6
Malas intenciones
Cuando te cruzas por primera vez con una persona, no estás seguro del impacto que puede tener en tu vida. Hay gente que pasa por tu lado de forma casi inadvertida, como el roce del viento en un día helado, para luego desaparecer en el olvido con la misma facilidad con la que ha llegado. Otros, en cambio, penetran en tu mente como fuego ardiente, dejando una marca imborrable tras de sí que se vuelve palpitante y dolorosa en el instante en que te faltan. La cuestión es que nunca sabes cuál va a ser el papel de esa persona, lo que significará para ti más adelante o si llegarás a arrepentirte de vuestro encuentro, hasta que ya es muy tarde para remediarlo.
Conocer a Leena fue como encontrar un rayo de sol en medio de la tormenta, como el primer trago de agua tras décadas de estar sediento. Desde nuestro primer encuentro empecé a acudir a menudo al campo de tiro solo para pasar un rato con ella, hasta que mi mejora en el uso del arco quedó relegada a un segundo término. Me gustaba conversar con ella, nunca faltaban temas sobre los que hablar; era divertida y no se achantaba ante los retos. Al contrario de lo que ocurría con mis otras amistades, con ella jamás me aburría. Adelbert era un buen amigo con el que podía compartir muchas cosas, pero cuando estaba de mal humor se volvía insoportable. Findlay, que era algo más agraciado que los otros, pasaba todo el tiempo que podía entre las faldas de alguna sirvienta. Hubert apenas hablaba más de tres palabras seguidas. Y los demás me resultaban tediosos e insustanciales cuando pasaba demasiado tiempo con ellos. Lo curioso era que no me había dado cuenta de ello hasta que pude compararlos con Leena.
Por desgracia, no todas las personas con las que te podías cruzar en la Academia resultaban tan agradables.
Con la llegada del buen tiempo cogí la costumbre de salir a cabalgar a media tarde. Echaba de menos los paseos por el bosque y las partidas de caza con mi padre. En Bellovado no estaban permitidas, pero al menos podíamos salir del recinto mientras el sol estuviera alto en el cielo, con la condición de no alejarnos demasiado. Findlay solía acompañarme; también él añoraba montar a lomos de un caballo.
Una de aquellas tardes nos reunimos en las caballerizas. Phipp Parry, que era el encargado del cuidado de los caballos y el adiestrador de los jinetes, se había llevado consigo la mayor parte de los corceles para enseñar a montar a los discípulos más pequeños, lo cual nos dejaba sin muchas opciones. Su hija Feige nos indicó que tendríamos que esperar hasta que diera de comer a los pocos caballos que habían quedado a su cuidado. De modo que Findlay y yo nos quedamos allí de pie junto al cercado, observándola trabajar.
Feige era unos cuatro o cinco años mayor que nosotros, pero su baja estatura y delgadez la hacían parecer más joven. Trabajaba a menudo con su padre, encargándose del cuidado de los animales y de cualquier tarea que se le encomendara. Era tan tímida y callada que sacarle una palabra resultaba más difícil que conseguir que el sol brillara en medio de la noche. Pero, cuando ocurría el milagro, siempre se dirigía a uno con suma educación y diligencia, a pesar de la dificultad que entrañaba escuchar sus palabras, que iban más dirigidas al suelo que a la persona que tenía delante.
Mientras ella estaba ocupada en sus tareas, nosotros esperábamos, hablando en susurros de vez en cuando. A Phipp no le gustaba que se alzara la voz o se hiciera cualquier tipo de ruido en las caballerizas; siempre decía que el alboroto molestaba a los caballos y los volvía salvajes y agresivos. Ese lugar podía considerarse el más silencioso de toda la Academia, exceptuando la biblioteca, siempre que pasáramos por alto el piafar de los caballos y el sonido que hacían sus cascos al chocar contra la piedra.
Por esa razón, el estruendo que causó la joven Parry al dejar caer uno de los baldes de agua que había junto al abrevadero causó tal alboroto que varios caballos empezaron a relinchar y a moverse inquietos en sus recintos. Me giré en su dirección, sobresaltado por el repentino escándalo que había provocado, pensando que habría sido un accidente. Pero cuando fijé la vista en ella vi que tenía el rostro lívido y desencajado. Con una mano temblorosa señaló hacia la puerta, donde una figura se apoyaba inestable contra el marco. Cuando alzó con dificultad la cabeza, pude reconocerle.
