. Le lancé estocada tras estocada en guardia media, sin emplear mucha fuerza, a la espera de que comenzara con su ataque. Pero él se limitaba a imitar mis movimientos y a parar mis golpes. Estuvimos mucho rato así: yo esmerándome en el ataque mientras trataba de evaluar sus fuerzas y él repeliendo cada embestida como si se tratara de un juego. La situación empezaba a resultar irritante.
—¿Es que no piensas atacar nunca? —pregunté, molesto. No me respondió.
Me acabé hartando de aquella parodia de combate. Si él no se lo tomaba en serio, yo sí pensaba hacerlo. Al lanzarle un golpe bajo que no vio venir, le di en la pierna de refilón. Él pudo aprovechar ese instante para golpearme en el torso, que había quedado desprotegido, pero ni siquiera lo intentó, de modo que me quedó claro que se iba a limitar a defenderse. Me dejé llevar por la danza de las espadas. Le asesté golpes a derecha e izquierda, de frente, desde arriba y desde abajo, con toda la rapidez que me era posible. Se defendía bien, nuestras espadas chocaban sin descanso. Pero a medida que el tiempo pasaba empezó a retroceder y a fallar, apartándose de mí en un baile desmañado que se ganó unos cuantos reproches por parte de los espectadores. Creí que ya tenía el combate ganado.
Me equivocaba.
Cuando me volví a lanzar sobre él, levantó un poco la espada. El filo centelleó con el reflejo de la luz del sol, cegándome por un momento. Me paré en seco. Utilizó ese instante de aturdimiento para comenzar por fin su ataque.
En el tiempo que tardé en recuperar la visión, Mareck me hizo encajar varios golpes y me obligó a retroceder. Me sorprendió que pegara tan fuerte. Por fortuna, la cota de malla y el cuero contuvieron buena parte de los impactos, pero el hierro me pesaba cada vez más en las manos, el sudor resbalaba sobre mi frente y me estaba empezando a faltar el aliento. La empuñadura de la espada resbaló un poco entre mis dedos. Ya no me era posible golpear tan fuerte ni tan rápido como al principio, sin embargo, él no parecía tan agotado como yo. Había dejado que la rabia me guiara. Y algo en la forma de mirarme de Mareck me decía que eso era justo lo que él buscaba.
—¿Eso es todo lo que sabes hacer? —dijo en tono burlón, al tiempo que lanzaba una estocada que detuve con dificultad. Un latigazo me recorrió el brazo—. ¿Dónde está toda esa superioridad de la que hacías alarde? Juraría que te estás dejando ganar terreno por alguien sin linaje.
Sabía que con sus palabras intentaba enojarme más, quería hacerme perder el control. Y, maldita sea, lo estaba consiguiendo. Cada una de sus burlas se me clavaba más y más adentro, cada uno de sus insultos hacía que me hirviera la sangre. Hice acopio de fuerzas y, en vez de detener su siguiente ataque, giré el torso y encajé el golpe en la espalda. De haber tenido filo su espada, no habría podido hacerlo sin sufrir graves consecuencias. El impacto dolió, pero pillarle por sorpresa lo compensaba. En medio del giro enfilé la punta de mi arma hacia fuera, de modo que la empuñadura quedó a la altura de mi pecho. Después solo tuve que hacer un movimiento brusco hacia Mareck para que el pomo le diera de lleno bajo la barbilla. Trastabilló hacia atrás con un gemido, llevándose la mano a la cara. Sin perder un segundo, le golpeé de nuevo, esta vez en el estómago. Soltó un gemido y cayó sobre una rodilla. El siguiente tajo que le propiné, logró pararlo. Pero me alegró contemplar su labio hinchado y sangrante.
A la gente que nos observaba no le había gustado mucho mi ofensiva, recibí varios abucheos y reproches por ello. Mareck escupió sangre sobre el suelo de tierra antes de levantarse y encararse conmigo de nuevo.
Continuamos acorralándonos el uno al otro, haciendo girar las espadas y gruñendo con cada golpe fallido. Me estaba quedando sin fuerzas, notaba los músculos entumecidos. Me alejé de él cuanto pude, con intención de hacer una pausa para recuperar el aliento, pero no me lo permitió. Me atizó en el costado derecho con la parte plana de la espada, me incliné hacia el lado contrario y lancé una estocada desde abajo. Al no alcanzarle, me puse más furioso. No podía dejar que me derrotara. Saqué fuerzas de donde pude y lo obligué a retroceder a base de rápidos ataques consecutivos. Conseguí darle de lleno en un brazo y en un muslo.
Cuando ya casi lo tenía repitió la treta del destello, cogiéndome otra vez por sorpresa, aunque no de la misma manera que la primera vez. En cuanto vi el brillo, cerré los ojos y me eché hacia atrás. Solo me había deslumbrado por un segundo, pero eso bastó para que pasara su pierna por detrás de mí y me hiciera una zancadilla. Me desplomé sobre un charco de barro —y por el olor juraría que algo más— con tal fuerza que por un momento se me cortó la respiración. Me quedé allí tumbado boca arriba, intentando recuperar el aliento, mientras varios puntos luminosos danzaban todavía delante de mis ojos; no recordaba ni dónde estaba. Cuando por fin pude tomar una bocanada de aire, sentí una fuerte presión sobre el pecho y solté un gemido. Mareck había puesto su pie encima de mi pechera para retenerme contra el suelo.
—¡Ríndete! —exigió, alzando la voz sobre el alboroto reinante. Le miré con odio, sin decir una palabra.
Cada vez que intentaba incorporarme, me empujaba con más fuerza hacia abajo y yo me hundía en el barro. Traté de alcanzar mi espada, que había caído a poca distancia, pero fue inútil. Me tenía atrapado, ambos lo sabíamos. Acabé cediéndole la victoria y me odié hasta lo indecible por ello. Se apartó, mostrando una sonrisa de suficiencia en sus labios lacerados; hubiera dado lo que fuera por poder borrarla.
¿Cómo podría expresar la rabia y el dolor que sentí en aquel momento? Verle pasearse ante los presentes, alardeando de su victoria entre aplausos y vítores, fue como una puñalada. Me incorporé torpemente, todavía un poco aturdido, empapado y cubierto de fango y quién sabe qué más. Podía sentir cómo me hervía la sangre. Pase por alto a la gente que había a mi alrededor, mi mente estaba enfocada tan solo en el objeto de mi aversión. Mareck me había humillado delante de todos, lo único en lo que podía pensar era en hacérselo pagar; mis dedos hallaron la empuñadura de mi espada, la agarré sin darme cuenta siquiera de lo que estaba haciendo. Me acerqué a él por detrás, arrastrando el filo por el suelo.
No sé qué fue lo que me retuvo. Tal vez mi cordura regresó cuando él se giró y nuestras miradas se cruzaron. Creo que leyó en mis ojos lo que había estado a punto de hacer, porque su rostro cambió de expresión por completo. Se hizo un silencio absoluto.
Sufrir aquella humillación había sido más que suficiente por un día, no estaba preparado para quedar en evidencia por segunda vez. De modo que me tragué el orgullo y avancé con la cabeza alta, sin mostrar un ápice de emoción. Pasé por su lado, propinándole un empujón con el hombro, y atravesé el corrillo de gente que nos rodeaba. Se apartaron de mi camino sin decir nada, permitiendo que los dejara atrás al paso más rápido que pude permitirme sin que resultara evidente. Seguí caminando hasta que sus voces se perdieron en la lejanía, hasta que el patio de armas, las plazas y los edificios quedaron atrás. Seguí hasta llegar más allá de la empalizada y me interné en el bosque. Solo cuando estuve seguro de que no había nadie a mi alrededor que pudiera ser testigo, dejé que mi furia estallara.
Golpeé las rocas con el hierro de mi espada hasta que saltaron chispas. La emprendí después contra los troncos de los árboles, levantando astillas allí donde la hoja roma se hundía. Grité hasta casi quedarme sin voz. Y cuando me cansé de la espada, empecé a golpear los árboles con los puños desnudos, hasta que los nudillos me sangraron. Jadeante, di un último resuello de exasperación antes de apoyarme contra un árbol y dejarme caer al suelo.
Me dolían las manos, los brazos y la espalda, los ojos me ardían. Estaba empapado de sudor, cubierto de fango y olía a mil demonios. Delante de mí solo veía una y otra vez el combate, y oía las burlas de los otros discípulos, que se reían de mí y de mi degradante fracaso. Rogué a los dioses porque aquello no llegara a oídos de mi padre.
En ese momento no podía entender por qué alguien que a mis ojos no valía nada había sido capaz de parar mis avances y aguantar mis embestidas, por qué me había dejado vencer por alguien tan claramente inferior a mí. Podría justificarme diciendo que entonces yo no era más que un crio. Me dejaba llevar por mis emociones y me faltaba la paciencia y el conocimiento que solo se obtienen con la experiencia. Pero lo cierto es que siempre resulta más fácil ver errores en los demás que descubrirlos en uno mismo, al menos hasta que pasa suficiente tiempo para poder aceptarlos.
