8
Garras
—¡No, no, no! ¿Cuántas veces debo decirte que apartes ese brazo? —bramó la potente voz de Theodore Rycke sobre el clamor del acero.
El carácter agrio con el que Rycke solía deleitarnos se había acrecentado en las últimas semanas, llegando a un punto en que resultaba difícil oírle pronunciar una sola palabra que no fuera a voz en grito. Nos había estado voceando toda la mañana durante las prácticas comunes, hasta que nos dolieron los oídos y, más tarde, mientras nos hacía luchar contra él uno a uno, su enfado había llegado a alcanzar proporciones alarmantes. Sabía lo que me esperaba cuando me llamó al frente después de haber vapuleado a tres de mis compañeros.
Pero en ese momento debía darle la razón. Una vez más, en mi intento por evitar un ataque directo a la cabeza, había interpuesto el brazo izquierdo en la trayectoria de su espada, en vez de usar mi propia arma. Me había advertido un millar de veces sobre ello. Pero no podía evitarlo, era un movimiento instintivo. Cada vez que me veía incapaz de parar un ataque alto, me protegía con el brazo; ese acto reflejo me resultaba muy útil en combate cuerpo a cuerpo y aún más cuando portaba un escudo y mi velocidad hacía posible un bloqueo perfecto. Pero a espada desnuda era una lacra que debía evitar. Y por más que lo intentara, siempre acababa cayendo en el hábito.
—¡Esto no puede seguir así! —me advirtió con brusquedad—. Si no te quitas esa costumbre, no vas a llegar muy lejos. ¿Sabes lo que ocurrirá? Que tu adversario te arrancará el brazo y, mientras te desangras, te rematará de una estocada antes de que puedas darte cuenta de lo imbécil que eres.
—Sí, señor —respondí, cabizbajo. Podía notar la mirada de los otros clavada en mi nuca, mientras procuraban no hacer ningún ruido ni mueca que atrajera la atención de Rycke sobre ellos.
—¡Es una debilidad! ¿Y qué os tengo dicho sobre eso? —Miró fugazmente a los presentes, que se mantuvieron callados—. ¡Que los dioses me ayuden, a veces me da la sensación de que hablo con las paredes! —Su grito hizo que muchos se estremecieran—. Convierte tu punto débil en tu mejor fortaleza. Solo así podrás asegurarte de que nadie lo usa en tu contra.
Me hizo una indicación con la cabeza para que me pusiera en guardia otra vez. Durante los siguientes minutos me manejé bastante bien, fui capaz de parar sus avances y no cometí ningún error digno de su atención. Su acero golpeaba cada vez con más fuerza mi espada, instándome a acelerar el ritmo. A Rycke le gustaba pelear con acero afilado en vez de las espadas romas o embotadas que los discípulos nos veíamos obligados a utilizar. No se fiaba de nuestra capacidad de control, y con razón.
Rycke era un hombre tan exigente como disciplinado, aunque la razón por la que había preferido quedarse en la Academia se me escapaba. Todavía era joven y en su forma de actuar se notaba que su lugar estaba en el frente librando combates, en vez de enseñar a otros a manejarse con una espada. Cuando luchaba con nosotros, había ocasiones en que se dejaba llevar por la pasión del momento y olvidaba que sus contrincantes eran soldados novatos y vulnerables. Se notaba en el ligero cambio que sufrían sus pupilas, a las que asomaba una furia salvaje. Cuando parecía que había perdido por completo el control, lo recuperaba de nuevo en un soplo fugaz, como si hubiera recordado de repente dónde estaba.
Pero en esa ocasión su control parecía reacio a volver.
Durante largo rato mantuvimos el ritmo con movimientos fluidos que fueron acelerándose a medida que se intensificaba la lucha. Luego, sus golpes se hicieron más fuertes, más rápidos, más eficaces, y no estuve seguro de poder aguantar mucho más. Tenía ese fuego intenso en la mirada que no parecía apagarse ante mi evidente desventaja. Fui retrocediendo para evitar sus embistes, obligando a los otros discípulos a agrandar el círculo que nos rodeaba. Estuve tentado de soltar la espada y rendirme cuando vi que no se daba cuenta de que me estaba presionando demasiado. Me estaba empezando a asustar.
Traté de mantener la calma a pesar del miedo, me limité a frenar su espada antes de que me rozara. Entonces me lanzó un ataque descendente que supe que no podría parar. Me quedé con la mente en blanco y mi cuerpo se movió solo. Me protegí con el brazo, como me había advertido mil veces que no hiciera, y esta vez no pudo detenerse a tiempo. Fue como si todo a mi alrededor se hubiera ralentizado: pude ver con claridad cómo la espada traspasaba el brazal de cuero y penetraba en la carne, pude ver el reflejo de sorpresa en sus ojos y cómo contuvo su mano en el último segundo, para evitar que el filo me atravesara por completo. Solté un grito al notar el dolor y la realidad estalló de repente.
No fui consciente de la gente que se agolpaba sobre mí, ni de que me había dejado caer al suelo de rodillas. Mi mente estaba enfocada en el dolor que se extendía con rapidez y en la sangre que salía a borbotones de la herida. Presioné el brazo contra mi pecho. Rycke se agachó frente a mí. De su boca salía una maldición tras otra mientras trataba de hacerme aflojar el brazo, para comprobar la gravedad de la herida. Yo me resistía, todavía conmocionado por lo ocurrido, provocando, sin saberlo, que el dolor aumentara. Volví a gritar cuando, con un tirón brusco, consiguió que lo soltara.
Retiró con cuidado el brazal de cuero, rasgó mi camisa y limpió con ella la sangre alrededor del corte. Mechones de pelo rizado le caían sobre la cara, impidiéndome ver su expresión. Al poco, me arrancó el resto de la manga y con ella envolvió la herida.
—¿Qué estáis mirando? —gritó a los otros al levantar la vista y verlos casi encima de nosotros—. ¡Apartaos! ¡Dejadnos respirar! —Se giró hacia mí con el ceño fruncido—. Por fortuna es una herida superficial, mantenla apretada para cortar la hemorragia. Y que no se te ocurra quitarte este vendaje hasta que lo vea un curandero.
