3
Por la espada
Cuando era niño soñaba con ser un caballero.
Tal vez la razón de ese anhelo fueran las leyendas que mi nodriza me contaba cada noche, historias de grandes héroes que cobraban vida al calor de las llamas y cuyas hazañas se repetían con más detalle e intensidad a medida que yo iba creciendo: las campañas de Laigaris en la guerra de los Cuatro Reinos; Alarith el Cazador, que luchaba contra todo tipo de monstruos; Giles de Reylard unificando los reinos en un gran imperio; Thersandros y su viaje al Abismo; Meridias en la batalla de las diez mil espadas… Todos aquellos valientes habían marcado el pasado con sus proezas y su ejemplo era una aspiración para cualquiera que quisiera grabar su nombre con letras de oro en la historia.
Pero ese deseo tomó forma cuando vi por primera vez a mi padre partir hacia la guerra. Iba engalanado con una armadura de plata que brillaba como la luz del sol, con el peto repujado en oro, formando el relieve de un pájaro, y adornado con incrustaciones de bronce; una capa roja como la grana caía majestuosa sobre su espalda y sobre el robusto corcel que montaba. Al observarlo, tan imponente y regio, mientras gritaba órdenes a sus oficiales y soldados, casi no pude reconocerlo. Creí que estaba ante uno de esos héroes de los que tanto había oído hablar, ante un guerrero invencible que por alguna extraña fortuna se había acercado a nuestro castillo. Cuando se giró hacia mí y contemplé sus rasgos, supe que nunca me sentiría tan orgulloso de ser su hijo como en aquel momento y que debía esforzarme para poder estar algún día a su altura.
Se despidió de mí con solemnidad antes de partir a la cabeza de una comitiva de jinetes armados, que muy pronto cruzaron el patio y las puertas de piedra, dejando tras de sí un silencio profundo y perturbador. Subí hasta la más alta torre para verlo marchar y allí permanecí hasta que los pendones al viento desaparecieron en el horizonte.
—Algún día seré un caballero —susurré cuando ya no quedó rastro de ellos.
—Claro que sí —dijo una voz familiar a mi espalda. Cuando me giré, vi a mi madre de pie junto a mí, con una suave sonrisa en los labios. Quién sabe cuánto tiempo llevaba allí—. Tu padre se sentirá orgulloso de ti —añadió, tomando mi mano y llevándome de nuevo al interior.
En aquella época, la guerra era una constante en nuestras vidas. Las campañas se extendían durante meses, manteniendo a todo hombre de armas alejado de su hogar y dejando solo a unos pocos al cuidado de los campos y de sus posesiones más preciadas. El nuestro era un feudo bastante amplio cuyas tierras se extendían al oeste del río Horn y llegaban hasta las Montañas Alzadas, que separaban nuestro reino de su vecino, Therion. La mayoría de esos territorios estaban al cuidado de señores vasallos, excepto los que lindaban con el castillo de Brandorf y la pequeña ciudadela que lo rodeaba, en la que campesinos y pastores convivían con los criados que abastecían y cuidaban de la fortaleza.
Nuestra familia provenía de un antiguo linaje que se remontaba siglos atrás, antes incluso de que aparecieran los reyes y decidieran poner límites a los terrenos que consideraban suyos. Mi padre decía a menudo que por nuestras venas corría la sangre de los antiguos, que habían llegado a través del mar cuando estas tierras eran aún salvajes, y que pocas familias pertenecían a una estirpe tan pura como la nuestra. Habíamos heredado de nuestros ancestros no solo aquellos amplios y fértiles terrenos, sino también riquezas suficientes para que se nos considerara una de las casas nobles más acaudalada de todo Celiras. Por esa razón, la presencia de nuestra familia era requerida siempre que el reino se veía amenazado.
Cada vez que mi padre y sus hombres marchaban a la batalla, la ciudadela y el castillo se convertían en una sombra de lo que habían sido, carentes del ajetreo y el bullicio habituales. Para mí, los días se hacían aburridos e interminables. Mi madre había decidido que si quería convertirme en un caballero debía formarme no solo en las armas, sino también en historia, religión y cortesía, por lo que mis horas de estudio con el maestre Gerland, mi instructor privado, me dejaban apenas unas pocas horas de luz para practicar con la espada de madera.
—Presta atención a lo que te estoy diciendo. —Me amonestó el maestre por enésima vez—. No veo qué tiene de interesante la ventana para que te pases las horas mirándola en vez de atender tus lecciones.
Señaló con irritación los mapas amontonados sobre la mesa mientras me pedía una vez más que enunciara los nombres de cada región, feudo y familia, como había hecho todo aquel día, y el día anterior, y el anterior a ese. A esas alturas me sabía la lista de memoria y podría habérsela recitado hasta en sueños. Así que, para complicar las cosas, me hacía preguntas aleatorias. Tras varias equivocaciones, decidió que debía empezar la explicación de nuevo, pero yo seguía distrayéndome con facilidad. Sus palabras se interrumpieron con un resoplido.
—Dime, ¿qué es lo que te ronda por la cabeza, muchacho? —preguntó mientras limpiaba con cuidado sus anteojos con el envés de la túnica.
—Pienso en mi padre y en las batallas en las que estará participando. Me gustaría estar allí.
—La guerra no es tan fascinante como se cuenta en los libros, Willhem.
—Me gustaría ser capaz de manejar una espada para ir a defender nuestro honor y nuestras tierras en nombre del rey. Pero no me dejan ni acercarme a una.
—Tiempo al tiempo, joven señor. —Sonrió el anciano maestre volviendo a colocarse los anteojos sobre el puente de la nariz—. Las prisas solo llevan a un final temprano. En un buen caballero la paciencia y la perseverancia son indispensables.
—¡Pero debería estar practicando! ¿Cómo voy a aprender a luchar si me paso el día entero memorizando nombres y títulos de personas que ni siquiera conozco?
—El conocimiento es tan importante como el filo de una espada —aseguró el maestre con severidad—. ¿Acaso te servirá de algo el acero si no sabes distinguir amigos de enemigos? Primero tendrás que entender contra quién blandes tus armas y por qué, saber en quiénes puedes confiar para guardar tus espaldas y lo que debes hacer para asegurarte de que no te traicionan. —Echándose hacia atrás, continúo con un tono más sosegado, mirándome por encima de los cristales—. Nuestro pasado y nuestra sangre nos definen. Cada información que te enseño es tan valiosa como el oro y puede salvarte la vida algún día. No desprecies las cosas solo porque en este momento no las consideres interesantes. ¿Entiendes lo que te digo?
