encabezado1.png
9

Interludio: respuestas incómodas

Dice un viejo proverbio que la experiencia se obtiene de la derrota, que nadie se convierte en un maestro sin tener que enfrentarse a desafíos.

Mientras observo los barrotes oxidados de la jaula en la que estoy preso, me vienen a la memoria unas cuantas situaciones similares por las que ya he pasado. Si no me hubieran encerrado otras veces, ahora no sabría escapar de esta prisión. Si Blazh no hubiera sido un mentor maniático y abusivo, no me habría visto obligado a aprender a deshacer ataduras y ahora no podría librarme de ellas. Por fortuna, tengo bastante experiencia en ambas cosas.

No tengo intención de pasarme toda la noche encerrado con la esperanza de que, al llegar la mañana, alguno de estos mercenarios me diga lo que quiero saber. Será mucho más rápido y cómodo para mí preguntarles directamente. De modo que, mientras el hombre que se encarga de mi custodia se solaza en su silla a la espera de que llegue su relevo, yo me quedo sentado en el suelo y me dedico a soltar los nudos que sujetan mis manos a la espalda. Lo hago con toda calma, no tengo prisa.

Una vez me he liberado, intento llamar la atención de mi descuidado vigilante para poner en marcha la segunda parte de mi plan. Al principio me ignora, pero muy pronto se cansa de mi insistencia.

—¿Qué es lo que quieres? —pregunta de forma tosca, sin moverse de la silla.

—Me preguntaba si serías tan amable de darme algo de beber. Estoy sediento.

Hace un sonido con la garganta muy parecido a un gruñido, mirándome suspicaz.

—Tendrás que aguantarte.

—Oh, vamos —insisto—. ¿Es que tienes miedo de un hombre enjaulado? ¿Qué podría hacer estando aquí dentro? Ni siquiera puedo mover las manos.

Entrecierra los ojos, molesto por el comentario que pone en duda su valor. Reticente, se levanta de la silla con parsimonia, sirve vino en una copa de hueso y se aproxima a la jaula. Las llaves que cuelgan de su cinturón tintinean al ritmo de sus pasos.

—Acércate a los barrotes —me ordena, quedándose a poca distancia.

No es tan tonto como para abrir la puerta de la celda, pero esa era una posibilidad con la que ya contaba. Sigo sus instrucciones, cuidando bien de que mis manos permanezcan tras mi espalda, como si siguieran sujetas por la cuerda. Él acerca la copa a los barrotes y la introduce entre ellos, sin meter demasiado la mano. Sigo adelante con la farsa y empiezo a beber, no sin cierta dificultad, hasta que noto que sus músculos se relajan. Es entonces cuando saco con celeridad las manos a través de la reja y le agarro ambas orejas. Tiro de él hacia mí con toda la fuerza que puedo reunir. Su cabeza choca contra el metal de los barrotes con un ruido hueco. Cae inconsciente en el acto.

—Deberías haber hecho caso de tu instinto —susurro, mientras sujeto su cuerpo inerte y le arrebato las llaves.

Tras abrir la celda, arrastro dentro al vigilante. El golpe le ha dejado una marca roja en la frente que está empezando a hincharse, aunque ese va a ser el menor de sus problemas. Le ato las manos y le pongo una mordaza, por si se despierta antes de tiempo. Su relevo no tardará en llegar y yo le estaré esperando.

Echando un vistazo alrededor, descubro que la única arma que hay a mano es la espada del mercenario que me vigilaba. Con ella en la mano, apago la mayoría de las antorchas para que la penumbra envuelva el lugar y me quedo pegado a la pared que flanquea la escalera.

La espera se me hace larga. Por fin, escucho ruidos en el piso de arriba; la puerta del sótano se abre con un chirrido y se oyen pasos tranquilos descendiendo los escalones. El recién llegado pasa por mi lado sin darse cuenta de mi presencia. Dejo que se acerque a la jaula, pero, antes de que se percate de que quien está dentro es su compañero, golpeo su nuca con el pomo de hierro que corona la empuñadura de la espada. El hombre cae redondo al suelo, donde procedo a despojarle de sus armas, tras lo cual le encierro junto a su dormido compañero.