Volví a sujetar el brazo contra mi pecho. Cuando lo apretaba con fuerza, el dolor parecía disminuir. Rycke respiró hondo y su gesto cambió a uno de completo enojo.
—¡Maldita sea! ¿En qué estabas pensando? —gruñó de pronto—. Te lo acababa de advertir hacía solo un momento, ¿te das cuenta de que podrías haber perdido el brazo? —Se pasó la mano por el pelo, echándolo hacia atrás, chasqueó la lengua y siguió hablando con un deje de disgusto un poco más sosegado—. Tienes que solucionar esto, Willhem. No me importa cómo lo hagas, pero si no consigues quitarte esta manía, apáñatelas para convertirla en una ventaja. Es una orden.
Me ayudó a incorporarme, manteniéndome sujeto por si me volvía a venir abajo.
—¿Cómo te sientes, estás mareado? —preguntó. Negué con la cabeza—. ¿Te ves capaz de ir hasta la diaconía solo? —asentí—. Bien, pues ve a que te curen esa herida.
Me dio una suave palmada en la espalda antes de girarse hacia los otros.
—Está bien, se acabó el espectáculo —dijo, alzando la voz—. Hay que continuar con las prácticas. Veamos quién es el siguiente.
Me dirigí a paso lento a la diaconía mientras Rycke escogía a otro de mis compañeros y lo hacía luchar contra él. Todavía me sentía un poco aturdido, aunque la herida sangraba cada vez menos. Cuando llegué, encontré el lugar vacío, como era de esperar. No estaba de humor para andar buscando a nadie, así que me senté en una de las camas puestas en fila y esperé. Nunca me había gustado la diaconía, no por el hecho de que acudir allí era un signo inequívoco de que algo iba mal, sino por la soledad que irradiaba el lugar y el abundante blanco ominoso que lucían paredes y muebles. No era una elección adecuada de color; a nadie le gustaba entrar a un lugar en el que abundaba el color de la muerte.
Al cabo de un rato, Adanna entró en el recinto, me lanzó una mirada fugaz poco impresionada y, tras guardar unas hierbas recién cortadas que había traído consigo, se acercó a mí. No dijo nada; tomó mi brazo con cuidado, levantó levemente el vendaje y, después de una rápida observación, me indicó que siguiera manteniéndolo apretado mientras ella buscaba lo necesario para hacer la cura.
Al final, la herida resultó ser un poco más grave de lo que había asegurado Rycke. Después de limpiarla con esmero, Adanna me hizo ingerir jugo de adormidera, que me dejó un regusto desagradable en la boca durante el resto del día; luego me hizo esperar hasta que el efecto narcótico hiciera efecto y, cuando lo consideró oportuno, sacó aguja e hilo y empezó a coser la herida. El juramento que solté a continuación la dejó boquiabierta incluso a ella. Solo fueron cuatro puntadas pero, maldita sea, cómo dolía. El paliativo no debía haber hecho efecto todavía, o tal vez no fuera suficiente cantidad. Para cuando terminó de coserme, el dolor se había transformado en una sensación ardiente y punzante que me subía por todo el antebrazo, como si lo hubiera introducido en agua hirviente. Me lloraban los ojos y la cabeza me daba vueltas.
Adanna me indicó que me tumbara y descansara, lo que me pareció la mejor sugerencia que me habían hecho nunca. Tumbado boca arriba, cerré los ojos y dejé que me recubriera el brazo con una sustancia gelatinosa y lo envolviera en un vendaje limpio, mientras el dolor iba poco a poco remitiendo y dejaba tras de sí un constante hormigueo. Cuando volví a abrir los ojos, Adanna ya no estaba a mi lado, pero podía oírla moviéndose por la sala.
—¿Por fin te has despertado? —preguntó en voz alta. Sus pasos sonaron reforzados por el eco de la sala y se detuvieron en cuanto entró en mi ángulo de visión. Esbozó un gesto despreocupado—. Será mejor que te quedes aquí hasta que hayas recuperado algo de color. ¿Cómo te sientes?
—Como si un hervidero de hormigas me estuviera recorriendo el brazo —contesté, sin humor. Todavía tenía el regusto amargo en la boca y notaba la lengua adormecida.
—Podría haber sido peor —señaló ella. Se apartó hacia atrás la trenza de pelo rubio oscuro que le caía sobre el hombro—. Te he traído algo de comer para que repongas fuerzas.
Miré hacia donde señalaba con la mirada. Sobre una mesita desvencijada había una bandeja con un cuenco de leche que tenía una gruesa capa de nata por encima, y un gran trozo de pan blanco. Volví a oír los pasos de Adanna, esta vez alejándose de donde yo estaba. Al intentar incorporarme, moví un poco el brazo y el dolor me recorrió hasta el hombro, lo que me hizo tomar la rápida decisión de que no tenía mucha hambre.
No pasó mucho tiempo antes de que las ganas de marcharme me desbordaran. No me gustaba nada esa sala tan blanca, el colchón era demasiado duro y estaba lleno de bultos y el constante silencio se me hacía insoportable. Adanna insistió en que debía tomarme toda la leche y el pan que me había traído antes de dejarme marchar y no quise llevarle la contraria. Apenas iba por la mitad cuando recibí una visita inesperada: el mismísimo Rycke acababa de entrar por la puerta. Me buscó con la mirada y, tras saludar con un gesto de cabeza a Adanna, se acercó hasta mi cama.
—¿Sobrevivirás? —preguntó en un tono seco, con un deje burlesco que debía ser lo más parecido a una broma que se podía esperar de él.
Me incorporé sin dar muestras de lo mucho que todavía me dolía la herida.
—Solo es un rasguño —contesté con arrogancia. Me miró de soslayo y soltó un resoplido mordaz.
—Sí, eso ya lo sé. Adanna me ha puesto al corriente antes de venir. También me ha dicho que tardarás unos cuantos días en poder mover el brazo con normalidad. Tal vez esto te ayude a mejorar tu memoria y tu sentido común —añadió con sarcasmo.
Me mordí el labio, junto con las ganas de replicarle.