Asentí con diligencia, pero lo cierto era que no lo comprendía. Los mayores pasaban muchas horas en el patio entrenando con sus armas, pero muy pocas entre libros y papeles. Aunque me gustaba leer y muchas de las cosas que me enseñaba el maestre eran apasionantes, la mayor parte del tiempo que pasaba en la sala de estudio se me hacía tedioso e insoportable y no acababa de ver su utilidad. Lo que necesitaba era aprender a ser un guerrero, no un erudito.
—Tienes que comprender que se espera mucho de ti, hijo —insistió, molesto por mi falta de entusiasmo—. Algún día serás el señor de este castillo y en tus hombros recaerá no solo el futuro de tu familia, sino también el de tus vasallos y siervos. Necesitarán un líder fuerte y sabio que esté a la altura de sus ancestros y traiga la prosperidad a los suyos, no un soldado necio que solo sea capaz de seguir órdenes. La mayoría de las batallas a las que habrás de enfrentarte no precisarán de una espada. Venga, intentémoslo de nuevo.
Puse algo más de empeño en mis respuestas porque quería acabar cuanto antes, pero una y otra vez volvía a distraerme. Solo que ya no era por aburrimiento, sino por una cuestión a la que no podía dejar de dar vueltas en la cabeza.
—Maestre, tengo una pregunta —dije de repente. Él levantó una espesa ceja, mirándome expectante—. Antes habéis dicho que necesito saber quiénes son mis enemigos. Sé que mi padre y los hombres del rey llevan mucho tiempo luchando en el norte, pero nunca me quieren contar contra quién ni por qué. ¿Quiénes son los que nos atacan?
—Esa es una buena pregunta, pero ¿por dónde podría empezar? —Se quedó pensativo durante un rato, meciendo con suavidad su barba castaña salpicada de pelos grises. Después se incorporó, cogió un pergamino de uno de los estantes y lo depositó sobre la mesa.
Era un viejo mapa cubierto de polvo que mostraba lugares de los que nunca había oído hablar, que se extendían más allá de los mares y montañas que estaba acostumbrado a reconocer en los planos. El trazado era detallado, salpicado de nombres escritos en una letra finamente decorada; algunos trozos se desdibujaban hasta casi desaparecer mientras que otros eran de un negro intenso, como si hubieran sido realizados hacía poco. El maestre señaló el reino de Celiras y después deslizo su dedo hacia otra región que se encontraba muy cerca.
—Este es el reino de Shador —me indicó—. Hace siglos formaba parte de los ocho reinos que unificó Giles de Reylard en la época dorada, pero acabó separándose de la Unión para crear un gobierno propio. Con el paso del tiempo, estableció contactos con los países de la tríada del este, que son estos tres que están a su lado, e hizo tratos comerciales con ellos para llevar a los demás territorios productos exóticos que no podían encontrarse dentro de sus fronteras y que pronto se convirtieron en artículos de lujo muy valorados. De ese modo, Shador prosperó con las transacciones comerciales, convirtiéndose en una nación rica y poderosa.
»Pero sus gobernantes eran hombres ambiciosos. Como las tierras de Shador son desérticas y arenosas, inútiles para cosechar, el único modo de asegurar su fortuna era controlar por completo las rutas comerciales. Las huestes shadorianas, bien entrenadas en el arte de la guerra, se abalanzaron contra sus tres aliados, que no pudieron oponer resistencia. Una vez sometidos, Shador consiguió el dominio de las rutas, además de procurarse una buena cantidad de soldados y esclavos para sus fines.
»En los años que siguieron, los emperadores de Shador fueron conquistando nuevos territorios, a veces por la fuerza y a veces de formas más sutiles. Durante el mandato de Magnar el Conquistador, los shadorianos ocuparon las zonas del sur de Tesalor de forma tan gradual que los tesaleños no se dieron cuenta de la invasión hasta que fue demasiado tarde. Cuando el rey de Tesalor mandó a sus soldados a defender el reino, los shadorianos contraatacaron con un ejército que los superaba en número y habilidad de tal manera que en poco tiempo redujeron a sus oponentes y se apoderaron de las ciudades más importantes de Tesalor.
—¿Cómo es posible que no se dieran cuenta de que los invadían? ¿No les extrañó ver guerreros extranjeros en sus dominios?
—No fueron guerreros los que empezaron la invasión, sino gente común: comerciantes, viajeros, visitantes, familias… Fueron poco a poco entrando en las ciudades y asentándose en ellas, hasta que el número de shadorianos fue más numeroso que el de tesaleños. Y mientras tanto, sus guerreros se escondían en la sombra, preparándose para atacar en cualquier momento. Tesalor era un reino pacífico y no lo vio venir.
—¿Qué hicieron entonces?
—Pedir ayuda —contestó con solemnidad. Se levantó del asiento y fue caminando despacio hacia la ventana, sin dejar de hablar—. El rey de Tesalor tenía buenas relaciones con los otros reinos y, cuando vio que sus hombres perdían terreno, solicitó a sus vecinos asistencia para expulsar al invasor. Solo unos pocos respondieron, entre ellos el nuestro. En el transcurso de los nueve años siguientes hubo muchas batallas en Tesalor, que se saldaron con victorias y derrotas por ambas partes. Dos de tus tíos murieron en esas contiendas. Pero, finalmente, Tesalor cayó. Magnar pasó a gobernar su nuevo reino como si fuera una colonia; los que aceptaron su mandato pudieron seguir adelante con sus vidas, pero todo aquel que se rebeló fue ejecutado o convertido en esclavo. El rey, su familia y todos los nobles que no juraron lealtad al nuevo emperador fueron pasados por la espada y sus cuerpos fueron desmembrados y expuestos al público como advertencia para otros.
El maestre dejó de hablar y el silencio inundó la sala. La fuerza de sus palabras había dejado un regusto amargo en el ambiente. Nunca hasta entonces me había resultado tan inquietante escuchar relatos sobre la guerra.