Con estos dos a buen recaudo, me preparo para enfrentarme a los que quedan arriba. Deberían ser presa fácil, ya que todavía estarán durmiendo. Subo con sigilo hasta el piso de arriba, que encuentro silencioso y vacío. Lo recorro hasta que unos ronquidos me alertan de la presencia de alguien en las cercanías; el ruido me conduce a una puerta entreabierta por la que se cuela la débil luz de las llamas. Me asomo para encontrar a dos de los mercenarios sentados a una desvencijada mesa, dormidos en posiciones que parecen incómodas. Uno está medio tumbado sobre el tablero y el otro está recostado de lado en la silla, con una de las manos tocando el suelo y la otra sujetando una copa de la que gotea vino. Reconozco a este último, es el tipo al que le rompí la nariz, todavía la lleva vendada. Frente a ellos hay una chimenea con el fuego encendido y, más allá, una puerta cerrada tras la que se oyen más ronquidos.

Dado que ya están fuera de combate, mi única tarea aquí es asegurarme de que no me interrumpen en el momento más inoportuno. Vuelvo tras mis pasos, en busca de algo que pueda serme útil. Encuentro un trozo de cuerda, una cadena y varias cacerolas viejas, que me brindan una brillante idea. Cuando regreso junto a los dos borrachos, me acerco a Nariz Rota y sujeto la cadena a uno de sus tobillos, pasándola por debajo de la mesa y asegurando el otro extremo al tobillo de su compañero. Para rematar, coloco el filo de una espada en uno de los eslabones y la clavo en el suelo, bien hondo, para asegurarme de que sea difícil sacarla; esto bloqueará la cadena al tirar de ella. Si se despiertan, ebrios como están, bastará para entretenerlos un rato.

Abro despacio la puerta del dormitorio, dejando escapar los ronquidos que se oyen en su interior. Está muy oscuro, pero, en cuanto mis ojos se acostumbran, empiezo a discernir la silueta de tres figuras tendidas sobre camas con armazones de metal. La luz que arroja la hoguera penetra en la habitación y me permite distinguir los rasgos de los durmientes. Estoy buscando a uno en concreto: su líder. Es probable que él tenga las respuestas que necesito. Lo hallo en la cama que está más alejada.

Blazh siempre decía que hiciera algo imprevisible; pues bien, eso es lo que voy a hacer. La cuerda y las cacerolas me servirán para evitar que los otros dos me distraigan de mi tarea. Atar sus manos y sus tobillos a las rejas del armazón de metal de sus camas es lo más complicado. Tengo que poner especial atención y moverme con el sigilo de un felino para no despertarlos. El nudo que utilizo queda un poco suelto, pero se apretará en el momento en que tiren de él, que será exactamente lo que harán al despertarse, porque pienso añadir un pequeño detalle. Las cacerolas que he cogido son lo bastante grandes para albergar una cabeza humana. Las coloco en sus testas con sumo cuidado para que al abrir los ojos no puedan ver nada. Se levantarán confundidos y desorientados, cegados por el metal, y, al tratar de quitárselo, estrecharán las ataduras que sujetan sus extremidades. Va a ser divertido.

He conseguido terminar los preparativos sin que ninguno de ellos se despierte, ahora tengo vía libre para charlar con su líder. Cojo una de las espadas, me acerco a su figura dormida y procedo a despertarle. Tiene el sueño pesado, precisa de varias sacudidas para reaccionar. Cuando por fin abre los ojos, la punta de la espada está apuntando a su cuello.

—¿Qué…? —balbucea, parpadeando.

—Hora de despertar, amigo —le digo con aspereza—. Tú y yo tenemos cosas que discutir.

Se agita, echándose hacia atrás hasta quedar sentado contra el cabecero.

—¡A mí! —grita a pleno pulmón.

Sus compañeros se despiertan al instante. Las cacerolas que he colocado en sus cabezas les impiden ver, por lo que se revuelven confusos, sacudiendo manos y pies de forma cómica. Las ataduras se clavan en su piel mientras se zarandean con violencia y emiten jadeos ahogados. Al otro lado de la puerta, se escucha el estruendo de algo que cae con fuerza al suelo.

—Están un poco atareados en este momento —comento divertido al hombre que tengo delante, que mantiene la boca abierta con sorpresa. Bajo un poco el filo de acero, hasta que este toca su pecho—. Ahora me gustaría que contestases a algunas preguntas.

—¿Cómo has escapado?

Suelto un resoplido burlón.

—Nunca he sido vuestro prisionero. Podía haberme librado de vosotros en cualquier momento. Pero tengo curiosidad por saber por qué vais tras mis pasos y quién os envía. Así que empieza a hablar.

