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Interludio: encuentro inesperado

No estar aferrado a nada puede convertirse en una ventaja. No hay nadie a quien puedas decepcionar, nadie para quien tengas que interpretar el papel que se te impone en el momento de nacer. Eres libre de escoger tu propio camino y jugar con tus reglas. Pero, lo mejor de todo, es que tampoco tienes nada que perder.

Eso hace que resulte más fácil fingir que eres alguien completamente distinto. Sin ir más lejos, un sirviente en una casa señorial.

Mi noble contratante ha dejado muy claro lo que quería. Eliminar a su esposa es el objetivo final, pero la clave está en la forma de hacerlo. Tiene un gran interés en que nadie sospeche de él bajo ninguna circunstancia, para evitar que le pongan trabas a que reciba la cuantiosa herencia que obtendrá de ella a su muerte. Y la mejor manera de conseguirlo es ocultando que ha sido asesinada.

Colarme en la residencia ha sido una tarea sencilla. Cuando los señores poseen grandes riquezas, las acompañan de un sinfín de criados para aparentar ante los de su misma clase. Y al más mínimo error que cometan, son sustituidos por otros, por lo que el servicio y la guardia están acostumbrados a las caras nuevas. Mi cliente me ha facilitado toda la información que necesito y el uniforme me lo he procurado yo mismo, tomándolo prestado de uno de los muchachos que hoy tenía el día libre. No lo echará en falta, porque estará en su sitio cuando lo necesite.

He entrado a este lugar con la naturalidad de quien lo hace todos los días, sin mostrarme confuso ni dejar que mis ojos deambulen por los alrededores. Los guardias no suelen darte el alto si no haces nada que llame su atención y esta vez no ha sido una excepción. He pasado delante de ellos sin que movieran un músculo. Una vez dentro, me pierdo entre la servidumbre que deambula de un lado a otro haciendo sus tareas. La mayoría de los sirvientes en esta mansión son chicos jóvenes y bien parecidos; sin duda, un capricho particular de su señora.

Me cuesta un poco encontrar las escaleras que bajan a las cocinas. Allí reina el caos. La cena está a punto de servirse y los cocineros y pinches se esfuerzan por terminar sus guisos a tiempo, haciendo piruetas entre cazuelas y fogones para no chocar con quienes se encargan de colocar las viandas en bandejas y llevarlas hasta el comedor. Las órdenes son gritadas desde un extremo a otro de la habitación y se pierden entre el estruendo de cacharros y pasos acelerados.

Paseo la mirada por las cocinas; estoy buscando algo en particular. Uno de los criados acaba de colocar encima de una bandeja varias copas labradas en plata y una botella de vino, y se dispone a subir con ella por las escaleras. Cojo una vasija llena de agua que está posada sobre la mesa. Antes de que el criado llegue a subir un peldaño, me choco accidentalmente con él, derramando en el proceso toda el agua sobre su uniforme. El muchacho da un paso atrás, sobresaltado, pero no consigue salvar su pechera.

—¡Qué torpe soy! Perdóname, no te había visto —me excuso, con profundo pesar. El chico protesta en voz baja—. Cuánto lo lamento. Permite que te ayude —añado, quitándole la bandeja de las manos—. Yo me encargaré de llevar esto a los señores, no puedes presentarte así ante ellos. Me ocuparé de todo.

El sirviente susurra una palabra de agradecimiento mientras se aparta para secar sus ropas. Con la bandeja en la mano, subo las escaleras en dirección al comedor. No tiene pérdida, solo tengo que seguir a los otros criados que están varios pasos por delante de mí. Con cuidado de que nadie me vea, saco un pequeño vial que llevo escondido. Derramo el líquido dentro de una de las copas. Se queda en el fondo, apenas visible al ser tan poca cantidad.

Hay guardias apostados a ambos lados de la enorme puerta del comedor. Antes de que los criados entren, son inspeccionados de arriba abajo por ellos, para asegurarse de que no llevan arma alguna. Dejo que los guardias hagan su trabajo sin inmutarme; no llevo encima nada que me pueda delatar. Una vez dentro, veo por primera vez a la que va a ser mi víctima. Adelaide Fattori es una mujer entrada en años que cuida mucho su aspecto. Bajo su cara maquillada en exceso se pueden llegar a vislumbrar las patas de gallo y las arrugas pronunciadas, pero quedan eclipsadas por el vestido de seda color miel con perlas engarzadas que lleva puesto, a juego con una redecilla que cubre su pelo recogido. Se sienta a un extremo de la mesa y actúa como una delicada anfitriona para los cinco comensales que hay invitados a su mesa, miembros de otras familias nobles a los que desea impresionar con la cena.