—De eso hace ya treinta años —dijo tras un largo suspiro—. Parecía que todo acabaría ahí, pero cuando Ragnar el Coloso ascendió al trono decidió extender su imperio más allá, cruzó con sus hombres las montañas que separaban Tesalor de Celiras y sembró el caos y la confusión por donde pasaba. Tomó por la fuerza aldeas, ciudades y castillos, comenzando así los enfrentamientos en nuestra patria hasta el día de hoy. Ese es el enemigo al que nos enfrentamos, muchacho, un hombre más salvaje y sanguinario que sus predecesores, que hará todo lo posible por gobernar Celiras bajo su puño de hierro. Y para evitar ese destino luchan ahora en el norte nuestros valientes.
—¿Qué ocurrirá si perdemos? —pregunté, sin tratar de esconder mi inquietud.
—Oh, no te preocupes por eso. —Sonrió afable y me revolvió el cabello, como solía hacer cada vez que me enfadaba o tenía miedo—. Todo irá bien. Nuestros guerreros son fuertes y están bien preparados, hemos pasado por muchas épocas turbulentas antes de esta. Y los dioses están de nuestra parte, hace años que vaticinaron nuestra victoria. Seguro que sus profecías se cumplirán.
—Si los dioses han sonreído a Shador tantos años, ¿por qué les van a dar la espalda ahora?
—Porque Shador es un reino impío que cree en ídolos paganos y se ha ido olvidando del culto a los verdaderos dioses. Su herejía y su crueldad para con los nuestros ha hecho enfurecer a nuestras deidades y los ha condenado. Por eso Celiras ganará, acabará con todos ellos y los expulsará para siempre. Ya lo verás.
El maestre Gerland hablaba con tanta seguridad que no me atreví a seguir importunándolo con mis preguntas. Pero aún tenía una duda: si era cierto que los dioses estaban de nuestro lado, ¿por qué no habían acudido en ayuda de Tesalor cuando los necesitó, siendo como eran tan fieles como nosotros? Supuse que tal vez habían hecho algo mal o no habían rezado lo suficiente. Pues a fin de cuentas, ¿quién era yo para cuestionar los motivos de un dios?
Sin embargo, el día de nuestro triunfo nunca llegaba. Cada vez que mi padre y los suyos regresaban a casa lo hacían para reabastecerse y descansar un tiempo antes de marchar de nuevo al combate. Eran muy pocas las ocasiones en las que traían la noticia de alguna victoria importante que hubiera hecho retroceder al enemigo y muchas las veces que volvían derrotados y con menos hombres que los que habían partido. Hasta que un día, al volver de la contienda, nos dijeron que las hostilidades se habían detenido por orden del rey.
Yo no acababa de comprender qué motivo podría hacer que un rey interrumpiera la guerra sin más; para mi entender, solo había dos finales posibles para el conflicto entre dos reinos: la victoria o la derrota. Mis preguntas al respecto no hicieron más que irritar a mi padre, que acabó ordenándome a gritos que regresara a mis habitaciones y no volviera a incordiarle si no quería recibir un severo castigo. Eso me molestó sobremanera y pasé los siguientes días intentando evitar cualquier contacto con él.
No obstante, tenía demasiada curiosidad como para no tratar de descubrir algo más. Las reuniones que mi padre tenía con otros nobles o con sus capitanes y consejeros estaban muy vigiladas, no había manera de esconderse en ningún rincón o acercarse lo suficiente para escuchar a hurtadillas. Pero una mañana, justo después de una de esas reuniones, le oí hablando a voces con alguien en la sala principal. No había guardias vigilando, de modo que me acerqué a una puerta lateral, la entorné con cuidado de no hacer demasiado ruido y escuché.
—… permitir que anden a sus anchas como si estuvieran en visita de cortesía —exclamaba mi padre a voz en grito, paseándose con grandes zancadas por la sala. Desde mi escondite no podía ver con quién estaba hablando—. Lo siguiente será abrirles las puertas y suplicarles que tomen lo que quieran.
—Creo que exageras —sonó la voz suave y sosegada de mi madre desde el otro lado—. No tiene nada de malo intentar firmar la paz sin derramar más sangre.
—¿La paz? Está claro que no has visto de qué calaña están hechos esos infames. La única paz que deberíamos darles es la de la sepultura.
—¿Y cuántos de los nuestros han de caer por ello? —dijo mi madre con firmeza—. Cada vez que marchas hacia el norte temo no volver a verte más. Y la misma penuria pasan todos los que dejáis atrás. ¿A cuántos de los nuestros hemos de enterrar para satisfacer a unos pocos? Son ya muchos años de luchas, muchas vidas perdidas, todos estamos hartos y cansados. Un acuerdo que pusiera fin a esta eterna disputa sería una bendición.
—Sería más bien una maldición, mi señora —dijo mi padre con disgusto, volviéndose hacia ella—. Lo único que mueve a los shadorianos es el afán de conquista, darles un salvoconducto para que puedan moverse con libertad por nuestras tierras es ofrecérselas en bandeja de plata. Antes de que nos demos cuenta nos habrán invadido y estaremos bajo su yugo. De igual forma que hicieron en Tesalor.
—Si me permitís, mi señor —interrumpió una voz ronca que me costó reconocer—, es posible que en esta ocasión sea diferente. El rey de Tesalor no intentó llegar a un acuerdo, tal vez en nuestro caso sea la mejor opción.
—Me sorprende que seas tan ingenuo, Richart —señaló mi padre, burlón, al hombre que había hablado, su capitán de la guardia—. Sabes tan bien como yo que más que un tratado de paz es una rendición. ¿Por qué otra razón sino querría nuestro rey abandonar la capital?
—Aún no sabemos con seguridad si tiene intención de marchar. Solo nos han llegado habladurías de la corte, quizá estén exagerando.
—Ojalá fuera así. Pero el hecho de que la reina ya haya partido hacia Therion deja pocas esperanzas al respecto. Si el rey no tuviera miedo, no habría mandado a su esposa a un reino vecino estando tan avanzado su embarazo. Por los dioses, tienen familia en el sur de Celiras si lo que querían era mantenerse alejados de las batallas, no había necesidad alguna de atravesar las fronteras.
—¿La reina ha partido hacia Therion? —preguntó mi madre con incredulidad.
—Sí. Hacia las propiedades de sus primos, en el oeste.