—No diré nada.

—¿En serio? —Clavo un poco la punta de la espada en su piel—. Yo creo que vas a contármelo todo.

Aprieta los labios, testarudo. Ya que no tiene intención de hacer esto por las buenas, lo haremos por las malas. Le sacudo varios puñetazos en la cara como incentivo. Escupe un poco de sangre, pero sigue negándose a hablar. Entonces giro la espada en la mano y uso el pomo a modo de martillo, golpeando con él los dedos de su mano derecha. Los huesos ceden bajo la fuerza de la bola de hierro que he estampado contra ellos y extraen un alarido a su dueño. Le he roto dos dedos con el primer impacto; el segundo le destroza otro dedo y provoca aullidos aun mayores.

—Si eso te ha parecido doloroso, espera a que te los corte uno a uno —le amenazo, colocando el metal afilado sobre su mano herida. Sus gemidos se convierten en gritos de súplica.

—¡No! ¡No, por favor! ¡Hablaré! ¡Hablaré!

—Espero que tengas algo interesante que decirme, porque por cada respuesta que no me guste, perderás un dedo. ¿Qué es lo que buscabais de mí? ¿Para quién trabajáis?

—Recibimos órdenes directas de un cliente. Nos ofreció ochocientos ónices de oro si te capturábamos vivo. Solo teníamos que retenerte hasta que viniera a por ti.

—¿Tenéis idea de quién soy?

—No, eso carecía de importancia. Nos dio una buena descripción, dijo que vigiláramos los caminos hacia la costa, que viajarías solo y evitarías los caminos concurridos. Debíamos apresarte o, en su defecto, mandar un aviso si dábamos contigo. No esperábamos encontrarte en la posada, fue algo fortuito. Ni siquiera estamos seguros de si eres la persona que buscamos, ya nos hemos equivocado otras veces.

—Te aseguro que esta vez habéis acertado, pero desearéis no haberlo hecho. ¿Quién es vuestro cliente?

—No lo sé.

Apoyo el filo en uno de sus dedos sanos y empiezo a cortar. Él intenta detenerme a voz en grito.

—¡No, por favor! ¡No lo sé! Quiso mantener su identidad en secreto, no tuve oportunidad de ver su cara.

—¿Aceptasteis un trato con un completo desconocido?

—¡Nos adelantó doscientos ónices a cambio de no hacer preguntas! Por ese precio ni lo pensamos. Se ocultaba bajo una capa, ninguno de nosotros sabe nada de ella.

—¿Ella?

—Era una mujer, de eso estoy seguro.

Me pregunto qué mujer podría estar tan interesada en encontrarme como para ofrecer una recompensa tan alta a un grupo de mercenarios.

—Dices que os comprometisteis a avisarla si os topabais conmigo. ¿De qué modo contactáis con ella?

—Nos pidió que enviáramos un mensajero a Caribdia, que una vez allí debía buscar a alguien que respondía al nombre de Alondra.

En el instante en que escucho ese nombre el corazón me da un vuelco y noto un nudo en el estómago. Esperaba no volver a oírlo nunca más. Me trae malos recuerdos y es precursor de peores noticias. Si Alondra va tras mis pasos, las cosas van a tomar un cariz muy preocupante.

Sin saberlo, este hombre acaba de firmar su sentencia de muerte. Tenía intención de sonsacarle todo lo que pudiera y largarme de aquí. Pero ahora que sé para quién trabaja no puedo permitirme el lujo de dejar a ninguno de ellos con vida. Alondra no debe encontrarme.

—Has sido de gran ayuda —le digo al mercenario—. Pero no debiste aceptar este trabajo. Cuando alguien ofrece mucho oro a cambio de silencio, es que quiere ocultar algo muy grave.

Con un movimiento seco, le clavo la espada en el pecho. La información que me ha facilitado bien vale una muerte rápida. Cruzo la habitación en dirección a la salida, dejando atrás a los dos tipos que siguen atados a sus camas. Uno de ellos parece haberse resignado, pero el otro ha conseguido quitarse la cazuela de la cabeza y lucha por soltarse de las correas.