—¡Thurs! —le llamé.
Tenía un aspecto horrible. Su piel oscura se había vuelto de un tono ceniza alrededor de la boca, reseca y cuarteada, y de los ojos, que se mostraban dilatados y enrojecidos. Sus rastas de pelo negro se le pegaban a las mejillas y a la frente, que estaba perlada de sudor. Su hombro derecho se apoyaba contra la jamba de la puerta, a la que se estaba agarrando como si fuera lo único que lo sostenía. Parecía querer decirnos algo, pero de su boca solo salían apagados ruidos guturales. Cuando intentó dar un paso hacia nosotros, cayó hacia delante y se desplomó sobre el suelo cubierto de paja.
Findlay y yo corrimos hacia él. Al volverlo boca arriba nos dimos cuenta de que tenía el rostro congestionado y ardiendo de fiebre. Findlay intentó ayudarle a incorporarse, sin conseguirlo. Thurs apenas reaccionaba, parecía semiinconsciente, con los ojos abiertos pero sin llegar a ver lo que ocurría a su alrededor.
—Feige, trae agua —indiqué a la muchacha, que se había acercado a nosotros. Ella tenía la vista puesta sobre nuestro amigo y se tapaba la boca con ambas manos. No parecía haberme escuchado—. ¡Feige! ¡Agua, por favor! —Asintió varias veces con la cabeza y corrió hacia el abrevadero.
—Thurs, ¿me oyes? —Findlay golpeó su cara con el dorso de la mano, intentando reanimarlo—. ¿Qué crees que le ha pasado?
—Ni idea. Parece enfermo, pero esta mañana estaba perfectamente.
Feige regresó a toda prisa y depositó en mi mano un cuenco lleno de agua. Con la ayuda de Findlay, traté de hacérsela tragar a Thurs, pero la mayor parte se escurrió por la comisura de sus labios agrietados. Seguía sin reaccionar.
—¿Qué hacemos? —preguntó Findlay.
—Hay que llevarlo a la diaconía a que lo examinen Auberil o Bredder, ellos sabrán qué hacer. Ayúdame a levantarlo.
Aun entre los dos, nos costó un gran esfuerzo. Thurs era un tipo grande y fuerte y en aquel momento era un peso muerto. Conseguí pasar su brazo por encima de mi hombro para sujetarle mejor. Su cabeza se quedó apoyada sobre mi cuello y oscilaba cada vez que hacíamos un movimiento brusco. Cuando Findlay me indicó que lo tenía bien sujeto procedimos a sacarle a rastras de las caballerizas.
El recorrido me pareció eterno; la frente de Thurs emanaba cada vez más calor, su sudor me empapaba el cuello de la camisa. Yo también había empezado a sudar. Thurs se escurría a veces de entre mis manos y tenía que colocarle de nuevo para evitar que se cayera. Entramos a trompicones en la diaconía, solo para encontrarla vacía. Llamamos a gritos a los sanadores, sin recibir respuesta alguna.
—¿Y ahora qué hacemos? —aulló Findlay, alarmado. Me quedé pensativo, tampoco yo sabía qué hacer—. ¿Y bien?
—¡La torre! —se me ocurrió al fin—. Leena me dijo que es donde Auberil enseña el uso de las hierbas. A estas horas de la tarde es posible que le encontremos allí.
—¿Y qué sugieres? ¿Subirlo en volandas por las escaleras?
—No, ve tú a buscarle. Yo me quedare con Thurs.
Mientras Findlay salía corriendo en dirección a la torre, intenté subir a Thurs a una de las camas como pude. Seguía teniendo el mismo aspecto demacrado y sus manos habían empezado a sacudirse de forma incontrolada. Lo sujeté contra el colchón a la espera de que Findlay volviera. Cuando lo hizo, venía acompañado de varias personas que enseguida nos rodearon y empezaron a hacer preguntas. Eran los discípulos de Auberil; nuestra emergencia había interrumpido su lección.
Muchas de esas caras me eran conocidas. Me molestó descubrir que Mareck estaba entre ellos, era la última persona a la que quería ver en ese momento. Alguien me rodeó con el brazo y al girarme me encontré con Leena, que me miraba preocupada.
—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien?
—Sí, estoy bien. Es Thurs. No sabemos qué le pasa. ¿Dónde están Auberil y Bredder?
—Auberil viene hacia aquí —Señaló la puerta, por la que entraba el maestre en ese instante.