Al otro extremo se sienta su marido, el hombre que desea matarla. Es algo más joven, pero no mucho. Su larga melena negra está salpicada de canas, al igual que su perilla. Como no llegó a verme la cara, no puede reconocerme. Aunque, de todas maneras, no se ha fijado en mí ni en ninguno de los jóvenes que atienden sus necesidades. Los sirvientes no suelen ser dignos de la atención de sus señores.

De pie junto a la mesa hay un hombre gordo de mediana edad, vestido con el uniforme del servicio, que prueba cada una de las viandas que van llegando. Un catador. Tengo la sensación de que los señores Fattori tienen bastante aprecio a su seguridad, o tal vez esta sea una muestra más de ostentación dedicada a sus invitados. Para mi misión, es una ventaja, porque con tantas precauciones nadie sospechará. El catador se acerca a mi bandeja y toma la botella de vino. Prueba un sorbo. Por supuesto, en su propia copa. Al servicio no le está permitido usar la vajilla de sus señores. Pero el veneno no está en el vino.

Deposito cada una de las copas limpias frente a los comensales y permito que el catador las rellene. La que contiene el tóxico la coloco al alcance de la anfitriona. Ella me mira con atención mientras hago mi trabajo y esboza una sonrisa con esos labios pintados en exceso de rojo.

—No te he visto antes, ¿eres nuevo en el servicio? —me pregunta con un tono meloso a juego con su sonrisa.

—Llevo solo unos días, señora.

—En ese caso, será mejor que te familiarices pronto con mis necesidades —pone un delicado énfasis a esa palabra, acompañándolo con una sugerente caída de ojos, mientras posa su mano huesuda sobre mi brazo. Nadie en la sala parece inmutarse por este comportamiento, por lo que deduzco que es habitual que la señora coquetee abiertamente con sus criados—. Te esperaré en mis habitaciones cuando los invitados se hayan marchado, necesitaré una mano firme para atender algunos asuntos.

Le devuelvo la sonrisa con apreciación.

—Como deseéis, señora.

Sin dejar de mirarme con ojos hambrientos, toma un largo trago de su copa. El sabor dulzón y especiado del vino habrá camuflado el del ricino que aguarda en el fondo.

El resto de la velada me dedico a actuar como un buen criado, llevando y trayendo bandejas desde las cocinas, atendiendo la mesa y aguantando los comentarios insinuantes y las miradas descaradas que me brinda la dama. Empiezo a creer que los motivos que han llevado a su esposo a desear su muerte no son meramente económicos. Vigilo con suma atención su copa. Como era de esperar, solo su dueña bebe de ella. Y yo me encargo de rellenarla cada vez que la vacía, para asegurarme de que ni una gota de veneno queda desperdiciada.

Al finalizar la cena, ayudo al resto de los criados a recoger mientras los señores se marchan a paso lento a otra sala. En las cocinas sigue reinando el desorden y la confusión, ahora de forma un poco más moderada. Mientras unos frotan los pucheros, otros limpian los fogones, dejándolo todo listo para la siguiente ocasión.

No tengo ninguna intención de acudir más tarde a la alcoba de Lady Adelaide. Me imagino qué clase de asuntos desea tratar conmigo y no es algo que me tiente. Además, no me conviene estar presente cuando los efectos del veneno se hagan patentes. El ricino es una toxina muy efectiva, difícil de identificar e igual de costosa; en unas horas empezará a sentirse muy mal. Con suerte, sus invitados serán testigos del inicio de la lamentable enfermedad que la llevará a la tumba.

Por si se le ocurre enviar a alguien a buscarme, prefiero estar lo más lejos posible de la cocina, que es el primer lugar donde preguntarán por mí. No faltaría quien indicase que soy yo el criado que estuvo sirviéndola en la mesa. Me acerco a una mujer regordeta que se dispone a llevar un enorme fardo de ropa a los lavaderos y me ofrezco amablemente a ayudarla. Ella acepta agradecida. Los lavaderos están en otra parte de la mansión, lejos de las cocinas; no me buscarán allí. Además, tengo mucha experiencia lavando ropa, me resultará más fácil encajar.

Cuando terminamos nuestra tarea, ya es bastante tarde. Los trabajadores se disponen a regresar a sus casas y yo hago lo propio. De camino a la salida, paso delante de un jarrón rebosante de flores, en el que deposito con disimulo una pluma de cuervo. Un pequeño recuerdo que le indicará a mi cliente que he cumplido mi misión. Todo ha salido según lo planeado, solo me queda devolver el uniforme a su dueño.