—Estarás exento de las prácticas hasta la próxima gran luna —anunció al cabo de un rato. Alcé la cabeza sorprendido. Rycke jamás permitía que nadie faltase a sus prácticas. Demonios, si hasta le había visto obligar a un discípulo a luchar con una pierna rota—. Eso no quiere decir que serás libre para perder el tiempo por ahí. Quiero que te presentes cada día como hasta ahora, pero te quedarás al margen y observarás. Y me refiero a observar de verdad, no a quedarte mirando como un idiota. —Alzó una ceja, desafiante—. Y espero, por tu propio bien, que esto no vuelva a repetirse.
—Como deseéis —dije sin más.
Se quedó allí de pie durante un momento. Después, con un leve saludo de cabeza, se dispuso a marchar.
—Oh, y una cosa más —dijo, girándose a escasos pasos de la puerta—. Durante los próximos días procura no usar el brazo izquierdo para nada. —Le miré confuso—. Es una forma de educar a tu mente a dar las órdenes antes de actuar. Puede que así te resulte más fácil controlar tus impulsos de ahora en adelante.
No estaba muy convencido de que eso sirviera de mucho, pero dado que el más leve roce se convertía en un tormento, pensé que no perdería nada intentándolo. Averigüé muy pronto que era algo más complicado de lo que parecía.
Resulta curioso descubrir con qué facilidad damos por sentado las cosas. Siendo diestro, siempre había pensado que no necesitaba hacer uso de mi mano izquierda prácticamente para nada. Resultó que la necesitaba para casi todo. Algo tan sencillo como vestirse por las mañanas se convertía en una lucha si solo podías apañártelas con una mano. Seguir el consejo de Rycke se me hacía cada vez más cuesta arriba y la mayoría de las veces acababa cediendo y utilizando la mano izquierda, muy a mi pesar. Ya no me dolía tanto, aunque aún me recorría una oleada lacerante con el más leve roce.
Con el resto de las actividades era todavía peor. No podía hacer nada que requiriera dos manos; tampoco podía manejar con precisión una espada ni una lanza y quedaba descartado el uso del arco y el escudo. Me resultaba frustrante y aburrido pasar días enteros sin hacer nada de provecho y, lo que es peor, me hacía sentir vulnerable. Y eso no me gustaba nada.
Además, la concesión de Rycke no había aportado nada bueno a mi reputación. La mayoría de la gente opinaba que si había sido tan permisible conmigo no era por lástima, ni por sentirse culpable, ni tampoco porque yo me hubiera merecido un descanso. No. Decidieron que yo había comprado su favor gracias al oro de mi familia. Que los Brandearg éramos una de las casas nobles más adineradas de todo Celiras no era ningún secreto; en nuestras tierras se podía extraer oro en grandes cantidades y, en menor medida, también cobre. Eso nunca había sido un problema para los que se arrimaban a mí. Sin embargo, ahora hablaban de ello con desprecio, como si el hecho de poseer más riquezas que ellos me permitiera comprar privilegios a los maestros. Algunos llegaron incluso a insinuar que mi valía en combate solo se debía al precio que podía pagar por ella.
Aún con todo, hubo algo que agradecer a mi desafortunado accidente. Desde que se había enterado de lo ocurrido, Leena intentaba pasar todo el tiempo que podía conmigo, me colmaba con su atención. Su sola presencia hacía que todos mis problemas dejaran de tener importancia. Había merecido la pena pasar por todo aquello si a cambio podía tener su sonrisa solo para mí. No había podido hacer otra cosa que pensar en ella día y noche desde el momento en que me di cuenta de lo que sentía. Esperaba con ansias volver a verla cada vez que nos separábamos y, mientras aguardaba a ese siguiente encuentro, buscaba cualquier distracción que me alejara de esa sensación de debilidad que me embargaba.
En esos momentos de asueto, empecé a frecuentar la herrería. Todos habíamos tenido que realizar tareas allí en alguna ocasión, ya fuera cargar el carbón, alimentar la fragua o enfriar el metal. No eran labores agradables ni estaban hechas para gente noble, pero, por alguna razón, me encontraba a gusto entre aquellas paredes cubiertas de hollín.
Tal vez se debiera al hecho de que el maestro armero era el único adulto en la Academia con el que podía mantener una conversación sin sentirme menospreciado. Se llamaba Uluric y debía rondar los sesenta años. Era un hombre alto y corpulento, grande como un armario; tenía una voluminosa barriga redonda como un tonel y dura como una piedra, y unos brazos musculosos de la anchura de un tronco que siempre llevaba al descubierto. Su rostro redondo estaba salpicado de arrugas y manchas negras. Tenía una nariz ancha y una profusa barba negra y rizada, al igual que su cabello. Pocas veces le había visto vestido con algo que no fuera su delantal de cuero cubierto de hollín y quemaduras.
Era el tipo más jovial que conocía. Siempre tenía a punto una sonrisa y un comentario jocoso que la acompañara. Pero lo que más captaba mi interés era su capacidad de observación. Conocía a todos y cada uno de los discípulos que pasaban por la Academia, en qué destacaban, en qué fallaban, qué se contaba sobre ellos… era como tener al lado un informador que lo sabía absolutamente todo.
—¿Cómo va ese brazo? —me preguntaba cada día, en cuanto cruzaba la puerta—. ¿Aún sigue pegado a tu codo?
—Aún sigue en su sitio —le respondía cada vez. Y como si de un resorte se tratara, comenzaba a relatarme con detalle todo lo ocurrido aquel día, mientras golpeaba sin descanso el metal al rojo con su martillo.
Durante las primeras jornadas permitió que me quedara sentado, observándole trabajar. Pero un día, tras contarme todos los chismes que se le ocurrieron, dejó el martillo, se limpió el sudor de la frente con el dorso de la mano y me dijo:
—Necesito que me eches una mano.
—Se supone que no puedo usar el brazo izquierdo —respondí, inseguro.
—¿Se supone?
—Rycke me dijo que no lo usara. Para quitarme malas costumbres —aclaré.
—¡Qué tontería! —Resopló, escéptico—. Lo que no se usa se vuelve inservible. Vamos, ven aquí. —Hizo un gesto con la mano—. Lo que te voy a pedir no precisa de fuerza.
Me llevó hasta el horno principal, que despedía un calor insoportable al acercarte.
