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Pájaro de mal agüero

Desde que era muy niño, mi padre me había enseñado a sentir orgullo por mi raza, mi linaje y mi persona. Era un signo de fortaleza, decía, algo que distinguía a los valientes de los cobardes, a los señores de los siervos. Cualquier tipo de humillación era una afrenta imperdonable que alguien de mi alcurnia no podía permitir. Ese orgullo seguía formando parte de mí aunque hubiera perdido mi título, pero no me había quedado más remedio que reprimirlo para que mi situación en El Lodazal no empeorara. Durante todos esos meses había sufrido muchas vejaciones, mas ninguna de ellas resultaba tan degradante como verme indefenso ante alguien que ni siquiera tenía el valor de dar la cara.

En aquella estancia oscura a la que mi raptor me había arrastrado me sentía más impotente que nunca. Su silueta ominosa se quedó grabada en mis retinas cuando la puerta se cerró tras él y el cuarto quedó envuelto en tinieblas. Tendido sobre el suelo boca arriba, me deslicé con urgencia hacia atrás hasta que mi espalda se topó contra algo. Me estremecí al escuchar los pasos de mi atacante, que sonaban de forma hueca, lenta y pausada; no podía saber si se alejaban o se acercaban. Un ruido brusco me hizo dar un respingo. La luz iluminó de repente la habitación, entrando a través de los postigos de una ventana que aquel hombre acababa de abrir. Tras un instante de ceguera provocado por el cambio de luz, pude ver mejor dónde me encontraba.

Parecía una vivienda normal de una sola habitación, amueblada con armarios y alacenas y un par de mesas con sus correspondientes sillas. Al fondo había una cama y, en el extremo opuesto de la estancia, una cocina con chimenea. Un montón de vasijas y recipientes estaban desperdigados de forma desordenada por todas partes, bajo una gruesa capa de polvo que también cubría los muebles. Lo que había chocado conmigo al moverme era la pata de una mesa.

El rostro de mi captor estaba todavía cubierto por las sombras, pero al acercarse a mí la luz le dio de lleno y pude reconocer sus rasgos. Era el mismo individuo que semanas atrás había matado a aquel niño a sangre fría en la taberna al aire libre, ese al que todos conocían como Peregrino. Seguía teniendo la misma faz severa y falta de emoción, los mismos ojos oscuros y distantes que me habían devuelto la mirada mientras el pequeño se desangraba a sus pies. Ahora que estaba a pocos pasos de mí, me parecía más temible que entonces. Busqué en mi cinturón uno de los cuchillos arrojadizos que llevaba conmigo.

—Yo que tú no haría eso —me advirtió con su voz grave y profunda.

No hice caso a su amenaza. Saqué el arma y me levanté despacio, dispuesto a defenderme. En cuanto dio un paso, arrojé el cuchillo en dirección a su cara. Lo esquivó con un quiebro. Cogí de inmediato otro cuchillo, pero no tuve ocasión de lanzarlo porque para entonces ya le tenía encima de mí, así que traté de apuñalarlo. Con asombrosa facilidad, bloqueó mi ataque, me agarró la mano con la que sostenía el arma y me obligó a soltarla. Después, retorció mi brazo hacia atrás y me empujó con brusquedad contra la mesa, derribando en el proceso la mitad de los frascos que reposaban sobre ella. El golpe que me di en la cabeza al caer me dejó mareado durante un instante.

—Te explicaré cómo funciona esto —le oí decir mientras me tenía inmovilizado contra la mesa—. Te vas a quedar quietecito y vas a obedecer mis órdenes sin rechistar. Comete una sola estupidez más como esta y te demostraré que hay cosas peores que la muerte. —Torció mi muñeca hasta hacerme gritar—. ¿Lo has entendido?

Asentí frenéticamente, cegado por el dolor. Me quedé jadeando, con el sabor de la sangre en la boca, mientras él sacaba de mi cinturón los cuchillos que me quedaban. Cuando terminó, volvió a aplicar presión sobre mi muñeca y se inclinó hasta que su boca quedó pegada a mi oreja.

—Esta será mi última advertencia. Si te queda algo de sentido común, harías bien en no cabrearme.

Solté un gemido en cuanto aflojó su agarre. No me atreví a levantarme de inmediato, esperé hasta que se hubo alejado lo suficiente. Se puso a caminar por la habitación, mirando con detenimiento las armas que me había sustraído, sin molestarse siquiera en dedicarme una pizca de su atención. Me incorporé despacio, sujetando con fuerza mi muñeca. El más leve movimiento me provocaba una aguda punzada de dolor que me recorría toda la extremidad; además, varias vasijas de cristal se habían roto y me habían hecho algunos cortes.

Le vi recoger el cuchillo que le había lanzado, que estaba clavado en una viga de madera.

—Buen acero, bien equilibrado —dijo, tanteando el metal—. No es fácil de encontrar. Lástima que sea un desperdicio en tus manos.

—¿Qué es lo que queréis de mí? —pregunté de forma áspera. Arqueó una ceja, como si mi pregunta le resultara divertida.

—No recuerdo haberte dado permiso para hablar.

—Me retenéis en este lugar contra mi voluntad. Creo que lo mínimo que me debéis es una explicación.

Intentaba mantener mi semblante firme e impávido, pero por dentro estaba muerto de miedo. No sabía gran cosa de aquel tipo, salvo que era muy peligroso. Y ya me había demostrado que yo no era rival para él.

—Soy yo el que hace las preguntas. —Depositó los cuchillos en una mesita, lejos de mi alcance—. Dime quién te envía.

—¿Cómo? —pregunté, confuso.

—¿Cuál es tu objetivo? ¿Bajo las órdenes de quién estás?

—¡No tengo ni idea de qué estáis hablando!

—¡No juegues conmigo, chico! —exclamó malhumorado, dando una fuerte patada a una silla—. Sé que te han enviado aquí con algún propósito, ya me estás dando un nombre antes de que te lo saque a la fuerza.

Entrecerré los ojos, perplejo por esas acusaciones.

—Os habéis confundido de persona. No soy el enviado de nadie, ni tengo ningún interés en vos y vuestros asuntos. No sé cómo habéis llegado a esa conclusión.

Sus labios se curvaron en una sonrisa retorcida.

—Veo que no estás dispuesto a colaborar.

Di un par de pasos hacia atrás, agarrando todavía mi mano dolorida.

—Os estoy diciendo la verdad. No soy más que un sinsangre que trata de sobrevivir en las calles.

—¿Te crees que soy idiota? —Alzó ambas cejas, acercándose a mí cada vez más.

—Creo que estáis completamente loco.

Me asestó una bofetada en la cara con tal fuerza que me tambaleé hacia atrás. La mesa que estaba a mi espalda impidió que me cayera.

—Te lo volveré a preguntar: ¿quién te envía?

—Os lo vuelvo a repetir: nadie. ¡Por todos los dioses, ni siquiera sé quién sois!

—¿Que no sabes quién soy yo? —resopló burlón.

—Por lo que a mí respecta, sois un lunático obsesionado que va secuestrando a la gente en busca de alguien que probablemente ni exista.

Ese comentario me costó otra bofetada, mucho más fuerte que la anterior. Me derrumbé sobre la mesa con la mejilla ardiéndome donde me había golpeado. La sangre de mi labio abierto salpicó la madera cubierta de polvo.