Había olvidado lo viejo que era Raynaldus Auberil. Se había quedado ciego hacía tiempo, pero seguía siendo la máxima autoridad en las artes curativas. Su figura encorvada y renqueante se acercó a nosotros a paso lento. Lo acompañaban sus ayudantes, Bauto y Huart, en los que se apoyaba para caminar. Lo guiaron hasta donde estábamos nosotros mientras apartaban a un lado a los curiosos.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó el maestre con su voz trémula y ronca.
Le contamos lo que había pasado hasta entonces. Asentía ligeramente con la cabeza mientras nos explicábamos, mirando al vacío con sus ojos ciegos, de un apagado tono lechoso. Deslizó las manos sobre el cuerpo tendido ante él, tanteando el cuello, el pecho, los brazos… Arrimó su cara a la de Thurs y empezó a oler su aliento y su frente y a escuchar el ritmo de su respiración.
—Hay miles de razones por las que podría estar en este estado —dijo al cabo de un rato—. ¿Habéis notado algo extraño en él en los últimos días?
—No, ha sido algo repentino —contestó Findlay—. Esta mañana estaba bien.
—¿Cuándo fue la última vez que le visteis?
—Después de las prácticas con lanzas, entre las horas tercia y sexta.
—¿Estáis seguros de que no dio muestras de ninguno de los síntomas que tiene ahora? —insistió Auberil en tono severo.
—Estamos seguros —intervine—. Estuve entrenando con él, me habría dado cuenta.
El anciano asintió con la cabeza. Después le pidió a Huart que describiera el aspecto que tenía el enfermo. Huart explicó con detalles todo lo que creyó importante, mientras Auberil escuchaba con atención, meciendo su corta barba blanca con sus manos macilentas. Cuando su ayudante terminó, volvió a examinar a Thurs con esmero.
—Si fuera una enfermedad tardaría días en llegar a este estado —nos comunicó, mientras continuaba su exploración—. Solo nos resta pensar que ha sido algo que ha tocado o ha ingerido en las últimas horas, algo que sea tan potente como para hacer efecto inmediato.
—¿Os referís a un veneno, maestre? —preguntó Huart con gravedad.
—Me temo que es posible. Pero no nos precipitemos —continúo, tratando de tranquilizarnos—. Tal vez se trate de un error involuntario por su parte.
—De hecho, maestre Auberil —intervino uno de sus discípulos—, puede que haya sido un acto consciente perpetrado por otra persona.
El que había hablado era un muchacho de rostro alargado y cabello castaño al que ya había visto en otras ocasiones. Se hacía llamar Dashiell Cawlder. En las últimas semanas se había arrimado a Mareck y ambos parecían inseparables. Se notaba que se sentía incómodo por atraer la atención de los presentes, tenía un libro grueso apretado contra su pecho y lo agarraba con tanta fuerza que sus nudillos se habían vuelto blancos.
—Te escuchamos, muchacho —le animó Auberil.
—Vi a Thurs a mediodía en las mesas del patio, justo antes de que sirvieran la comida —dijo Dashiell tras aclararse la voz—. Estaba discutiendo acaloradamente con una joven de ojos rasgados y largo pelo negro, que vestía con ropajes de colores vivos y transparentes.
—¿Una kalavesa? —pregunté.
—Sí. Sí, eso creo. La cuestión es que parecía que tuvieran un altercado. No estoy acusando a nadie, pero… cabe la posibilidad…
—No busquemos culpables sin estar seguros de lo ocurrido —dijo Auberil—. Pero no obstante, es una información importante. Ahora centrémonos en el paciente. ¿Qué tipo de veneno puede haberle causado estos síntomas?
—Podría ser cualquiera, maestre —contestó Huart. Su compañero Bauto asintió con la cabeza—. Hay muchos venenos que provocan estas reacciones, sin hablar con el enfermo para saber lo que le ocurre nos arriesgamos a darle el antídoto incorrecto y que su situación empeore.
—La mayoría de los síntomas sí coinciden, pero las convulsiones de las manos… —dijo Dashiell. Abrió su libro y pasó con rapidez las páginas en busca de algo—. Eso solo pueden provocarlo unos pocos venenos, no hay más que descartar las posibilidades.