—Necesito que vayas echando carbón a la fragua y mantengas las llamas altas. Mejor que te quites la camisa si no quieres que quede más empapada que el gaznate de Trettel cuando encuentra la bodega abierta —señaló. El comentario me hizo reír.
El manejo del fuelle se hacía pesado y necesitaba de fuerza, aunque a Uluric le pareciera un juego de niños porque él tenía la energía de diez hombres. Aun así no me quejé; me sentía bien sabiendo que podía ser útil, aunque el brazo me diera pinchazos en cuanto lo forzaba.
—¿Qué es esa tontería de la malas costumbres? —preguntó Uluric al cabo de un rato.
—Rycke dice que no debo tratar de defenderme con el brazo —contesté sobre el rumor del fuego—. Tengo la manía de ponerlo delante para protegerme y por eso estoy así. Me lo ha dicho un montón de veces y siempre acabo cometiendo el mismo error.
—Si Theodore cree que con decir algo muchas veces es suficiente para cambiar el curso de las cosas, entonces no es tan listo como yo creía. No puedes pedirle al sol que deje de brillar porque te deslumbra cuando lo miras.
Me apartó a un lado para dar más impulso al fuelle de lo que yo era capaz de conseguir.
—Pero tiene razón.
—Lo que tiene es poco control. Y aún menos paciencia. —Se alejó de nuevo para que tomara su lugar—. Sigue con eso.
—No sé qué hacer —admití, con un suspiro derrotado—. Intento hacer las cosas bien, pero siempre acabo decepcionando a todo el mundo.
—Se suele decir que quien intenta complacer a todo el mundo no logra agradar a nadie. Y menos a sí mismo. —Depositó una pieza de hierro entre los carbones para ablandarla—. Créeme, de eso entiendo un rato.
—¿Y qué me aconsejas? ¿Que siga actuando como si no pasara nada? ¿Que finja que no me importa que los demás me consideren un fracasado? —escupí, mordaz.
Uluric debió notar que era la frustración la que hablaba, porque en vez de enfadarse por hablarle de esa manera me miró con un gesto afectuoso y apoyo su gran manaza sobre mi hombro.
—Te contaré una historia. —Se sentó en el borde de una de las piedras que había desperdigadas por la forja—. De donde yo vengo la gente es muy celosa y orgullosa de sus costumbres. Hay un lugar y un momento para todo y nadie suele alejarse de lo que se espera de ellos, porque así es como creen que deben ser las cosas. Mi padre era marinero, como su padre y el padre de su padre, y muchas otras generaciones antes que ellos. Era tradición que los hijos siguieran los pasos de sus progenitores, así que me educaron para que un día también yo navegara a través de los mares.
»Pero como marinero yo era un completo desastre. Me mareaba en cubierta, era incapaz de hacer nudos y no conseguía distinguir la popa de la proa. Me esforzaba mucho por aprender, pero intentara lo que intentara, siempre acababa metiendo la pata. «El mar está en tus venas», solía decir mi padre, «Surcar los mares es lo que los dioses han elegido para ti y algún día cumplirás tu destino».
»No podía estar más equivocado. Lo que de verdad se me daba bien era trabajar con metales. Fabricaba yo mismo mis propias herramientas, me escapaba a escondidas al pueblo para observar a los herreros hacer su trabajo y luego intentaba emularlos por mi cuenta. Construí un pequeño horno y robé algún que otro trozo de hierro para hacer mis experimentos. Por un lado fingía ser lo que se esperaba de mí y por otro me volcaba en cuerpo y alma en hacer lo que realmente quería.
Interrumpió la narración para echar un vistazo al hierro que se caldeaba en el horno. Lo movió entre los carbones, observó cómo se iba iluminando de rojo y levantaba ascuas que flotaban en el ambiente cargado por el calor.
—Y así fueron pasando los años —continuó con su relato—. Yo veía cómo mis hermanos se hacían a la mar y sentían lástima por mí, porque yo me tenía que quedar atrás a la espera de que mis esfuerzos dieran por fin sus frutos. Poco imaginaban que yo estaba deseando verlos marchar para poder dedicar todo mi tiempo a la forja. Hasta que un día entendí que si los dioses habían elegido un destino para mí, solo podía ser entre el fuego y el hierro o no me habrían otorgado ese don.
»Cuando volvieron de uno de sus viajes me encontraron en una herrería, ejerciendo de aprendiz. Sobra decir lo traicionados y humillados que se sintieron. Ni siquiera se dignaron a dirigirme la palabra en años. —Soltó una risotada—. Pero, con el tiempo, mi destreza como herrero fue creciendo y me convertí en maestro. Ellos, al igual que todos en el pueblo, necesitaban armas y herramientas, y acabaron dándose cuenta de la importancia de mi talento. Eso era para lo que había nacido. Tardaron mucho tiempo, pero acabaron aceptándolo. No creo que nunca se hayan sentido satisfechos por el camino que escogí, pero así son las cosas. Es mejor ser un maestro en la profesión que escojas que un mediocre en la que los demás eligen por ti.
Dejó de hablar y se dispuso a sacar la barra de hierro, que se había vuelto de un amarillo anaranjado brillante. Con sumo cuidado, la apartó del fuego con las tenazas y la apoyó sobre el yunque. Después, cogió su martillo y empezó a golpear el metal para darle forma.
—Eso no hace que me sienta mejor —dije al cabo de un rato—. Yo sí que quiero ser un caballero, nadie me está obligando a ello.
Alzó una ceja, dejó escapar una carcajada y sacudió la cabeza de lado a lado.
—No me has entendido. Lo que quería decir es que no puedes obligar a alguien a ser lo que no es. Tú tienes unas habilidades que deberías explotar y solo así serás capaz de dar lo mejor de ti mismo. Si sigues empeñándote en dominar las cualidades de las que careces, acabarás siendo un guerrero mediocre. Céntrate en lo que mejor sabes hacer.
Introdujo parte del hierro en un cubo con agua. El metal siseó y levantó una nube de humo. Lo sacó y lo introdujo de nuevo varias veces, deteniéndose para golpear de vez en cuando la superficie de la barra, que se había vuelto sólida.