—Estoy empezando a perder la paciencia contigo. Mira, chico, sé que eres un espía. Te he estado vigilando desde el día en que te cruzaste conmigo por primera vez. Salta a la vista que no eres uno de esos gañanes que pululan por El Lodazal, así que no trates de convencerme de lo contrario. Tu forma de moverte, de hablar… —Se echó a reír—. Tienes los modales y la actitud de un noble, incluso ahora. Ninguno de los mocosos de los bajos fondos se habría atrevido a plantarme cara. Y, desde luego, ninguno me trataría de «vos».

Me molestó sobremanera que me hubiera descubierto con tanta facilidad. Había hecho todo lo posible por ocultar mis orígenes nobiliarios a la gente de Lebannan, no quería que nadie supiera de mi pasado. Pero lo que me enervaba todavía más era saber que ese hombre había estado siguiéndome tantos días sin que yo me percatara. Me limpié con el dorso de la mano la sangre que seguía manando de la reciente herida, mientras buscaba una excusa. Debía encontrar la forma de convencerle de que había errado en sus observaciones.

—No seáis absurdo. ¿Por qué razón iba un noble a malvivir entre pordioseros? Lamento que mi buena educación os haya confundido, en el lugar del que procedo es costumbre hablar a los desconocidos con cortesía.

—Mientes. Trato a diario con todo tipo de farsantes y cuentistas, ¿crees que no sé distinguir una mentira cuando la veo? La tuya es una excusa patética. Pero adelante, diviérteme con tus explicaciones. ¿Por qué no empiezas contándome qué hace un sinsangre con una joya como esta?

Alzó el colgante de mi madre delante de mis ojos. Me llevé la mano al bolsillo donde lo había guardado y lo encontré vacío. No me había dado cuenta de que me lo había quitado. Traté de arrebatárselo de las manos, pero él no me lo permitió.

—Devolvédmelo, por favor.

—Es una pieza exquisita, sin duda —dijo, meciéndola entre sus dedos—. Ópalo blanco incrustado en plata finamente tallada. Debe valer una fortuna.

—Lo robé esta tarde, justo antes de que os abalanzarais sobre mí. Me ha costado mucho conseguirlo y os agradecería que me lo entregaseis.

—¿Y qué tienes pensado hacer con esto? No encontrarás a nadie que te pague lo que vale. ¿Por qué arriesgarte a robar algo tan valioso teniendo al alcance joyas más baratas por las que podrías sacar un buen precio?

—Cogí lo primero que encontré.

—Ya —asintió con vehemencia. Caminó hacia un rincón de la habitación, agarró una bolsa y la arrojó a mis pies. Parte de su contenido quedó desperdigado por el suelo. Descubrí con asombro que eran mis pertenencias, las que suponía ocultas en el hueco de una pared. La empuñadura de mi espada asomaba entre la tela—. Ahora explícame esto.

Me quedé petrificado, sin saber qué responder.

—Ya te he dicho que llevo unos días siguiéndote —añadió—. Cuando maté a ese criajo de mierda en la taberna, me llamó la atención tu actitud. No huías como los demás; incluso tuviste el valor de mantenerme la mirada. No te he quitado ojo desde entonces. Te he visto robar en el mercado, pasearte por los suburbios acompañado por esa putilla pelirroja, pelearte con otras camarillas y acudir de vez en cuando a tu escondite. Y, mira por donde, resulta que has reunido todo un tesoro: ropas de buena calidad, joyas, una espada magníficamente forjada… —Su tono fue adquiriendo aspereza a medida que hablaba—. ¿Quieres que te diga qué es lo que yo creo? Creo que alguien a quien no le gusta lo que estoy haciendo ha mandado a un jovencito de buena familia a mezclarse con la chusma para inmiscuirse en mis planes. Hazte un favor, ahórrate unas horas de tortura y dime ahora el nombre de nuestro amigo común. Te prometo que tendrás una muerte rápida.

—Os estáis equivocando conmigo…

Antes de que pudiera terminar la frase, arremetió contra mí. Noté el filo de una daga en mi cuello, presionando, cortando la piel. Su rostro frío estaba crispado por la ira.

—Yo que tú escogería con cuidado las siguientes palabras. Podrían ser las últimas —me amenazó.

Tragué saliva. Mi voz sonó atropellada y temblorosa.

—Está bien, admito que soy un noble. O más bien lo era. Lo que habéis encontrado es lo último que queda de mi antigua vida. Tuve una disputa con mi familia que acabó con mi destierro, por lo tanto, los vínculos que me ataban a la nobleza ya no existen. —Él frunció el ceño y me clavó un poco más el filo en la garganta—. ¡No os estoy mintiendo! Si vuestras sospechas fueran ciertas y alguien me hubiera enviado tras vuestros pasos, ¿acaso no habría estado indagando sobre vos o tratando de acercarme de alguna manera? Decís que me habéis seguido durante días. En ese tiempo, tenéis que haberos dado cuenta de que nada de lo que he hecho tiene relación con vos.

A sus ojos asomó una leve sombra de duda. Seguí hablando.

—Debéis saber tan bien como yo que ningún señor se mezclaría entre sinsangres por propia voluntad, ni viviría en la inmundicia solo para obtener información. Enviarían a uno de sus siervos o pagarían a cualquiera para que hiciera ese trabajo. Ahora mismo me tenéis a vuestra merced, si tuviera un nombre que daros, os lo ofrecería sin dudarlo.

Apretó con fuerza los labios, sopesando mis palabras. Después, retiró la daga con la misma celeridad con que la había sacado. La herida de mi cuello era solo un corte superficial, pero todavía me parecía sentir el frío acero hundiéndose en mi piel. Él se puso a juguetear con el filo entre las manos. La mirada que me lanzaba en ese momento era de curiosidad.

—Supongamos que lo que dices es cierto —dijo—. ¿Cómo has acabado aquí? Debe haber una historia que acompañe a tus afirmaciones. Cuéntamela y veamos si puedes convencerme.

Tenía tantas ganas de contarle mi historia como de estar encerrado en aquel lugar, pero dado que era mi vida la que estaba en juego, no me quedaba otra opción. Le conté todo: la disputa con mi padre, la muerte de mi tío, mi paso por la Academia y la razón de mi expulsión, cómo había acabado en los suburbios de la Ciudad del Paso… todo. Me escuchó con atención, mostrando un rostro impasible, sin interrumpirme ni preguntar nada. Cuando acabé mi relato, permaneció callado, inmóvil como una estatua.

—Ha sido un cuento entretenido —dijo al fin—. Como los que se suelen contar a los niños antes de dormir.

—No me creéis.

—Resulta un tanto inverosímil pensar que un conde vaya a renunciar a sus derechos por un asunto tan trivial. Aunque no podría culparte, seguro que esa zorra mojigata con la que querían casarte era un cardo.

—Sin embargo, no os parece extraño que pase penurias por vigilaros a vos. Me parece una postura un poco hipócrita. O tal vez es que estáis tan centrado en vos mismo, y cualquiera que sea ese cometido que guardáis con tanto celo, que sois incapaz de ver que no todo gira a vuestro alrededor.

Me arrepentí de haber soltado esas palabras en cuanto salieron de mi boca. Casi esperaba que me sacudiera otro bofetón, pero solo hizo una ligera contracción con los labios.

—Supongamos por un momento que es cierto que eres un noble desterrado que no supo contener su lengua a tiempo. Eso es algo que pareces tener dominado. —Me lanzó una mirada displicente—. Pero además pretendes hacerme creer que has conocido en persona a ese enviado de los dioses del que hablan las profecías y has intentado matarlo. No es algo fácil de aceptar.

