6
No te fíes de nadie
Hay personas que, al conocerlas, causan una impresión que se aleja bastante de la realidad. Pueden parecer distantes, frías o desagradables, para después sorprenderte con un carácter amable y considerado. Otras, en cambio, se muestran atentas y encantadoras al principio, pero, con el tiempo, acabas descubriendo que se trata de una fachada.
En el caso de Blazh, la primera impresión era más que suficiente. Cuanto más trataba con él, más convencido estaba de que era un completo bastardo. Carecía de cualquier tipo de empatía, era incapaz de mostrar consideración o arrepentimiento por sus actos. En el tiempo que llevaba con él le había visto matar a más de una docena de personas sin razón aparente. Una mirada de desdén, una sonrisa inoportuna o un comentario desafortunado podían costarle la vida a cualquiera que se cruzara con él, sin importar si eran hombres, mujeres o niños.
Tampoco se podía decir que fuera virtuoso en otros aspectos. Era un bebedor compulsivo con gran afición por las apuestas y muy mal perder. Casi nadie se atrevía a jugar con él. El hecho de tener mejor mano en una jugada resultaba mortal para sus compañeros de mesa. Había sido testigo de ese comportamiento cada vez que me veía obligado a acompañarlo en sus escapadas a las casas de juego, a las que debía acudir ocultando mis rasgos bajo una capa y una máscara, para que nadie pudiera identificarme. Blazh no quería que se supiera quién era su aprendiz, pero tenía mucho interés en mostrar al mundo que había alguien que seguía sus pasos, para inspirar más miedo, según sus propias palabras. Que hubiera otro creiche que pudiera vengar la muerte del anterior era una advertencia para cualquier valiente que se atreviera a plantarle cara. Una medida innecesaria, a mi parecer, ya que nadie habría cometido tal locura.
Así era Blazh. Una sombra que sembraba la muerte por donde pasaba.
Llegué a perder la cuenta de las veces que había sentido la tentación de huir de él. Sabía que, si me marchaba, no iba a dudar en cumplir las amenazas con las que me obsequiaba tan a menudo. Y, por otro lado, sus enseñanzas resultaban tan adictivas que me hacían olvidar el dolor y la humillación. Era el guerrero más hábil que había conocido nunca, le había visto hacer cosas increíbles con la sencillez de quien las hace todos los días. Había visto a los hombres más duros de Lebannan echarse a temblar al verlo llegar, y a los miembros de la Guardia Real darse la vuelta y echar a correr para no tener que cruzarse en su camino. Yo quería ese poder. Quería sentirme así de fuerte. Quería que todos temblaran al oír mi nombre, moverme con la velocidad del viento y ser tan letal como el mismo Taresus. Y para lograrlo estaba dispuesto a soportar cualquier cosa.
Blazh no me lo ponía fácil. Era exigente, impaciente y violento. Pero, de alguna manera, su forma de tratarme me impulsaba a esforzarme más en demostrarle mi valía. Por fortuna, mis años de entrenamiento en Brandorf y en la Academia sirvieron para que mi adiestramiento con él fuera mucho más acelerado de lo previsto.
Cuando quise darme cuenta, había pasado un año desde nuestro primer encuentro. En ese tiempo, me había enseñado a moverme con el sigilo de un gato, a pasar desapercibido entre la gente, a falsificar documentos de forma fehaciente, a usar con destreza muchas de las armas que poseía y a acrecentar mi agilidad y mis reflejos, entre muchas otras cosas. Puede que los métodos de Blazh distaran mucho de ser los más apropiados, pero había aprendido con él lo que jamás habrían podido enseñarme los maestros de la Academia.
Y, a pesar de todo, no pasaba un solo día sin que el espectro de la muerte asomara en cada una de sus lecciones.
—Ya era hora de que llegaras —dijo en cuanto entré por la puerta aquella tarde. Esa era la bienvenida habitual.
—Maese Arold me ha entretenido. Necesitaba más tinte rojo.
—Me importa una mierda lo que quiera ese tintorero de tres al cuarto. Cuando acaba la jornada te quiero aquí, ni un minuto más tarde. Deberías decirle que le cortaré el cuello si vuelve a retenerte.
—Si le dijera eso, me lo cortarías a mí.
Sus labios se curvaron en una media sonrisa. Estaba acomodado en una de las sillas, echado hacia atrás y con los pies sobre la mesa. El barro de sus botas manchaba la superficie de madera, sobre la que había dos vasos, colocados el uno junto al otro. Hizo un gesto con la cabeza, señalándolos.
—Escoge uno.
—¿Es otra de tus pruebas?
—Sí, así es.
Me acerqué a la mesa para observar los vasos. Eran exactamente iguales, dos recipientes de cerámica que contenían vino en igual proporción.
—¿Qué diferencia hay? —pregunté.
—Uno contiene veneno, el otro no. Tienes que escoger uno de los dos y bebértelo. Del todo, nada de probar un traguito.
Esa era una de las muchas obsesiones de Blazh: los venenos. Eran un arma invisible, efectiva e impersonal, su uso era habitual entre asesinos profesionales. Había que saber elaborarlos, distinguirlos y suministrarlos. Pero Blazh iba un poco más allá. Su manía por el control, unida a la posibilidad de que alguien pudiera administrarle veneno para quitarle de en medio, le habían alentado a encontrar un modo de evitarlo. Tomar cierta cantidad de una toxina de forma continuada podía hacer que, a la larga, te volvieras inmune. Era un procedimiento lento y muy arriesgado, pero funcionaba en la mayoría de los casos. Blazh me había forzado a tomar pequeñas cantidades de diferentes venenos a diario: semillas de acónito, hojas de adelfa, bayas de belladona, pepitas de manzana, jugo de eléboro…
—¿De qué se trata?
—Si te lo digo no tiene gracia. Pero has de saber que no eres inmune. Si escoges la copa equivocada, morirás.
Cómo odiaba cuando Blazh me hacía una jugarreta como esa. Observé con detenimiento el contenido de los vasos, oliéndolos, agitándolos, estudiando cada pequeña burbuja. Incluso introduje los dedos para comprobar si había alguna reacción. Muchas ponzoñas emitían un olor fuerte y desagradable o dejaban tras de sí una muestra visible que indicara su presencia. Pero no todas. Y en ese caso, fuera cual fuera la toxina, era imperceptible. Fruncí el ceño con enojo.
—¿Y bien? No tengo todo el día —apremió Blazh.
—Si al menos supiera de qué veneno se trata…
—Si alguien intenta envenenarte no te va a facilitar ninguna información. Tienes que aprender a distinguirlo. Tuve un hermano al que dieron a beber una copa de vino envenenada en su noche de bodas, seguro que también habría querido que le advirtieran de su contenido.