Aunque entonces no me daba cuenta, Mareck era muy distinto de aquel chico débil y con aspecto enfermizo que había llegado a la Academia meses atrás. Se había fortalecido, había ganado agilidad, destreza con las armas y seguridad en sí mismo. Era casi tan hábil como yo, y, aunque me costase reconocerlo, un poco más fuerte. Yo le superaba en velocidad y no cometía tantos errores en las posturas y los ataques, pero también era demasiado impetuoso y dejaba que la cólera guiara mis pasos. Era consciente de mis propios avances, pero no de los suyos. Mi desprecio hacia él me había cegado como aquel rayo de sol reflejado en su filo; cada una de sus acciones, cada uno de sus logros, se me antojaban fruto de la suerte o simples ilusiones. Estaba tan seguro de su falta de talento que no fui capaz de ver sus progresos, ni me di cuenta de que, al mismo tiempo, yo me había ido descuidando.
Nada de eso se me pasó por la cabeza en ese momento. A mis ojos, la culpa de mi fracaso era de ese malnacido y de todos los de su calaña, que deberían tener la entrada prohibida a aquel lugar privilegiado que era la Academia.
Me quedé allí, apartado de todo y de todos, hasta que perdí la noción del tiempo. Una parte de mí se resistía a volver adentro para enfrentarme a las burlas de quienes habían sido testigos de mi derrota. Me obligué a levantarme cuando la luz en el bosque comenzó a atenuarse; no podía quedarme allí para siempre, eso solo agravaría mi falta. Al incorporarme sentí los músculos agarrotados. Los nudillos, despellejados y cubiertos de sangre seca, me dolían de mala manera. Mi humor no había mejorado mucho, más valía que nadie se cruzara en mi camino, por su propio bien. Quizá lo llevaba escrito en la cara porque, a mi regreso, parecía que la gente me evitaba.
Fui directo hacia la parte de atrás de los lavaderos, donde estaban las enormes tinas de madera que utilizábamos para bañarnos. Empecé a ladrar órdenes a los criados en cuanto crucé la puerta.
—¡Tú! Prepárame un baño caliente. De inmediato. ¡Y tú! Encárgate de esto.
Dejé caer la espada a mis pies, junto con la coraza de cuero y la cota de malla, que me quité en ese instante. Uno de los sirvientes los recogió, mientras una mujer empezaba a avivar el fuego de la chimenea para calentar el agua. Me quité también la túnica y la camisa, que se habían echado a perder con el barro seco que las cubría. Me recorrió un escalofrío al quedarme desnudo de cintura para arriba. Indiqué a otro de los muchachos que se acercara y las recogiera.
—¿Queréis que os lavemos las ropas, señor? —preguntó con timidez.
—No, tíralas. Ya no sirven para nada. Necesito ropas limpias. Ve a las dependencias de los aprendices, tercer edificio, segunda planta. Mi cama es la número dieciséis en la parte derecha, ¿sabes contar? Pues ve allí y tráeme algo de ropa. —Me miró titubeante, como tratando de decir algo. Yo no estaba de humor para tonterías, le apremié a voz en grito—. Vamos, ¿a qué esperas?
Dio un respingo y salió corriendo. Tuve que esperar un rato a que empezaran a llenar la tina. Me acerqué y metí la mano en el agua cuando la habían llenado por la mitad, encontrándola más bien tibia en vez de caliente.
—Está demasiado fría —indiqué hosco—. Calentadla más.
El chico volvió trayendo consigo la ropa. Bastó un solo vistazo para darme cuenta de que lo que llevaba entre las manos no era lo que le había pedido. Me había traído una camisa de lino que parecía desgastada y un simple gabán de un tono marrón descolorido, prendas propias de un campesino.
—¿Qué es esto? Estas ropas no son mías, te indiqué con total claridad lo que quería. ¿Pretendes que me ponga estos despojos? —Le tiré aquellos trapos a la cara, cada vez más enfadado—. Estoy rodeado de imbéciles que no saben acatar una orden. ¡Ve a por la ropa que te he pedido y aparta esto de mi vista!
—Lo lamento, señor. No nos está permitido entrar en las dependencias de los señores…
Me llevé la mano a la cara en un intento por calmar mis nervios. Mi voz adquirió un tono exasperado cuando volví a hablar.
—¿Y a mí qué me importa? Te he dado una orden directa, obedécela.
—No puedo… No se nos permite entrar bajo ninguna circunstancia.
—Pues pídele permiso a Carey o a quién sea. ¿Es que no sois capaces de hacer una cosa a derechas? —repliqué, al tiempo que le golpeaba varias veces en la cabeza. Ya me estaba cansando de tanta incompetencia. Siguió balbuceando excusas y a punto estaba de darle una buena paliza cuando alguien me detuvo.
—¡Basta! —exclamó, interponiéndose entre los dos. Era Leena. Me miró con gesto severo mientras ponía una mano sobre mi pecho para apartarme del muchacho—. ¿Qué crees que estás haciendo?
La miré confuso.
—¡Enseñarle a obedecer órdenes!
—¿Y crees que esa es la forma adecuada de hacerlo? —Frunció el ceño, señalando con un gesto al chico, que se había apartado de nosotros y estaba agachando la cabeza—. No puedes tratarlo así.
—¿Y cómo quieres que le trate? Cuando un sirviente incumple una orden, se le castiga. Podría haberle mandado azotar por lo que ha hecho.
—No harás tal cosa. —Su rostro se contrajo en un gesto de disgusto. Me tomó del brazo y me apartó a un lado, ante la atenta mirada del resto de los sirvientes, que habían dejado olvidadas sus labores. Siguió hablando, esta vez con un tono más dulce—. Will, tú no eres así. Esta gente son seres humanos, no animales. No puedes comportarte con tanta crueldad, merecen un trato más gentil.
—¡Son sinsangres! —protesté, sin ocultar mi indignación. Me di cuenta de que había alzado demasiado la voz e intenté controlarme—. Siempre los hemos tratado así, ¿qué tiene de malo? Es como debe ser. No son dignos de recibir ninguna cortesía por nuestra parte.
—Puede que así sea. Pero no es necesario abusar de su baja condición. Es nuestra elección cómo tratamos a los que están a nuestro servicio.
—No es una cuestión de elección, sino un derecho de nacimiento. Ellos no tienen raíces, mis antepasados descienden de los mismos dioses y los tuyos de los primeros hombres.
—Ellos no tienen la culpa de haber nacido sin los privilegios de los que nosotros gozamos. No lo escogieron. —Esperó una respuesta por mi parte, tal vez un gesto que le diera la razón. Negué con la cabeza. No comprendía su actitud, ni por qué me estaba sermoneando; yo no había hecho nada fuera de lo común—. Escucha, si tratas a tus inferiores con amabilidad, ellos harán lo mismo, se esmerarán en sus tareas y te respetarán. Te serán fieles y harán lo que sea por satisfacerte. Pero si eres duro con ellos, solo te tendrán miedo. Y el miedo no engendra más que odio y resentimiento. Inténtalo y verás que el aprecio consigue mejores resultados que el temor. Hazlo por mí.
Abrí la boca para responder, pero su expresión me retuvo. Leena tenía el don de hacerte sentir culpable con una sola mirada. No importa lo convencido que estuvieras de algo, ese gesto bastaba para dejarte sin argumentos. De modo que me callé, solté un resoplido de derrota y le prometí que lo intentaría. Lo que fuera con tal de que dejara de mirarme así. Sonrió satisfecha.
—¿Qué estás haciendo aquí? —pregunté cuando el asunto quedó zanjado. Nadie venía a esta parte del recinto sin una razón.
—Iba de camino a la plaza y te oí gritar. ¿Sabes que alzas mucho la voz cuando te enfadas? Podrías despertar a los muertos. —Se rió. Dejó el carcaj sobre uno de los bancos—. ¿Qué es lo que te ha hecho ese muchacho para que te enfades así?
—Le pedí que me trajera ropa limpia de mi arcón. Me trajo esto en su lugar. —Cogí los harapos del suelo y se los tendí—. Me ha puesto un montón de excusas para justificarse. ¿Es algo tan difícil de entender?
—Solo es una camisa, ni siquiera está en mal estado —dijo, inspeccionándola.
—No me voy a poner eso —protesté—. Ya he tenido suficiente humillación por un día, solo falta que me vean vestido como un pordiosero.
Cerré la boca al darme cuenta de que había hablado demasiado. Puede que Leena no se hubiera enterado todavía de mi desastroso duelo de aquella mañana y no estaba de humor para compartirlo con ella. Si me había escuchado, no hizo ningún comentario. Se limitó a doblar con cuidado la camisa y el gabán, dejándolos sobre el banco.
—Señor…. —se escuchó la voz suave y tímida de una de las criadas. Me volví hacia ella—. El agua de vuestro baño está lista.
Leena volvió a poner esa cara. Alzó las cejas, instándome a que contestara a la muchacha.
—Gracias —respondí, un poco reticente.
La chica hizo una reverencia antes de salir por la puerta. Leena sonrió con aprobación.
—¿Lo ves? Ser amable no es tan difícil. Ve a lavarte. Mientras tanto, yo iré a buscarte unas vestimentas más apropiadas. Y también algo con lo que curarte estas heridas —añadió, cogiéndome la mano para examinarla mejor. Sentí un escalofrío—. Volveré enseguida.