—No espero que lo aceptéis, es algo que no os incumbe. Me ofendió de la peor de las maneras y no pienso descansar hasta que salde esa deuda. Me da lo mismo quién sea y lo que vos penséis al respecto —escupí con desdén.

Se echó a reír con ganas.

—Seguro que eso no lo adivinaron los oráculos —murmuró—. Lástima que fallaras. Habría sido divertido.

Hice caso omiso a su último comentario.

—Si yo fuera quien decís que soy, ¿no sería más lógico que os facilitara la información que buscáis a cambio de un indulto? ¿Qué podría ganar inventándome esta historia?

Se quedó pensativo unos instantes, meciendo con los dedos el vello de su barbilla, sin apartar los ojos de mí. Al cabo de un rato, retiró su mano con un aspaviento que me hizo dar un respingo, ya que temía que volviera a atacarme.

—Tienes muchas agallas, eso tengo que reconocerlo. Pero hay una forma de saber con seguridad si lo que dices es cierto.

Caminó con paso lento hacia mí. Retrocedí, desconfiado. Él siguió acercándose hasta que me tuvo acorralado contra la pared y, entonces, con una sonrisa desdeñosa, se inclinó hacia delante. Algo se cerró sobre mi muñeca izquierda con un ruido metálico. Miré hacia abajo para descubrir que era un grillete de hierro cuyo extremo estaba asegurado a la pared. Fruncí el ceño, indignado por aquella treta.

—¡Sois un completo perturbado! —exclamé mientras trataba inútilmente de soltarme. Su risa desagradable resonó en la habitación.

—No habría llegado a donde estoy fiándome de la gente. Sé de alguien que podrá confirmarme si eres quien dices ser. Voy a hacerle una visita. —Se dirigió a un armario de donde sacó varias armas, que guardó entre sus ropajes—. Hagamos un trato: si consigues liberarte mientras estoy ausente, eres libre de marcharte. Si, por el contrario, sigues aquí a mi regreso, tu muerte será rápida e indolora. En el supuesto, claro está, de que me hayas contado la verdad. No hace falta que te diga lo que pasará si no es así, ¿cierto?

—¡Me sé de un par de sitios por donde podéis meteros vuestros tratos!

Soltó una leve carcajada antes de salir de la estancia, cerrando la puerta tras él. En el instante en que me quedé solo, aumenté mis esfuerzos por liberarme. El grillete estaba bien anclado en la piedra, por más que tiraba y empujaba no conseguía aflojarlo. Intenté alcanzar algo, cualquier cosa, que pudiera servirme de ayuda. La cadena apenas me permitía moverme, de modo que no lograba acercarme lo suficiente a nada que resultara útil. Mi espada seguía tirada en mitad de la habitación, demasiado lejos.

Era de esperar que un tipo que incrustaba grilletes en las paredes de su vivienda lo tuviera todo previsto. Antes de marcharse sabía muy bien que yo no tenía forma alguna de escapar. Pero si pensaba que me iba a rendir y a esperar la muerte, estaba muy equivocado. Había hecho una promesa que no tenía ninguna intención de romper. Acabar mis días en una sucia habitación a manos de alguien como él no entraba dentro de mis planes.

Durante las horas que siguieron, seguí luchando por liberarme. Grité a pleno pulmón, con la esperanza de que alguien me oyera, y golpeé la pared hasta el agotamiento. Nada daba resultado. Comencé entonces a forzar mi mano alrededor del aro de hierro, tratando de sacarla a la fuerza. El rozamiento me hizo sangrar, pero eso no me detuvo. La sangre volvió la superficie ferrosa más resbaladiza y, poco a poco, la mano comenzó a salir. No sé cuánto tiempo pasó hasta que, con un último tirón, logré soltarme.

Tenía toda la muñeca ensangrentada y me ardía de dolor, temía haberme roto algún hueso. Pero no había tiempo que perder. Me apresuré a recoger mis cosas y a guardarlas en la bolsa, recuperé mis cuchillos arrojadizos, y a punto estaba de salir por la puerta cuando esta se abrió y mi captor apareció en el umbral. Me quedé paralizado. En su rostro también se reflejó la sorpresa. Cuando entró en la habitación, me mantuve a distancia, alerta a sus movimientos. Cerró la puerta con calma y echó el cerrojo. Se guardó la llave en el bolsillo y lanzó una rápida mirada alrededor, siguiendo con los ojos el reguero de gotas de sangre que había dejado por el suelo.

—Vaya, debo admitir que esto sí que es algo inusual —dijo con una leve sonrisa—. ¿Sabes cuántos han conseguido librarse de esas cadenas? —No le respondí—. Nadie hasta la fecha. Llegados a ese punto suelen estar demasiado asustados para hacer nada o tienen miedo al dolor. Lloran, ruegan y gimotean, pero al final se resignan a morir. La gente tiene el ánimo quebradizo, prefieren rendirse para evitar sufrimiento.

Se paseó por la habitación a paso lento. Se quitó la capa y depositó en el armario algunas de las armas que llevaba consigo.

—Pero tú no te has rendido —continuó—. A pesar del daño que te has provocado a ti mismo para conseguirlo. Es un método poco ortodoxo, pero efectivo, debo admitir.

—Yo he cumplido mi parte del trato, cumplid ahora la vuestra.

Me echó una mirada condescendiente mientras caminaba hacia mí con los brazos cruzados a la espalda.

—No, me parece que no lo haré. Mi confidente me ha confirmado tu identidad, así que supongo que debo creer tu historia, por ridícula que me parezca. Pero el caso es que sabes demasiado y eso es algo que no me puedo permitir. Lo siento, tendré que matarte.

—Me hicisteis una promesa…

—Mentí. No deberías fiarte de nadie, me sorprende que hayas podido sobrevivir hasta ahora. —Arqueó una ceja—. Willhem… ¿verdad? Ese es tu nombre.

—Ese era mi nombre, ya no lo es.

Mientras hablábamos, sopesé mis opciones. Enfrentarme a él sería inútil, me vencería con facilidad. La puerta estaba cerca, pero cerrada, y, aun en el caso de que pudiera conseguir la llave, Peregrino me alcanzaría antes de que pudiera bajar todas las escaleras. Al lado contrario de la habitación solo había una ventana. Eran dos pisos, tal vez podría sobrevivir a la caída, pero no saldría indemne.

—¿Estás pensando en lanzarte por la ventana? —preguntó mi captor con genuino asombro al ver hacia dónde se dirigía mi mirada.

—Tal vez —admití con cautela.

—¿Estás loco? —Se rió—. Podrías matarte.

—Tendría más posibilidades que enfrentándome a vos.

A su rostro impávido asomaba un gesto de interés.

—¿Qué es lo que te detiene, entonces?

—No creo que sea necesario.

—¿Por qué no?

—Porque si quisierais matarme, ya lo habríais hecho.

No estaba del todo seguro de mi propia afirmación. Sabía que provocarle era un riesgo, pero había algo distinto en su actitud desde su regreso. Y, al fin y al cabo, era consciente de que no tenía nada que hacer contra él, solo podía ganar tiempo o convencerlo para que me dejara marchar.

—Eres un chico listo —comentó, cruzándose de brazos—. Pero hay que tenerlos bien puestos para hablarme de esa forma. He cortado el gaznate a hombres más grandes que tú solo por mirarme mal.

—Eso cuentan por ahí.

—De modo que sí que has oído hablar de mí.

—Lo único que sé es que os llaman Peregrino. Y que se supone que sois peligroso.