Volví a repetir los mismos pasos, con la esperanza de encontrar algo que me diera una pista. Fue en vano. No había diferencia alguna entre ambos.
—Liam, me estoy hartando.
—¡No tengo ni idea! No hay nada que los distinga, son iguales.
—Enhorabuena por llegar a esa conclusión —dijo él, poniendo los ojos en blanco—. Ahora escoge uno.
—No sé cuál escoger.
—Cuando tus ojos te traicionan, fíate de tu instinto. La mayoría de las veces sabrá guiarte mejor que cualquier razonamiento.
—¿Y si me equivoco?
—Pues mala suerte.
Apreté los labios con fuerza. De nuevo, miré el licor de ambos vasos. Me pareció que en uno de ellos se formaba una ligera espuma en los bordes. La espuma era habitual en el vino, no tenía por qué ser indicio de nada extraño, a saber qué les habría echado Blazh. Pero aun así, escogí el otro vaso. Tomé aliento, me lo llevé a los labios y bebí todo el contenido de un trago, sintiéndome como si estuviera echando una moneda al aire. El vino era dulce, con un toque de clavo y miel. No noté nada extraño.
Sin embargo, la mirada de profunda decepción que mostró Blazh cuando deposité el vaso vacío sobre la mesa me decía lo contrario. Meneó la cabeza de lado a lado, defraudado, y empecé a sentir un nudo en el estómago.
—¿Me he equivocado? —pregunté con cautela.
—¿Es que no es obvio? —contestó tajante—. Vaya instinto de mierda que tienes.
—¿Y ahora qué va a pasar?
—En unos minutos estarás retorciéndote de dolor. Como mucho te quedarán una o dos horas de vida. —Se echó hacia atrás en la silla, cruzándose de brazos—. Esperaba más de ti, tanto tiempo adiestrándote para nada.
—Si me dices qué me he tomado, puede que esté a tiempo de hacer algo.
—No servirá de nada. No hay antídoto.
Solté un resoplido frustrado, deseando poder asestarle un puñetazo sin que eso resultara más letal que el líquido que había ingerido. Las pruebas a las que me sometía Blazh no siempre eran lo que parecían. Había dicho que el objetivo era aprender a distinguir un veneno, pero podía estar tanteando mi reacción ante una situación como esa. A pesar de todas sus amenazas, no tenía por costumbre ponerme en peligro sin un plan de reserva, aunque solo fuera por no tener que encontrar a otro que me sustituyera. Seguiría su juego, si eso era lo que quería.
Me acerqué a la alacena y empecé a sacar tarros y hierbas.
—¿Qué estás haciendo? —le oí preguntar a mi espalda.
—Fabricar un antídoto.
—Te he dicho que no hay ninguno.
—Ya. De eso se trata, ¿no? Tengo que buscar la forma de paliar los efectos de un veneno desconocido.
—El objetivo era distinguir cuál de las copas contenía una toxina y cuál un licor inocuo. Has fallado. No pierdas tus últimas horas de vida en tareas inútiles.
—No pienso acabar así —señalé con rotundidad—. No sé qué me has dado, pero puede que al estar diluido en el vino sus efectos no sean tan potentes.
—Había suficiente para eliminar a un caballo —aseguró—. ¿Quieres que te diga cuáles son sus efectos? Primero te sentirás mareado y cansado. Luego empezarán los dolores de estómago, los espasmos y la fiebre. Después te dolerá todo el cuerpo y te costará respirar. Y al final acabarás asfixiado.
Al ver que no reaccionaba, Blazh empezó a describir con todo detalle los síntomas que estaba a punto de experimentar, haciendo hincapié en los más perniciosos. Hice caso omiso a sus comentarios desagradables. Saqué de la alacena raíz de angélica, trébol rojo y verbena. Eran hierbas muy efectivas contra todo tipo de dolencias, esperaba que pudieran servir de algo.
—Estás muy tranquilo para estar a punto de morir —insistió.
—Ya me pondré nervioso cuando empiece a notar los síntomas. Lo que me preocupa ahora es encontrar un modo de frenarlos.
—Es un poco tarde para eso. Mírate. Estás pálido, tienes la frente perlada de sudor. Incluso te tiembla el pulso.
—No es cierto —dije, incómodo.
—Debe estar afectándote también a la visión si no eres capaz de verlo con tus propios ojos.
Observé con atención mis manos. Tal vez me temblaran un poco, pero podía deberse a que Blazh me estaba poniendo nervioso con su cháchara. Lo cierto era que no me sentía diferente, salvo por el nudo que tenía en la garganta. Me dispuse a preparar el remedio.
—Deja eso donde estaba —ordenó Blazh con voz tajante—. Esas hierbas son caras, no quiero que las desperdicies. Te daré el antídoto.
Levanté la mirada con irritación. Blazh mostraba un gesto cercano a la burla mientras sacaba de su jubón un frasquito con un líquido incoloro, que depositó sobre la mesa. Si había algo que me fastidiaba más que sus malditas pruebas era esa manía que tenía de divertirse a mi costa.
—Adelante, tómatelo —apremió. Había algo en su forma de mirarme que me hizo desconfiar. Me quedé observando el frasco, sin decidirme a cogerlo—. ¿A qué esperas?
—¿Vas a decirme lo que es?
—No.
—Entonces, me lo tomaré cuando empiece a sentirme mal.
Abrió los ojos con interés.
—Tal vez para entonces sea demasiado tarde.
—Me arriesgaré. No veo necesidad de poner remedio a unos síntomas que no tengo.
—El veneno que llevas dentro te está matando poco a poco. Podrías ponerle freno ahora mismo bebiéndote el contenido de este frasco.
—O podría no necesitarlo. Tal vez te equivocaras, puede que bebiera del vino que estaba limpio.
—Yo nunca me equivoco. Eres tan tozudo que te niegas a aceptar que esta es tu única salida. Pero si prefieres dejarte morir, no soy quién para impedirlo. —Tomó el frasco entre los dedos y lo hizo girar, tentándome—. Me estoy cansando de esta actitud tuya. Voy a darte una última oportunidad. ¿Vas a bebértelo ahora o no?
—Creo que no.
—Muy bien.
Lo lanzó con fuerza contra el suelo, partiéndolo en pedazos. Me observó expectante, atento a mi reacción. Me crucé de brazos, no tenía intención de montar una escena ni suplicarle, si eso era lo que esperaba. Se encogió de hombros con indiferencia, se dejó caer sobre la silla y acomodó de nuevo los pies sobre la mesa. Pasaron los minutos. La presión que sentía en el estómago aumentó hasta provocarme nauseas, pero me mantuve firme.
—De acuerdo, te he mentido —confesó entonces con apatía—. No había veneno en el vino, en ninguno de los vasos. El antídoto era solo agua.