Esperé a que Leena se fuera antes de meterme en la tina. El agua estaba bastante caliente, me ayudó a relajarme por primera vez en aquel largo y nefasto día, a pesar de lo que escocían las heridas con el calor. Leena volvió demasiado pronto para mi gusto. De buena gana me hubiera quedado más tiempo en el agua, pero no me pareció correcto hacerla esperar. Dejó la ropa que había traído para mí apoyada en el cancel que separaba las tinas y la chimenea del resto de la estancia. Las prendas no eran mías, pero su calidad era mucho mejor que la de los trapos que me había traído el criado: una camisa blanca con las mangas bordadas, un jubón de terciopelo azul ribeteado con plata y unos calzones de lana suave. Cuando terminé de vestirme encontré a Leena sentada en uno de los bancos, preparando una especie de mezcla de hierbas que traía en una bolsa de cuero.
—¿De dónde has sacado estas prendas? —pregunté. Levantó la cabeza y me miró de arriba abajo. Sonrió.
—No es cortés preguntarle a una dama sobre sus contactos. Ven a sentarte. —Dio un par de palmadas al asiento—. Déjame ver esas manos.
Examinó con cuidado mis nudillos despellejados, ya limpios de sangre seca y barro. No eran más que arañazos, pero el mero roce de sus dedos hacía que me ardieran. Leena se apartó un mechón de pelo de la cara y empezó a aplicar el emplasto de hierbas. La mezcla era espesa y aromática, de un color amarillo intenso.
—¿Cómo te has hecho esto?
—Entrenando —mentí. Me miró suspicaz.
—¿Ahora usáis puños en vez de espadas? ¿Y cómo explicas esto? —Extirpó una astilla que se me había quedado clavada—. ¿Acaso tu oponente estaba hecho de madera?
—De hecho, lo estaba, aunque no sabría si llamarlo oponente —suspiré—. No es una historia agradable, Leena, prefiero guardármela.
—Como desees. —Terminó de aplicarme la mezcla y me vendó las manos—. Puedes quitártelo por la mañana, para entonces ya habrá cicatrizado. Enséñame las otras heridas.
La miré desconcertado.
—¿Cómo estás tan segura de que tengo más heridas?
—Por el duelo —contestó después de una larga pausa. De modo que lo sabía.
—Esperaba que no te hubieras enterado todavía.
—Está en boca de todos —confesó—. Hoy no se ha hablado de otra cosa. Lo siento —añadió al ver cómo decaía mi ánimo.
—Debí haberlo supuesto. —Sonreí amargamente—. He hecho el ridículo delante de tantos testigos que muy pronto no quedará nadie en el reino que no lo sepa. Mi padre se pondrá hecho una furia.
Me levanté la camisa y el jubón para que pudiera echar un vistazo al moratón que tenía en el costado. Volvió a preparar el emplasto.
—No deberías darle tanta importancia a la opinión de la gente —me aconsejó.
—¿Estás de broma? La reputación lo es todo para alguien de mi alcurnia. Se supone que tengo que dar ejemplo, que debo ganarme la devoción de mis semejantes para que el día de mañana pueda gobernar mi feudo contando con su apoyo y respeto —respondí con aspereza—. No honrarán a quien no consideren que está a su altura, o incluso por encima de ellos. Si pierdo su confianza, no seré digno de heredar el título de mis ancestros.
Hizo un gesto condescendiente antes de aplicarme la mezcla. Estaba fría.
—A veces te comportas como un niño al que le han quitado su juguete favorito —dijo mientras masajeaba la zona con más fuerza de la necesaria—. Solo ha sido un duelo, no se puede ganar siempre. Eres un buen combatiente, ya volverás a ganarte el respeto de tus semejantes, no es el fin del mundo.
—La culpa es del cretino de Mareck. Seguro que el muy bocazas se ha pasado el día entero contándoselo a todo el mundo.
A Leena se le escapó la risa.
—Dice que casi le saltas un diente. Y que le has dejado cardenales por todo el cuerpo.
—¿Has hablado con él?
—Sí, claro que he hablado con él. Vamos, no me mires así. Es un buen chico, a pesar de lo que pienses.
Solté un bufido desesperado.
—Además, se parece mucho a ti —continuó ella—. Los dos sois un par de cabezotas imprudentes. Podríais llegar a ser buenos amigos si dejarais a un lado esas rencillas.
—¿Hacernos amigos? Antes se despertará El Durmiente —afirmé con vehemencia.
Leena no dijo nada más al respecto. Se limitó a terminar de aplicarme el ungüento.
—¿Tienes alguna herida más?
—No, creo que no.
Metió lo que quedaba de la mezcla en un frasco, que después guardó en la bolsa que había traído consigo.
—Debo irme. —Se alisó la falda al levantarse—. Si necesitas algo, cualquier cosa, solo dímelo. —Me apartó un mechón de pelo de la frente, dedicándome una sonrisa—. Procura no meterte en líos.
Se colgó la bolsa al hombro y, antes de marchar, cuando ya estaba en el umbral de la puerta, se giró hacia mí con gesto severo.
—No olvides tu promesa. A partir de ahora tienes que ser más amable con quienes te sirven.
Asentí reticente y ella se marchó satisfecha. Recogí también mis cosas y salí del lavadero. Ya casi había anochecido y mucha gente se dirigía al salón principal, donde en breve se serviría la cena. No me sentía con fuerzas para enfrentarme a sus miradas acusadoras y sus comentarios ácidos, además, estaba más cansado que hambriento, de modo que dirigí mis pasos hacia los aposentos. Con suerte, no me cruzaría con nadie conocido por el camino, y, si aún tenía más suerte, cuando todos regresaran ya me encontraría a medio camino del reino de los sueños de Shurem.
El sonido de madera contra madera ya repiqueteaba en el aire cuando el sol empezaba a asomar en el horizonte. A Osmont Stabler, el maestro de armas de asta, le gustaba levantarse con las primeras luces del alba y exigía lo mismo de sus discípulos. Con cincuenta años a sus espaldas, Stabler apenas aparentaba su edad. Era un hombre alto y fornido, con un equilibrio perfecto, veloz y preciso en sus movimientos. Su piel era oscura como el ébano, su rostro mostraba siempre una expresión seria que parecía carente de interés. Tenía buena planta y siempre presumía de que era consecuencia de su disciplina y sus estrictas costumbres.
—¡Cargad! —ordenó con voz potente y todos los que estábamos en el lado derecho del patio nos movimos al unísono, avanzando hacia nuestros adversarios con la lanza por delante.
En los últimos años, el uso de la lanza se había convertido en algo primordial para cualquier ejército, ya que, por su bajo coste, era el arma más utilizada por la infantería. Stabler ponía todo su empeño en convertirnos en auténticos expertos en esta disciplina. La mayoría de los ejercicios consistían en repetir una y otra vez los mismos movimientos, hasta que realizarlos resultaba casi instintivo.
—¡Defensa! —volvió a resonar su voz en el patio.
De forma inmediata, los adversarios que estaban enfrente de nosotros realizaron un ataque, que rechazamos con una defensa predefinida. Una y otra vez, Stabler vociferaba sus órdenes y nosotros repetíamos cada maniobra al instante. Hasta el inevitable momento en que alguien cometía un error.
El chico que estaba a mi derecha se movió hacia el lado contrario al que debía moverse, tropezando conmigo y empujándome hacia el compañero de mi izquierda. En un segundo, la armonía se había roto.
—Lo siento, Will —susurró avergonzado.
—Pon un poco de atención, Berne —le reprendí—. Hemos hecho este ejercicio cientos de veces, ya deberías sabértelo de memoria.
—A ver, Willhem, ¿cuál es tu problema? —espetó Stabler, ligeramente irritado, cuando se acercó a nosotros.
—Ninguno. Berne se ha equivocado y ha tropezado conmigo, es todo.
—Eso ya lo he visto. ¿Por qué no lo has evitado? Tu torpeza ha hecho que la defensa de tus compañeros se venga abajo.
—¿Mi torpeza? Pero si es él el que ha metido la pata —protesté, entre sorprendido e indignado.
—Y tú no lo has visto venir, a pesar de que sabes de sobra que se confunde a menudo —sentenció con acritud—. Compensar los errores de tus compañeros es tan importante o más que evitar los propios. Berne hace lo que puede, pero no tiene tu habilidad. Tú, en cambio, puedes hacerlo mejor. Y en un combate real no puedes arriesgarte a que el fallo de un compañero eche por tierra todas tus posibilidades de supervivencia. Tenlo en cuenta la próxima vez.
—Sí, maestro.
—Está bien, preparaos para una sesión de combate libre —anunció, dando unas palmadas para captar la atención de todos.
Berne volvió a susurrar palabras de disculpa al pasar por mi lado. Muy pronto todos los discípulos estaban emparejados y preparados para atacar.
—¿Luchas conmigo? —dijo alguien golpeando mi hombro con suavidad. Me alegró comprobar que era Shay.
—Claro.
