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Sangre sobre la nieve

El tiempo no cura las heridas, pero sí consigue debilitarlas hasta que solo queda de ellas una marca molesta que todavía escuece, pero no duele con la misma intensidad que antes. No obstante, hay heridas que insisten en abrirse de vez en cuando y sangran tan profusamente como la primera vez. Son traicioneras, porque consiguen que te olvides de ellas y creas que se han cerrado para siempre, cuando en realidad solo están esperando a que bajes la guardia. Casi todas ellas están impregnadas con el veneno del amor.

Mi pugna por apartarme de Leena no estaba saliendo como esperaba. El deseo que sentía por ella no desaparecía al distanciarme, al contrario, se volvía más urgente y lacerante. Temía, sin embargo, que tenerla delante sería más de lo que podría soportar. Con el paso de los días, fui buscando la forma de no coincidir con ella en ningún lugar. Quería reunir fuerzas para enfrentarme a su presencia.

Estar con otras mujeres ayudaba, aunque todas ellas eran un simple sustituto temporal de mi afecto por Leena. Seguía viéndola a ella en sus rostros, seguía soñando despierto que era a ella a quien besaban mis labios. Pero la buena disposición de esas muchachas aliviaba la tensión y el malestar, y ellas parecían disfrutar de mi compañía, ajenas a lo que pasaba por mi mente.

Shay siempre estaba disponible para un encuentro casual; en su cultura, las relaciones fuera del matrimonio eran algo habitual y carente de importancia. Ella se acostaba con quien quería, sin pensárselo dos veces. Las doncellas nobles o pertenecientes a familias adineradas solían buscar otra cosa de mí. Mi título y mis riquezas eran mayor tentación para ellas que mis palabras y mis regalos; si quería conquistarlas, siempre reclamaban algún tipo de compromiso. Pero pronto pude comprobar que no todas eran tan exigentes. Por otro lado, las sirvientas agradecían cualquier tipo de atención por parte de un noble y eran mucho menos recatadas. Ellas mismas se ofrecían en cuanto les dirigía la más leve insinuación. Esperaba que alguna de aquellas muchachas pudiera hacerme olvidar lo que sentía por Leena.

Por desgracia, evitar a alguien no resulta fácil sin contar con su aprobación, llega un momento en que esa persona te acaba encontrando. Un buen día, Leena me vio practicando el lanzamiento de cuchillos. Antes de que me diera cuenta de su presencia, la tenía delante de mí. Y parecía bastante enfadada. Se quedó mirándome con gesto irritado, con los brazos cruzados sobre el pecho y el ceño fruncido. En cuanto abrí la boca para decir algo, me interrumpió.

—¿Te parece bien ignorarme de esta manera? —dijo en tono severo.

—No te estoy ignorando —repliqué, vacilante.

Volvía a sentirme como si estuviera a punto de ahogarme. Tenerla delante después de tantos días no hacía más que reafirmar mi deseo por ella. Seguía siendo tan preciosa como la recordaba, seguía consiguiendo que el corazón me latiera enloquecido con solo escuchar su voz.

—Sí, claro que lo estás haciendo. Me estas evitando. Cada vez que me acerco a ti, miras a otro lado y te marchas —me recriminó con firmeza. Tenía razón, no podía negárselo. Aparté la mirada, sintiendo un dolor sordo al hacerlo—. ¿Por qué? ¿Qué he hecho para merecer tal trato?

Cada palabra era un latigazo, intenso, mordiente como hierro al rojo.

—Leena, te equivocas. He estado ocupado, eso es todo.

—¿Ocupado con Odeil Haveron, tal vez? —Había un matiz de acusación en su voz—. No hace más que presumir sobre la relación que tiene contigo. ¿Es esa la razón por la que ya no quieres verme? ¿Acaso ella te lo ha exigido?

—¿Qué? ¡No, claro que no! —Esa bocazas de Odeil… si ni siquiera había llegado a tocarla—. No sé qué es lo que ha ido contando por ahí, pero no hay nada entre nosotros.