Dejé escapar el aliento con frustración, aguantándome las ganas de golpear su cabeza contra el suelo. Dioses, cómo odiaba que hiciera eso. Era su forma de paliar el aburrimiento, le encantaba torturarme de ese modo, sobre todo cuando caía en sus trampas y podía echármelo en cara durante semanas.
—Muy divertido —señalé con ironía—. ¿Es un escarmiento por haber llegado tarde?
—No me estaba burlando de ti. Y tampoco te he mentido, la prueba consistía en saber distinguir un veneno… solo que no estaba dentro de las copas. Estaba en mis palabras. Al hacerte creer que lo habías ingerido y enumerar sus efectos, trataba de influir en tu mente para convencerte de que te morías. En última instancia, he intentado que tomaras un paliativo que podía haber sido el auténtico tóxico.
—De modo que si hubiera aceptado el antídoto, habría fracasado.
—Oh, y habrías recibido un castigo, puedes estar seguro de ello. —Alzó una ceja—. Resulta muy fácil influenciar en otras personas. Basta con decir las palabras adecuadas de la forma precisa. La gente es crédula. Si eres capaz de convencer a alguien de que está enfermo, se sentirá enfermo. Que te hayas mantenido firme a pesar de mi insistencia significa que, en el fondo, tenías plena confianza en tu elección. Mientras confíes en ti mismo y en tu instinto, no habrá nadie que pueda engañarte. —Agitó el dedo en mi dirección—. Si hubiera hecho lo mismo hace un año, habrías caído en la trampa; veo que por fin mis enseñanzas empiezan a dar sus frutos.
Eso era lo más parecido a una muestra de orgullo que podía esperar de Blazh, lo cual era tan frecuente como un día de nieve en pleno estío.
—¿Qué es lo que siempre te repito? —inquirió.
—No te fíes de nadie.
—Exactamente. Solo dependes de ti mismo. La clave de la supervivencia consiste en ocultar tus debilidades y encontrar las de los demás. Tienes que ser capaz de ganarte su confianza sin ofrecer la tuya a cambio —dijo con tono destemplado—. Las palabras son el peor veneno. Con ellas puedes hundir un imperio, si te lo propones. Puedes enfrentar a los mejores amigos entre sí, poner a un amante en contra del otro. Con las palabras precisas puedes cambiar el rumbo de la historia. Manipula el corazón y la mente de tu enemigo como si fueran tu mejor espada. Si controlas sus temores, sus sueños, sus esperanzas, tendrás poder sobre él.
Se levantó de la mesa y, sin mediar palabra alguna, se acercó a un rincón, tomó dos espadas y me lanzó una de ellas. La cogí al vuelo. Esa era indicación suficiente para saber que la conversación había terminado; era hora de poner en práctica mis avances con las armas.
El pasado puede llegar a ser muy obstinado. Aunque creas haberlo dejado atrás, siempre encuentra la forma de regresar para atormentarte.
Mi vida en Lebannan había mejorado bastante desde que entré a trabajar con Maese Arold. Había pasado de ser el chico de los recados a convertirme en el encargado de la preparación del tinte rojo, ya fuera a base de raíz de grana, raíz de rubia o polvo de cochinilla, y de su empleo en las telas y paños que debían teñirse de este color. Esta actividad me dejaba las manos y los antebrazos de un color rojo desvaído que no se iba por más veces que me los lavara, pero era un precio pequeño a pagar a cambio de disponer de suficientes ónices para poder mantenerme sin tener que recurrir a las camarillas. Me había alejado de las disputas entre ladrones y las peleas por comida, y ya no tenía que dormir en los barracones. Mi jornal me permitía alojarme en una hostería que, aunque no disponía de la opulencia que había disfrutado antaño, me ofrecía todo cuanto necesitaba: una habitación propia, dos comidas diarias, una cama con colchón de paja y un techo firme sobre mi cabeza. Un verdadero lujo en comparación con los meses que había pasado a la intemperie sin nada que llevarme a la boca.
Pero mi nueva situación no reprimía mis ambiciones. No pensaba ser un tintorero el resto de mi vida; de hecho, había rechazado todos los intentos de Maese Arold por instruirme para ser un oficial. Blazh ya había decidido mi futuro por mí, y lo cierto es que esa opción me resultaba más atractiva a medida que pasaba el tiempo. La profesión de creiche era mucho más lucrativa que cualquier otra que hubiera conocido; Blazh cobraba cantidades ingentes por cada uno de sus trabajos, tenía tanto oro que podría haberse costeado una de las mansiones más lujosas de la Ciudad Alta y aún le sobraría, pero él se encontraba más a gusto en su humilde morada. Prefería malgastar su dinero en el juego o invertirlo en nuevo material. También tenía la costumbre de adquirir pequeñas viviendas vacías en diferentes puntos de la ciudad, que le servían como refugios auxiliares. Le gustaba cambiar de residencia de vez en cuando, decía que las costumbres te hacían vulnerable.
Todavía me quedaba mucho camino por delante hasta que Blazh me considerara apto para aceptar mis propios encargos. Cuando llegara ese momento, dejaría atrás el oficio de tintorero y tendría a mi alcance la vida llena de lujos que tanto añoraba.
No contaba con que una parte de ese pasado, una de las pocas que habría preferido dejar atrás, estuviera a punto de cruzarse conmigo.
Me encontraba en el mercado, rodeado por el gentío habitual. Cientos de personas recorrían las dos millas que separaban la Puerta de la Plata del puente que daba paso a la Ciudad Alta, al tiempo que manoseaban la mercancía de los tenderetes montados a lo largo de la Avenida Real y regateaban a viva voz con los comerciantes. Reconocer a alguien en medio de esa multitud era más complicado que distinguir el fondo del lago Norlog y, sin embargo, aquella mañana me pareció ver un rostro conocido entre el mar de cabezas que se extendía en todas direcciones.
Me abrí paso entre la multitud. Cuando mis ojos volvieron a posarse en esa figura que me era tan familiar, mis dudas se disiparon. Se trataba de mi primo Adelbert, al que no había vuelto a ver desde mi estancia en la Academia. Había cambiado muy poco; su faz de mandíbula cuadrada y nariz alargada seguía siendo tan poco agraciada como siempre y sus ojos hundidos seguían teniendo ese toque de desprecio que se acentuaba cada vez que miraba por encima del hombro a los que le rodeaban. Sus vestimentas opulentas destacaban como llamas entre la muchedumbre. Se giró para hablar con alguien y fue entonces cuando reconocí a sus dos acompañantes: Findlay de Dubernell y Hubert de Loucelles. El primero se había dejado el pelo largo y lucía una perilla recortada que mejoraba su aspecto, de por sí mucho más gallardo que el de sus compañeros. Hubert había engordado lo menos una arroba, pero mantenía su porte apocado y cabizbajo.