Me quedé pensativo durante un momento. Podía entender la explicación de Uluric, pero no sabía cómo aplicarla en mi caso.
—¿Y qué es lo que mejor sé hacer? —se me escapó entre dientes.
Uluric dejó de golpear el metal y el silencio que siguió resultaba más pesado que el aire recalentado de la forja.
—Lo que mejor sabes hacer es atacar —dijo. Levanté la vista, sorprendido porque me hubiera escuchado—. Ahí es donde se equivoca Theodore cuando te dice que debes dominar tus instintos. Lo que deberías hacer es fortalecerlos, son lo que te definen. El fuego se aviva con el fuelle, no echándole un cubo de agua. Así que quítate esas bobadas de la cabeza.
—¿Y qué puedo hacer para resolver este problema? Rycke me advirtió que no toleraría que volviera a ocurrir.
Los ojos de Uluric se endurecieron. Ladeó un poco la cabeza y empezó a hablar despacio.
—Will, te he visto luchar sin armas. Ese movimiento que haces con el brazo no es para protegerte, es un ataque en toda regla. No tratas de parar los golpes de tu adversario, los usas contra él. Haces lo mismo cuando manejas el escudo, lo lanzas hacia delante para empujar a tu contrario, en vez de quedarte escondido detrás como hacen tus compañeros. No se te da bien la defensa, lo tuyo es el ataque. Por mucho que lo intentes, no vas a poder renunciar a ese instinto. Aunque a un lobo le arranques los colmillos y las uñas, seguirá siendo un lobo. —Dejó que las palabras cayeran sobre mí como agua helada—. Lo que tienes que hacer es encontrar una forma de aprovechar ese instinto. Las buenas cualidades deben alimentarse, no echarse a perder.
Recordé entonces las palabras de Rycke: «Convierte tu punto débil en tu mejor fortaleza». Tal vez se refería a eso. Puede que no se tratara de reprimir los instintos, sino de ser capaz de usarlos de forma que me dieran una ventaja. Si conseguía convertirlo en un arma de alguna manera, ese impulso jugaría a mi favor. Pero no tenía ni idea de por dónde empezar.
Uluric me vio tan callado y abstraído que debió pensar que no acababa de entenderlo, porque siguió hablando con un tono paciente y mesurado.
—¿Recuerdas cuando viniste pidiéndome que te fabricara unas puntas de flecha que no se desviaran tanto? —Se agachó frente a mí, de modo que sus ojos quedaron a la altura de los míos—. Te sentías frustrado porque eras incapaz de dar en el blanco. Pero el problema no estaba en las flechas, como pudiste comprobar. El problema era que el arco precisa de una paciencia y una frialdad que no eres capaz de alcanzar, porque no está en tu naturaleza. Eres impetuoso y agresivo y guardas mucha furia en tu interior. Tienes que empezar a aceptar que habrá artes que no podrás dominar, pero a cambio siempre te quedarán otras opciones.
Aquella conversación me abrió los ojos en más de un sentido, pero todavía tendría que pasar mucho tiempo hasta verme capaz de aceptar su verdadero significado.
Le agradecí sus consejos antes de despedirme y prometí volver al día siguiente a hacerle compañía. Ahora tenía un objetivo, buscar el modo de transformar mi manía en un arma.
Cuando Rycke me dijo que debía seguir acudiendo a las prácticas aunque no formara parte de ellas, no me imaginé qué utilidad podría tener pasarme horas enteras contemplando a los demás. Pero había insistido mucho en que debía observar con atención y eso fue lo que hice. Al principio resultó aburrido quedarme al margen, sin poder hacer ni decir nada a cuantos me rodeaban; como si fuera invisible. Luego se fue volviendo interesante.
Las cosas se ven diferentes si las observas desde fuera. Cuando practicaba con mis compañeros, nunca me paraba a pensar en lo que los demás hacían, ni me preocupaba por otra cosa que no fuera yo mismo. Ahora podía ver a cada uno de ellos, enfrentándose unos a otros o entrenando en solitario, y podía fijarme en sus posturas, en su forma de mover el arma, en el modo en que dejaban su defensa abierta o cómo cometían errores que cuando luchaba con ellos se me habían pasado por alto. Podía darme cuenta de cada detalle y anticiparme a sus movimientos. Incluso Rycke, que hasta entonces me había parecido invencible, cometía el fallo de reiterar las guardias cuando se enfrentaba a alguien durante mucho tiempo. Al cabo de unos días podía predecir con bastante éxito cuál iba a ser la siguiente maniobra de cada uno de los miembros de mi grupo. Y eso podía convertirse en una gran ventaja.
Un día, después de haber pasado la mañana observando con interés el desarrollo de las practicas, tuve un encuentro desagradable. Me había quedado rezagado, centrado por completo en mis pensamientos, cuando un fuerte golpe me hizo perder la concentración. Alguien me había empujado al pasar por mi lado y mi brazo vendado se había llevado la peor parte del choque. Un latigazo de dolor me recorrió y me hizo soltar un gemido. Cuando levanté la vista, cualquier duda sobre si el tropiezo había sido accidental se evaporó.
De haber tenido una lista con las personas que más odiaba, quien estaba delante de mí habría figurado entre los primeros. Se llamaba Sveinn Rybar, era un simple burgués con la riqueza de un gran señor, el aspecto de un lord y la inteligencia de un besugo. En los últimos meses se había hecho muy amigo de Mareck, tal vez porque los cretinos tienen tendencia a arrejuntarse. Por si eso no fuera suficiente para ganarse mi desprecio, Sveinn era además un completo bocazas y un matón que siempre buscaba la forma de intimidar a los que le caían mal.
—¿Te he hecho daño, niñita? —dijo condescendiente, modulando las palabras con fingido interés. Me miraba con ese gesto de ojos altaneros y sonrisa despectiva que parecía estar esculpido en su cara de tantas veces que lo ponía.
—Vete a la mierda, Sveinn —contesté, resentido.
—Cuidado con esa boquita, qué diría tu padre si te oyera hablar así —continuó con el mismo tono.