—¡Pues ayúdame a entenderlo! Creía que éramos amigos y de repente me encuentro con que no quieres saber nada de mí, te apartas cuando me ves y no me das explicación alguna —me amonestó—. Te necesito, Will. Te echo de menos.

—Leena, yo… no sé cómo…. No es lo que piensas… —Las palabras me pesaban en la boca, sonaban confusas, vacilantes. No encontraba la forma de explicarme.

Por su rostro cruzó un gesto de determinación, mezclado con pesadumbre. Cuando habló, su voz sonó cortante como un témpano de hielo.

—Si tan poco te importa nuestra amistad, tal vez sea mejor que me vaya.

—¡No! —grité al verla alejarse. Mi mano se disparó hacia su brazo y lo sujetó con firmeza, reteniéndola. Durante ese instante había tenido miedo, genuino e intenso. Miedo de perderla y no volver a verla nunca más. A pesar de que estuviera con Mareck, a pesar de cuánto me dolía saberlo, a pesar de todos mis intentos por apartarme de ella, me aterraba pensar que jamás volvería a ver su sonrisa—. ¡Lo siento! —dije de forma ansiosa y desesperada—. Lo siento, lo siento, lo siento. No volverá a ocurrir. Por favor, no te vayas.

Su mirada se suavizó. Dejó escapar un suspiro. Parte de la tensión que flotaba en el aire se relajó, pero yo seguía sujetándola; temía que si soltaba su mano ella se alejaría para siempre.

—Está bien —dijo con calma—. Pero al menos dime por qué te comportas así. Dime la verdad.

Ni que fuera tan sencillo. Si le decía la verdad, lo que había entre nosotros podía cambiar para siempre. Tal vez fuera ella misma la que decidiera distanciarse de mí, con la excusa de evitarme problemas. Y ya me había quedado claro que eso era lo último que quería. Si Leena no podía ser mía, prefería que las cosas siguieran como hasta entonces. Tomé aire.

—Necesitaba estar solo. Esta situación en el sur está afectando a mi familia, me preocupa lo que pueda pasar. Las noticias que me llegan de ellos no son nada alentadoras. —Una vez comencé a hablar, la mentira salió con fluidez. Después de todo, algunas de esas cosas eran ciertas, adornadas y exageradas para justificar mis actos—. Son demasiados asuntos en los que pensar. No tenía ganas de hablar con nadie sobre ello, por eso he estado apartado. Eso es todo.

Me lanzó una mirada incisiva, como escrutando cuánto de cierto había en mis excusas.

—Deberías habérmelo contado antes. Te equivocas al pensar que no te ayudaría hablar de tus problemas. Aislarte no es la solución —me regañó.

Al menos, la mentira había surtido efecto. Su gesto de enojo había cambiado por uno de afecto compasivo. Me abrazó y yo me aferré a ella como si fuera el último tablón de un navío a punto de hundirse. Cerré los ojos, saboreando la sensación de tenerla entre mis brazos. Me tenía atrapado en una red, por más que me resistiera e intentara escapar solo conseguiría enredarme más. No valía la pena insistir, me conformaría con esos escasos momentos de aprecio. Aunque fingir que no sentía nada por ella iba a ser una ardua tarea.

Irónicamente, recibí una carta de mi familia aquella misma tarde. En ella, el maestre Gerland me ponía al corriente, de forma general y escueta, sobre cómo iba todo en Brandorf: desde el estado de salud de mi madre, cuyo embarazo avanzaba con normalidad, hasta la estancia de mi tía y primos en nuestros dominios. Todo parecía desarrollarse sin novedad. Para mi sorpresa, una misiva de mi padre acompañaba a la anterior. Sus palabras eran frías y directas, como era habitual. Me informaba de que habían llegado a su conocimiento los sucesos de la batalla de Pradoseco y me reprochaba que no hubiera estado presente para mejorar el prestigio de mi nombre. Continuaba con una retahíla de razones por las que se sentía disgustado conmigo y mi falta de progresos. Leerla me dejó un sabor amargo en la boca.