—Me llaman por muchos nombres. Pero lo que te hayan contado sobre mí seguro que se ha quedado corto.

—Tenéis la información que queríais —dije, cambiando de tema—. Dejadme marchar. Vuestros asuntos y vuestra reputación no me incumben, no tengo intención de volver a cruzarme con vos, si puedo evitarlo.

—La cuestión es que no vas a poder evitarlo —sentenció, mirándome de soslayo—. Dime, ¿hasta qué punto deseas vengarte de ese enemigo tuyo del que me has hablado?

—Lo deseo más que cualquier otra cosa.

—Entonces, te convendría escucharme. —Sonrió—. Llevo tiempo buscando a alguien que siga mis pasos, un aprendiz, por llamarlo de algún modo, pero hasta ahora solo me he topado con inútiles y cobardes que tienen tendencia a fallecer a las pocas semanas de entrar a mi servicio. Pero tú tienes algo que me recuerda a mí mismo de joven. No eres como esos flojuchos que rondan por las calles de esta ciudad, tan vapuleados por la vida que al primer obstáculo caen rendidos. Tú tienes fuego en la mirada. Y una audacia propia de alguien con más orgullo que cabeza.

Mientras hablaba se movía en círculos a mi alrededor, me recordaba a un cazador rondando su presa. Tenía la sensación de que en cualquier momento se me echaría encima.

—Ahí fuera no ibas a aguantar mucho tiempo, de todos modos —continuó—. Todo en tu persona delata tu procedencia, la única razón por la que no te han descubierto todavía es que son demasiado estúpidos para darse cuenta. Pero alguien se acabaría enterando, y no sería agradable. La turba siempre está deseosa de hacer pagar sus penurias a quien cree que ha tenido más suerte en la vida. Tú les habrías resultado un bocado exquisito. Gracias a mí, podrás evitarlo. Voy a enseñarte a hacer cosas que harán temblar a esos caballeros estirados que antes considerabas tus camaradas.

—¿Y si me niego a aceptar vuestra oferta?

Soltó un resoplido, adoptando una expresión altanera.

—No te estoy dando a elegir. Te estoy diciendo que vas a ser mi aprendiz, te guste o no. Si quieres llegar a ver la luz de un nuevo día, más valdrá que no te atrevas a negarte.

El tono gélido de su amenaza dejaba claro que hablaba en serio. La simple perspectiva de ser su discípulo me provocaba escalofríos, pero ¿qué otra cosa podía hacer? Permanecí callado bajo su mirada escrupulosa, hasta que dio por sentado que no iba a oponerme. Después, avanzó un paso hacia mí e, instintivamente, retrocedí.

—Deja de comportarte como un animal herido, no voy a hacerte daño —señaló con desdén—. Enséñame esa mano.

Se la mostré, reticente. Él se adelantó y la cogió con brusquedad, lo que me hizo soltar un gemido. La observó con detenimiento y muy poco cuidado, me costaba mantener la boca cerrada cada vez que daba un tirón o apretaba demasiado. Dejó escapar un largo silbido.

—Menudo destrozo te has hecho. A quién se le ocurre.

—Me dejasteis bien claro lo que pasaría si no me quitaba ese grillete. ¿Qué esperabais que hiciera?

—¿Piensas alguna vez antes de actuar? Imaginemos por un momento que hubieras escapado antes de que yo regresara, ¿qué habría ocurrido entonces? Las heridas no se curan solas, podrías haber muerto por la infección.

—Ungüento de ajo y aloe —dije con soberbia. Levantó la mirada con estupor—. Los teníais sobre la mesa, he cogido un poco de cada.

—Fascinante. Creo que no me he equivocado contigo. Ven aquí, vamos a arreglar este estropicio.

Volvió a tirar de mi mano para que fuera con él, sin poner cuidado alguno en lo que hacía. Apartó de un manotazo los restos de cristal y cerámica desperdigados por la mesa y me indicó que me sentara. Tras dejarse caer sobre una silla, empezó a preparar el ungüento.

—Deberías estarme agradecido —dijo, sin levantar la mirada de su tarea—. Cuando pongo el ojo en un objetivo, no suelo perdonarle la vida.

—Pues disculpad si me cuesta sentir aprecio por quien me obliga a escoger entre la servidumbre y la punta de una espada.

La comisura de sus labios se curvó en una sonrisa.

—No te irá tan mal bajo mi mando. Hay muchas cosas que puedo enseñarte, mucho más de lo que has aprendido en esa Academia tuya. Allí solo os enseñan a pelear con ese código de honor del que tanto presumen, para que hagáis la pantomima en las competiciones y torneos. Una bonita manera de sacar el dinero a las clases acomodadas, pero completamente inútil. —Cogió de nuevo mi mano y aplicó la mezcla sobre la zona afectada—. Si tu objetivo es la venganza, necesitarás algo más que eso.

—Tenía intención de entrar en una compañía de mercenarios.

Negó con la cabeza.

—Esa es una mala idea. Si entras en una compañía, ya puedes irte olvidando de esos planes tuyos para ajustar cuentas. Te irás acomodando a recibir una paga y a obedecer a señores de uno u otro bando, como si fueras una puta tras unas monedas. Tus compañeros ya se encargarían de limar tu carácter con vino y mujeres para que no pienses demasiado. No quieren perritos desobedientes entre sus filas.

Por la entonación de su voz, se notaba que sentía un profundo desprecio hacia ellos. Me molestó que así fuera. Mi tío había sido mercenario y cualquier alusión denigrante hacia él me parecía ofensiva. Hasta el momento, el hombre que tenía delante había demostrado ser un arrogante amargado con mal genio y un alto concepto de sí mismo, además de un déspota. No tenía ninguna intención de trabajar para él, si podía evitarlo. En cuanto lograra salir de esa casa, me alejaría de él, y de Lebannan si era preciso. Pero no sin obtener antes algunas respuestas.

—¿Quién sois vos? —pregunté—. Y lo más importante, ¿qué se supone que sois?

Levantó un poco la cabeza, mostrando una sonrisa pedante.

—Por fin haces las preguntas adecuadas. —Terminó de vendar mi mano. Se inclinó hacia delante, bajando la voz—. Mi nombre es Blazh. Soy un creiche.

Le miré desconcertado.

—¿Qué demonios es un creiche?

—¿Que qué es un…? —chasqueó la lengua, irritado—. ¿Es que no os enseñan nada a los jóvenes aristócratas de ahora? Se supone que os preparan para gobernar sobre la plebe y no tenéis ni idea de nada.

—Ilustradme, entonces.

—¿Por dónde empezar? Veamos… —Meció su corta barba entre los dedos—. Nuestra historia se remonta a los tiempos de Laigaris Mano de Plata y la guerra de los Cuatro Reinos. Una pequeña fracción del ejército que le llevó a la victoria estaba compuesto por hombres especializados en el arte de la guerra, un grupo de élite que superaba con mucho las capacidades de sus oponentes. Cada uno de ellos valía por cien hombres y su sola presencia hacía temblar a sus enemigos. Recibían el nombre de creiche, un término que en lengua antigua significa «ave rapaz». Durante siglos, fueron el pilar principal de la defensa de su ejército, pero cuando cayeron los Cuatro Reinos y se instauró la paz, sus servicios dejaron de ser necesarios.