Stabler dio la orden y nuestras armas entraron en acción. Lo mejor del combate libre era la posibilidad de improvisar sobre la marcha. Las lanzas eran armas flexibles y fáciles de manejar; sus casi tres metros de largo permitían controlar a tu adversario a buena distancia. Las que utilizábamos en las prácticas carecían de punta o esta se embotaba para evitar lesiones, dado que algunos de los más jóvenes eran incapaces de distinguir la punta del extremo. Era un arma precisa, veloz y eficaz, si sabías manejarla.
Y no había nadie, a excepción del maestro, que supiera manejarla mejor que Shay. Ella era la única mujer de la Academia que participaba activamente en todas las disciplinas de manejo de armas y lo hacía al mismo nivel que cualquiera de nosotros. Era incluso capaz de propinar una buena paliza a hombres que la doblaban en tamaño. Shay era alta, un poco más que yo, y tenía una forma física excelente. Pertenecía a uno de los clanes tribales de Khatania, un pueblo nómada que durante siglos había mantenido una larga tradición guerrera. Todos sus miembros, hombres y mujeres, eran entrenados en el arte marcial desde la infancia y sometidos a duras pruebas de coraje y supervivencia. A la edad a la que muchos de nosotros cogíamos por primera vez una espada, los suyos eran capaces de manejar la lanza como si fuera una extensión de su brazo. Buena parte del ejército shadoriano estaba formado por khataneses esclavizados o comprados que formaban la vanguardia de sus huestes.
Me gustaba practicar con Shay porque controlaba a la perfección sus movimientos. No tenía que preocuparme de nada más que de intentar romper su defensa y evitar que me cogiera desprevenido. No corría el riesgo de perder un ojo porque no supiera mantener la distancia, como solía ocurrir con muchos de nuestros compañeros.
—Estás molesto —afirmó Shay. El asta de su lanza chocó contra la mía. Asentí.
—Estoy cansado de recibir reprimendas por los fallos de los demás. Ya me presionan bastante cuando cometo los míos propios.
—No te lo tomes como algo personal, nos pasa a todos. Los maestros exigen más a los que destacamos porque saben que podemos hacerlo mejor. Y son transigentes con los más torpes para no hundir su ánimo. En las tierras de las que vengo la gente como Berne sería pasto de los buitres, pero aquí recibe palabras de ánimo y una palmada en la espalda, como si fuera un buen perro. —La lanza de Shay pasó casi rozando mi oreja, emitiendo un silbido, y fue retirada con la misma celeridad—. Ya sabes cuál es la filosofía de Stabler: la intención es lo que cuenta.
—Pues la mía parece que no cuenta nunca —dije, medio en broma.
Shay casi nunca reía. Mantenía el rostro sereno, con una pequeña sombra de agresividad siempre presente en su mirada. Proyecté mi asta hacia delante y ella la paró con un barrido. Hice lo mismo cuando ella arremetió contra mí.
—En mi opinión, deberían ser más severos. Con tanta indulgencia solo pueden criarse soldados débiles —dijo al tiempo que hacía girar la lanza sobre su cabeza, describiendo un arco. Detuve su golpe a medio camino.
—Tal vez sea así en las llanuras de Khatania, pero aquí las cosas son distintas. Vosotros estáis acostumbrados a luchar entre hermanos por las tierras que ocupáis. Nosotros tenemos una jerarquía y unas leyes, hemos vivido siglos de paz antes de que Shador decidiera atacarnos. No se puede cambiar la tradición de un reino de la noche a la mañana.
—Pero sí se puede morir en ese tiempo. Si no estáis dispuestos a cambiar, no os quejéis cuando los enemigos llegan a vuestras puertas y os arrebatan todo cuanto poseéis.
—Vosotros también fuisteis conquistados —le recordé. Soltó un gruñido y me atacó con más fiereza.
—Razón de más para ser exigentes. Si a nosotros nos doblegaron, con vosotros harán una escabechina —continuó, con un deje de orgullo y soberbia en la voz—. No puedes culpar a Stabler y a los otros por sermonearte cuando haces algo mal, pero entiendo que te disguste que no hagan lo mismo con el resto de nuestros compañeros. A mí también me molesta.
—Me gustaría que fueran más consecuentes —afirmé mientras daba unos pasos hacia atrás. Shay me imitó y durante un momento nos movimos en círculos—. Me duele ver que algunos recibimos insultos por realizar los mismos actos por los que otros reciben halagos. Y desde mi duelo con Mareck tengo la sensación de que todo lo hago mal.
—Tú mismo te lo has buscado. —Alzó ambas cejas. Arremetió contra mí una vez, retirándose con rapidez. Volvió a repetir el mismo ataque varias veces, sin dejar de hablar—. Quizá el próximo duelo decidas tomártelo más en serio.
—Siempre me lo tomo en serio —repliqué. Me golpeó en el costado con la punta roma de su lanza.
—Oh, ¿de veras? —dijo, condescendiente—. Yo creo que te lo tomas como un juego. —Me atizó en el otro lado, cerca del hombro—. Creo que puedes hacerlo mejor, pero no te molestas en intentarlo. —Otro impacto, esta vez en la pierna—. Creo que tienen razón los que dicen que el único motivo por el que sigues aquí es por el oro de tu familia. —Otro golpe, y otro, y otro.
El último lo detuve. Aproveché la longitud de la lanza para hacer retroceder a Shay y seguí girando el asta sin dejar de avanzar. La madera entrechocó con fuerza, zumbando con cada una de mis embestidas. Nos detuvimos de pronto, siempre manteniendo la distancia entre nosotros. Las puntas de las lanzas se rozaron. Shay curvó el labio con sutileza.
—¿Quieres saber por qué te presionan los maestros? Ahí tienes tu respuesta. Es la única manera de hacerte reaccionar.
Resoplé incrédulo y no pude reprimir una sonrisa. Aunque me costara aceptarlo, tenía razón. Retiré el arma hacia atrás y ella comprendió al instante que quería tomarme un respiro. Apartó la lanza con una floritura. A pesar de sus movimientos desgarbados y masculinos, había algo felino en su forma de mover los pies, uno detrás de otro, como en una danza equilibrada y perfectamente estudiada. Su frente estaba brillante por el sudor.
Shay tenía la piel morena, sin llegar a ser tan oscura como la de Stabler, ya que ella provenía de la zona norteña de su reino. Su pelo negro era muy corto, a excepción de un par de mechones trenzados que le llegaban al cuello y al pecho, ambos adornados con cuentas de color y de metal. Para los khataneses, cada trenza era el recuerdo de un enemigo derrotado y cada cuenta que le añadían simbolizaba un año sin haber sido vencido en duelo. Era un signo de prestigio que lucían con orgullo. Las trenzas solo se cortaban cuando caían derrotados. Shay llevaba siete cuentas en la más larga y cuatro en la otra, lo que venía a significar que debía tener ocho años cuando derrotó a su primer adversario.
Su rostro estaba surcado de pequeñas cicatrices y adornado por piezas de metal clavadas en la piel: tres pequeñas y redondas en la mejilla, otras dos en la ceja izquierda, un brillante aro de plata en la nariz y varios de distinto tamaño colgando de sus orejas. Estas perforaciones eran también habituales entre los clanes guerreros, junto con las pinturas de guerra con las que adornaban su cara antes de una batalla, para atemorizar a sus adversarios con su sola presencia.
—No lo dije en serio —señaló de pronto—. Lo de que solo estabas aquí por tu dinero. Sabía que así te haría reaccionar, por eso lo dije.
—No importa. Es lo que muchos piensan, después de todo.
—Pues se equivocan. El oro no hace hábil a un guerrero. Ni tampoco lo debilita.
—En la Academia poco importan las habilidades de cada uno mientras podamos costear nuestra estancia. Todos lo sabemos.
—¡Oh, vamos! Deja de sentir lástima por ti mismo —escupió con desdén—. Cualquiera que te haya visto entrenar sabe de lo que eres capaz. Yo he sido el blanco de esas mismas miradas de desprecio. Te temen porque saben que eres mejor que ellos. —Volteó la lanza en sus manos, se puso en posición de ataque y giró a mi alrededor con paso deliberado, como haría un gato a punto de saltar sobre su presa—. En nuestra aldea hay un dicho: si la cabeza de alguien asoma más alto que la tuya, córtasela antes de que te haga sombra. El último que queda en pie es quien triunfa. Así que puedes seguir lamiendo tus heridas como un cachorro desdeñado o portarte como un hombre y demostrar tu valía. Tú decides.
Su lanza se disparó hacia mí con un zumbido. Eché la cabeza hacia atrás, evitando por muy poco el impacto. Levanté el extremo sin punta de la mía y golpeé de lleno contra el centro de su asta, pero eso no bastó para hacer que la soltara. Continuamos haciendo chocar sonoramente la madera con cada una de nuestras ofensivas.
Shay era algo brusca en su forma de hablar y carecía por completo de tacto, pero no iba desencaminada. Quejarme no me ayudaría a entrar en mejores términos con mis compañeros, ni a ganarme el respeto de los maestros.
—¿Tienes que hacer guardia otra vez esta noche? —preguntó, después de un largo silencio.
—No. Mi turno empieza después de comer.
Esa era otra de las consecuencias de mi duelo con Mareck. Los rectores sí se habían enterado de nuestro altercado y como castigo nos habíamos pasado las últimas dos lunas haciendo el doble de horas de guardia que de costumbre.