—Pero están a cientos de millas de distancia, tardarán semanas en llegar hasta allí. Creía que le quedaba poco para dar a luz.
—Así es —respondió mi padre, sentándose pesadamente sobre una de las sillas—. De hecho, es posible que no llegue a tiempo. Un hombre no arriesga la vida de su mujer y de su heredero sin una razón de peso.
—Aún hay más —aseguró Richart—. Nos han llegado noticias de que algunos miembros de las familias Hamnis y Brannavor se dirigen también hacia Therion. No hay ninguna certeza todavía…
—Pero todo apunta a ello —le interrumpió mi padre—. Algunos señores están empezando a cuestionar la autoridad del rey. Es posible que, si los intentos de tregua no llegan a cumplirse, nos encontremos en una encrucijada. Habrá quien quiera mantenerse al margen y quien prefiera tomar las riendas y atacar por su cuenta. Esto podría dar lugar a enfrentamientos entre las casas nobles.
—¿Y cuál será tu postura si eso ocurre? —preguntó mi madre con cautela tras un largo silencio.
—No lo sé, Carolien, no lo sé. Sabes tan bien como yo que mi fidelidad está con el rey. Pero tampoco puedo permitir que los míos corran peligro por una mala decisión suya. Por el momento, solo queda esperar y rezar a los dioses para que le inspiren sensatez a nuestro monarca.
En ese instante noté una mano que se posaba con dureza sobre mi hombro y me sobresalté. Al girarme hacia atrás vi al maestre Gerland, que me miraba con un gesto severo de reproche. Agarrándome del brazo, me arrastró hacia el pasillo mientras me hablaba en susurros.
—Debería darte vergüenza escuchar a escondidas a tus mayores, muchacho —me regañó—. Si tu padre no estuviera tan turbado estos días, ten por seguro que te llevaría ante él para que te castigara como es debido. Pero no quiero importunarlo, así que tú y yo tendremos unas palabras mañana sobre tu falta de educación. Ahora ve a jugar por ahí con los otros niños, no quiero verte cerca.
Que fuera a jugar con otros niños. No era precisamente algo que me entusiasmara. Aparte de mí, los únicos niños que vivían en el castillo eran hijos de sirvientes o vástagos sinsangres que pasaban la mayor parte de su tiempo trabajando en las cocinas, los patios o las caballerizas. En la ciudadela había más chicos de mi edad, pero no les estaba permitido entrar en los terrenos del castillo y mucho menos tener contacto con un noble.
Cuando bajé al patio, encontré a los otros chicos correteando entre los charcos que se habían formado por la lluvia de los días anteriores, convirtiendo el suelo en un emplasto de barro y tierra removida que se quedaba pegada a las suelas al caminar. Los más pequeños se apartaron con recelo cuando pasé por su lado; nunca jugaba con ellos, me aburrían y me ponían nervioso. Había otros más mayores con los que podía pasar el rato cazando ranas, luchando con palos o apostando a ver quién escalaba más alto o saltaba más lejos.
Aquella tarde intentamos fabricar una honda con la que cazar pájaros que no acababa de funcionar del todo, en cuanto lanzábamos una o dos piedras se desmontaba y había que volver a empezar. Distraído como estaba, no me di cuenta de lo que hacían los pequeños que gritaban a nuestro alrededor hasta que algo blando y húmedo impactó contra mi mejilla. Al apartarlo con la mano vi que era barro. Esos malditos sacos de mierda me habían lanzado una bola de barro y ahora tenía toda la cara y la camisa hechas un asco. Me puse furioso.
—¿Quién ha sido? —grité por encima de sus risitas ahogadas. Se quedaron callados, mirándome con los ojos muy abiertos.
—No ha sido culpa mía —dijo por fin un niño de pelo rizado, cubierto de barro y suciedad de los pies a la cabeza—. Se la había lanzado a ella, pero se agachó.
—¡No es cierto! —chilló la niña a la que había señalado—. Si tuvieras más cuidado no le habrías dado.
—¿Sabes lo que cuesta esta camisa? —dije, interrumpiendo las acusaciones que se lanzaban el uno al otro. Dieron un respingo y me miraron asustados mientras yo me dirigía al que había arrojado la bola de barro—. Más dinero del que puedas ganar en toda tu vida. Y ahora está arruinada. Podría hacer que te cortaran la cabeza por esto.
—Basta ya, los estás asustando —intervino uno de los chicos mayores, poniéndose en medio. No recordaba cuál era su nombre.
—No te metas en esto.
—Es mi hermano y ha sido un accidente. Solo te ha manchado un poco, no es para tanto.
—¿Con quién te crees que estás hablando? —espeté indignado—. Yo decidiré si es o no es para tanto. Alguien debería enseñaros a tratar a vuestros señores con la debida cortesía. —Agachó la cabeza sin decir una sola palabra más. Me dirigí de nuevo al más pequeño, medio escondido detrás de su hermano—. En cuanto a ti, te aseguro que vas a pagar por esto. Vas a limpiar esta camisa hasta que no quede ni una mísera mota de polvo. Y después, puede que te haga limpiarme las botas con la lengua.
El golpe me pilló por sorpresa. Cuando quise darme cuenta de lo que había pasado, me encontré tirado en el suelo con el hermano mayor sentado a horcajadas encima de mí, golpeándome una y otra vez en la cara y el estómago sin que me diera tiempo a reaccionar. Alguien lo apartó de mí con brusquedad. Cuando me incorporé me dolía todo, la nariz y la boca me sangraban, tenía todo el cuerpo empapado y cubierto de fango. Le maldije de todas las formas que se me ocurrieron mientras me llevaban a rastras al interior.
Mis heridas tardaron varios días en cicatrizar, pero el otro chico lo pasó mucho peor. Como castigo lo azotaron públicamente, con la advertencia de que si algo así volvía a ocurrir, no serían tan clementes. Después de eso, los otros niños me cogieron miedo y empezaron a evitarme. No me importó demasiado, nunca me había sentido a gusto con ellos. Pero el incidente me permitió pasar más tiempo con los adultos y, lo que fue aún mejor, animó a mi padre a decidir que era el momento de dedicar toda su atención a mi entrenamiento en combate.