Junto a ambas cartas, había otra para Adelbert, de parte de su familia. La llevé conmigo cuando nos reunimos esa noche en la cena, para entregársela. No hizo comentario alguno sobre su contenido, aunque supuse que no se trataría de nada importante.

Keithe se encargó de servir nuestra mesa, para deleite de nuestros ojos. Llevaba puesta una camisa fruncida y un corpiño que levantaba sus grandes senos, permitiendo que asomaran por su escote. Cada vez que se inclinaba nos ofrecía un buen panorama. Hubert se ruborizaba siempre que lo hacía. Keithe me lanzó unas cuantas miradas alentadoras, acompañadas por su bonita sonrisa, y le seguí el juego durante toda la noche.

—Os vais a comer con los ojos —advirtió Findlay, divertido.

—Voy a hacer algo más que eso —comenté con picardía, sabiendo que ella nos estaba escuchando. Jugueteó con su lengua entre los labios como respuesta, antes de marcharse a atender otras mesas.

—Podrías dejar algo para los demás —protestó Adelbert en cuanto la chica se fue.

No le di mucha importancia, Adelbert se había estado comportando de forma fría desde hacía un tiempo. Yo lo achacaba a la situación por la que estaba pasando su familia.

Al salir del salón después de la cena, nos dirigimos a nuestras dependencias. Keithe nos salió al paso cerca de las cocinas. Tenía las lazadas de su camisa ligeramente abiertas y una sonrisa traviesa asomando a sus labios. Me hizo señas para que fuera con ella.

—Seguid vosotros. Os alcanzaré después —les dije a mis amigos, apartándome del grupo. Findlay y Hubert sonrieron con camaradería, pero Adelbert volvió a mostrarse molesto.

Aunque ellos no lo sabían, yo ya había estado otras veces con Keithe. Era una muchacha preciosa, con unas curvas deliciosas y una larga melena oscura que parecía de seda entre los dedos. Además era muy dulce. Con ella me deleitaba en las caricias y las palabras susurradas al oído, sus labios eran como mariposas flotando sobre mi piel. Y nuestros encuentros siempre tenían el aliciente de lo prohibido. A ella no la permitían intimar con los discípulos, de modo que teníamos que escondernos y dar rienda suelta a nuestros deseos de forma silenciosa y reservada.

Cuando estuvimos satisfechos, seguimos hablando y riendo en voz baja, para no atraer la atención de los otros sirvientes y de la jefa de cocina, cuyo mal genio la precedía. Al oír pasos, nos escabullimos al exterior, todavía a medio vestir.

—Si nos ven aquí, me mandarán azotar —dijo ella en voz baja, entre risas.

—Tranquila, no nos han visto.

—Tengo que volver adentro, aún tengo tareas por hacer.

—Pues no te demores más —dije mientras cerraba la delantera de mi camisa—. No me gustaría que marcasen esa piel tan suave que tienes. Ya nos veremos.

Se alzó de puntillas para depositar un beso suave y dulce en mis labios, antes de volver adentro. Me encaminé hacia las dependencias de los discípulos, contento y satisfecho. Ni siquiera me sentía cansado. Todavía no era muy tarde, la sala común tenía todas las luces encendidas. Justo antes de entrar, recordé que aún tenía que responder a la carta que me había enviado mi padre.

El único sitio donde podía redactar una carta de forma privada era la biblioteca, de modo que me dirigí hacia allí. Se trataba de una sala amplia, cubierta de estanterías que contenían libros y pergaminos en los que era posible encontrar casi cualquier respuesta. A esas horas estaba prácticamente vacía y silenciosa como una tumba. De hecho, solo me crucé con una persona.

Encendí una de las velas que había a nuestra disposición, tomé un bote de tinta, una pluma y un par de pergaminos y me senté en una de las pequeñas mesas que reposaban al pie de las estanterías. Me tomé mi tiempo para redactar la carta. No quería que cualquier desliz me costara otra reprimenda. Mi padre podía llegar a ser muy inflexible cuando se disgustaba.

Ya era tarde cuando terminé y el peso del día se hacía notar. Repasé lo que había escrito antes de dejar caer un par de gotas de lacre y estampar mi anillo sobre ellas para sellar el mensaje.