—Entonces, te esperaremos en la cantina. Irah se ha jugado una ronda a que es capaz de tragarse un azumbre de vino sin respirar.
—¿Un azumbre entero? —Me reí—. ¿Es que está loco?
—¿Te quedaba alguna duda?
—¡No estáis aquí para divertiros, sino para aprender! —nos interrumpió la voz de Stabler. La canción de las lanzas paró de golpe—. Está bien, poneos en fila de nuevo. Lo repetiremos todo desde el principio.
Para cuando Stabler estuvo satisfecho con nuestros resultados, ya era media mañana. Entonces, Phipp Parry llegó con los caballos y continuamos con las prácticas de lanza, esta vez montados, hasta que sonaron las campanas que anunciaban la hora de comer.
Apenas me dio tiempo a terminar el segundo plato antes de que vinieran a buscarme para hacer el cambio de guardia, de modo que tuve que dejarlo a medias. El capitán de la guardia era un hombre severo y de mal genio al que no le gustaba que le hicieran esperar.
Decir que las guardias se hacían aburridas sería quedarse corto. La Academia estaba rodeada por un espeso bosque poco transitado; las únicas emociones del día consistían en otear algún conejo o ciervo que se hubiera atrevido a adentrarse en el claro. Pasábamos horas y horas haciendo la ronda por el adarve sin poder cruzar una palabra con los otros soldados, la mayoría de ellos hombres que dedicaban todo su tiempo a la defensa del recinto. Y no obstante, cualquiera de nosotros prefería hacer guardia mil veces antes que realizar tareas más desagradables, como limpiar las pocilgas o ayudar en las cocinas, labores que también se nos encomendaban a menudo a modo de sanción.
Aquel día, sin embargo, trajo consigo una novedad. Al poco de empezar la ronda, llegó a las puertas un mensajero. No es que fuera un evento de gran importancia, los mensajeros llegaban con cierta frecuencia para traer a los discípulos noticias de sus familias. Pero al poco llegó otro mensajero y luego otro más. A lo largo de la tarde fueron más de una docena los que traspasaron los muros y para entonces todos estábamos inquietos, preguntándonos qué podría haber pasado para provocar tal aluvión de mensajes. Entre los guardias corría la voz de que traían noticias del norte, de que había estallado una revuelta, que se había ganado terreno a los invasores e incluso que el rey había regresado de su exilio autoimpuesto y había vuelto a su castillo. Cada susurro cruzado entre los hombres parecía más inverosímil que el anterior. Pero de lo que sí podíamos estar seguros, si podíamos fiarnos de los rostros inquietos de la gente que deambulaba al pie de la empalizada, era de que se trababa de algo grave.
Tan pronto como terminó mi turno me apresuré a cambiarme de ropa, con la intención de interrogar lo antes posible al primero que se cruzara por mi camino. Antes de que saliera por la puerta, el capitán Halinard me retuvo.
—¡Brandearg! —me llamó con su voz cavernosa desde el umbral de la habitación contigua a la armería. Su figura alta se alzaba a contraluz, impidiéndome ver su rostro. Me hizo señas con la mano para que me acercara.
—¿Ocurre algo, señor? —pregunté al llegar a su lado, sin olvidarme de añadir el título aunque mi turno hubiera terminado. Era un símbolo de cortesía que debíamos respetar mientras estuviéramos bajo el mando de Halinard y cuyo olvido podía costarte varios días de calabozo.
—Cairgrazen te espera en la Cámara del Consejo —me anunció en su tono seco y disonante habitual—. Ve a verle de inmediato.
Si antes estaba inquieto, ahora empezaba a estar asustado. Me dirigí a la Cámara lo más rápido que pude mientras barajaba en mi cabeza todas las posibilidades, temiendo que la razón por la que Cairgrazen quería verme tuviera que ver con aquellos mensajeros. Cuando quise darme cuenta, me hallaba ante las puertas del recinto.
Los guardias que protegían la Cámara anunciaron mi llegada al rector que, por fortuna, no me hizo esperar mucho. Lo encontré sentado delante de su mesa de caoba atestada de pergaminos; estaba redactando una carta. No hizo ningún ademán de haber notado mi presencia. Fingí una tos para atraer su atención, pero todo lo que conseguí fue que me dirigiera una mirada curiosa por encima de sus anteojos, antes de volver a mojar la pluma en tinta y continuar escribiendo con trazo firme.
—Me dijeron que queríais verme, Gran Maestre —dije, incapaz de aguantar ahí callado por más tiempo.
—Así es —contestó él, sin apartar su atención de la carta que escribía.
Cuando por fin terminó, la dobló y dejó caer unas gotas de lacre, que selló con su anillo. Dejó la carta apartada a un lado, se quitó los anteojos y se echó hacia atrás en la silla. Frunció el ceño al verme la cara.
—¿Ocurre algo, muchacho?
—Espero que no —contesté sin pensar. Noté en sus ojos un brillo de comprensión y enseguida esbozó una sonrisa.
—No te he llamado para darte malas nuevas, hijo, sino para entregarte esto. —Me tendió un par de pergaminos enrollados que cogió de entre los muchos que había en la mesa—. Son cartas de tu familia. Están sin abrir, pero tu padre envió otra carta a mi nombre junto a ellas y, por lo que me cuenta, no hay nada que deba preocuparte.
Al oír sus palabras, solté el aliento que ni siquiera sabía que estaba reteniendo. Recordé entonces el motivo de mi inquietud.
—Disculpadme, Gran Maestre, pero no es habitual que seáis vos quien entregue las cartas en mano. No he dejado de ver llegar mensajeros de todas partes y la gente está claramente inquieta por algo. ¿No podéis decirme qué es lo que ocurre?
En su rostro se marcó la preocupación y eso le hizo parecer mucho más viejo. Su mano ajada aferró la banda de la túnica, de la que tiró hacia abajo.
—Los enemigos están atacando las tierras del sur. Han cruzado el Paso de Tharesis y arrasado las villas y ciudades portuarias que han encontrado a su paso. En estos momentos tienen sitiado Puerto Bravo.
—Pero el Paso de Tharesis estaba protegido….
—Lo estaba, cierto —me interrumpió—. Protegido por los Weller y los Hamnis y su flota de barcos a lo largo de todo el estrecho. Han caído. Los shadorianos llegaron con una flota numerosa y su polvo de fuego. Los atacaron por sorpresa y consiguieron hundir buena parte de los navíos. Los pocos que lograron huir se han replegado hacia el interior. Los Weller han llamado a las armas a las otras casas para defender su territorio y poner freno al avance enemigo. Sin duda, tu padre te informará de ello en su carta.
No supe qué decir, aquello me había cogido por sorpresa. Durante décadas, los shadorianos habían atacado Celiras desde el norte y, después de que tomaran las capitales, habíamos vivido años de relativa tranquilidad. Nadie podía esperar un ataque desde el sur, ahí era donde nosotros éramos fuertes. Nuestros barcos controlaban el Mar de Rochen y el Gran Tenebroso, mientras que sus hordas siempre se habían extendido por tierra.
—Ya puedes retirarte, hijo —me llegó la voz cansada de Cairgrazen, interrumpiendo mis pensamientos—. Yo aún tengo mucha tarea por delante.
Cogió otro pergamino del montón y, mojando la pluma en el tintero, se dispuso a escribir una nueva misiva. Me retiré sin decir una palabra más que pudiera distraerle.
Tan pronto el aire del exterior me dio de lleno, rompí el sello de una de las cartas y comencé a leerla con urgencia. Efectivamente, era de mi padre; la primera carta que me escribía de su puño y letra desde que había entrado en la Academia. Hasta entonces, todos los mensajes que me habían llegado de mi hogar estaban escritos por el maestre Gerland, que se encargaba de ponerme al corriente de cómo iban las cosas en Brandorf.
El mensaje era frío y directo. Contaba a grandes rasgos lo ocurrido en el sur, con la novedad de que el rey Holden había decidido por fin hacer algo al respecto. Con el apoyo del ejército de Therion, el reino vecino en donde se refugiaba con su familia, había formado una línea de defensa entre el Grandes Aguas y el Río Lobo, para proteger los territorios del oeste y la frontera con Therion y Zenysia de cualquier incursión enemiga. Los señores nobles que ocupaban la zona y sus vasallos habían sido llamados a las armas para defender sus posiciones. Pero se había prohibido cualquier incursión hacia el sur a todas las casas nobles asentadas más allá de las capitales gemelas.
Y a pesar de todo este aluvión de noticias, mis ojos se quedaron fijos en las últimas palabras que había escritas, de forma indiferente y casual: «Tu madre está encinta».
Tuve que leerlo varias veces para acabar de asimilarlo. Mi madre aún era joven, mucho más que mi padre, ya que era su segunda esposa. Pero tras quince años de intentos, me sorprendía que justo en este momento fuera a darle otro hijo, sobre todo después de lo que había pasado la última vez.
Volví a leer la carta desde el principio, para asegurarme de que nada se me había pasado por alto. Me pareció inadmisible que ninguno de los norteños fuera a responder a la llamada de ayuda de los Weller para defender Puerto Bravo. Por los dioses, mi madre era una Weller antes de casarse, eran parte de su familia. Y no iban a mover un dedo para ayudarles porque esas eran las órdenes directas del rey. No nos había dejado más opción que abandonar a los nuestros a su suerte o ser considerados traidores por desobedecer sus deseos.