A medida que pasaban los años, mi destreza con las armas iba en aumento, pero no al ritmo que me hubiera gustado. En la práctica, manejar una espada o una lanza resultaba mucho más complicado de lo que cabía esperar y lo fue aún más cuando mi maestro de armas decidió que ya era hora de cambiar la madera por el acero. Me hacía entrenar varias horas al día, luchando contra todos y cada uno de los guardias que había en el castillo, hasta que quedaba satisfecho con mis avances o yo suplicaba por un descanso. No resultaba tan emocionante como las historias me habían hecho creer. Al cabo de un tiempo, acababas deseando cumplir con las órdenes lo antes posible para poder dedicarte a otra cosa.
Tampoco ayudaba el hecho de que la guerra se hubiera convertido en una sombra fantasmal que parecía estar siempre acechando, pero que nunca acababa de estallar. Se oían rumores de pequeñas o grandes contiendas que se sucedían en el norte y de las conquistas de Shador, que poco a poco se iba apropiando de nuestras tierras, pero el rey, que seguía los acontecimientos desde su refugio en el reino vecino, nunca llamaba a las armas a sus vasallos. Ni siquiera cuando las capitales gemelas, Scyllis y Caribdia, cayeron ante el asedio de las hordas de Shador.
—Quien posee a las gemelas, posee el corazón de Celiras. —Solía decir mi padre.
Cuando el emperador Ragnar cercó las capitales, nadie se esperaba una derrota. Atravesar sus murallas era casi imposible y aquel ataque era una declaración formal de guerra. Los nobles se prepararon para partir de inmediato en cuanto llegaran las órdenes del monarca. Pero nunca llegaron. Las capitales esperaron durante meses la ayuda de unos aliados que jamás se presentaron, hasta que no les quedó otro remedio que deponer las armas.
Así que solo podíamos esperar y estar preparados para lo peor. En otros tiempos, mi padre habría sido el primero en levantarse en armas y convocar a sus vasallos para marchar contra los conquistadores, con o sin permiso del rey. Pero conforme se iba haciendo mayor se fue volviendo más cauteloso, o eso decía. A mí me parecía un acto de cobardía. Nuestras opiniones al respecto cada vez diferían más y, por mucho que insistí, se negó a dejarme partir para ser el escudero de algún caballero. Las disputas entre las casas nobles le tenían más preocupado que las invasiones extranjeras. No obstante, mi respeto hacia él pesaba más que cualquier deseo personal; seguía siendo un héroe de guerra y seguía siendo mi padre. Quería que se sintiera orgulloso de mí.
Para cuando cumplí los catorce, la situación no tenía visos de mejorar. Los shadorianos se habían apoderado de la mayor parte del noreste y del centro de Celiras sin apenas encontrar resistencia, aparte de los ataques de algunos grupos aislados. Y en el resto del reino seguían adelante con sus vidas como si nada hubiera pasado. Incluso mi padre parecía haber olvidado la amenaza constante de nuestros enemigos y se había entregado a dirigir su feudo y a las tareas mundanas que eso acarreaba. En los últimos años había abandonado por completo las armas, excepto en las ocasiones cada vez menos frecuentes en las que se encargaba personalmente de mi instrucción.
—Esa espada más alta y no separes tanto las piernas —me indicó con dureza desde un extremo del patio, observándome combatir con uno de los guardias.
La mañana se había levantado fría, pero bajo nuestras prendas de cuero y lana corría el sudor en abundancia. Mi contrincante era un joven que me doblaba en edad y tamaño, pero lento de reflejos. Al igual que me ocurría con el resto de los miembros de la guardia, me resultaba fácil adivinar cuál sería su siguiente movimiento. Había memorizado la forma de luchar de cada uno, en dónde destacaban, en dónde flojeaban y cómo podía utilizar sus costumbres a mi favor. Se habría convertido casi en un juego de no ser porque esa confianza que tenía sobre ellos hacía que pusiera menos atención a mi propio aprendizaje, lo cual implicaba continuas reprimendas por parte de mi maestro de armas o de mi padre, o de ambos a la vez.
Mi oponente alzó la espada dejándome un hueco abierto que podía haber aprovechado. Pero en vez de eso, hice chocar el filo de nuestras armas en un intento por hacerle soltar la suya. El golpe sonó como un trueno, pero no tuvo el resultado que esperaba; él era más fuerte que yo y el impacto hizo que me tambaleara hacia atrás. Él aprovechó para lanzar varios ataques descendentes que pude parar con más o menos facilidad. Mientras estábamos enfrascados en la lucha, iba observando por el rabillo del ojo los gestos severos que mi padre y mi maestro me dirigían cada vez que hacía algo mal. En ese momento, algo captó la atención de los presentes, que volvieron su mirada hacia el otro extremo del patio. Teníamos visita.
Mi madre entró con solemnidad en el patio de armas, acompañada por algunas de sus doncellas; no era algo habitual, ya que ella solía mantenerse alejada de todo lo que tuviera que ver con el acero. Iba engalanada con un vestido verde oscuro que resaltaba su larga melena rubia recogida en una trenza. Me lanzó una mirada de orgullo con una ligera sonrisa al pasar por mi lado, antes de dirigirse a mi padre.
—Siento interrumpir vuestro adiestramiento, Hendrick —le dijo al llegar a su altura—. Acaba de llegar un invitado inesperado que ha insistido en verte de inmediato.
—¿Un invitado? —preguntó mi padre con su voz cavernosa—. ¿Y llega así, sin avisar? ¿De quién demonios se trata?
—Veo que sigues tan amable y atento como siempre —sonó una voz familiar desde el otro lado del patio.
Cuando la luz le dio de lleno, reconocí de inmediato a mí tío Sten, al que solo veía en raras ocasiones. Seguía teniendo el mismo aspecto de siempre, vestido todo de cuero negro, con el pelo castaño oscuro largo y desgreñado cayéndole sobre la cara y su barba de varios días enmarcando una sonrisa lobuna. Atravesó el lugar a grandes zancadas sin dejar de fijarse en todos los rostros que le observaban.
—¿Qué haces tú aquí? —preguntó mi padre con el mismo tono hosco—. No te esperaba tan pronto.
—Yo también me alegro de verte, hermano —replicó Sten con sorna.
—No quería sonar grosero, es solo que no contaba contigo hasta dentro de unas cuantas semanas.