Auberil levantó la cabeza, interesado. Con un gesto, le instó a que continuara. Dashiell se acercó a la cama para examinar mejor el estado de Thurs. Cada vez que le observaba, ojeaba su libro y volvía la vista de nuevo al paciente. Todo aquello me estaba poniendo nervioso; alguien había envenenado a mi amigo y esta gente no parecía saber qué podían hacer al respecto. Leena debió darse cuenta de mi incomodidad, porque me agarró con suavidad el brazo y esbozó una leve sonrisa de ánimo.
—No tiene lesiones —anunció Dashiell, más para sí mismo que para los que estábamos allí—. Pupilas dilatadas. No parece que le cueste respirar, eso descarta unas cuantas opciones. El aliento huele mal. —En ese instante alzó la vista y se dirigió a Findlay y a mí—. ¿Os ha dicho algo cuando le encontrasteis? ¿Intentó hablar, hizo algún sonido?
—No, no dijo nada —contestó Findlay, con un suspiro cansado—. Entró en las caballerizas, nos miró y se cayó al suelo. Nada más.
—Sí que intentó hablar —le corregí—. En cuanto nos vio. Pero no le salían las palabras.
Dashiell casi se abalanzó encima de mí. Puso sus manos en mis hombros, sujetándome con firmeza. Sus ojos grises se clavaron en los míos cuando volvió a hablar con un tono urgente.
—¿Estás seguro, completamente seguro, de que intentó hablaros y no pudo? Es muy importante, Willhem, es cuestión de vida o muerte, si no estás seguro…
—Sí que lo estoy —le interrumpí, quitándomelo de encima—. Intentó decirnos algo, pero solo hacía ruidos. Créeme, estoy seguro.
—Es belladona —anunció con orgullo, provocando un coro de murmullos y exclamaciones.
—¿La Baya de Bruja? —preguntó Hubert.
—Sí, debemos suponer que si alguien ha usado algo contra Thurs, debe ser fácil de conseguir. La belladona es la única planta que provoca esos síntomas y que crece cerca de aquí.
—Es una buena conclusión, Dashiell —afirmó Auberil—. Coincido contigo. Mas aún queda algo importante por resolver. ¿Cómo podemos sanar a nuestro enfermo?
—Con raíz de angélica.
El anciano esbozó una sonrisa.
—Así es. Bauto, Huart, ¿haríais el favor de traer raíz de angélica para que podamos preparar el antídoto?
Los dos ayudantes se miraron entre sí con gesto contrariado. Bauto negó con la cabeza. Huart empezó a mecer sus dedos regordetes antes de contestar.
—Maestre…. No nos queda más raíz. Adanna partió hace dos días para conseguirla en el mercado, junto con otros ingredientes que nos faltan. Tardará al menos tres días más en regresar.
A Auberil le cambió el rostro, ahora se mostraba preocupado.
—Es posible que este muchacho no pueda aguantar tantos días, no sabemos qué cantidad de Belladona ha ingerido. ¿Estáis seguros de que no queda nada?
Bauto salió del recinto sin decir una palabra. Cuando regresó con las manos vacías, sentí un nudo en el estómago. Huart comunicó las malas nuevas al maestre, no sin antes ayudarle a tomar asiento al ver el aspecto cansado que ofrecía. Los murmullos empezaron de nuevo. Nadie sabía qué hacer.
—¿Por qué no va alguien a buscar más raíz de esa cosa? —pregunté a Leena en voz baja.
—Porque la angélica solo crece en el norte. Aquí es imposible hallarla, la venden en ciertos mercados a un precio muy alto. La maestre Bredder ha ido a por suministros porque hay muchas hierbas y mezclas que no pueden encontrarse en los bosques.
—Yo tengo angélica —anunció Mareck, levantando la voz sobre el rumor de las voces, que cesaron de inmediato. Auberil le instó a seguir—. Los monjes suelen consagrar ofrendas de angélica al Dios Astado, me entregaron algunas para que pudiera continuar la tradición. Tal vez sean suficientes.
—Tráelas aquí, muchacho.
En unos minutos, Mareck había vuelto con un puñado de plantas con ramificaciones de pequeñas flores blancas, grandes hojas y unas raíces gruesas y amarillentas. A pesar de que estaban bastante secas, el maestre anunció que con eso bastaría para preparar el antídoto. Pude respirar tranquilo.
Huart nos pidió que nos dispersáramos para dejar trabajar tranquilo a Auberil. Mientras el maestre se apoyaba en su ayudante para levantarse, me acerqué a él. Lo ocurrido con Thurs me había dado mucho que pensar.