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A la mañana siguiente, me despertó un gran alboroto. Me vestí, todavía aletargado, y traté de averiguar la razón de aquel jaleo. Flotaba un aire de malestar en el ambiente, la gente hablaba entre susurros sobre algo grave que había ocurrido, pero nadie sabía concretar de qué se trataba. Salí al exterior. Me fui encontrando con más gente a medida que avanzaba; todos se dirigían hacia las cocinas. Un gran grupo de personas formaba un círculo a uno de sus laterales, rodeando lo que fuera que causaba tal bullicio. Un mar de cabezas lo ocultaba a la vista.

Me abrí paso entre ellos. Aún tenía un par de filas de personas delante cuando vi las primeras gotas de sangre sobre la nieve. A medida que me abría camino, el rastro rojo aumentaba, hasta convertirse en una espesa mancha en cuyo centro reposaba un bulto oscuro. Tardé un momento en darme cuenta de que se trataba de una persona. Era un espectáculo espantoso: el cuerpo estaba abierto en canal, desgarrado desde el cuello hasta la ingle. Sus entrañas eran un amasijo de rojo y negro, el rostro estaba destrozado. Me causó tal impresión que si hubiera tenido algo en el estómago en ese momento, lo habría vomitado.

Me quedé observando aquel cadáver desgarrado, preguntándome quién podría haber hecho una cosa así. Las voces a mi alrededor susurraban las mismas preguntas que yo me estaba haciendo. Entonces, entre el rojo de la sangre que cubría la figura, distinguí una tela blanca que me resultaba familiar. Poco a poco empecé a advertir el cabello oscuro que caía desordenado sobre la nieve y las manos pálidas y delicadas que descansaban inertes a los lados. Y reconocí a su dueña. Era Keithe.

Me llevé la mano a la boca, reprimiendo las náuseas. Era ella, ahora estaba seguro. Había estado con ella hacía solo unas horas. Había estado con ella allí mismo, donde yacía su cuerpo sin vida.

No sé cuánto tiempo pasó antes de darme cuenta de que todas las miradas estaban fijas en mí. Escuché los pasos crujiendo en la nieve y noté una mano posarse sobre mi hombro. Me giré. Se trataba de Halinard, el capitán de la guardia. Varios de sus hombres venían con él.

—Willhem, tienes que acompañarme —dijo con su voz dura y carente de emoción.

—¿Qué? —pregunté, desorientado. Todavía estaba tratando de asimilar lo ocurrido.

—Se te acusa de asesinar a una mujer —sentenció con frialdad—. Acompáñame sin oponer resistencia o tendré que ordenar a mis hombres que te arresten.

—¿¡Qué!? —exclamé, completamente perplejo. No podía estar hablando en serio.

No me dio más oportunidades. A una orden suya, sus hombres se echaron sobre mí. Me sujetaron con fuerza los brazos y me llevaron a rastras entre la multitud. Me resistí, por supuesto, pero de poco sirvió. Ni mis protestas ni mis intentos por zafarme de sus garras bastaron para que Halinard dudara ni por un momento de que hacía lo correcto. Seguía órdenes y, como siempre, era riguroso en su tarea.

Los guardias me arrastraron a la Cámara del Consejo y cerraron las puertas a la gente que se arremolinaba alrededor en busca de respuestas. Una vez dentro, me empujaron escaleras abajo. En el piso inferior de la Cámara había varias celdas que apenas se usaban. Antaño habían pertenecido a una especie de prisión. Yo seguía clamando mi inocencia, pero la única respuesta que obtenía era el eco de mi propia voz resonando contra los muros.

Halinard abrió con un agudo ruido metálico una de aquellas celdas. Desoyendo mis intentos por hacerle entrar en razón, ordenó a los guardias que procedieran. Me arrojaron dentro, sin ningún miramiento. Era una cámara oscura, húmeda y maloliente, que resultaba intimidante y desoladora.

Con un ruido sordo, las rejas de la celda se cerraron tras de mí.