—Lo sé. Hubo un pequeño cambio de planes, ya te contaré. Ahora dale un abrazo a tu hermano, viejo cascarrabias —dijo, estrechándolo entre sus brazos. Con sus manos posadas sobre los hombros de mi padre, lo examinó de pies a cabeza—. ¡Pero mírate! Estás mucho más gordo y envejecido de lo que recordaba.
—Ten cuidado con esa lengua, Staniel, o te la cortaré —le advirtió mi padre sin un ápice de humor en la voz.
La risa suave de mi madre sonó como una melodía.
—Nunca entenderé cómo le soportáis, mi señora —continuó Sten, dirigiéndose a ella—. Una mujer joven y hermosa como vos debería disfrutar la compañía de alguien más apuesto y con mejor ánimo que vuestro esposo.
—¿Tenéis alguna sugerencia, mi señor?
—Lo cierto es que no conozco a nadie que os merezca, de modo que tendréis que conformaros con Hendrick. Pero seguiré buscando, estad segura de ello.
Aquel comentario hizo que asomara por fin una sonrisa al rostro de mi padre, que aún parecía sorprendido por la repentina visita. Mientras seguían hablando entre ellos, el maestro nos ordenó acudir a la armería a depositar nuestras armas. Por hoy la instrucción había llegado a su fin. Acompañé a los demás para quitarme de una vez el casco y los protectores, que siempre resultaban molestos después de llevarlos encima tantas horas.
—¡Willhem! —me llamó mi padre, alzando la voz sobre el estruendo del hierro y el acero al chocar entre sí. Acudí a su lado sin terminar de quitarme los protectores de los brazos y el pecho. Mi tío me saludó con un fuerte abrazo.
—Vaya, cuánto has crecido —comentó, a pesar de que todavía me sacaba una cabeza de altura—. Ya estás hecho casi un hombre. Dime, ¿qué tal está mi sobrino favorito?
—A tus demás sobrinos ni siquiera los conoces.
—Detalles, detalles… Tu padre me ha dicho que has mejorado mucho con la espada.
—Practico todos los días —dije con orgullo—. Estaba a punto de machacar a uno de los guardias cuando has llegado.
—Sí, ya lo he visto. —Se rió con ganas—. Ya te enseñaré algunos truquitos durante estos días.
Aquello me animó mucho. No solo por la oportunidad de aprender cosas nuevas, sino porque eso significaba que Sten no estaba de paso, se iba a quedar con nosotros un tiempo. Me llevaba muy bien con él, para mí era como un hermano mayor con el que siempre podía contar, me entendía mejor que cualquiera en el castillo. Nunca me trataba como a un niño, ni me hablaba con condescendencia, ni intentaba imponer su criterio sobre el mío como si fuera ley. Pero sus visitas eran escasas y el único contacto que manteníamos el resto del tiempo era por carta, lo cual tampoco era muy frecuente.
Los días que siguieron fueron como un soplo de aire fresco en el ambiente enrarecido por la monotonía de Brandorf. Aproveché para pasar el mayor tiempo posible con él, siempre que las obligaciones de cada uno nos lo permitían; me encantaba escuchar sus anécdotas y las noticias de lo que ocurría más allá de nuestras tierras.
A mi padre no le gustaba que pasáramos tanto tiempo juntos. Nunca se había llevado demasiado bien con su hermano, ambos tenían un carácter contradictorio que acababa provocando disputas entre ellos con frecuencia y, con la edad, esas diferencias se hacían más latentes. Para sorpresa de todos, aquella vez lograron mantener la compostura durante tres días. Hasta la noche del tercer día, en la que, inevitablemente, la tormenta estalló.
Todo empezó de una forma inocente. Habíamos pasado buena parte del día practicando algunos movimientos que Sten me había enseñado, bajo la atenta mirada de mi padre, de modo que la conversación de la cena derivó hacia mis avances con la espada. Mi madre escuchaba con atención las palabras de Sten; mi padre, en cambio, permanecía silencioso.
—Estoy seguro de que te vendrá bien salir de aquí y aprender a moverte fuera de estas paredes —comentó Sten—. Si sigues mejorando a este ritmo, en poco tiempo podrías formar parte de mi compañía, si te apetece.
—¡De eso ni hablar! —dijo mi padre con rotundidad, interviniendo por primera vez en la conversación. De un trago, apuró la copa que estaba bebiendo e indicó a uno de los sirvientes que la rellenara.
—Quizá deberías dejar que sea el chico quien decida.
—Quizá deberías tener la boca cerrada —replicó mi padre alzando la voz.
—Padre… —intenté intervenir. Alzó la mano para indicarme que me callara.
—No quiero oír una palabra —me advirtió. Clavó la mirada en su hermano, frunciendo el ceño—. No eres quién para decidir una cosa así. Mi hijo será ungido caballero por el rey, como corresponde a alguien de su alcurnia, no va a convertirse en un mísero mercenario para venderse al mejor postor como si fuera una puta.
—Ser un mercenario no es una deshonra. Conozco muchos caballeros ungidos que no sabrían reconocer el honor ni aunque lo tuvieran delante —replicó Sten.
—Es una ofensa y una humillación para nuestra familia. ¿Crees que nuestro padre se sentiría orgulloso de ver en lo que te has convertido? —Arrancó con saña la carne de la perdiz que tenía en su plato—. Ni siquiera nuestras hermanas quieren oír hablar de ti, mucho menos verte. Eres como una mancha en la pared de la que nadie quiere hacerse responsable. Y no les culpo. Renunciar a tus tierras y privilegios para ir por ahí a venderte con esos patanes por los que te haces acompañar… Nunca entenderé qué es lo que pasa por esa cabezota tuya.
—Cada uno tenemos nuestras prioridades. Yo prefiero que se me pague con oro por cada vida que quito, en vez de matar en nombre de otros a cambio de tierras u otros privilegios. En realidad, la única diferencia entre tú y yo, hermano, es que yo soy consciente de que mis servicios están en venta.
Mi padre se levantó de golpe, enfurecido, derribando la silla en el proceso, que cayó al suelo con un estruendo. Su mirada colérica dejaba claro que estaba dispuesto a emplear la violencia y Sten no se quedó atrás. Con calma fría, se levantó de su asiento dispuesto a enfrentarse a su hermano, hasta que mi madre, cansada de aquel espectáculo, decidió imponer un poco de cordura.