Me pregunté qué estarían haciendo en la Ciudad del Paso. Cierto era que, inmerso como estaba en mis propios problemas, no me había dado cuenta de que los años pasaban para todos. Adelbert y sus amigos ya habían cumplido la mayoría de edad y la habían sobrepasado con creces. Su tiempo en la Academia ya debía haber acabado. A estas alturas, era posible que incluso hubieran sido nombrados caballeros.
Mientras mi mente se daba un paseo por la nostalgia, Adelbert giró la cabeza en mi dirección y, por un momento, nuestras miradas se cruzaron. Noté un atisbo de reconocimiento en su gesto. De inmediato, desaparecí de su vista, como si nunca hubiera estado allí. Había aprendido a moverme entre la multitud sin que apenas se notara mi presencia. Mi mentor consideraba imprescindible que fuera capaz de confundirme entre la gente. «Si no pueden verte, no pueden cogerte», solía decir.
No quería tener ningún contacto con Adelbert después de que se hubiera puesto en mi contra en la Academia. Había dejado de ser mi amigo en ese momento y, en el instante en que mi padre decidió que yo ya no era parte de la familia, también había dejado de ser mi primo. Los lazos que nos unían, por tanto, ya no existían. Y yo no tenía ningún interés en recuperarlos.
El encuentro fortuito me había quitado las ganas de pasear por el mercado, de modo que me interné en las calles colindantes, alejándome lo más posible de ellos antes de que se les ocurriera comprobar si en verdad me habían visto. Me iba a servir de muy poco. Cuando la providencia decide interponerse en tu camino, no se detiene hasta conseguirlo.
Había logrado mantener las distancias durante la mayor parte del día, pero a última hora de la tarde me encontré recorriendo las calles solitarias que se extendían al otro lado de la Avenida Real, en la parte sur de la ciudad. Blazh me había enviado a buscar ajenjo, que solo crecía bajo la sombra de las murallas; era lo único que aliviaba su resaca cuando había bebido en exceso. Ya me disponía a regresar cuando, al doblar una esquina, me encontré frente a frente con el trío que había estado evitando. No tuve tiempo de dar la vuelta antes de que me reconocieran. En el rostro de Adelbert se reflejó la sorpresa, que pronto dejó paso a un gesto de complacencia. Sus labios se curvaron en una leve sonrisa mientras me miraba de arriba abajo.
—Willhem, Willhem, Willhem… —canturreó de forma burlona. Hacía tanto que no escuchaba ese nombre que sonaba extraño a mis oídos—. Estaba seguro de haberte visto esta mañana en el mercado. ¿Lo ves Findlay? —Extendió una mano hacia su compañero—. Me debes cuarenta ónices.
Findlay puso mala cara. Sacó unas cuantas monedas de oro y las depositó en la mano abierta de Adelbert, a regañadientes.
—Adelbert —dije a modo de saludo—. Me gustaría decir que es un placer volver a verte, pero mentir de ese modo sería rebajarme a tu nivel.
—Tch, tch, así no es como debes hablarle a tu señor —chisteó con desaprobación—. Veo que tus modales no han mejorado nada.
—No eres mi señor.
—Sí, sí que lo soy. De hecho, todos nosotros lo somos —señaló a sus compañeros—. Ahora eres un siervo, hasta el noble de más baja estirpe está por encima de ti. Incluso esos advenedizos burgueses valen ahora más que tú.
Los tres se echaron a reír. Me adelanté para rodearles y marcharme de allí. Adelbert me puso la mano en el hombro, deteniéndome.
—¿A dónde vas tan deprisa? Esta reunión apenas acaba de empezar.
—No tengo ningún interés en lo que tengas que decirme.
—Ahí radica el problema, no se trata de lo que tú quieras. —Me empujó con rudeza hacia atrás—. Podría hacer que te azotaran solo por darme la espalda.
—¿Qué has venido a hacer aquí, Adelbert? ¿Vienes a regodearte? Deberías saber que hace mucho tiempo que tu opinión me resulta indiferente.
—No, tú no eres más que una recompensa adicional. Tengo asuntos importantes que tratar con altos dignatarios de Lebannan, asuntos que podrían cambiar el curso de la historia. Pero eso a ti ya no te incumbe, ¿verdad? —Caminó despacio en torno a mí, mientras sus compañeros me cerraban el paso, por si se me ocurría escapar—. Pensaba que a estas alturas ya estarías muerto. Pero hete aquí, todavía entero, aunque dé asco hasta mirarte.
—El sentimiento es mutuo —apostillé.
Me agarró con fuerza de la mandíbula, clavándome los dedos y atrayéndome hacia él. Tuve que recordarme a mí mismo una de las lecciones de Blazh: muéstrate más débil de lo que eres. Ninguno de aquellos matones tenía ni idea de lo que era capaz de hacer, para ellos no había cambiado nada desde la última vez que me habían visto. Y mientras así fuera, yo jugaba con ventaja.
—Sigues tan arrogante como siempre —escupió con desprecio, apretando más mi rostro entre sus dedos—. ¿Sabes cuántas veces he querido arrancarte esa lengua viperina que tienes? Estaba harto de fingir que sentía algún aprecio por ti, no te soporto desde que éramos críos. Siempre tenías que tener la última palabra, todos te adoraban por ser el único heredero de la casa Brandearg y su inmensa fortuna. Pero ahora no eres nada. ¡Menos que nada! Ahora puedo hacer lo que quiera contigo.
—Eso será si yo te lo permito —repliqué, apartando su mano de mi cara. Su risa sonó desagradable. Le hizo un gesto a Findlay, que al momento sacó su espada y me puso el filo en la garganta.
—¿Por qué no le cortas la lengua, Adel? —sugirió Findlay—. Así dejaría de hablarte de ese modo.
—A lo mejor te cedo ese placer, Find. Sé que tú también tienes ganas.
Hubert se adelantó un poco, con la cabeza gacha y una mirada llena de congoja. Cuando habló, lo hizo con voz apocada.
—Deberíamos dejarlo, alguien podría vernos.
Adelbert le dio un manotazo en la nuca que resonó en el callejón.
—¡Cállate, idiota! Para eso estás tú aquí, para vigilar por si viene alguien. Además, a nadie le importa lo que le pase a un sinsangre. —Se volvió hacia mí, todavía molesto por la interrupción—. Podría convertirte en mi esclavo si quisiera. Eso estaría bien, verte arrastrado por los suelos cumpliendo todos mis caprichos… ¿no te gustaría, Find?
—Claro.
—Te recuerdo que soy un hombre libre —le advertí.