Recordé que aún tenía otra carta por leer. Rompí el sello y me encontré con la letra alargada de mi tío Sten. Su contenido era más extenso y sus palabras más cálidas que las de mi padre. Me hablaba de dónde había estado los últimos meses y de cómo me echaba de menos, y, en vez de terminar pidiéndome que le contestara cuanto antes, como solía hacer siempre en sus cartas, finalizaba con unas escuetas líneas:
Acontecimientos recientes me obligan a partir hacia el sur, donde se precisan mis servicios. Seguro que te llegarán noticias de lo ocurrido. Tan pronto como regrese, iré a hacerte una visita. Estoy deseando que me muestres lo mucho que has mejorado en mi ausencia.
De modo que mi tío lucharía en el sur. Aunque no podía saber bajo qué mando hasta que volviéramos a encontrarnos, me alegró que fuera a acudir a donde se le necesitaba, en vez de esconderse tras las murallas de un castillo.
Me guardé las cartas antes de acercarme a la cantina, donde supuse que estarían los demás. Me sorprendió encontrar el lugar mucho más atestado que de costumbre, las mesas estaban abarrotadas y los sirvientes corrían entre ellas con las bandejas llenas de jarras rebosantes. Pero el ambiente distaba mucho de ser jovial. La gente hablaba, discutía y bebía, jóvenes y mayores por igual mezclados en la misma sala; algunos intentaban bromear, pero en los rostros de la mayoría estaba marcado el desasosiego.
Encontré a mis compañeros apiñados en una mesa demasiado pequeña para tantos como eran. Adelbert y Findlay tenían delante varias jarras vacías, Hubert se sentaba en una esquina, sobre un gran barril. Thurs y Shay estaban de pie junto a él, apoyados contra la barandilla de madera que separaba un grupo de mesas de otro, y, a su lado, Irah y Aberash hablaban a todo volumen. También estaban con ellos Berne y Ferend, y Furlan de Salynges, que solía acudir pocas veces a nuestras reuniones.
—Mirad quién se ha dignado a aparecer —anunció Adelbert al verme llegar—. ¿Dónde te habías metido, primo? Hemos tenido que empezar sin ti.
—Apuesto un ónice de plata a que estaba con su dama —dijo Findlay, con una sonrisa torcida.
—Pues pierdes tu apuesta, no estaba con Leena. Y no es mi dama.
—¿Y quién ha dicho nada de Leena? ¿Por qué asumes que hablaba de ella? —me contestó con picardía. Los demás se echaron a reír, haciéndome sentir incómodo.
—Bueno, dinos, ¿dónde estabas? —insistió Thurs, entre risas.
—Haciendo guardia en la muralla.
—Se lo he dicho una docena de veces, pero parece que las palabras rebotan en sus cráneos huecos —dijo Shay. Echó un largo trago de su jarra y unas gotas de cerveza se escurrieron por su barbilla.
—Es que a ti no te hacemos caso —le dijo Irah con sorna. Shay le propinó un golpe en la nuca con la palma abierta como respuesta.
—¡Mujer! ¡Tráenos algo de beber, estamos sedientos! —gritó Adelbert por encima del bullicio a una criada que atendía la mesa de al lado.
La muchacha asintió con vehemencia y al poco traía una bandeja con jarras de vino y cerveza. Recogió los vasos vacíos que había en la mesa, sin hacer caso a las miradas lascivas que algunos de los presentes le lanzaban.
—¿Ya os habéis enterado de las nuevas? —pregunté. Asintieron en silencio.
—Los demonios extranjeros han decidido abrir por fin sus fauces y devorarnos —comentó Adelbert sin humor. Su voz sonaba un poco aguardentosa; me figuré que ya se había tomado varias copas de más.
—Mi padre me ha escrito. Dice que el rey ha convocado a los señores en el norte.
Cogí una de las copas de vino especiado y eché un buen trago. Estaba caliente y dejaba en la boca un sabor dulzón a canela y miel.
—Lo sabemos. A todos nos han llegado cartas —dijo Findlay. Los Dubernell eran vizcondes de una ciudad portuaria muy al norte. De todos los presentes, nuestras familias debían ser las únicas que habían sido llamadas a las armas para defender sus feudos.
—Y mientras, a los sureños que nos den —escupió Adelbert, molesto.
Tenía buenas razones para estar contrariado. Su ciudadela, Klingfort, estaba en el sur. Muy lejos de Puerto Bravo y del Paso de Tharesis, y, por fortuna, lejos de las contiendas, pero quién podía saber durante cuánto tiempo. Una vez hubieran caído las ciudades del sureste, los shadorianos intentarían conquistar su territorio y todo apuntaba a que el rey los iba a abandonar también a ellos.
—¿Sabes qué hizo su regia majestad cuando invadieron Scyllis y Caribdia? Nada. Y probablemente hará lo mismo en esta ocasión —añadió.
—Todavía podéis oponer resistencia —sugirió Findlay—. Hay muchas casas nobles en el sur, podéis organizar su defensa, con o sin permiso del rey.
—Ten por seguro que eso es lo que se hará, Find. Mi padre ya ha convocado a sus vasallos, ¿verdad, Hubert? —Alzó la copa hacia su compañero, con una sonrisa retorcida. Hubert le miró incómodo y agachó la cabeza, dejando que su rizado pelo negro le cayera sobre los ojos—. Los Loucelles nos deben lealtad, ¿no es cierto, amigo? —Hizo una pausa para echar un trago de su vino—. Los Brannavor, o más bien los pocos de ellos que no huyeron a Therion, celebrarán una reunión de consejo en Braemar. Han llamado a todos los hombres a que comparezcan para decidir sus próximos actos. Esperemos que la sangre que comparten con su majestad no se haya contaminado de su cobardía.
—¿Te ha pedido Lord Halebran que vuelvas a casa? —pregunté.
—No. Dice que seremos más útiles aquí, por si ocurriera lo peor. Es su forma amable de decir que no quieren soldados inexpertos que puedan estorbarles y dejarlos en mal lugar.
—Mi padre dice que tal vez tengamos que unirnos a ellos si los shadorianos atacan más al oeste —dijo Hubert en su tono bajo, casi inaudible en el alboroto de la cantina.
—Habrá que rezar a los dioses para que Braemar no caiga. Puerto Bravo ya está perdido, han sitiado la ciudad y cortado los suministros, solo es cuestión de tiempo. Mi padre va a enviar a mi madre y a mis hermanos al norte, a refugiarse con tu familia, Will. Por si acaso. Seguro que los demás también enviarán a los suyos lo más lejos que puedan. Harán un alto aquí, supongo que llegarán cuando se celebre el Solsticio. —Apuró su copa y enseguida tomó otra del centro de la mesa. Me pregunté cuántas habría bebido ya.
—¿Y Edwin? —pregunté al recordar que era el único Weller que había en la Academia. Era un familiar lejano con el que no hablaba mucho. No le había visto en todo el día y, sin duda, le habrían llegado noticias de la situación de su familia.
—Ha ido a hablar con los rectores —me contestó Furlan Salynges, participando por primera vez en la conversación. Había estado muy serio y callado hasta entonces—. Creo que quiere pedirles que le dejen ir a Puerto Bravo con los suyos.
—Solo es un crío.
—Mira quién fue a hablar —señaló Adel, tomando otro trago. Le lancé una mirada asesina.
—Tiene once años.
—No creo que le dejen ir, no sin el permiso de los suyos —dijo Furlan.
—Puerto Bravo todavía tiene esperanzas —señaló Ferend—. Si consiguen aguantar, los Brannavor llamarán a las otras casas y marcharan contra los invasores.
Adelbert se echó a reír.
—Ya puedes irte olvidando de tu ciudad natal, Ferend. ¿No te han contado lo que pasó en las capitales? ¿O lo que ocurrió en Bosqueamargo y en Arrain? Oye, Salynges, ¿por qué no le cuentas lo que le pasó a tu castillo y a tu familia? A lo mejor aprende algo.
Furlan frunció el ceño y aferró su vaso con fuerza. Parecía a punto de partirle la cara a Adel por nombrar a su familia, que había sido diezmada en las guerras del norte hacía años. Se levantó de pronto, irguiéndose como una montaña sobre Adelbert, pero este se limitó a mirarle con un gesto desvaído. Shay interrumpió la conversación que estaba manteniendo con sus compañeros para poner una mano sobre el enorme hombro de Furlan y obligarle a sentarse de nuevo, mientras susurraba a su oído algo que no alcancé a oír.
Se hizo un silencio incómodo en medio de todo el bullicio de voces que se escuchaba alrededor. Al cabo de un rato, Findlay volvió a llamar a una sirvienta para que trajera más bebida. Llegó con un par de bandejas de vino especiado y cerveza y varias rebanadas de sop para acompañarlos. Hubert cogió una rebanada y la devoró casi al instante. Yo no había comido nada desde el mediodía, así que también tomé una. El pan estaba seco, pero lo habían cubierto por completo de caldo de carne y casi no se notaba.