—¡Ya basta! —exclamó cortante—. Debería daros vergüenza comportaros de esta manera, parecéis dos niños malcriados. ¿Es mucho pedir celebrar una cena sin gritos ni discusiones? ¡Por los dioses, pasáis tanto tiempo entre espadas que sois incapaces de arreglar las cosas si no es derramando sangre!
—Tenéis razón, mi señora —admitió Sten con un suspiro resignado—. Este no es el lugar apropiado para dar rienda suelta a nuestras disputas. Disculpad mi arrebato, procuraré contener mi lengua en lo sucesivo.
—Dudo que eso sea posible —replicó mi padre con un tono más calmado. Volvió a sentarse, dedicando su atención a la cena—. Dime al menos que no prestas tus servicios a nuestros enemigos.
—Prefiero mantener el anonimato de mis clientes. —Sonrió Sten con malicia—. Pero no temas, nunca aceptaría un encargo que supusiera enfrentarme a mi familia.
Mi padre soltó un gruñido ronco como respuesta.
—A veces olvido cuánto te pareces a nuestro padre —musitó Sten tras un largo silencio—. Podrás decir lo que quieras, pero los dos sabemos que alejarme de la familia ha sido mi mejor decisión.
—Todavía podrías retractarte, si tomaras una esposa y dejaras atrás esa vida errante que has llevado hasta ahora. Podría darte unas tierras para que las gobernaras.
—¿Y pasarme el resto de mi vida con el trasero sobre una silla, dando órdenes a los demás y rodeado por un puñado de críos? No, gracias. Eso no es para mí. Quédate con tus tierras, yo prefiero seguir mi camino. Y hablando de eso —añadió, dirigiéndose a mí—, ¿cuándo vamos a partir?
—¿Partir? —le pregunté extrañado. Él me clavó la mirada.
—¿Aún no te has preparado para el viaje?
—¿Qué viaje? —No tenía ni idea de a qué se refería. Estudió mi rostro, en busca de alguna señal de que se trataba de una broma.
—No le habéis hablado de la Academia —señaló mi tío, dando un resoplido. No era una pregunta. Miré a mis padres en espera de una respuesta, pero ambos volvieron la cabeza para otro lado.
—¿De qué habla? —demandé, molesto.
Creía saber a qué academia se refería; mi padre me había explicado tiempo atrás que la mayoría de los nobles y gente acomodada que tenía interés en aprender el arte de la guerra acudía a una de las academias militares de Celiras. Allí les enseñaban a usar todo tipo de armas, a montar a caballo, a atender las heridas, incluso quien lo solicitara podía aprender a leer y escribir o recibir enseñanzas en el culto a los dioses, siempre y cuando pudiera pagar la alta suma que costaba entrar en una de ellas. Mi padre y todos sus hermanos habían pasado muchos años en una academia, al igual que otros nobles de su edad, antes de ser nombrados escuderos de algún caballero. Pero, hasta el momento, mi padre había rechazado todo intento por mi parte de entrar en una de ellas. De modo que la sola mención me había tomado por sorpresa.
—Muchas gracias, Sten —dijo mi padre—. Veo que es imposible que mantengas la boca cerrada mucho tiempo.
—No me eches a mí la culpa, se suponía que tenías que habérselo contado. ¿Cuándo pensabas hacerlo, cuando saliera por la puerta?
—Me gustaría que alguien me dijera de qué estáis hablando —insistí.
—Willhem, cállate —ordenó mi padre.
—El chico tiene derecho a saberlo.
—Lo sabrá cuando yo considere oportuno.
—Muy bien —dijo Sten poniéndose de pie—. Espero que consideres oportuno explicárselo antes de que a todos nos salgan canas. Dispensadme.
Sten salió del salón dejando su cena a medio terminar. A mí también se me había quitado el apetito, pero no me atrevía a salir tras él mientras mi padre siguiera enfadado. El silencio que reinó en los minutos siguientes se me antojó tan pesado como una losa que estuviera a punto de caer sobre nosotros y se fue haciendo más insoportable con cada tintineo de copas y cuchillos. Al final, mi madre apartó su plato a un lado y se levantó de la mesa.
—Deberíais hablar —fue lo único que dijo antes de abandonar el salón.
—Ven conmigo —me indicó mi padre en cuanto nos quedamos solos.
Le seguí a través de los pasillos hasta una habitación que solía usar para atender sus asuntos. Era una estancia amplia con grandes ventanales desde los que se podía ver la ciudadela, los campos y los bosques que se extendían en la distancia. De las paredes colgaban varios tapices con escenas de caza a ambos lados de una chimenea apagada y, frente a ella, una larga mesa de madera maciza ocupaba buena parte de la sala. Tras encender una lámpara de aceite, mi padre se sentó en una ostentosa silla de roble.
—Tenía que haberte hablado de esto hace tiempo, pero no encontraba el momento adecuado para hacerlo —dijo, acomodándose en su asiento—. He decidido enviarte a la Academia para que continúes allí tu instrucción, creo que ya estás preparado para dar este paso.
—Te lo agradezco, padre. Esperaba con ansias recibir esa noticia.
De hecho, llevaba tanto tiempo esperando que casi no podía creer que por fin fuera a suceder.
—Espero que dejes nuestro nombre en buen lugar, Willhem —apuntó con seriedad—. Somos una familia respetable y quiero que continúe siendo así. Debes demostrar que estás a la altura de tu linaje en todo momento, esfuérzate por destacar y mostrar toda tu valía. Para eso te he estado entrenando estos últimos años; no me decepciones.
—Así lo haré, padre —respondí diligente.
La mayoría de los discípulos que entraban en la Academia lo hacían con once o doce años; a esa edad, mi padre había considerado que yo no estaba preparado. Lo último que quería era que nuestro nombre quedara en ridículo por mi falta de habilidad.
—Me hubiera gustado enviarte a la Academia de Bosqueamargo, que fue donde me adiestraron a mí, pero fue arrasada hace más de diez años. La Academia de Bellovado es la única que queda en pie después de los ataques shadorianos. Partirás hacia allí de inmediato con una escolta; calculo que tardaréis unos diez o doce días en llegar. Tu tío se ha ofrecido a acompañarte hasta el Paso de Río Lobo.
—No sabía que estuviera tan lejos.