—Maestre Auberil —le llamé. Su encorvada figura se giró con lentitud hacia mí—. Me preguntaba si tendríais a bien permitirme acudir a vuestras lecciones. Después de lo sucedido, creo que sería conveniente para mí aprender vuestras artes.
—Todos son bienvenidos, muchacho —asintió complaciente—. Mis ayudantes te darán las indicaciones precisas para unirte a nuestra pequeña congregación. Y no te preocupes por tu amigo, en unos días volverá a estar bien.
Al darme la vuelta, me encontré a los otros esperándome. Leena me dirigió una sonrisa antes de tomarme del brazo para sacarme de allí. Findlay me miraba como si me hubiera vuelto loco, meneó la cabeza y salió por la puerta. Dashiell seguía enfrascado en ese libro del que no se separaba nunca. Y Mareck cruzó la mirada conmigo, como aguardando una reacción por mi parte. Una que, desde luego, no estaba dispuesto a ofrecerle.
—¿Cómo te encuentras, haragán? —preguntó con sorna Adelbert en cuanto cruzó por la puerta—. ¿Planeas levantarte de la cama en algún momento o piensas pasarte aquí el resto del año?
Thurs se permitió una sonrisa cansada al vernos entrar. Su aspecto era mucho mejor que el día anterior, había recuperado el color, la fiebre había bajado y los temblores habían cesado. Seguía, no obstante, fatigado por la experiencia. Auberil le había aconsejado permanecer un par de días más en la diaconía.
—He tenido días mejores —farfulló con un acento tan cerrado que apenas se le entendía.
—La culpa es tuya por ser tan flojo. ¿Es cierto lo que he oído? ¿Esto te lo ha hecho una mujer?
Thurs le lanzó una mirada de extrañeza.
—Dashiell nos comentó que te había visto discutir con una chica en el patio —aclaré—. Morena, de facciones kalavesas. Ya que poco más tarde ingeriste belladona, cabe pensar que ella podría habértela suministrado.
Se quedó pensativo durante un instante. Después, su expresión cambió a una de enojo.
—¡Esa arpía hija de una víbora! La próxima vez que la vea le rebanaré el pescuezo.
Adelbert empezó a reírse a carcajadas y los demás le siguieron, soltando todas las burlas que se les ocurría para atormentar a Thurs. Este las encajo con paciencia a pesar de no estar en sus mejores condiciones.
—De modo que es cierto —dije cuando los demás dejaron de reír—. Fue esa chica quien te envenenó. ¿Quién es? ¿Qué razones tiene para hacer una cosa así?
—Se llama Dua —repuso él—. Tuvimos una desavenencia por cuestiones de fe. Me acusó de haber retirado sus ofrendas para presentárselas a mis dioses, todo porque entré después de ella en el templo. Lo negué, pero no quiso escucharme. De modo que acabamos insultándonos el uno al otro.
—Eso pasa todos los días —observó Adelbert—. Esos kalaveses siempre están difamando a los que no piensan como ellos.
—La cuestión es que cuando se cansó de gritarme, se marchó irritada y creí que ahí acabaría la discusión. Al rato, mientras estaba comiendo, volvió a acercarse más tranquila y me ofreció una copa para disculparse por su comportamiento. La acepté con buena fe. Es cierto que el vino tenía un sabor dulzón un poco desagradable, pero no se me pasó por la cabeza que se tratara de un ardid. Pensándolo ahora, no hay nada que haya comido o bebido aparte de eso que pudiera haber contenido veneno. Tomé lo mismo que los demás en la cantina, de estar en la comida habría más enfermos.
—Mujeres —dijo Adelbert con desdén—. Típico de ellas utilizar un veneno de forma rastrera y miserable. Si te quería muerto que hubiera usado una espada en un combate justo. Hay que pensar en un modo de resarcirte.
—Hay que comunicárselo a los rectores, ellos se encargarán del castigo oportuno —señaló Findlay.
—Ya sabemos lo indulgentes que pueden ser los rectores. Yo soy partidario de darle un buen escarmiento, ¿no te parece, Thurs?
—No estoy en condiciones de escarmentar a nadie.
—Cuando te recuperes, entonces. Podemos hacer una ofrenda de sangre a Sinemé —sugirió Adelbert—. Con su ayuda seguro que encontramos la forma más adecuada de hacérselo pagar a esa furcia.