Se oyeron unas risitas por detrás. Me asomé un poco para descubrir que Xander Bardsley había venido con él, como era de esperar. Nunca estaban muy lejos el uno del otro. Era una lástima, porque en otras circunstancias Xander me habría caído bien, era un noble educado y honrado que algún día podría convertirse en un buen caballero, si no fuera tan manipulable. Dejó de reír en cuanto me vio la cara. Incluso tuvo la decencia de agachar la cabeza, avergonzado.
No tenía ganas de discutir con ninguno de los dos, así que me hice a un lado. Pero Sveinn me cerró el paso con otro empujón.
—¿Qué demonios quieres? —exclamé. Estaba empezando a perder la paciencia.
—¿A dónde vas con tanta prisa? Que yo sepa no tienes nada que hacer desde que te inventaste la excusa de tu lesión. —Me agarró el brazo con rudeza—. ¿Cuánto les has pagado a los rectores para librarte de las prácticas?
Me solté de un tirón.
—Solo tuve que perder un poco de sangre. Deberías probarlo, a lo mejor si no llegara tanta sangre a ciertas partes de tu cuerpo, te sería posible pensar antes de hablar.
Apretó con fuerza los puños.
—Te estás buscando que te cierre esa bocaza de un puñetazo, niñato de mierda.
—Qué curioso que solo te muestres tan fanfarrón cuando no tengo una espada en la mano. Hay que tener un alto grado de valentía para encararse con alguien que está desarmado y herido —dejé que una nada desdeñable cantidad de sarcasmo fluyera en mis palabras—. No tienes huevos para pelearte conmigo cuando estoy en plenas facultades.
—No te tengo ningún miedo. —Entrecerró los ojos—. Si no fuera por tu oro, no valdrías para nada. Esa es la única razón por la que los maestros soportan tus tonterías. De no ser por eso, te echarían de aquí a patadas.
—Refréscame la memoria: ¿cómo pagaste tu entrada a la Academia? Porque si no fue con el oro de tu familia, me pregunto qué otro tipo de favores tuviste que ofrecer a cambio.
A sus ojos asomó una ira creciente en cuanto las palabras salieron de mi boca. Antes de que pudiera hacer algo por evitarlo, me golpeó de la forma más traicionera. En el brazo. Justo en mitad de la herida. Me dolió como si se hubiera abierto de nuevo. Se me escapó un grito y a duras penas pude contener las lágrimas que acudieron a mis ojos. Me volví hacia Sveinn mientras se reía de su hazaña y le estampé un puñetazo en la cara que hizo que todas las risas cesaran al momento.
Se llevó la mano a la nariz, que había empezado a sangrar. Tras lanzarme una mirada furiosa, se abalanzó sobre mí. Nos golpeamos el uno al otro en la cara, en el estómago, en el costado… en todas partes. Los puñetazos y las patadas volaron sin descanso mientras rodábamos por el suelo. Le di un rodillazo en el vientre y él contraatacó golpeándome en el ojo; me retorció el brazo herido y yo conseguí encajarle un puntapié en la entrepierna que, aunque no llegó a alcanzar su destino, hizo que se encogiera de dolor. Ambos nos levantamos sin aliento, no estábamos dispuestos a ceder.
—¡Basta! ¡Parad los dos! —gritó alguien, interponiéndose entre nosotros.
Era Leena. Maldita sea, ¿por qué siempre tenía que aparecer de repente en los momentos más inoportunos?
—Dejad de pelearos como críos, debería daros vergüenza —Nos miró con un gesto de reproche.
—Eso díselo al niñato, siempre intentando llamar la atención —replicó Sveinn. Al limpiarse la sangre que le goteaba de la nariz, acabó manchándose toda la cara—. Alguien debería enseñarle a contenerse.
Me lancé de nuevo hacia Sveinn dispuesto a terminar lo que había empezado, estuviera ella presente o no. Leena se percató enseguida y se plantó delante. Me empujó hacia atrás, casi echándose encima de mí. Cuando noté sus pechos redondos apretarse contra mí a través de la ropa, todos mis problemas se concentraron más abajo.
—Sveinn, déjalo ya —le advirtió ella—. Si no te largas de aquí, avisaré a los rectores.
—Da gracias a que la damisela te protege, o esto no quedaría así —escupió desdeñoso antes de marcharse con su amigo.
Desde luego que no iba a quedar así, de eso podía estar seguro. Ya encontraría la forma de vengarme.
—En cuanto me doy la vuelta te peleas con alguien —me recriminó Leena en cuanto nos quedamos solos.
—Claro, siempre es culpa mía —comenté molesto.
Ella se apartó y se cruzó de brazos. Yo no me atrevía a moverme mucho por miedo a que notara el bulto que tenía en los pantalones.
—No sé si será culpa tuya o no, pero no estaría de más que intentases hablar las cosas antes de llegar a las manos.
—Ya hemos estado hablando. La pelea empezó por esa razón.
—Déjame ver. —Me apartó el pelo de los ojos mientras dejaba escapar un suspiro contenido. Tener su cara tan cerca de la mía y sus dedos rozándome la piel no ayudaba nada a contener mis impulsos—. Se te va a poner el ojo morado. ¿Puedo saber por qué ha sido esta vez?
—Qué más da. Ha habido insultos e insinuaciones, como siempre.
—¿Cuándo vais a aprender a llevaros bien? —Puso ese gesto inocente que empleaba cuando quería conseguir algo.
—No me irás a decir ahora que Sveinn es una bellísima persona, porque últimamente defiendes a todos los que me caen mal —dije un poco dolido, temiendo hacia dónde se dirigía la conversación.
—Está bien, Sveinn es un bocazas —admitió Leena—. Eso ya lo hablaré con él. Pero si pudieras controlar tu genio, aunque solo sea un poco, seguro que las cosas entre vosotros irían algo mejor.
Ahí estaba ese dichoso tono condescendiente. Y, sin embargo, en lo único en lo que podía pensar era en esos pechos redondos y perfectos asomándose a su escote, llamándome a gritos. Ni siquiera sé qué le contesté, tenía la mente en otro sitio.
Cuando nos separamos, decidí que necesitaba alejarme un rato de todo el gentío. Pasé por la cantina para recoger un par de enormes jarras de cerveza y me dirigí a la forja antes de lo previsto. A Uluric se le iluminó la cara al verme llegar con la bebida. Se bebió de un trago la mitad de una de ellas.