—Daréis un rodeo por la costa. No quiero que os acerquéis demasiado a las capitales. Los enfrentamientos parecen haberse debilitado, pero no veo necesario correr riesgos. En la Academia te encontrarás con algunos de tus primos y otros nobles, estoy seguro de que disfrutarás con su compañía.
—Será agradable ver alguna cara conocida estando tan lejos del hogar —asentí—. ¿Hay alguna otra cosa que deba saber, mi señor?
—No, de momento no. El maestre Gerland te pondrá al corriente de otros detalles. Ahora puedes retirarte.
—Como desees —saludé con un gesto de cabeza antes de dejar a mi padre a solas en la estancia.
Me sentía aturdido por la noticia, era una oportunidad única para demostrar mi valía y un paso más para lograr mi objetivo. Cuando saliera de la Academia, sería nombrado caballero. Sería un hombre.
Me dirigí al exterior, recordando que Sten se había disgustado en la cena y, como era habitual en él, habría salido a tomar un poco de aire fresco. No tardé mucho en encontrarle. Estaba en el adarve de la muralla, apoyado en una de las almenas, con la mirada fija en las tierras que se extendían en el horizonte, bañadas por la luz de las lunas. No dio muestras de haberse percatado de mi presencia, ni siquiera cuando me apoyé en la fría piedra a su lado, pero estaba seguro de que me había visto llegar. Permanecí callado, disfrutando de un silencio agradable en su compañía.
—Mi padre me ha contado lo de la Academia —dije al cabo de un rato—. Dice que haré parte del viaje contigo.
—Debería haberte mandado allí hace años —comentó él—. Dispone de los mejores maestros de armas de todo el reino, aprenderás mucho más que encerrado tras los muros de este castillo bajo la tutela de un viejo soldado que nunca ha destacado. No quiero faltar al respeto al bueno de Friedek —puntualizó, girándose hacia mí—, siempre ha sido un hombre justo y leal. Pero no es un gran guerrero; todo lo que podías aprender de él hace ya tiempo que lo dominas, no puede aportarte nada nuevo.
—Dice que no estaba preparado. No quiere que haga el ridículo delante de los demás, la sangre es lo primero. Algún día heredaré estas tierras y tengo que estar a la altura de ese honor y ganarme el respeto de las otras familias.
—No lo pongo en duda —dijo entre risas—. Pero para estar arriba hay que levantarse. Y para poder levantarte, primero tienes que caer.
Le lancé una mirada de extrañeza.
—No importa, ya lo entenderás. Te gustará la Academia, Liam. —Así era como solía llamarme. Nadie excepto él usaba ese nombre—. Conocerás a gente interesante, aprenderás muchas cosas útiles, pasarás buenos ratos con alguna jovencita y descubrirás que el mundo ofrece algo más que unas cuantas reglas estrictas y un manual de protocolo.
—Estoy deseando partir, pero echaré de menos todo esto —admití, pensando en lo que tenía por delante—. Espero recibir noticias tuyas aunque esté tan lejos, te voy a extrañar.
—Puedes contar con ello. Te escribiré de vez en cuando y, quién sabe, a lo mejor hasta me puedo acercar con mi compañía algún día. Hay buena clientela por los alrededores.
—Eso me gustaría.
—Deberías prepararte para el viaje —dijo al tiempo que se alejaba del borde de la muralla, encaminando sus pasos hacia el interior—. No creo que tu padre y yo podamos aguantar muchos más días sin arrancarnos la cabeza. Igual me la arranco yo mismo si tengo que seguir soportándole.
Según se acercaba el momento de marchar, la idea de acudir a una academia se me fue antojando más excitante. Ya había dado por perdido cualquier intento por salir de Brandorf y ahora que veía la oportunidad, no podía esperar. La noche antes de mi despedida no pude dormir; en vez de eso, pasé las últimas horas asegurándome de que todo lo que necesitaba estuviera guardado en los baúles. Con las primeras luces del alba me encaminé a las caballerizas para poner a punto mi montura, antes incluso de que los criados comenzaran con sus tareas.
Pronto estuvo todo preparado para nuestra partida. Además de mi tío, mis acompañantes en el largo viaje serían Richart, el capitán de la guardia, y Friedek, el maestro de armas, junto con una docena de hombres que me escoltarían hasta las puertas de Bellovado. Mi familia y los sirvientes salieron a despedirnos al patio. Por primera vez, era yo el que se marchaba y no el que quedaba atrás.
Mi madre me dio un abrazo fuerte e intenso, susurrándome al oído palabras de ánimo. Mi padre se acercó a mí solemne, con una espada envuelta en una vaina de cuero y metal en la mano.
—Esta espada es una herencia familiar. —Extrajo la hoja con cuidado, tendiéndola hacia mí; era recta, con doble filo de acero reluciente y una empuñadura de cuero engarzado en plata. Al sostenerla, me fijé que tenía un grabado en lengua antigua en el vacceo, apenas visible—. La casa de Brandearg la ha custodiado desde que se forjó y la ha confiado a sus herederos durante generaciones. Es hora de que la esgrimas, con el orgullo y el honor que corresponde a nuestra sangre. Cuida de ella como de tu propia vida y no la empuñes si no es absolutamente necesario.
—Gracias por concederme este honor, padre —dije con voz entrecortada, mientras volvía a introducirla en la vaina.
—Hablo muy en serio, Willhem —continuó—. No se te ocurra entrenar con ella ni utilizarla si no es contra un enemigo. Guárdala bajo llave, es un arma que no tiene precio. Ven aquí. —Me dio un abrazo corto, pero firme—. Cuídate y hazme sentir orgulloso. Hasta la vista, hijo.
Así pues, emprendimos el viaje a través de las tierras de mi familia. Hacía muchos años que no tomaba ese camino, ya que nuestras salidas para visitar feudos vecinos se habían hecho cada vez menos frecuentes.
La compañía de Sten se hizo notar esos primeros días. Nos fue guiando a través de bosques, ríos y colinas, mientras compartía anécdotas y consejos por igual. Al llegar al Paso de Río Lobo, se despidió de mí y siguió su propio camino, mientras nosotros tomábamos rumbo al sur para bordear la costa de Celiras hasta llegar al bosque de Bellovado. Tardamos más de doce días en hallarnos ante las puertas de la Academia.
No podía imaginar que lo que encontraría allí cambiaría mi vida para siempre.