—Por el vizconde Weller y su pronta derrota —dijo Adelbert con voz ronca y desagradable, apurando de un trago la jarra de vino que acababa de coger.
—Adelbert, no tiene gracia —le reprendí.
—¡Yo creo que tiene un montón de jodida gracia! —alzó la voz y golpeó el vaso contra la mesa—. El rey Holden se pavonea detrás de las murallas de Therion observando cómo su pueblo cae y muere en su nombre y, cuando por fin decide actuar, lo que hace es construirse una muralla de hombres en el norte para que nadie vaya a importunarle. ¡Qué le importa lo que nos ocurra a nosotros mientras él pueda seguir bailando bajo las sábanas con alguna de sus fulanas, lejos de la guerra y del hambre a los que nos está condenando!
—Contén tu lengua, Adel. Te estás poniendo en evidencia.
—No tienes ni puta idea —dijo carcajeándose, al tiempo que cogía otra jarra. Le retuve.
—Estás ebrio. No deberías seguir bebiendo.
—¿Y tú quién te crees que eres, niñato? ¡Trae aquí! —Tiró con fuerza de la jarra para quitármela de las manos. Se la llevo a la boca con una mirada desafiante—. Me pienso coger una buena cogorza. Tal vez ahogándome en vino me olvide de toda esta mierda.
—Al menos trata de medir tus palabras, Adel. Hay damas delante —apuntó Findlay, al tiempo que echaba una mirada sugerente a Shay.
—Cierto —dijo ella sin inmutarse—. Findlay podría sentirse ofendido por tu burdo lenguaje, deberías tenerle más consideración.
La cara de indignación que puso Find nos hizo reír a todos y calmó un poco el ambiente.
—¿Sabéis? —dijo Find, después de un rato de silencio—. Siempre me he preguntado qué razón llevaría a la casa real a escoger como símbolo un alerión, de entre todas las opciones que tenían. Un ave con un solo ojo y sin pico ni garras, menuda elección. Pero lo que parecía poco acertado ha ido cobrando sentido con el tiempo; tenemos un rey que no actúa ni habla, solo se queda mirando en la distancia sin alcanzar a ver ni la mitad de lo que ocurre delante de él.
—Aun así le debemos lealtad. Y respeto. Es nuestro rey —sentenció Furlan con dureza.
—Nadie lo pone en duda, solo era un comentario. Todos los aquí presentes somos súbditos leales. Pero nos aguardan tiempos oscuros. Brindemos por que los dioses le inspiren cordura y sabiduría para guiarnos contra los invasores. —Levantó su copa y todos lo imitamos.
—¡Que los dioses te oigan! —añadió Adelbert. Se terminó de un trago lo que quedaba en su vaso.
Nuestra conversación quedó interrumpida por un repentino alboroto unas mesas más allá. Se escuchó un ruido tintineante de cuchillos, seguido por varias voces que pedían silencio a los presentes. La gente poco a poco dejó de hablar y se giró expectante hacia el origen del ruido. Observamos con curiosidad la escena que se presentaba ante nosotros.
El tintineo cesó y en el hueco que dejaban entre sí las personas que tenía delante, vi a Mareck subirse encima de una mesa para que todos lo vieran. «Cómo no. Nunca desperdicia una oportunidad para ser el centro de atención», pensé mientras lo veía ahí subido. Cuando miró a su alrededor, pareció cohibido al ver tantos ojos puestos en su persona, pero sus amigos, que eran quienes habían hecho tanto ruido, le hicieron gestos de ánimo para que siguiera adelante. Se aclaró la voz antes de hablar.
—Reclamo un momento de vuestro tiempo para hablar de algo que nos concierne a todos —empezó, con voz vacilante. La gente que estaba más alejada le instó a que hablara más alto—. Todos estáis al corriente de los acontecimientos ocurridos en los últimos días. Shador ha decidido atacarnos nuevamente y robarnos lo que es nuestro por derecho. Nuestro rey ha llamado a las armas a los hombres en el norte y en el sur para poner freno de una vez por todas a esta invasión. Y mientras tanto nosotros, que somos quienes heredaremos este reino, no podemos quedarnos de brazos cruzados mientras nuestros mayores luchan y mueren en nuestro nombre.
Sonaron exclamaciones y quejas, en un murmullo apremiante que recorrió la sala.
—Los dioses me escogieron por algo —continuó—. Me niego a aceptar que quedarme quieto mientras la injusticia se extiende por mi reino sea lo que tenían en mente cuando me enviaron aquí. Los dioses quieren que triunfemos y que echemos a los que nos oprimen. Nuestro rey quiere que triunfemos y está haciendo todo lo posible por reunir un gran ejército para hacerles frente. —Según hablaba iba poniendo más énfasis a sus palabras, alzando la voz por encima del siseo de voces—. Me niego a esconderme tras una muralla. ¿Cuántos más han de morir hasta que decidamos que ya basta? ¡Yo os digo que luchemos! Unámonos a ellos y acabemos todos juntos con la tiranía, demostremos a nuestros enemigos de qué está hecho un celiriano, demostrémosles que no pueden venir a nuestra casa y echarnos sin más, que lucharemos y venceremos. ¿Quién está conmigo?
El murmullo estalló en un mar de gritos que llenaron de pronto la sala, algunos en apoyo de Mareck y otros en su contra. Las discusiones y el fervor se mezclaban con el temor y la rabia en los rostros de los presentes, muchos de ellos aún niños que no acababan de comprender lo que estaba pasando.
—Será gilipollas… —dijo Adelbert, arrastrando las palabras. No podía estar más de acuerdo con él.
Mareck bajó de la mesa mientras a su alrededor se juntaba un grupito que no hacía más que felicitarle y darle palmaditas en la espalda. Pero el espectáculo no había pasado desapercibido a los ojos de los maestros; muchos de ellos estaban en la sala y no parecía que les hubiera hecho ninguna gracia el discurso. Se levantaron de la mesa e hicieron callar a los discípulos, sin contemplaciones. Todos menos Trettel, que estaba aferrado a su copa con cara de importarle muy poco lo que sucedía a su alrededor.
Theodore Rycke y Olinger Baudry se encargaron de llamar al orden a los discípulos y pronto el silencio volvió a reinar en la sala. Fue Adanna Bredder, maestra especialista en medicina y ayudante de Auberil, quien tomó la palabra, dirigiéndose a todos con voz potente y profunda. No necesitó ruidos de copas ni alzarse por encima de las mesas para que todos le prestaran la mayor atención.
—Sé que todos estáis intranquilos y preocupados por vuestras familias y vuestros hogares. Lo que está ocurriendo en el sur nos aflige a todos, pero no es este el momento de tomar decisiones que podáis lamentar. Hay una razón por la que fuisteis enviados a la Academia: vuestras familias consideraron que no estabais preparados para entrar en combate. Por eso estáis aquí. Por eso compartimos con vosotros todos nuestros conocimientos. Lo que Celiras necesita son guerreros hábiles y capaces de enfrentarse a sus enemigos, que sepan manejar las armas como auténticos expertos, no principiantes que no sean capaces de dar dos pasos sin acabar atravesados por una espada.
—Muchos de nosotros ya estamos preparados —sonó una voz entre la multitud.
—¿Ah, sí? —inquirió Adanna, no sin cierto desdén. Lanzó una mirada altanera y falta de interés al joven que había hablado—. ¿Eres capaz de vencer en combate a Rycke? —El aludido dejó escapar un resoplido burlón—. Porque si no es así, más te valdría ofrecerte como sacrificio a los dioses. Al menos así tu muerte podría servir de algo.
El joven agachó la cabeza, avergonzado, al igual que muchos de los discípulos que hasta entonces parecían dispuestos a marchar a la guerra con los ojos cerrados.
—Mientras vuestros maestros no digamos lo contrario, ninguno de vosotros está preparado para ir al combate —continuó Adanna—. Aquellos de vosotros que aun así queráis marchar, acudid ante Cairgrazen con vuestra solicitud y él se encargará de consultarlo con vuestras familias. Los demás os quedaréis aquí, tras los muros de Bellovado, y seguiréis atendiendo vuestras tareas como hasta ahora. Queda terminantemente prohibido salir de los límites de la Academia hasta nueva orden. Los que desobedezcan esta orden serán castigados de forma severa.
Cuando Adanna terminó de hablar, el silencio se hizo más profundo. La maestra atravesó la sala atestada de gente, que se apartó para abrirle paso. Aun después de que la puerta se hubiera cerrado a sus espaldas, los discípulos siguieron sin saber cómo reaccionar ante sus palabras. Los otros maestros volvieron a sentarse en su mesa y, poco a poco, todo fue volviendo a la normalidad.
Findlay empezó a quejarse porque a partir de entonces no podría escabullirse por las noches para visitar un par de posadas cercanas que solía frecuentar en busca de compañía femenina, lo que suscitó una discusión entre los miembros de nuestro grupo. Cogí una de las copas que todavía quedaban sin vaciar y dirigí la mirada hacia la mesa de Mareck, a la que seguía acudiendo gente para felicitarle por su discurso. Parecía que su ánimo se había relajado después de las advertencias de Adanna, pero el objetivo de destacar por encima de los demás había quedado cumplido.