—¿Y eso qué importa? ¡No eres nadie! —gritó enervado—. No puedes desobedecer la orden de un noble, si te reclamo para mí, nadie va a impedírmelo. Negarte a obedecer es quebrantar la ley, irías a la horca por ello. Tú sabes mejor que nadie cómo funciona esto. Pero descuida —añadió, con un tono más suavizado—, aunque sea una idea deliciosa, es un riesgo que no estoy dispuesto a correr.
Con movimientos lentos y artificiosos sacó una daga de su cinto, restregando un pañuelo por el filo para darle brillo. Después jugueteó con ella, pasándola de mano en mano mientras hablaba.
—Creí que me iba a costar mucho más deshacerme de ti, pero me has puesto las cosas muy fáciles. Primero caíste en mi trampa con esa putita barata de la Academia, fue tan sencillo poner a todo el mundo en tu contra… y tú ayudaste con esa actitud petulante que tienes. Luego conseguiste que Lord Hendrick te repudiara. —Se echó a reír—. ¡No sé cómo lo hiciste, pero fue soberbio! Estuve semanas agradeciendo a los dioses que me brindaran tal oportunidad. Que te expulsaran de la Academia fue la cúspide de mis expectativas, aunque si no fueras tan inútil me habrías quitado de encima a ese héroe de pacotilla. En fin, no se puede tener todo.
—No veo en qué te afectan a ti esos sucesos.
—Oh, me afectan mucho más de lo que crees. —En su rostro se dibujó una sonrisa sardónica que le daba un aspecto amenazante—. ¿Sabes? Ser el heredero de Klingfort nunca fue suficiente para mí. Tú te quedaste con lo mejor de la familia: un condado más grande, un apellido de gran prestigio, riquezas incalculables… Todo eso sería mío si tú no hubieras nacido. Eras el único que se interponía en mi camino a la grandeza. De no ser por ti, cuando Lord Hendrick y su esposa fallecieran, tendrían que dejar su herencia al pariente más cercano. Lady Alaine no lo reclamaría, está demasiado ocupada con sus propios dominios en Therion, y nunca ha puesto interés en Brandorf. El tío Harold lleva décadas desaparecido. Staniel fue un paria, un traidor y un desertor, que ahora alimenta a los gusanos. Lógicamente, mi madre sería quien heredara todo y ella con gusto me lo cedería a mí, su primogénito.
Hizo una pausa, paseando con desenfado mientras se pavoneaba con su daga.
—Antes de que todo se precipitara, tenía puestas mis esperanzas en casarte con la estúpida de mi hermana —continuó—. No era la mejor solución, pero al menos así tendría acceso a tus posesiones. Ella bebía los vientos por ti, así que no necesité convencerla. Te habría casado con ella y, poco a poco, me habría ido apropiando de todo, hasta que pudiera librarme de ti. Pero el bastardo de tu padre no quiso ni considerarlo. Suerte que tú solucionaste el problema, dejándome vía libre para llevar a cabo mis planes. Muy pronto me convertiré en el conde de Klingfort y Brandorf, y seré uno de los señores más poderosos de Celiras. Pero no pienso quedarme ahí, oh no, voy a ser alguien grande, muy grande. Lo que estamos fraguando ahora mismo cambiará Celiras para siempre.
—Hay algo con lo que no has contado, Adelbert. Ahora tengo un hermano. Será él quien herede Brandorf, no tú.
Findlay se echó a reír, intercambiando una mirada de complicidad con Adelbert.
—Eso no será un problema, Will. Los niños tienen accidentes.
Lo que implicaban sus palabras me hizo enojar, aunque no tuviera ningún aprecio por mi hermano. Me lancé hacia delante con ánimo de sacudirle, pero la espada de Findlay apoyada en mi cuello me hizo desistir.
—Será divertido. Puedo juguetear con él como hice con esa putita de Keithe. ¿Te acuerdas de ella? —siguió provocándome—. Era una preciosidad. Y su sangre brillando sobre la nieve era más preciosa todavía.
Abrí los ojos con sorpresa.
—Fuiste tú —dije en un susurro—. Tú la mataste.
—¿Cuánto tiempo te ha costado llegar a esa conclusión? —dijo burlón—. Ella se lo buscó. Iba por ahí coqueteando con todos, enseñando las tetas a cualquiera, excepto a mí. Esa noche me había puesto caliente durante la cena, pero decidió irse contigo, por supuesto. Tú siempre las camelabas a todas. Así que os vigilé, esperé pacientemente a que te largaras y entonces la abordé. Solo quería follar con ella, no creo que fuera tanto pedir. Pero se negó. ¡Se negó! —gritó a viva voz—. ¿Te lo puedes creer? ¡Ninguna ramera barata me desprecia! Hice lo que tenía que hacer: enseñarla a obedecer a su señor. La muy zorra intentó resistirse, tuve que apretarle el cuello para que no gritara. Y eso me excitó todavía más. Ya que estaba, se me ocurrió que podía ir un poco más lejos.
Se acercó a mí, jugueteando con el filo de su daga. La deslizó por el lateral de mi cara y después por mi cuello, hasta llegar al hombro.
—Ya lo había hecho antes, con animales. Los cazaba, los abría en canal o los despellejaba, y observaba cómo morían. Era muy divertido. Pero con una persona es mucho mejor. Cuando vas cortando poco a poco y ves la desesperación en sus ojos y oyes sus gritos ahogados pugnando por salir… —Cerró los ojos, saboreando esa memoria—. Es tan placentero. Con Keithe me dejé llevar, desaté sobre ella mi furia por todos los desaires que esas putas me mostraban a diario. Y cuando la vi allí, tirada sobre la nieve con la cara destrozada y la sangre cubriéndolo todo, fue sublime. Pero no podía ensuciar mi nombre, por alguna razón esos actos se consideran despreciables. —Hizo una mueca—. Por eso te eché las culpas a ti. Al fin y al cabo, todo estaba en tu contra, no podía haberlo planeado mejor.
—No eres más que una sabandija cobarde, Adelbert.
Su boca se torció en una sonrisa desdeñosa, dejando entrever sus incisivos. Volvió a tomarme del mentón, levantó mi cabeza y paseó el acero por mi piel.
—Esos modales —me reprendió—. Findlay, ve a vigilar que nadie nos interrumpa, no me fío de Hubert.
Findlay le obedeció al momento, apartando la espada. Adelbert se inclinó sobre mí.
—Te voy a hacer lo mismo que le hice a ella —susurró con deleite—. Y si me pillan, bastarán unas cuantas monedas para pagar por tu miserable vida. Ya me las cobraré de la sustanciosa herencia de tu familia. Llevo tanto tiempo esperando este momento que no sé ni por dónde empezar a cortar.