»Uno de los descendientes de Laigaris disolvió el grupo, pero sus miembros se negaron a aceptarlo. Organizaron una revuelta que acabó con la matanza de Roca Dormida, echando por tierra todo lo que Laigaris había conseguido y condenando a los territorios a décadas de hambruna y decadencia. Después de aquel episodio, la presencia de los creiches no era muy apreciada, por lo que se dedicaron a su oficio en la sombra, hasta nuestros días. —Hizo una pausa. Se echó hacia atrás, haciendo oscilar la silla—. En la actualidad, los creiches somos un grupo muy reducido que apenas tiene contacto entre sí. Trabajamos cada uno por nuestra cuenta, pasamos nuestros conocimientos a discípulos que escogemos personalmente y aceptamos los encargos según nos convenga.

—Es decir que, en el fondo, sois mercenarios.

—No te hagas el listillo conmigo, chico. Un mercenario no me llega ni a la suela de los zapatos. Yo no trabajo a las órdenes de ningún reino, ni me importa quién tenga el poder y quién lo pierda. Ofrezco un servicio de élite que está a la altura de muy pocos.

—¿Y de qué servicio se trata?

—Hago lo que ningún otro se atrevería a hacer —recalcó, arqueando las cejas—. Sin preguntas, sin escrúpulos, sin dejar huella. Asesinatos, falsificaciones, robos… cualquier cosa que esté fuera de la ley. Soy el hombre al que se recurre cuando es imperativo no dejar cabos sueltos. Los más poderosos me contratan para hacer su trabajo sucio sin dejar pistas que los señalen como culpables. Y, créeme, esos tienen mucho que esconder.

—¿Y si alguien os delata?

Se echó a reír a carcajadas.

—No tienes ni idea de cómo funciona esto. Nadie delata a un creiche. Somos demasiado valiosos para los que están arriba. Somos sus espías, sus sicarios personales cuando quieren saltarse las leyes que ellos mismos han dictado. Nos necesitan para poder subir escalones mientras fingen que están consternados por las cosas terribles que les suceden a los que quieren pisotear. Y saben lo que somos capaces de hacer y lo que les ocurriría si traicionan nuestra confianza. Ninguno quiere que se repita lo que ocurrió en Roca Dormida. Es conocimiento popular, chico, todos saben lo que hago, pero nadie en su sano juicio tendría las agallas de intentar detenerme. La ley no se aplica si quienes la promulgan te tienen miedo.

Se levantó de golpe, haciendo chirriar la silla. Con paso firme, se acercó a la cocina, que se extendía por la pared contigua. Prendió uno de los fogones y puso a calentar una olla. Después cogió una cebolla, cortó un pedazo y se lo llevó a la boca.

—El apodo es un sello de identidad —señaló.

—¿Qué?

—El nombre de Peregrino por el que me conocen en las calles. Cada creiche tiene uno distinto, sirve para distinguirnos entre nosotros y para marcar nuestro territorio. Es una vieja tradición. Escogemos el nombre de un pájaro que tenga algún parecido con nosotros y usamos sus plumas como firma. Dejamos una en cada uno de nuestros trabajos, de una forma sutil. Nadie puede acusarte de nada por encontrarse una pluma. —Le dio otro mordisco a la cebolla—. Mi firma es la pluma de un halcón peregrino, de ahí el nombre.

Cuando dejó de hablar, me quedé sumido en mis pensamientos. Había oído muchas historias sobre los Cuatro Reinos, pero ninguna mencionaba el nombre de creiche. Todo aquello era nuevo para mí y había despertado mi curiosidad. El hecho de que un hombre pudiera cometer cualquier crimen sin consecuencia alguna resultaba fascinante y aterrador a la vez.

—Seguro que tienes hambre —dijo Peregrino.

Puso delante de mí un plato rebosante de sopa de color verde. Lo miré desconfiado. Él se sirvió un plato idéntico, tomó la cuchara y empezó a comer. Lo cierto era que sí que tenía hambre, llevaba ya varios días sin comer nada. En cuanto tomé la primera cucharada, no pude parar. La sopa era ligera y sabrosa, sabía a menta, a carne salada y guisantes.

—Tómatelo con calma, chico —indicó—. Te puedes poner enfermo si comes demasiado después de haber estado tanto tiempo mal alimentado. Tuve un hermano que, después de muchos días sin comer, se dio un festín y casi no lo cuenta.

Traté de ir un poco más despacio, aunque fuera por no llevarle la contraria.

—Tengo otra pregunta para vos —dije cuando terminé la sopa—. Si es cierto que nadie se atrevería a hacer nada en vuestra contra, ¿por qué estáis tan obsesionado con la idea de que os vigilan?

—Eso no te incumbe. Primera regla a tener en cuenta si quieres que esto funcione: mis negocios no son asunto tuyo. No me gusta que metan las narices en ellos, lo que necesites saber ya te lo indicaré yo. Segunda regla: no tomes esto como una costumbre. —Señaló el plato vacío—. No voy a ser tu benefactor, tendrás que buscarte la vida. No voy a darte cobijo ni alimento, ni te voy a ayudar con ningún problema que tengas. No somos amigos. Te limitarás a venir aquí cuando te lo diga y a obedecer mis órdenes.

Cortó otro trozo de cebolla y empezó a mordisquearlo. Continuó hablando mientras masticaba.

—Lo que nos lleva a la tercera regla: cuando te dé una orden, la cumplirás. No quiero preguntas ni objeciones, harás lo que te pida sin vacilar. Si te digo que mates a alguien, lo haces. Si te digo que saltes al vacío, saltas. Cuarta regla: nadie debe saber que eres mi discípulo. No le contarás a nadie que me conoces, no hablarás de lo que haces aquí y, desde luego, no permitirás que nadie te vea entrar o salir de este lugar. Falla una sola vez en cualquiera de estos requisitos y estás muerto. Ha habido otros antes que tú y ahora están dando de comer a los gusanos. No pienses que tu caso va a ser distinto. ¿Alguna pregunta?

—Sí. ¿Por qué yo? Seguro que ahí fuera habrá otros dispuestos a ser vuestros aprendices. ¿Por qué escoger a alguien que no lo desea?

Soltó un resoplido, haciendo una mueca con los labios.

—No se trata de lo que tú quieras. No elegiste ser el hijo de un conde, igual que un sinsangre no lo es por propia voluntad. Es lo que nos toca. Muy pocos tienen los atributos necesarios para convertirse en un creiche. Creo que tú tienes potencial, aunque podría equivocarme. En cualquier caso, no voy a perder el tiempo buscando esas mismas cualidades en otra persona. Sería de lo más aburrido.

—No sois justo.

—¿Y qué es justo en esta vida? Abre los ojos, chico. El mundo no es como tus estirados progenitores y tus pusilánimes maestros te han enseñado. Se les llena la boca hablando del amor, de la bondad y el honor, ensalzando que la justicia y la verdad siempre triunfan. ¡Una sarta de memeces! El odio es lo que mueve el mundo, no el amor. Es el ansia de poder lo que construye imperios, la venganza la que imparte la verdadera justicia, la codicia la que impulsa a la plebe a buscar cualquier forma de prosperar. —Clavó en la mesa el cuchillo con el que había estado cortando los trozos de cebolla—. ¿Sabes qué es lo que he visto en ti? Rezumas ese odio. Puedo percibir la furia que hay dentro de ti. Te domina. Te impulsa. Es la que te ha conducido hasta aquí y la única razón por la que aún sigues vivo. Yo que tú, me aferraría a ella.