En la habitación contigua, uno de los mercenarios sigue demasiado ebrio para enterarse de lo que pasa. Nariz Rota, en cambio, está intentando sacar la espada que bloquea la cadena a la que está sujeto. Cuando paso por su lado, le propino una buena patada en la cara que le deja aturdido. Busco rápidamente todas mis cosas, que han dejado apartadas en un rincón. Me acerco a la chimenea y, cogiendo una tea cercana, la enciendo. Con ella prendo fuego a ambas habitaciones. Después, me paseo por la casa haciendo arder toda tela y mueble que encuentro a mi paso. Me aseguro de que el fuego se propague bien por toda la vivienda, incluido el sótano.

Salgo al exterior mientras las llamas crecen por momentos. El aire frío contrasta con el calor sofocante del fuego y ahoga los gritos de los que han quedado atrapados. Mientras veo la casa arder hasta los cimientos, lo único en lo que puedo pensar es en la sombra de Alondra acechando sobre mí. Me doy la vuelta y me alejo de allí, en dirección a los caballos.

Casi doy un brinco cuando veo una silueta entre los árboles, a poca distancia de donde estoy. La figura desconocida camina en mi dirección, pero las sombras que proyectan las llamas me impiden ver sus rasgos. Mis músculos se tensan, alerta ante cualquier indicio de un ataque, y mi mano va directa a la empuñadura de la espada. Cuando llega a mi altura, me encuentro con un rostro familiar que esperaba no volver a ver.

—¿Jurian? Pero ¿qué hacéis aquí? —pregunto, sin disimular mi asombro.

Me mira con una mezcla de decepción y sorpresa, pasándose la mano por su cabello rojizo.

—Venía con intención de rescataros —confiesa con desencanto.

Le observo incrédulo, con la boca tan abierta que temo no ser capaz de volver a cerrarla. Al cabo de unos segundos, dejo escapar un resoplido escéptico.

—No soy ninguna damisela en apuros, puedo apañármelas muy bien solo —le informo con afilado desdén—. Y eso no contesta a mi pregunta. ¿Qué demonios hacéis aquí? Deberíais estar en Sailoth.

—Lo mismo os digo —replica, un poco molesto—. Teníamos que encontrarnos en la plaza esta mañana, me distéis vuestra palabra.

—Cambié de parecer.

—Ya contaba con ello. —La comisura de sus labios se curva hacia arriba en un intento de sonrisa que no llega a buen término—. Os conozco mejor de lo que creéis, esta no es la primera vez que huís cuando la situación os incomoda. Estaba claro que no teníais intención de ceder a mi demanda, no hacíais más que poner excusas. Por eso decidí seguiros. Una buena decisión, debo añadir, ya que tardasteis muy poco en abandonar la ciudad.

—¿Habéis estado siguiéndome desde anoche?

—En efecto. A cierta distancia. He tenido cuidado de que no os percatarais de mi presencia.

Es la segunda vez que este caballero extranjero me deja sin palabras en un mismo día. Debo admitir que lo he subestimado. Ha hecho un trabajo excelente, no es fácil sorprender a alguien que vigila su espalda constantemente. Me resulta preocupante no haber notado que me seguían, si Jurian fuera un enemigo estaría en serios problemas. Esa habilidad que demuestra tener despierta cierta admiración en mí, pero no tengo intención de reconocérselo. Todavía me queda orgullo.

Jurian observa con genuino interés la cabaña en llamas.

—Iba a acercarme a vos en la posada cuando os dirigíais a vuestra habitación. Fue entonces cuando vi que esos hombres os apresaban. Les seguí hasta aquí con intención de auxiliaros. He estado esperando al momento oportuno para entrar y sacaros de allí. Hasta que todo ha empezado a arder.

—A estas alturas deberíais saber que yo no me dejo atrapar tan fácilmente. Era una estratagema para sonsacarles información, nada más. No había necesidad alguna de que vinierais hasta aquí. Y, si aceptáis un consejo, os recomendaría que no metierais vuestras narices en asuntos ajenos.

—Solo quería ayudar —protesta enérgicamente.

—Eso es lo de menos. Haceros el héroe no os traerá más que desgracias. A nadie le importa cuánta buena voluntad pongáis a vuestros actos, os darán la espalda a la mínima oportunidad. Creedme cuando os digo que sé de lo que hablo. —Me doy la vuelta y camino hacia los caballos—. Las buenas intenciones acaban estallándole a uno en la cara.

Jurian me sigue a través de la arboleda y se sitúa a mi lado. Su gesto me dice que siente deseos de indagar más en las razones por las que acabo de darle este consejo, pero parece pensárselo mejor.

—¿Habéis conseguido la información que queríais?