—Te ahorraré el esfuerzo de pensarlo.
Le agarré ambos brazos, al tiempo que levantaba mi rodilla para asestarle un golpe en el vientre. Cuando se inclinó hacia delante, aproveché para torcerle la muñeca con la que sostenía la daga. La cogí antes de que cayera al suelo.
A pocos pasos de distancia, Hubert y Findlay nos miraban embobados. El primero tenía demasiado miedo para hacer nada, pero el otro no dudó en lanzarse hacia delante, espada en mano, para defender a su amigo. Dejé a Adelbert a un lado; estaba bastante ocupado retorciéndose de dolor. Esquivé con facilidad las estocadas de Findlay. Mi nuevo mentor me había enseñado muy bien. Los movimientos de mi rival, que antes me habían parecido tan precisos, se me antojaban ahora torpes y lentos. Con la daga que le había arrebatado a Adelbert como única defensa, frené sus mandobles, apartando la hoja de su espada con indiferencia mientras le hacía retroceder. Cuando le tuve acorralado contra la pared, le agarré del pelo con mi mano libre y le estrellé la cara contra el muro. Findlay soltó un alarido y dejó caer su espada. Se llevó ambas manos a su nariz sangrante, que debía haberse roto con el impacto.
—¡Maldito hijo de puta! —exclamó Adelbert a mi espalda.
Había desenfundado su espada y la alzaba por encima de la cabeza, con la intención de dejarla caer sobre mí. Me agaché y salté a un lado, justo a tiempo. El acero rebotó contra una piedra, con un ruido metálico. Rodé por el suelo y, con el impulso, me levanté de nuevo. Adelbert gritó con frustración y se lanzó hacia mí como un enajenado. Tenía el rostro congestionado por la rabia. Esquivé el filo de su espada inclinándome hacia atrás, la punta surcó el aire a poca distancia de mi cara. Antes de que terminara de trazar el arco, giré la daga en mi mano y le asesté un tajo en el brazo izquierdo.
—¿¡Cómo te atreves!? —chilló Adelbert—. ¡Te voy a despellejar por esto! ¡Voy a disfrutar arrancándote la piel a tiras hasta que me supliques que te mate!
Casi no podía reconocer al individuo sádico y cruel que tenía delante. Era una avalancha de odio y rencor, acumulados con el paso de los años. Me costaba encontrar en él alguna reminiscencia de la persona que había conocido en mi infancia.
Barría el aire con su espada, con movimientos bruscos y violentos ensalzados por la cólera. Yo me limitaba a esquivarlos, ya fuera saltando o apartándome de su trayectoria, para después abrirle una nueva herida con la daga, lo que le hacía enfurecer todavía más. Pero sabía que tenía que poner fin a ese juego lo antes posible. Adelbert me la tenía jurada, no iba a darse por vencido hasta tenerme a su merced, y eso era algo que no podía permitirle.
—¡Deja de huir como un cobarde! —exclamó por encima del silbido del acero—. Solo estás aplazando lo inevitable, vas a acabar igual que esa zorra de Keithe.
—Si hay una cosa que puedo asegurarte es que no vas a hacerle a nadie más lo mismo que le hiciste a ella —dije amenazante.
Tomando con ambas manos la empuñadura, hizo girar su espada y se abalanzó contra mí. Me dejé caer hacia delante para esquivarlo y, sujetando con firmeza la daga, se la clavé en la ingle, deslizándola de través hacia abajo hasta llegar a su miembro. El alarido que brotó de su garganta habría podido alarmar a la ciudad entera. Eché la mano hacia atrás, extrayendo la hoja, y la sangre empezó a manar de la herida. Adelbert se derrumbó al instante y, una vez en el suelo, se dobló sobre sí mismo, agarrándose con fuerza la entrepierna entre estertores de dolor y gemidos.
—Inténtalo ahora —escupí con desprecio.
Dejé caer la daga ensangrentada delante de él. Tenía los ojos tan apretados que dudo que se percatara. Su voz deformada por el dolor repetía de forma desmañada un sinfín de insultos, entre sollozos. Al otro lado de la calle, sus amigos observaban la escena horrorizados. Hubert echó a correr torpemente calle arriba, gritando a viva voz.
—¡Guardias! ¡Ayuda! ¡Guardias!
No estábamos lejos de la Avenida Real. Entre los clamores de alarma de Hubert y los aullidos agónicos de Adelbert, la gente acudiría a curiosear enseguida. Si las autoridades me encontraban allí, estaría perdido. Había atacado a un noble. Me colgarían sin ofrecerme siquiera un juicio. Eché a correr en dirección contraria. Atravesé lo más rápido que pude la red de callejones que se extendía en todas direcciones, evitando a los escasos viandantes que se interponían en mi huida. Cuando me detuve a descansar ya estaba muy lejos de donde todo había ocurrido.
No podía dejar de darle vueltas a la cabeza, pensando en lo que acababa de hacer. Podía haber optado por escaparme de ellos sin más, en vez de arriesgarme a ser acusado de agresión en una ciudad en la que se tomaban muy en serio ese tipo de afrentas, al menos cuando las víctimas eran de buena familia. Incluso matarlos a los tres para que no hablaran habría sido una mejor alternativa. La herida que le había infligido a Adelbert era severa, además de terriblemente dolorosa; era probable que muriera desangrado antes de que pudieran atenderlo. Pero Findlay y Hubert habían sido testigos y harían todo lo posible por llevarme ante la justicia.
Me tranquilizó recordar que ellos no sabían nada de la persona en la que me había convertido, lo que incluía mi nueva identidad. Aunque dieran mi nombre a las autoridades, nadie en Lebannan lo asociaría conmigo. El único que conocía mi pasado era Blazh. Tan solo contaban con la descripción de mi apariencia para buscarme entre cientos de personas. Si me las apañaba bien, tal vez conseguiría despistarlos.
Sin darme cuenta, mis pasos me habían llevado al edificio donde residía Blazh, tal vez porque sabía que nadie más podría ayudarme. Subí las escaleras casi corriendo y, al llegar a la puerta, llamé con contundencia. Blazh tardó en abrir. Cuando lo hizo, en su rostro se dibujó la sorpresa, para después dejar paso a un gesto de completo enojo.
—¿Qué estás haciendo aquí? —susurró con voz grave, echando un rápido vistazo a un lado y otro del pasillo.
Me cogió de la solapa y tiró de mí hacia dentro de la habitación. Cerró de golpe la puerta. Se volvió a mirarme con rabia encendida en los ojos.
—Blazh, tengo algo que contarte…
—¿Que has cometido la imprudencia de herir a un noble?
Fruncí el ceño, un poco impresionado.
—¿Cómo sabes eso?