—¿De qué hablas, Adel? ¿Quién es esa Sinemé? —Thurs arrugó la nariz.
—Es la diosa de la venganza. Y de la justicia. Si se le hace una ofrenda de sangre brinda su ayuda a los que han sido ultrajados. Dicen que si encuentra el sacrificio de su agrado ella misma se aparece a tu enemigo y le arranca el corazón —relató con entusiasmo. A Adelbert le encantaba exagerarlo todo—. ¿No tenéis ningún dios como ella en ese credo vuestro?
—¿Qué? No, desde luego que no —resopló Thurs—. Pero qué raritos sois. Nosotros solo creemos en los Dioses Gemelos y ellos no se inmiscuyen en los asuntos humanos. Nuestros problemas los arreglamos solos.
—Sigo pensando que sería mejor que le contásemos a Cairgrazen lo que ha pasado. El maestre Adelbert ya está al corriente, acabará enterándose de todo tarde o temprano. Si hacemos algo contra esa chica, nos pillarán en el acto —insistió Findlay.
Adelbert se encogió de hombros.
—Pues yo voy a ver si la encuentro y le digo lo que pienso.
Salió de la diaconía todo decidido. Hubert no tardó en correr tras sus pasos y Findlay los siguió poco después, murmurando maldiciones. Me despedí de Thurs y fui tras ellos antes de que se metieran en un lío. En la puerta tropecé con Feige que, sobresaltada, dio unos pasos hacia atrás y bajó la mirada. Llevaba en las manos una flor recién cortada de grandes pétalos blancos.
—Feige, ¿qué haces aquí?
Titubeó, pasando la lengua por los labios. Me miró con timidez, sin levantar del todo la cabeza. Habló en voz baja y suave.
—S-solo quería saber cómo estaba Thurs. Le he traído esto —dijo, tendiéndome la flor. No pude evitar sonreír ante el gesto.
—¿Por qué no se la entregas tú misma?
—No, n-no quiero importunar a nadie.
—Ahora mismo no hay nadie más ahí dentro. Estoy seguro de que agradecerá tu compañía. Vamos, ve a saludarle.
Osciló sobre sus pies un momento, sopesando las opciones. Al final, asintió y me aparté para que pasara. Cerré la puerta para que nadie los interrumpiera.
—Vaya, las cosas se ponen interesantes —musité para mí mismo.
Tardé largo rato en localizar a los otros. Cuando por fin di con ellos en la fuente de los dragones que estaba en medio de la plaza, ya habían hallado a la joven kalavesa. Vestía una túnica de seda con brillantes tonos amarillos y naranjas que destacaba a millas de distancia. Adelbert le estaba soltando un discurso que, por el gesto de repulsa que tenía ella en la cara, afeando sus rasgos alargados, no parecía que fuera de su agrado. En cuanto terminó de hablar, Dua le miró de arriba abajo como quien observa una cucaracha pegada a su zapato.
—Vuestras acusaciones son tan endebles como la valía de ese malnacido —repuso con desdén.
—¿Negáis haberle suministrado veneno? —demandó él.
—No he dicho tal cosa. Nadie injuria a la Diosa sin pagar un precio por su ofensa.
—Entonces, lo admitís.
Dua esbozó una sonrisa mezquina.
—Solo trataba de darle un escarmiento —replicó—. La cantidad que puse en su copa provoca un par de días de malestar en un hombre. No es mi culpa si vuestro amigo es tan débil como los falsos dioses a los que venera.
—Podríais haberlo matado —intervino Findlay, encarándose con ella.
—Lástima. Habría sido un infiel menos del que preocuparse.
Me adelanté para sujetar a Findlay, que parecía más que dispuesto a abalanzarse contra esa chica. Dua nos miró divertida y, con un gesto exagerado, sacó una bolsa de entre los pliegues de su túnica.
—Con gusto pagaré el precio de su vida. ¿Cuánto vale para vos?
—Thurs es un noble de buena familia, no un esclavo —dije—. Dad gracias a que ha sobrevivido. Serán los rectores quienes juzgarán vuestros actos y se encargarán de que no volváis a hacer daño a nadie.
—Qué costumbres tan absurdas tenéis los paganos. La Gran Madre me protege y os fulminará a todos por vuestros sacrilegios.
—Antes te pudrirás en un calabozo, zorra —la amenazó Adelbert.