—Me han dicho lo que necesitaba saber, no lo que me habría gustado escuchar.

Los caballos están amarrados a los troncos de los árboles, pastando tranquilamente, sin prestar atención al crujir de las llamas. Los libero de sus ataduras, sus dueños ya no los necesitan. Algún granjero de la zona se llevará una grata sorpresa cuando los encuentre. —¿Y ahora qué? ¿Seguiréis camino hacia el sur?

Es una buena pregunta. Alondra sabe que viajo hacia el sur, es de esperar que tenga a más sicarios tras mis pasos y, tarde o temprano, acabará descubriendo la suerte que han sufrido estos mercenarios y sabrá dónde encontrarme. Mi esperanza reside en llegar a mi destino antes de que ella me alcance.

—Partiré hacia Meris de inmediato. Ya me he demorado bastante.

Asiente con la cabeza.

—En ese caso, podéis contar con mi compañía.

—Eso es innecesario —protesto.

—No recuerdo haberos preguntado vuestra opinión —replica con bastante descaro—. No pienso moverme de vuestro lado hasta que hayamos tenido esa charla que quedó pendiente. Y os advierto que, si tenéis intención de fugaros de nuevo, pienso seguiros allá a donde vayáis.

—Sois más tozudo que una mula —le increpo, molesto.

—Podría decir lo mismo de vos. Podríais ahorraros tantas molestias si cumplierais más a menudo con vuestra palabra.

—Tengo problemas más acuciantes de los que preocuparme en este momento.

—Pues esperaré —dice convencido, con una sonrisa en la boca—. Podéis contar con mi ayuda para resolver esos asuntos que tanto os incomodan, y, a su término, podremos retomar la charla. ¿Os parece bien?

—Lo preguntáis como si fuerais a dejarme otra opción —comento resignado.

A su rostro asoma la satisfacción de quien se sabe ganador. Cierto es que podría librarme de él si quisiera, pero saber que Alondra anda tras mis pasos me ha dejado una amarga sensación en el estómago. Aunque la ayuda de Jurian no me sirva de mucho, tener algo de compañía alivia parte de mi tensión.

Mientras preparo mi caballo para partir, Jurian va en busca del suyo. Por sus pasos acelerados, deduzco que no confía demasiado en que espere por él. Y no puedo culparle por ello. Echo un último vistazo a la cabaña. Las lenguas de fuego que salen de ella se elevan hasta el cielo. Si no fuera porque está rodeada por un enorme claro, las llamas arrasarían el bosque entero.

Por un fugaz momento, me parece ver una figura moviéndose entre los jirones de humo. Puede que solo sea producto de mi imaginación y del juego de luces crepitantes que danza ante mis ojos, pero tengo un mal presentimiento.

—¿Queréis que partamos ahora? —escucho la voz de Jurian, que acaba de regresar a mi lado. Frunce el ceño al verme la cara—. ¿Ocurre algo?

—No. No es nada. —Niego con la cabeza—. Queda mucho por planificar y yo estoy agotado. Tengo pagada una habitación en la posada donde estos tipos me atacaron, pero creo que puedo darla por perdida. Tal vez sea mejor que hagamos noche en el bosque.

—La posada no está muy lejos de aquí y seguro que sus camas son mucho más cómodas que el duro suelo.

—¿Sabréis llegar hasta ella en medio de la oscuridad, viajando a través de un bosque frondoso con el que no estáis familiarizado? —Abre la boca para decir algo, pero de ella no sale una palabra—. Eso me parecía. No quiero pasarme la noche entera dando vueltas por el bosque, alejémonos de las llamas y busquemos un buen rincón donde descansar. Por la mañana podremos ver el camino con claridad.

Asiente con la cabeza y, tras acercarse a la cabaña y tomar un trozo de madera en llamas a modo de antorcha, echa a andar, tirando de las riendas de su caballo. Es un alivio que no insista más, porque así no me veré obligado a admitir que hay otra razón por la que aún no quiero regresar a la posada. Es probable que mi corazonada no sea más que una falsa alarma, pero confiar en mi instinto es lo que me ha mantenido con vida hasta ahora.

No puedo decir lo mismo de Jurian. Si fuera un tipo listo, se marcharía bien lejos, en vez de meterse en problemas que no le conciernen. Cuando las cosas se ponen feas, es mejor quedarse al margen; dar la cara por los demás acaba volviéndose en tu contra.