—¡En esta ciudad no pasa nada sin que yo lo sepa! —levantó la voz, asestando una patada a una de las sillas, que salió rodando por el suelo—. De todas las ideas estúpidas que has tenido desde que te conozco, esta es la peor. ¿En qué estabas pensando?
Hasta entonces, nunca le había visto tan enfurecido. Tenía la frente crispada, la piel enrojecida, en el cuello asomaban las venas a flor de piel.
—¡No tienes ni idea de lo que has causado! —Se pasó ambas manos por el escaso pelo de su cabeza—. Las repercusiones de tus actos van a echarlo todo por tierra.
En algo tenía razón: no sabía de qué estaba hablando y mucho menos la razón por la que estaba reaccionando así. Me adelanté con ánimo de explicarme.
—Intentó matarme. ¿Qué podía hacer, si no defenderme? Es lo que siempre me aconsejas, que no permita que nadie me agravie impunemente.
Levantó una mirada cansada hacia mí, ladeando la cabeza con lentitud.
—Te enviarán a la horca por esto —señaló con voz pausada—. Has dejado testigos con vida, irán a por ti. ¡Y se te ocurre la brillante idea de venir aquí! —fue levantando la voz a medida que hablaba—. ¡Te estarán buscando por toda la ciudad, maldita sea! ¿Y si alguien te ha visto entrar?
—He tenido cuidado de que nadie me viera.
—¡Claro! ¡Igual que el cuidado que has tenido de seguir mis instrucciones cuando te dije que no llamaras la atención!
—¿Habrías preferido que me hubiera dejado matar?
—¡Sí, maldición, hubiera sido preferible!
Cerré los puños y apreté los labios con fuerza, tragándome las ganas de replicarle. Cada vez que empezaba a sentir algún aprecio por él se portaba como un cretino sin escrúpulos.
—Hice lo que tenía que hacer. Nadie sabe quién soy, bastará con que me esconda un tiempo, hasta que dejen de buscarme.
Blazh parecía demasiado ocupado con sus propios pensamientos para prestarme atención. Se paseaba intranquilo por la sala, frotándose la cabeza de vez en cuando. Al cabo de un rato, levantó la vista y me miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué haces todavía aquí? No quiero que nadie asocie los hechos ocurridos conmigo, perderé mi clientela si creen que tengo algo que ver con un ataque como ese. ¡Largo de aquí!
—¿Y a dónde se supone que voy a ir?
—¡Eso debiste pensarlo antes de intentar castrar a un conde a plena luz del día, por todos los dioses! —Dio un par de patadas más a la silla tirada en el suelo—. Tengo mucho en que pensar y tú tienes un problema que resolver. Sal y soluciónalo, no me importa cómo. Que no se te ocurra volver a presentarte ante mí sin haber resuelto esto.
Dejé escapar un resoplido frustrado. Saqué de mi jubón las hierbas de ajenjo que había ido a recoger para él esa tarde y las arrojé sobre la mesa. Crucé la habitación, pero antes de que pudiera abrir la puerta, él me lanzó algo, que cogí al vuelo. Era su capa.
—Procura que nadie te reconozca —ordenó—. Recuerda lo que te he enseñado sobre camuflaje. Prudencia, sigilo, y sobre todo…
—No te fíes de nadie. Sí, lo sé.
—Bien, pues que no se te olvide. Soluciona el problema.
Me envolví con la capa y salí al exterior. La luz empezaba a amainar y yo no tenía claro a dónde podía dirigirme. Me ajusté la capucha, poniendo extrema atención a todo cuanto me rodeaba. La mayoría de las conversaciones que se escuchaban en la calle aludían al altercado. Agudicé el oído, por si había algo que sus cuchicheos me pudieran aportar. Pero, por el momento, lo único que el populacho sabía era que un sinsangre había atacado a un grupo de nobles y había herido de gravedad a uno de ellos. Supuse que todavía estaba a tiempo de acercarme a la hostería donde me alojaba. Podían pasar horas hasta que la Guardia hiciera pública la descripción del agresor, unas horas preciosas que no debía desperdiciar.
Cuando llegué a la hostería, los pocos congregados que había en la sala no hablaban de otra cosa. Al otro lado de un pequeño mostrador, el dueño del local me saludó con un gesto de cabeza.
—¿Te has enterado de lo que ha pasado en la Plata? —me preguntó, aludiendo al nombre con el que se conocía a esa zona de la ciudad—. Le han metido una buena cuchillada a uno de esos señoritingos estirados de provincias.
—Algo he oído —dije con cautela. Los ojos del casero y de sus clientes estaban fijos en mí.
No podía evitar sentirme acorralado. Quizá estar tanto tiempo con Blazh me había vuelto tan maníaco como él. Tenía la sensación de que todos ellos sabían de mi culpabilidad y trataban de hacerme confesar.
—Ahora están buscando al que lo hizo —añadió, sin apartar sus ojos oscuros de mí—. Si lo pillan, lo colgarán seguro.
—O algo peor —dijo otro de los presentes—. Igual lo descuartizan o usan la Rueda con él. Eso estaría bien, hace tiempo que no vemos un espectáculo así.
—Pues por lo que a mí respecta, espero que no le echen el guante —replicó el casero—. Seguro que ese noble de mierda se lo había buscado. Vienen aquí creyéndose dioses, dando órdenes y robándonos el sustento, se saltan las leyes y viven en la abundancia sin mover nunca un dedo. Y mientras tanto, el pueblo se muere de hambre. Perdemos a nuestros familiares por la guerra que ellos provocan y no podemos ni quejarnos. Ojalá Sinemé se los llevase a todos.
Los otros asintieron con vehemencia. Ya había escuchado esas mismas palabras muchas veces; la opinión que los más desfavorecidos tenían sobre la nobleza no era nada agradable. Hasta mi caída en desgracia, jamás se me habría pasado por la cabeza que el pueblo guardase tanto rencor hacia sus señores. Estar en su misma posición me permitía entender las razones de ese resentimiento, pero no por ello me sentía cómodo al escuchar su desprecio. Al fin y al cabo, yo seguía siendo noble de nacimiento, aunque careciera de título. No pertenecía a su mundo. Y vivir entre ellos no había acrecentado el poco aprecio que les tenía, los viejos hábitos son difíciles de cambiar.
Subí las escaleras hacia mi habitación, huyendo de la conversación. El dueño no me quitaba el ojo de encima, parecía que supiera lo que le estaba ocultando. Si así era, no se mostraba dispuesto a traicionarme, pero no podía correr el riesgo. Tenía que hallar un refugio más seguro.