No me atreví a replicarle. Blazh interpretó mi silencio como aprobación. Se levantó de la mesa, cogió con rudeza las escudillas vacías de la cena y las depositó en un barreño. Después se giró hacia mí y arrojó sobre la mesa el colgante de mi madre, que tintineó al chocar contra la madera.

—Lárgate. Te espero de vuelta mañana al alba. No te demores ni un minuto.

Tomé el colgante y me incorporé a toda prisa. Recogí también la bolsa con todos mis enseres, me la eché al hombro y me dirigí a la puerta, antes de que cambiara de parecer.

—¡Liam! —le escuché exclamar cuando mi mano rozó el picaporte. No me extrañó que supiera mi nombre actual, aunque yo no se lo hubiera dicho—. No trates de huir de mí. No importa dónde te escondas, acabaré encontrándote aunque tenga que recorrer el reino entero. Y la tortura a la que te sometería por traicionarme te haría suplicar la muerte. ¿Entendido? ¡Ahora, largo!

Me marché de allí con presteza, cerrando la puerta tras de mí. Me sentía aliviado por haber podido salir de aquella casa y, al mismo tiempo, estaba aterrado. Parecía que me hubiera leído la mente y supiera cuáles eran mis intenciones. No me iba a quedar más remedio que ser su aprendiz, a pesar de que la sola idea me revolviera las entrañas. Le había visto matar a un niño sin pestañear. Había oído historias terribles sobre él. Y había comprobado por mí mismo que todo lo aprendido en la Academia no servía de nada contra él. A partir de entonces, cada instante que pasara a su lado podría ser el último. Mi única oportunidad radicaba en convertirme en lo que él estaba buscando.

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Al día siguiente, acudí a la cita antes de que el sol terminara de alzarse en el horizonte. Blazh ya me estaba esperando. No pronunció palabra alguna, se limitó a hacerme un gesto para que le siguiera. Tomó varias llaves oxidadas, cruzó el pasillo hasta la vivienda que estaba al otro lado de las escaleras y abrió el portón con una sucesión de vueltas. Supuse que toda la planta sería de su propiedad, dada su obsesión por los espías que pudieran estar acechándole. No parecía el tipo de persona que soportara tener vecinos.

Un olor a rancio se abrió camino en cuanto entramos en la estancia. Blazh se acercó a una ventana, la única que no estaba tapiada, y dejó que entrara la luz. Lo que vi a continuación me dejó boquiabierto. Aquella no era una vivienda normal, más bien parecía un arsenal. De las paredes colgaban infinidad de armas de todo tipo, muchas de las cuales no había visto en la vida. Al fondo de la habitación había un enorme bulto tapado por una tela, tan alto como una pared, y un par de puertas cerradas.

—Aquí aprenderás a usar armas de verdad, no como en esa Academia tuya para torpes —dijo, dirigiéndose hacia el fondo—. Vas a practicar con todas ellas hasta que seas un experto, lo que significa que te espera mucho trabajo.

Mientras le seguía, eché un largo vistazo. Me preguntaba cómo iba a ser capaz de manejar todas aquellas armas, era una tarea que se me antojaba imposible. Blazh se acercó a una de las puertas, metió otra llave en la cerradura y trató de abrirla. Parecía estar atrancada, así que terminó abriéndola de una patada. El interior estaba a oscuras. Encendió una vela e iluminó con ella una mesa alargada, cubierta por montones de vasijas, tarros, papeles y libros apilados desordenadamente.

—Pero, antes de nada, tendré que enseñarte a pelear a manos desnudas —dijo—. Un buen creiche no necesita armas, es capaz de matar con un solo golpe certero. Hay puntos del cuerpo que son especialmente vulnerables, basta con aplicar presión para derribar al adversario. Tu mano aún no está en condiciones de soportar mis enseñanzas, acabaría por dejártela inservible. Lo que vas a hacer hoy es leerte estos libros y aprenderte sus enseñanzas. —Depositó varios gruesos volúmenes delante de mí—. Anatomía y medicina, con anotaciones propias. Te recomiendo que los leas con detenimiento, porque voy a hacerte probar en carne propia lo que se siente cuando recibes un impacto en esos puntos.

Durante esos primeros días pasé mi tiempo a solas en aquella habitación, ocupado en la lectura mientras él desaparecía para no regresar hasta bien entrada la madrugada. Pero tan pronto se cerraron mis heridas, comenzó el verdadero entrenamiento. Y fue mucho peor de lo que me esperaba.

Desde muy niño, me había acostumbrado a la disciplina y a cumplir con las obligaciones a las que debía someterse un caballero, pero los métodos de enseñanza de Blazh rozaban la crueldad. No me permitía cometer ni un solo fallo y, cuando me equivocaba, me lo hacía pagar con algún castigo desproporcionado. Si luchábamos el uno contra el otro, no se refrenaba, ni me daba la oportunidad de prepararme ante su siguiente ataque. Sus golpes caían sobre mí de forma continua, mientras él hacía hincapié en señalar todos mis errores en un monólogo incesante. Incluso se recreaba diciéndome que aprender a soportar el dolor formaba parte del adiestramiento.

Era algo habitual que me dejara inconsciente después de sus lecciones. Me quedaba allí tirado en el suelo y, entre tanto, él se largaba o aprovechaba el momento para hacer mella en sus reservas de licor. Blazh era un bebedor compulsivo con bastante aguante, aunque con cada copa que engullía su humor, de por sí huraño, se volvía más irritable. Al despertarme, siempre recibía una bronca y una buena paliza, por no haber estado a la altura. Cada noche volvía a los barracones agotado y dolorido, con una nueva colección de moratones adornando mi piel, sabiendo que solo tendría unas horas de descanso antes de que llegara un nuevo día y tuviera que volver a pasar por lo mismo.

Por otro lado, mi vida en las calles no había mejorado. Ahora que la oportunidad de entrar en una compañía de mercenarios se había esfumado, mi prioridad era tener un techo bajo el que resguardarme. Me vi obligado a echar mano a los ahorros que había ido reuniendo, para poder así pasar las noches a cubierto y adquirir alimentos con los que poder soportar las duras enseñanzas de mi nuevo mentor. Pero eso también estaba a punto de cambiar.

Unos meses después de nuestro primer encuentro, Blazh tuvo que ausentarse para realizar un trabajo fuera de la ciudad; eso significaba que yo podía disfrutar de unos días de asueto que necesitaba con urgencia. Pasearme por El Lodazal sin la presión constante de tener que presentarme ante él fue liberador. Me resultó incluso agradable.

Una mañana me encontraba en una de las plazas, lavándome la cara en uno de los pilones que los residentes compartían a modo de lavadero comunitario, cuando unos gritos captaron la atención de todos los que estábamos allí. Venían de una tintorería. Un maestro estaba echando a patadas a un joven aprendiz, que no tendría más de quince años, mientras gritaba a pleno pulmón.

—¡Te advertí que si te pillaba sisando de nuevo, sería la última vez! ¡Ya te estás largando de aquí!

El chico empezó a balbucear excusas, pero solo consiguió que su maestro volviera a atizarle y a gritarle que se fuera, al tiempo que le lanzaba un petate con sus cosas. La gente hizo un corro alrededor, para no perderse detalle; les encantaba ser testigos de cualquier trifulca, era su principal medio de diversión. Y los tintoreros siempre proporcionaban un buen espectáculo, eran pendencieros y solían tener disputas a menudo, en especial con los curtidores, cuyos establecimientos eran colindantes.