Casi me ahogo con el contenido de mi vaso cuando me di cuenta de que Leena también estaba allí, sentada a su lado, inclinándose hacia él. Los dos sonreían y hablaban animadamente de algo que yo no podía alcanzar a oír, debido a la distancia. Sin saber por qué, sentí un nudo en el estómago, como si de repente me faltara el aire, y me entraron unas enormes ganas de levantarme, acercarme hasta él y partirle la cara. No había una razón lógica para sentirme tan enfadado; Leena ya me había dicho en varias ocasiones que también era amiga de Mareck y hasta entonces no me había importado demasiado. Pero verles allí, disfrutando de su mutua compañía, me ponía de los nervios. Entonces, Leena giró la cabeza, como si supiera que alguien la observaba, y, cuando su mirada se cruzó con la mía, me dedicó una amplia sonrisa. El nudo que sentía en el estómago me subió hasta la garganta.
La voz de Findlay gritando mi nombre me sacó de mis pensamientos. Por su expresión molesta supuse que debía llevar un rato intentando hablar conmigo sin que yo me enterase de nada.
—Perdona, estaba distraído —me excusé mientras trataba de recomponerme.
—Ya me he dado cuenta. Te he hecho la misma pregunta dos veces y no hacías más que quedarte mirando fijamente al infinito. ¿Qué es lo que te tenía tan embelesado?
—Nada. Solo pensaba sobre toda esta situación.
—¿Y cuál es tu conclusión? ¿Crees que deberíamos ir a la guerra como sugiere el advenedizo o deberíamos quedarnos aquí esperando?
—Opino que Adanna tiene razón: no estamos preparados para esto. Las órdenes de nuestros padres han sido bien claras, tenemos que continuar aquí hasta que ellos lo consideren oportuno. Debemos ser prudentes y esperar. —Los demás asintieron con convicción—. También opino que los maestros han sido demasiado tolerantes con Mareck. Si alguno de nosotros hubiéramos dado ese discurso, alarmando de tal forma a los otros discípulos, nos habría costado un par de días de reclusión o trabajos denigrantes.
—Los maestros son bastante indulgentes con según quién —señaló Adel de malas maneras—. También deberían haber expulsado a los shadorianos que protegen entre sus murallas, o haberlos apresado como prisioneros de guerra. Y, sin embargo, dejan que se paseen a sus anchas como si su gente no estuviera masacrando a la nuestra.
Nuestros amigos extranjeros se mostraron incómodos ante el comentario de Adelbert, en especial Aberash, que era shadoriano. Supuse que, debido a su embriaguez, Adel ni se había dado cuenta de su presencia.
—Mira cómo se esconden ahora que las cosas se pueden volver en su contra —continuó, como si nada—. No he visto a ninguno de ellos rondando por aquí, como suelen hacer. Y harían bien en largarse antes de que alguien decida tomarse la justicia por su mano.
—Tienen derecho a estar aquí, ellos no son quienes os declaran la guerra —señaló Shay, muy seria.
—Son de su misma sangre, eso es suficiente. ¿Acaso yo estaría a salvo si mi familia declarara la guerra al rey? No, me utilizarían como moneda de cambio o me harían ejecutar. No les debemos ninguna cortesía. Espero que el sermón que nos ha echado ese imbécil sirva al menos para que alguien ponga en su lugar a esos bastardos. —Echó la cabeza hacia atrás para apurar mejor el contenido de su copa y, cuando terminó, se limpió la boca con el dorso de la mano—. Creo que ya he bebido bastante, voy a ver si consigo un poco de compañía para esta noche.
Se levantó de la mesa con movimientos pesados y torpes, tambaleándose al dar el primer paso. Tenía la vista puesta en una de las criadas que servía copas unas mesas más allá, la contemplaba con el gesto de un lobo que está a punto de cobrarse una pieza. Se alejó con paso inseguro mientras le observábamos; temíamos que se fuera a desplomar en cualquier momento. Sin embargo, llegó hasta ella momentos después, la rodeó con el brazo, susurró algo a su oído y ambos se alejaron de nuestra vista.
Furlan y Aberash también se despidieron al poco rato. Los demás nos quedamos bebiendo y hablando de temas triviales que nos distrajeran de la tensión de las últimas horas. En un momento dado, Findlay dejó de hablar en mitad de una frase y en su cara se dibujó una sonrisa torcida y maliciosa que no parecía augurar nada bueno, mientras miraba con detenimiento justo detrás de mí. Antes de que me diera tiempo a darme la vuelta, escuché la voz de Leena, tan fuerte y clara que parecía que fuera la única que sonaba en la sala. Dirigió un saludo a todos los presentes. Me levanté de la silla como si esta hubiera ardido en llamas de forma súbita, lo cual debió parecerles muy divertido a mis compañeros. Intenté disimular mi repentino arrebato como pude.
—¿Qué haces aquí? —pregunté, tratando de ignorar las risitas ahogadas que sonaban en la mesa.
—Solo quería saludarte antes de retirarme a descansar —dijo Leena con una sonrisa—. Ha sido un día muy largo.
Mis amigos intercambiaron bromas subidas de tono entre simulados susurros mientras yo hablaba con ella. La aparté de ellos cuanto pude, sin que pareciera demasiado evidente, para que no llegara a escuchar sus palabras soeces. La situación ya resultaba bastante embarazosa de por sí.
—¿No tendrás a ningún familiar en Puerto Bravo? —pregunté.
—No. Mi familia vive en Meris. No creo que corran peligro por el momento. Pero todos estamos consternados por las noticias.
Mis amigos se cansaron de los comentarios jocosos y empezaron a cantar a viva voz La dama y el buhonero, alto y fuerte para que llegara a nuestros oídos. Quise que la tierra me tragara allí mismo.
—Creo que yo también voy a retirarme —le dije a Leena con premura—. Vamos, te acompañaré hasta tus dependencias.
Me apresuré a sacarla de la sala antes de que mis compañeros llegaran a los fragmentos más obscenos de la canción. Antes de marcharme, les dediqué una mirada cargada de resentimiento, para dejarles bien claro que pensaba ajustar cuentas con ellos.
El aire frío de la noche nos envolvió en un profundo silencio cuando cruzamos la puerta. Caminamos sin prisa hacia el otro extremo de la Academia, donde se hacinaban los edificios que nos servían de dormitorio.
Aquella noche, bajo la tenue luz que dibujaban las antorchas, fue como si viera a Leena por primera vez. Casi un año había pasado desde nuestro primer encuentro y la muchacha que tenía delante no parecía la misma que aquella arquera con aspecto de niña que yo había conocido. Me había acostumbrado a estar con ella tan a menudo que los cambios habían pasado desapercibidos para mí. Ahora era un poco más alta y su melena oscura y lustrosa, que había crecido hasta llegarle al pecho, enmarcaba un rostro de facciones preciosas que aún seguía teniendo algún rasgo infantil. El vestido ceñido que llevaba puesto resaltaba su figura delgada y curvilínea, a la que era incapaz de quitarle el ojo de encima. Giró el rostro, dedicándome una sonrisa al tiempo que enlazaba su brazo con el mío.
—Estás muy callado —dijo, con una mirada de curiosidad.
—Solo estoy cansado —murmuré.
—¿Qué piensas de todo esto? Me refiero a lo que han dicho los maestros y a los rumores sobre el rey. Dicen que ha convocado a los señores del norte…
—Así es.
—¿Y qué vas a hacer? ¿Vas a marcharte? —preguntó en un hilo de voz.
—No, ya has oído a los maestros, mientras nuestras familias no ordenen lo contrario solo podemos esperar.
Pareció aliviada por mis palabras. Me dio un ligero apretón en el brazo.
—Me alegra oírlo. Mareck cree que deberíamos apoyar a los nuestros luchando junto a ellos.
—Mareck es idiota —repuse con frialdad.
—Eso no es cierto —me reprochó—. Hace todo lo que está en su mano por ayudar a los demás.
—Lo cual no significa que ayude. —Hablar de él siempre me resultaba molesto, pero que fuera Leena quien lo nombraba era mucho más irritante—. Mira, si mañana mismo nos llamaran a las armas, yo sería el primero en acudir sin pensarlo. Pero no haré nada que vaya en contra de las órdenes de mi rey y mi familia, por muchas ganas que tenga de entrar en acción.
—Eso es muy honorable por tu parte —dijo con un deje de orgullo en la voz.
Cuando llegamos a las dependencias, no se oía más que el canto de los grillos. Todavía agarrada a mi brazo, Leena se giró hacia mí, sonriendo.
—Mañana podríamos practicar un rato con el arco —sugirió.
—Sí, me parece bien. Me acercaré cuando termine mi guardia.
—Hasta mañana, entonces. Gracias por la compañía, mi buen caballero.
Se irguió sobre la punta de sus pies, depositando un beso en mi mejilla antes de soltarme el brazo. Todavía sonriendo, fue hacia la puerta con paso lento y, al poco, desapareció de mi vista. Me quedé allí de pie, aturdido, mientras aún notaba el cosquilleo de sus labios en mi cara. En mi mente se dibujó de nuevo cada uno de sus gestos y se repitió cada palabra que había pronunciado esa noche. De repente, lo vi todo claro.
Me estaba enamorando de ella.