Las noticias de la repentina enfermedad de Lady Adelaide Fattori no llegan a oídos de los ciudadanos de Sailoth hasta cuatro días más tarde, cuando los efectos del ricino han resultado letales. Los galenos no han sabido identificar qué ha podido causar tal afección, pero la posibilidad de que haya sido envenenada ni se les ha pasado por la cabeza. Los síntomas son comunes a un sinfín de enfermedades que son muy frecuentes. Lord Fattori está ahora libre de la presencia de su esposa, tal y como deseaba, sin que nada haga sospechar que ha podido tener algo que ver en su terrible pérdida.

Cuando resulta prudente organizar un encuentro, se muestra más que generoso en el pago, algo que alegra el día de Gerd, que no cabe en sí de satisfacción al ver tanto oro junto. Restando su parte, me queda suficiente como para no tener que preocuparme durante semanas. Los nobles son buenos clientes, pagan mucho por la discreción.

De vuelta en la posada en la que me alojo, decido celebrar el trabajo bien hecho saboreando una buena cerveza. Los brebajes que sirve Gerd en su garito de mala muerte siempre me dejan un mal sabor de boca, aparte de que resulta mucho más agradable verse rodeado por los asiduos de este lugar en vez de los despojos humanos que deambulan en las tascas de la zona baja. Cada trago me sabe especialmente bueno mientras disfruto de un momento de tranquilidad sentado en la barra y rodeado de gente alegre que habla de temas mundanos, como si lo que ocurre fuera de las murallas no tuviera nada que ver con ellos. Creo que echaré de menos tanta trivialidad.

En realidad, hace días que debería haberme marchado de Sailoth. El sosiego que proporciona esta ciudad y la posibilidad de recuperar la vida acaudalada que tanto me gusta han hecho que olvide que todavía me estarán buscando. Tengo que recuperar mi plan inicial de marchar hacia el sur y tomar un barco en Meris que me aleje de las tierras de Celiras y Shador y del peligro que encierran para mí. No saber qué encontraré al otro lado del océano es la razón por la que he caído en la tentación de acumular una buena cantidad de dinero. Empezar de cero con las manos vacías es una experiencia desagradable que no me gustaría repetir. Pero un par de encargos más podrían asegurarme meses de tranquilidad en cualquier lugar al que vaya a parar.

Lástima que la fortuna tenga la manía de darme la espalda cada vez que las cosas empiezan a ir bien. He cometido el error de bajar la guardia y las consecuencias acaban de asomarse a la puerta. Con un ruido sordo, el portón de madera de la entrada se abre, dando paso a alguien que dista mucho del tipo de cliente que frecuenta este lugar. Lo primero que me llama la atención es la armadura. Después, mis ojos se deslizan hacia su rostro, para descubrir unas facciones que me son familiares. Por un momento, me quedo atónito. El hombre que acaba de entrar no debería estar aquí. Si se trata de una coincidencia —y prefiero que así sea—, me parece muy inoportuna.

Escrudiña por encima del gentío, como buscando a alguien. Me apresuro a cubrirme con la capucha de mi capa y bajo la vista hacia el vaso que sostengo entre las manos, encorvándome un poco hacia delante para que sea difícil verme la cara. No sé si he reaccionado a tiempo, pero no puedo moverme de donde estoy si no quiero arriesgarme a captar su atención. Inmóvil, espero apoyado sobre la barra. Hay demasiado ruido para poder percibir lo que el nuevo visitante está haciendo.

Noto que alguien se sienta en la barra a mi lado; por el ruido metálico que lo acompaña, puedo estar seguro de que es él. Una oleada de maldiciones estalla en mi cabeza. No habrá más sitios libres para sentarse… Ahora sí que no podré mover un dedo hasta que se haya ido.

—¿Qué te pongo, forastero? —oigo preguntar al posadero.

—Desearía una cerveza, si me hacéis el favor —responde él, con suma educación. El tono inconfundible de su voz elimina cualquier anhelo de haberme equivocado de persona.

Centrando mi mirada en la espuma que corona la jarra que tengo delante, escucho cómo se queda a mi lado tomando sorbos de su bebida. Los ruidos y voceríos de la gente que llena la taberna me parecen ahora insignificantes mientras mi atención está fija en mi inesperado acompañante. A medida que pasa el tiempo sin que haya cambio alguno en su comportamiento, mi cuerpo empieza a relajar parte de su tensión.

Le escucho exhalar un profundo suspiro. Reticente, volteo los ojos hacia él. Está apoyado sobre la barra, con el cuerpo completamente girado en mi dirección. Me mira con una mezcla de suspicacia e interés. Entonces, quebrando mis esperanzas de haber pasado desapercibido, su voz me llega fuerte y clara.

—¿Hasta cuándo pensáis continuar con esta farsa, Liam Strigoi?

Y de ese modo, una vez más, el pasado viene a plantarme cara cuando ya creía que lo había dejado atrás.