Las tenerías y las tintorerías estaban mal vistas, por su costumbre de ensuciar el agua y los olores tan fuertes que sus productos emitían, por lo que se veían apartadas a las zonas bajas. Yo había sido testigo de varios altercados entre curtidores y tintoreros por el uso de los pilones comunitarios. En época de estío el agua escaseaba y se veían obligados a compartirla, pero los curtidores necesitaban agua limpia para macerar sus pieles y las materias colorantes hacían imposible ese cometido. Había ocasiones en las que llegaban a las manos antes de que acudieran los guardias a imponer la calma. Eso, unido a la inquietud que producía en el populacho una profesión en la que se cambiaba el color de los tejidos de una forma para ellos misteriosa, hacía que estos artesanos gozaran de mala fama. Tanto era así que hasta los gremios los tenían marginados.

Me di cuenta en ese momento de lo que eso significaba. Los tintoreros no pertenecían a ningún gremio, tenían una forma distinta de organizarse que no incluía el pago de ninguna cuota de aprendiz, y acababa de quedar una plaza vacante. Era mi oportunidad. Tal vez no consiguiera nada, pero valía la pena intentarlo. Me apresuré a acercarme al maestro antes de que volviera dentro del local.

—Disculpe, señor —llamé su atención.

Se volvió a mirarme, con un gesto de irritación todavía presente en su cara. Era un hombre de mediana edad, robusto y de baja estatura, con un rostro afeitado marcado de arrugas. Frunció el ceño.

—¿Qué quieres?

—No he podido evitar ser testigo de lo ocurrido. Me consta que os hace falta un aprendiz, de modo que vengo a ofreceros mis servicios.

Abrió los ojos con estupor, para después dejar escapar una leve carcajada.

—¿Qué te hace pensar que voy a aceptar al primero que se presente? ¿Acaso tienes alguna experiencia?

—¿La tenía el muchacho que acabáis de echar?

Apretó los labios, incómodo.

—Solo os pido que me deis una oportunidad —insistí—. No os resultará fácil encontrar a alguien dispuesto a aceptar este empleo y no perdéis nada dejando que lo intente. No tengo experiencia, pero aprendo rápido. Ponedme a prueba unos días, si no os convence mi labor siempre tendréis tiempo de sustituirme por otro.

El maestro tintorero se quedó pensativo un momento.

—Pareces muy mayor para entrar como aprendiz, ¿qué edad tienes?

—Diecisiete años. Pero no tengo intención de convertirme en oficial, tan solo busco un trabajo. Podéis emplearme en cualquier tarea que preciséis, las que nadie más quiera hacer. No es necesario que me ofrezcáis alojamiento y manutención, bastará una pequeña retribución.

—Está bien —concedió al cabo de un rato—. Hagamos un trato. Preséntate aquí mañana al alba y te pondré a prueba. Si me satisface tu forma de trabajar, el puesto es tuyo.

—No se arrepentirá —le aseguré con una sonrisa.

A la mañana siguiente acudí a las puertas de la tintorería antes de que los primeros rayos de sol cayeran sobre la ciudad. El tintorero se sorprendió al verme allí cuando abrió los portones. Me hizo pasar dentro. El local era extenso, lleno de enormes tinas y barriles que contenían agua teñida de colores. El aire apestaba.

El maestro tintorero se presentó como Arold y, tras mostrarme el interior y darme a conocer a algunos de los oficiales y aprendices que trabajaban para él, me explicó cuáles iban a ser mis tareas. Pasé el día llenando y vaciando las tinas de agua, transportando las telas al patio al aire libre donde se colgaban para su secado y ayudando a los aprendices a preparar el alumbre donde los tejidos se sumergían antes de su teñido, para que los colores resultaran más permanentes. Al final de la jornada, el tintorero se mostró complacido con mi trabajo y me entregó mi primera paga.

De modo que al fin había conseguido un trabajo. Podía ser duro y no gozar de buen prestigio, pero ya no tendría que vagar por las calles en busca de un lugar donde refugiarme, ni me vería obligado a robar junto con las camarillas. Lo único que me preocupaba era la reacción de Blazh cuando se enterase. Pero, para mi sorpresa, se lo tomó bastante bien.

—Necesitas ganarte la vida, yo no tengo ninguna intención de mantenerte —me dijo cuando le informé de ello—. Mientras sigas acudiendo a diario para tu adiestramiento, lo que hagas cuando no estás aquí no es de mi incumbencia.

Así que a partir de ese instante tuve que apañármelas para coordinar mi tiempo entre mi trabajo en la tintorería y las lecciones avanzadas de Blazh, que se habían vuelto más intensas al verse reducida su duración.

La labor de un tintorero era mucho más ardua de lo que imaginaba. En el local trabajaban más de cuarenta personas, entre aprendices, jornaleros y oficiales, cada uno de ellos especializado en una tarea. Estaban las lavanderas, que se encargaban de blanquear las telas; los muchachos que preparaban el alumbre; los que fabricaban los tintes; los oficiales, cada uno de los cuales se encargaba del teñido de un color, y sus correspondientes jornaleros; los que enfriaban las telas; los tendederos… En conjunto, eran un grupo organizado en el que cada cometido se realizaba de forma precisa. Por mi parte, ayudaba a que toda esa armonía no fuera interrumpida, ocupándome de rellenar las tinas de agua, mantenerlas calientes, llevar las prendas de un lugar a otro, y cualquier otra tarea que se me encomendara.

Además de teñir las telas, en la tintorería también lavaban y blanqueaban la ropa de sus clientes más acomodados. Para ello la sumergían en vasijas de lavado con una mezcla de agua y orina, que los llamados fullones aplastaban con los pies durante horas. Una vez a la semana acompañaba a uno de los aprendices a recorrer la ciudad en busca de orines para esta tarea. En Lebannan, la gente tenía la costumbre de arrojar a la calle el contenido de sus bacines y palanganas, para que se deslizara a través de los canalones tallados en el suelo hasta llegar al lago Norlog. Las personas que vivían en las plantas más altas solían arrojar sus inmundicias por las ventanas y balcones, gritando a viva voz «¡Agua va!» para avisar a los transeúntes de que debían apartarse si no querían que estas les cayeran encima. Maese Arold tenía un trato con algunos de los locales y vecinos de los barrios próximos: les pagaba una cierta cantidad para que echaran sus orines a unos grandes cántaros de barro que colocaba en las esquinas; nosotros los recogíamos en el carro y los llevábamos a vaciar en las vasijas de lavado.

En una de estas caminatas, nos acercamos a la calle donde vivía Daintha. Llevaba un tiempo sin verla. Me había distanciado de todos los que conocía desde que Blazh había decidido convertirme en su aprendiz; siempre estaba demasiado cansado para reunirme con nadie. Mientras estaba ocupado subiendo uno de los cántaros al carro, vi cómo su puerta se abría y de ella salían dos mujeres. Reconocí la silueta de Daintha y la llamé. Ella se dio la vuelta, sorprendida por mi presencia, pero su compañera siguió caminando calle arriba. Cuando me acerqué a ella, me pareció que estaba más distante de lo habitual.

—¿Qué haces aquí? —me preguntó con voz queda, bajando la mirada.

—Trabajando. He conseguido un empleo de tintorero.

—¿De veras? Eso es fantástico. Me alegro por ti.

Su tono apagado decía más bien lo contrario. Era un comportamiento poco habitual en ella; Daintha siempre se mostraba alegre, habladora y despierta. Sin embargo, en aquel momento rehusaba mi mirada, agachaba la cabeza y la ocultaba bajo la capucha de la capa, mientras jugaba nerviosa con sus dedos. Algo no iba bien. La tomé con suavidad del mentón, levantando su rostro. No opuso resistencia. Entonces supe qué era lo que ocurría.