Lo primero que hice al llegar a mi cuarto fue coger un cuchillo afilado y cortarme el pelo con él. Después, me apliqué una pasta de alheña que días atrás había conseguido sustraer de la tintorería en la que trabajaba. Allí la utilizaban para teñir las sedas más caras, se hacía con una hierba venida de Kalavia que sus moradores usaban a menudo para pintar el cabello o la piel. Cuando la retiré, mi pelo había quedado oscurecido y con un tono algo rojizo. Con suerte, eso evitaría que me asociaran con el hombre al que estaban buscando.
Tomé algunas armas y alimentos, y oculté el resto de mis pertenencias bajo una tabla suelta en el suelo, por si mi regreso debía demorarse. Después salí por la ventana, para que nadie en la hostería supiera que había escapado de mi cuarto. Descendí por la fachada, apoyándome en las cornisas y en las piedras que sobresalían, hasta llegar al patio colindante.
Oculto bajo la capa, me moví entre la gente de los bajos fondos, que compartían sin cesar la anécdota del día. Cerca del lago encontré al grupo de niños a los que había ayudado en el pasado a cometer pequeños delitos. Ofrecí a uno de ellos, al que consideraba más fiable, unas monedas a cambio de que acudiera a la tintorería e informase a maese Arold de que había contraído unas fiebres y me veía forzado a ausentarme por unos días. Esperaba que la excusa sirviera para no perder el puesto que tanto esfuerzo me había costado conseguir.
Con todos mis asuntos zanjados, solo restaba encontrar un lugar donde refugiarme hasta que pasara la tormenta. Y ya tenía claro cuál sería el más apropiado: la ciudad subterránea. Allí nadie me delataría, era una de las muchas normas incluidas en el pacto del que Daintha me había hablado. Recité a una docena de personas la frase que debía desvelarme la seña para entrar, recibiendo un sinfín de respuestas dispares, algunas de ellas poco agradables, hasta que por fin un pordiosero me respondió:
—Lo siento, hermano, no puedo darte santuario.
Le di las gracias y encaminé mis pasos hacia una de las entradas, expuse la contraseña al guardián y este me dio acceso a la escalera que bajaba al subsuelo. Una vez allí, no fue difícil encontrar un rincón donde guarecerme.
Había una razón de peso para que solo los más desesperados se atreviesen a vivir en aquel lugar. Era oscuro, húmedo y gélido, un agujero lleno de ratas en el que era fácil perderse y que corría el riesgo de derrumbarse en cualquier momento. Las estrechas calles estaban salpicadas de cadáveres en diferentes estados de descomposición. Los enfermos se hacinaban contra las paredes. Los habitáculos eran más parecidos a bodegas abandonadas que a viviendas. Pero era seguro para quien huía de la justicia, más que cualquier otro lugar en la Ciudad del Paso.
Permanecí varios días allí, emergiendo de vez en cuando para comprobar cómo estaban las cosas. En la superficie, mi contacto con el resto de la gente se limitaba a escuchar sus habladurías. Estas variaban considerablemente a lo largo del día, los hechos acontecidos se narraban como si se tratara de un cuento cuya versión cambiaba dependiendo de quién lo contara; tan pronto había un noble herido como media docena de muertos, tan pronto le había atacado un sinsangre como un karg bajado de las montañas. Durante días, les escuché hablar de la búsqueda infructuosa de la Guardia Real, hasta que una mañana las conversaciones se caldearon con la noticia de que habían encontrado al culpable.
Al principio pensé que era otra invención más de sus mentes ávidas de cotilleos, pero, a medida que la novedad pasaba de boca en boca, iba cobrando más fuerza. Llegué a pensar que se trataba de una estratagema para hacerme salir y echarme el guante. La noticia se propagó veloz. Al llegar la tarde, un grupo de gente se reunió a la sombra de la cárcel que cortaba la Avenida Real en dos, conocida como Agujero de los ladrones, donde supuestamente estaba retenido el agresor. Enfrente estaban levantando un cadalso para la ejecución que se celebraría al día siguiente.
Me recluí en la ciudad subterránea hasta el momento en que los tambores que anunciaban el ajusticiamiento empezaron a retumbar en la superficie. Movido por la curiosidad, salí al exterior, bien cubierto por mi capa, y me deslicé entre la multitud que acudía a observar el evento.
El patíbulo estaba colocado en mitad de la Avenida Real. A su alrededor, cientos de curiosos observaban con atención, llenando la calle hasta donde alcanzaba la vista. En la plataforma habían levantado una sola horca, de la que ya colgaba el nudo, esperando a su víctima. Ante el clamor de hombres, mujeres y niños, las puertas de la prisión se abrieron. La Guardia Real avanzó y apartó a los congregados para formar un pasillo por el que pudieran pasar el preso y la escolta que lo acompañaba hasta el cadalso. Desde donde yo estaba no se veía más que una silueta que desaparecía entre cabezas, barrigas y brazos.
Subieron al condenado a la plataforma y, una vez allí, uno de los guardias leyó los cargos que pesaban contra él. Contemplé con atención a la persona que habían apresado en mi lugar; era un chico joven, muy parecido físicamente a mí. Tenía el cabello rubio, un poco más oscuro que el mío, y nuestras facciones eran similares. Parecía algo más bajo que yo y estaba desnutrido, pero cualquiera que no me conociera bien podría habernos confundido. ¿Era posible que Findlay y Hubert se hubieran equivocado al reconocer al preso? Hacía muchos años que no me veían y yo había cambiado.
El guardia terminó de leer los cargos, momento que la multitud aprovechó para vociferar obscenidades e insultos. El verdugo empujó al muchacho hacia la horca, desoyendo sus súplicas y sus clamores de inocencia. Le colocó el nudo alrededor del cuello, mientras la muchedumbre enloquecía y yo observaba impotente lo que podía haber sido mi final. Sentía lástima por él, estaba pagando por un crimen que no había cometido. Pero no moví un dedo por evitarlo. Era él o yo, y ante ese dilema siempre escogería salvarme.
Un golpe seco, una caída, y en pocos segundos todo había acabado. La gente vitoreó satisfecha. Durante las siguientes horas, el ejecutado permanecería colgando del cuello a merced de los habitantes de Lebannan, que practicarían todo tipo de vejaciones con el cadáver. Después clavarían su cabeza en una pica y la expondrían en lo alto de la Puerta de la Plata, como advertencia para aquellos que pensaran en repetir tamaña infracción. Así eran las cosas en aquella ciudad en la que la ley se servía dependiendo de quién la reclamara.
No sabía si Adelbert había sobrevivido a sus heridas, pero me consolaba pensar que seguir vivo sería peor tormento para él. Su virilidad no la podría salvar nadie. Después de la ejecución, no volvió a hablarse del asunto, ni tuve noticias sobre el paradero de ninguno de ellos. Las aguas se habían calmado con la muerte de un inocente y el mundo seguía su curso para quienes permanecíamos en él.