—¡Aaah, esto es lo que necesitaba! —exclamó satisfecho. Después continuó bebiendo hasta que no quedó ni una gota—. ¿Te he dicho alguna vez cuánto te aprecio? —Su expresión de placer cambió a una de sorpresa cuando por fin levantó la vista—. ¿Qué te ha pasado en el ojo?
—Un encontronazo con un bravucón. Nada importante. ¿Quieres más? —Le tendí la otra jarra, yo no tenía mucha sed. La aceptó de buena gana y continuó bebiendo con un poco más de mesura.
Cuando la terminó, volvió a centrarse en su trabajo. Se puso a tararear una canción al ritmo del martillo, mientras daba forma a un enorme trozo de metal ovalado. Lo golpeó hasta que quedó aplastado, para luego recalentarlo en la fragua. Echando un vistazo por encima del hombro, me hizo un ademán con la cabeza para que me acercara.
—¿Has pensado en algo para solucionar tu problema? —preguntó.
—No lo tengo claro. Lo único que se me ha ocurrido es utilizar un avambrazo de acero para protegerme de los golpes. Pero dudo que eso fuera lo que Rycke tenía en mente.
—Es un comienzo —admitió Uluric, con un gesto desinteresado—. ¿Podrías preparar la arena? La necesito para plegar esto.
Tomé una buena cantidad de la arena de río que había apartada en un caldero y seguí de cerca a Uluric cuando sacó el metal del fuego y lo llevó hasta el yunque.
—Cuidado con el caldo —me indicó al ver que el hierro fundido estaba goteando.
Extendí con cuidado la arena sobre el hierro al rojo y esta formó una fina lámina que al instante quedó fundida sobre él. Uluric se apresuró a soldar ambas caras del óvalo y continuó golpeando hasta estirarlas.
—¡Casi se me olvida! —exclamó de pronto, soltando el martillo—. Tengo algo para ti.
Se dirigió a un rincón, sacó un bulto envuelto en trapos y lo puso delante de mí. Al desenvolverlo, aparecieron varios cuchillos pequeños sin mango.
—¿Sabes lo que es esto? —preguntó, cogiendo uno de ellos. Negué con la cabeza—. Son cuchillos arrojadizos. Ocupan poco espacio, son fáciles de usar y muy efectivos. Observa.
Con un rápido movimiento de brazo, lanzó el cuchillo, que giró sobre sí mismo en el aire y quedó encajado en una de las columnas de madera. Antes de que me diera cuenta, Uluric había lanzado dos cuchillos más, que se clavaron con fuerza a muy poca distancia del primero.
—¿Quieres intentarlo? —Me entregó uno de ellos.
Se tomó su tiempo para enseñarme cómo debía sujetarlo, cuál era la postura más adecuada para lanzar y cada mínimo detalle que debía tener en cuenta. Sus explicaciones eran tan claras y sencillas que bastaba con escucharlas una vez; me preguntaba cómo era posible que no le permitieran ser un maestro en la Academia, además de herrero.
Me sentí realmente emocionado cuando lancé el cuchillo y este dio de lleno en la columna. Había quedado encajado a mucha distancia de dónde apuntaba, pero, para ser un primer intento, no estaba nada mal. Al menos no había rebotado o pasado de largo.
—Creo que esto se te va a dar bien —comentó Uluric mientras liberaba los cuchillos de la madera—. Se usan a corta distancia, pero con práctica pueden lanzarse muy lejos. Es una buena alternativa al arco y las flechas y además son útiles para un combate cuerpo a cuerpo. Solo tienes que acostumbrarte a ellos para controlar la fuerza y la distancia de lanzamiento.
—Me gustan. Son más divertidos de usar que el arco —comenté, tanteando uno de ellos.
Eran de acero, muy planos, con un extremo muy afilado y el otro más romo. Todo su peso, que era más bien poco, se concentraba en el centro. Volví a adoptar la posición de lanzamiento y lo arrojé contra la columna, acercándome más que antes a donde estaba apuntando.
—¿Por qué no vas a practicar con ellos fuera? —sugirió el herrero—. Aquí hay muy poca luz y yo no puedo trabajar si hay cuchillos volando por el aire.
—Sí, buena idea.
Coloqué las pequeñas cuchillas en el fardo y me apresuré a salir a probarlas. Apenas había cruzado la puerta, volví sobre mis pasos y me asomé al interior.
—¡Uluric! —le llamé. Se encontraba junto al yunque, con las tenazas en la mano—. Gracias. No solo por los cuchillos, sino por todo lo que has hecho por mí últimamente.
—No se merecen. Ve a divertirte —ordenó, con una amplia sonrisa.
No me costó mucho encontrar un buen lugar donde poder usar mis nuevas armas sin poner en peligro a los demás. Había una zona con unos cuantos pilares de madera maciza clavados en el suelo, en los que se colocaban escudos fijos para las prácticas en solitario. Cuando nadie los utilizaba estaban desnudos, formando un conjunto de columnas que asomaban del suelo como dedos de madera dirigidos al cielo. Escogí el que estaba más cerca del muro, un poste de gran envergadura que me llegaba a la altura de los ojos. Pasé el resto del día lanzando cuchillos contra él y continué haciéndolo todos los días a partir de entonces.
No solo me resultó muy fácil acostumbrarme a utilizarlos con maestría, sino que además era un entretenimiento inigualable. Se convirtió en un juego para mí: me proponía retos en los que trataba de acertar el blanco cada vez desde más lejos, o intentaba controlar cuántas vueltas daba el cuchillo antes de quedarse encajado en el poste. Sentía una especial satisfacción cuando me imaginaba que aquel poste tomaba la forma de Mareck o Sveinn, o de cualquier otro de esos imbéciles que siempre me amargaban el día.
En el transcurso de aquellos días, descubrí también que es en los momentos más inesperados cuando ocurren las cosas más extrañas.