—¿Quién te ha hecho eso? —pregunté.

Tenía el ojo derecho amoratado, un par de cortes en la frente y la mejilla, y el labio hinchado con una herida que parecía muy reciente.

—Es culpa mía —contestó ella—. Le he hecho enfadar. Sé que no debo llevarle la contraria cuando bebe.

Sabía a quién se refería: a su alcahuete. Era un borracho pendenciero al que le gustaba gastarse en las salas de juego el dinero que ganaban sus chicas. Daintha hablaba poco de él y, cuando lo hacía, no tenía nada bueno que decir. En las calles se sabía que reclutaba a las chicas cuando aún eran niñas, abusaba de ellas y las retenía en esa casucha en la que vivía, para poder así quedarse con todas sus ganancias.

—¿Por qué permites que te trate así? —dije de mal humor—. Podrías trabajar para cualquier otro, hay decenas de burdeles.

Ella se encogió de hombros.

—Así ha sido siempre. ¿Quién soy yo para quejarme? ¿Y si no encuentro a nadie más para quien trabajar?

—No me lo puedo creer. ¿No eras tú la que decía que siempre hay elección? Eres joven y preciosa, estoy seguro de que no te faltarían propuestas.

—¡Eh! ¡Tenemos que llevar estas tinas al local! —llegó la voz del otro aprendiz desde la esquina.

—Ve tú delante, ahora te alcanzo.

Le oí tirar del carro y marcharse refunfuñando. No podía quedarme mucho tiempo si no quería enfadar a maese Arold, pero conocía a Daintha. Si no hablaba con ella ahora, después no habría forma de sacar el tema.

—No pierdes nada por intentarlo. Si permites que ese viejo beodo te maltrate de esta forma, la situación irá cada vez peor.

Daintha abrió la boca para contestarme, pero fue interrumpida por el ruido de la puerta al abrirse. Su patrón se asomó por ella, caminando con paso lento e inestable, se notaba que todavía estaba ebrio. Frunció el ceño al vernos.

—¿Qué haces aquí todavía? Te he dicho que fueras a ganar dinero y te encuentro perdiendo el tiempo. Estúpida mujer —dijo con voz arrastrada—. Si no le vas a sacar los cuartos a ese, más te vale ir a enseñar lo que tienes a otra parte.

—Solo estábamos hablando —le increpé, molesto.

—¿Hablando? ¿Es así como lo llaman los jóvenes de ahora? —Soltó una desagradable risotada. Tomó a Daintha del brazo con brusquedad—. Ya estás moviendo el culo, zorra.

—Clem, por favor, solo será un instante…

—¡A mí no me repliques! —gritó él, asestándole una bofetada a la chica.

Daintha se tambaleó hacia atrás. La sostuve el tiempo justo para asegurarme de que estaba bien, para después propinarle a Clem un puñetazo en la cara. Como no se lo esperaba, perdió el equilibrio y chocó contra la pared que estaba detrás de él.

—¿Pero qué…? ¿A qué ha venido eso? —exigió saber, frotándose la cara.

—Lo que ocurra de puertas adentro no es asunto mío, pero delante de mí no voy a consentir que le pongas la mano encima. —Sin dejarle replicar, aparté a Daintha a un lado y seguí hablando con ella—. Mira, lo que hagas con tu vida es cosa tuya. Si quieres seguir permitiendo que ese bastardo haga lo que quiera contigo, tú misma. Pero si quieres que esto acabe, tendrás que plantarle cara. No es tan difícil, lo único que tienes que hacer es largarte.

—¿Y qué será de mí si nadie quiere darme una oportunidad? —preguntó, con las lágrimas asomando a sus ojos—. Esto es todo cuanto sé hacer, no valgo para nada más. Quiero dejarle, pero tengo miedo de lo que pueda pasar si lo hago.

—Daintha, no puede irte peor que con este animal.

Meditó mis palabras durante un momento, lanzando miradas esquivas a su patrón, que, con los reflejos lentos de un borracho, todavía estaba asimilando lo ocurrido. Podría haberle dicho a Daintha que yo me ocuparía de ella, que ahora tenía algo de dinero con el que mantenerla hasta que las cosas mejoraran, pero temía que eso solo empeoraría las cosas. Depender de mi caridad no la haría más fuerte.

—Es tu elección —señalé con un suspiro—. Tienes que librar tus propias batallas, yo no puedo hacerlo por ti.

Clem se había repuesto por fin y avanzaba a grandes zancadas hacia nosotros. Daintha tenía las mejillas surcadas de lágrimas, pero a su rostro asomaba un gesto de determinación.

—¿Qué te he dicho hace un momento? —rugió Clem.

Cuando él volvió a cogerla del brazo, ella lo apartó con rudeza.

—¡No! Liam tiene razón, estoy cansada de que me trates como si fuera basura. ¡Se acabó! ¡No voy a seguir trabajando para ti!

Clem se puso furioso.

—¿Y a dónde vas a ir? No eres más que una puta inútil y desagradecida. Sin mí no vales nada.

El hombre la agarró del pelo y trató de arrastrarla hacia la casa. Ella respondió escupiéndole a la cara. Clem la soltó, desconcertado, se limpió la saliva y, con un gesto de furia, levantó la mano para volver a golpearla. Era el momento de intervenir. Detuve su puño justo a tiempo y golpeé su nuez con la punta de los dedos. Las lecciones que Blazh me había dado sobre los puntos vulnerables resultaban muy útiles. Clem cayó al suelo como un saco, se llevó ambas manos al cuello y se retorció como un gorrino, jadeante, luchando porque el aire volviera a entrar en sus pulmones.

—Se recuperará —informé a Daintha—. Entra a por tus cosas, yo le mantendré ocupado.

Tan pronto como ella desapareció por la puerta, me agaché junto a Clem, que todavía daba grandes bocanadas de aire, y susurré a su oído.

—Si vuelves a tocarla, a insultarla o a acercarte a menos de diez pasos de ella, vendré a por ti y te haré todo lo que le has hecho a tus chicas por triplicado.

Clem abrió los ojos como platos al oír mi amenaza. Por alguna razón, eso hizo que me sintiera de nuevo como un noble, cuando mi palabra bastaba para que un sinsangre obedeciera. Era algo que echaba de menos. Me aparté de él, sin dejar de mirarle con firmeza a los ojos. En cuanto pudo volver a respirar, se levantó y salió corriendo de allí.

Las cosas fueron mejor para Daintha a partir de aquel día. Empezó a trabajar en uno de los burdeles más lujosos de la ciudad, un local colindante a la Avenida Real al que solían acudir señores acaudalados. El pago que recibía a cambio de sus servicios era mucho más generoso que el que habría obtenido nunca bajo la tutela de Clem, y no tenía necesidad de buscar clientes en la calle, ya que acudían ellos mismos al local. Allí contaba con sus propios aposentos, engalanados con sedas y satenes. Hay ocasiones en que la única forma de prosperar es arriesgándote a perderlo todo.

Era consciente de lo irónico que resultaba aconsejar a Daintha que abandonara la relación abusiva que tenía con su patrón, cuando yo mismo me encontraba en una situación similar. Pero ofrecer un consejo siempre resulta más fácil que aplicarlo. Además, aunque Daintha no lo supiera, tenía a alguien dispuesto a protegerla si era necesario. Yo no tenía esa suerte.