Un día, mientras trataba de superar mis propios límites con los cuchillos arrojadizos, un cuervo se posó sobre el poste que estaba usando como blanco. En Celiras siempre ha habido muchos cuervos; era habitual verlos rondando la Academia, volando en círculos a la espera de una presa o correteando por el suelo en busca de carroña. Su plumaje, de un tono rojo oscuro, los hacía destacar sobre el terreno, no importa a qué distancia estuvieran. Pero solían mantenerse alejados de la gente, los espantaba el ruido que hacíamos con las armas.
Aquel cuervo rojo en particular era bastante grande, su cuerpo rebasaba los extremos del poste. Se quedó allí plantado, observando los alrededores. Cogí uno de los cuchillos y lo lancé contra el poste. No pretendía alcanzar al ave, tan solo asustarla. El cuchillo se clavó apenas unas pulgadas por debajo del cuervo, pero este ni se inmutó. En vez de salir volando, ladeó la cabeza y me miró con ojos curiosos.
Me siguió con la mirada según me acercaba a recoger el arma que acababa de arrojar. Cuando alargué la mano, extendió la cabeza hacia delante de forma agresiva, emitiendo un fuerte graznido. Eché la mano hacia atrás, evitando por poco su pico curvo y negruzco. Sus ojillos negros como el carbón estaban fijos en mí y en cada uno de mis movimientos. Volví a levantar la mano, y esta vez me acerqué mucho más despacio al cuchillo. El cuervo colocó su pata justo encima, como queriendo reclamar el brillante filo para sí. Cerré los dedos alrededor de la empuñadura roma y el cuervo apretó su garra. No me atrevía a tirar del cuchillo por temor a que aquella criatura me atacara.
Fue entonces cuando me fijé en la pata posada sobre el filo: sus uñas curvas y afiladas se metían hacia dentro, formando un agarre del que era difícil soltarse. Con esas garras podía despedazar una presa, eran un arma rápida, eficaz y letal. Algo dentro de mí empezó a cobrar forma. Fue como si una voz, oscura y profunda como esos pozos negros que me miraban, me susurrara al oído una idea.
Conviértelo en una ventaja.
El cuervo agitó sus alas, sacándome de mis pensamientos. Golpeó su pico contra el dorso de mi mano, de forma suave, como si tan solo tratara de captar mi atención. Su cabeza se agitó a un lado, sin dejar de mirarme. Soltó un graznido gutural y apartó su garra, para acomodarse después en lo alto del poste, sin prestarme más atención.
Retiré el cuchillo con lentitud. En cuanto lo tuve en la mano, me dirigí a toda prisa hacia la forja, antes de que la idea que hervía en mi mente se desvaneciera en el aire. Lancé un último vistazo al poste, en el que aún permanecía la mancha roja que era aquel cuervo, posada con calma sobre su cima. Se giró en mi dirección, tal vez intuyendo que lo estaba mirando, y, tras soltar un graznido, desplegó sus alas y salió volando.
Convierte lo débil en fuerte.
Entré bruscamente en la forja, casi sin aliento, sobresaltando a Uluric con mi repentina entrada.
—¡Necesito que me fabriques una cosa lo antes posible! —exclamé con palabras precipitadas—. Te pagaré lo que me pidas. ¿Tienes un pergamino para que pueda dibujarlo?
Me miró confuso por un momento. Luego arqueó las cejas y habló en tono burlón.
—«¿Cómo estás, Uluric?», «Muy bien, Will, ha sido un día de trabajo duro, ¿qué tal te ha ido a ti?» —dijo imitando una conversación, modulando las palabras con sarcasmo—. Es agradable comprobar que no se pierden los buenos modales…
—Está bien, disculpa mi falta de cortesía. No pretendía ser desconsiderado —me excusé—. Pero esto es urgente, creo que por fin he encontrado un modo de solucionar mi problema.
Sacudió la cabeza poco convencido, pero accedió a escucharme. Le expliqué exactamente lo que quería y cómo lo quería y cuando vi la expresión de orgullo pintada en su rostro supe que mi idea no era tan descabellada como temía.
Tardó varios días en terminarlo, los suficientes como para tenerme en vilo pensando que lo que le había pedido no podía realizarse. Pero cuando vi el resultado, concluí que la espera había merecido la pena.
—Aquí lo tienes —anunció mientras desenvolvía su obra—. Acero del bueno, plegado varias veces sobre sí mismo. Podrá resistir cualquier golpe.
Era un brazal que cubría desde la muñeca hasta el codo. Todo de acero pulido y brillante. Las dos mitades se unían con correas para cerrarse por completo sobre el antebrazo. Uluric había tenido el detalle de forrar la parte interior con cuero, para que absorbiera mejor los golpes y no me rozase. Era bastante más ligero de lo que había imaginado, de modo que no limitaría mis movimientos.
Pero lo más importante eran los pequeños salientes que Uluric había añadido a petición mía: pinchos con forma de garra corva alineados en la parte exterior del brazal. Se curvaban hacia dentro, dejando entre ellos suficiente espacio para que quedara encajado el filo de una espada. Eran más gruesos en la parte en la que se unían con el resto del brazalete y muy afilados en la punta. Esos aguijones me servirían para desgarrar la piel de un contrincante si lo golpeaba con ellos y podían frenar el golpe de una espada de forma más efectiva que un simple brazal.
Uluric me ayudó a ajustarlo sobre mi brazo y probé a moverme con él. Las púas quedaban siempre en la parte de fuera, de modo que sería difícil hacerme daño con ellas. Solo debía tener cuidado de no clavarlas sin querer en donde no debía.
Insté al maestro armero a que usara una espada contra mí para probar mejor su resistencia. Y, como había previsto, el filo se atoraba con facilidad entre los pinchos, otorgándome una clara ventaja.
—Has hecho un trabajo magnífico —dije complacido. Cualquier precio que pusiera a su obra se quedaría corto.
—Lo sé. ¿Acaso ponías en duda mi talento? —afirmó, sin un ápice de modestia—. Pero debo confesar que me lo has puesto difícil. ¡Vaya ideas que tienes a veces! Más vale que cuides esa obra maestra, chico. Mantén afilados y limpios los pinchos. Y, por lo que más quieras, ten cuidado de dónde metes la mano a partir de ahora.
Sonrió satisfecho, mientras yo disfrutaba de mi nueva adquisición.
Sin saberlo, le acababa de otorgar sus primeras garras a un cuervo.