—Vamos, chicos —intervino Hubert, visiblemente nervioso por cómo se estaba desarrollando la situación. Tiró de la manga de Adelbert que, a pesar de sus intentos por avivar la riña, dejó que Hubert le apartara de allí—. Ya ha confesado. Mejor avisamos a los guardias.
—Eso es, huid como los cobardes que sois —vociferó Dua mientras nos alejábamos—. La Gran Diosa acabará imponiéndose en vuestro reino impío y todos pagaréis con sangre haber osado contrariarla.
Continuó gritando, aún cuando nos hubimos alejado lo suficiente como para no entender sus palabras.
Días después del altercado, los rectores juzgaron que no hubo intención de asesinato, ya que la cantidad de sustancia suministrada no alcanzaba la dosis letal. No obstante, Dua fue expulsada de la Academia por sus actos y no volvimos a verla.
A pesar del buen hacer de los rectores, me aterraba pensar que gente como ella pudiera estar viviendo bajo el mismo techo que nosotros y pudiera tener acceso a armas y venenos con tanta facilidad. No podía estar seguro de si el que estaba a mi lado acabaría clavándome una daga en medio de la noche o envenenando el agua que bebía. Ni podía saber si las personas con las que me cruzaba eran de toda confianza o tramaban en secreto mi perdición.
Las dependencias de los aprendices contaban con una sala adyacente en la que podíamos pasar el rato cuando no estábamos practicando o realizando alguna de las muchas tareas que nos encomendaban. Era el lugar más lujoso al que podíamos acceder y también el más confortable. La estancia era luminosa, con las paredes cubiertas con paneles de madera y adornadas con tapices ostentosos que representaban a las deidades de Celiras con todo lujo de detalles. Los suelos estaban cubiertos de alfombras elegantes traídas de los países del este, había varias mesas y sillas de roble con tallas ornamentales y al fondo de la sala se levantaba una chimenea de piedra con repisa tallada en ébano que proporcionaba calor en invierno. En esa época era habitual que todo el mundo se reuniera en la sala, pero, en los días todavía calurosos en los que nos encontrábamos, la mayoría prefería disfrutar del buen tiempo en el exterior.
La conjunción de la agradable temperatura de la sala y la tranquilidad que ofrecía resultaba ideal para nosotros, así que pasábamos buena parte de las tardes allí, charlando y jugando partidas de Tafl.
—Te toca mover —me indicó Adelbert mientras depositaba una ficha junto a la esquina del tablero.
Moví una de mis piezas negras al otro lado de la suya.
—Captura de la custodia —anuncié, al tiempo que retiraba su ficha del tablero. Adelbert hizo una mueca—. Te estás quedando sin fichas, Adel.
—Cállate, no me dejas concentrarme.
Llegados a ese punto solía tomarse su tiempo antes de mover. Findlay estaba leyendo un libro, reclinado sobre un arquibanco, y Hubert repasaba una talla de madera con un cuchillo ajado, así que traté de distraerme echando un vistazo a la sala. Los tapices llamaban siempre mi atención por su intrincado detalle, a pesar de que los había visto mil veces. Me quedé mirando la efigie de Sinemé, representada con tal precisión que provocaba escalofríos. El bordado mostraba a una mujer de piel pálida, casi blanca, con cabellos oscuros y lacios que caían sobre su túnica escarlata; sus ojos se podían ver cubiertos de sangre tras el velo negro que ocultaba su rostro, y sus manos, alargadas y huesudas, acababan en garras, entre las que sostenía un corazón ensangrentado. Detrás de ella había un cuervo, con su rojo plumaje característico, que observaba como un celoso guardián capaz de atravesarte con la mirada; estaba posado sobre una balanza de plata en cuyos platillos descansaban dos plumas. Ese tapiz era como una herida abierta en mitad de la pared.
—Will, no te distraigas —Adelbert interrumpió mis pensamientos con un golpe en la mesa que me sobresaltó—. ¿Dónde está tu cabeza últimamente?
—Estará pensando en esa chica a la que visita a todas horas —comentó Findlay sin levantar la vista del libro. Hubert esbozó una sonrisa.
—No es cierto, estaba mirando el tapiz —aclaré.
—¿Quién? ¿Esa burguesa? —preguntó Adelbert, moviendo otra de sus piezas fuera de turno—. Es guapa, pero casi no tiene tetas. ¿Qué tal es en la cama?
—Leena es solo una amiga. Y no te toca mover. —Volví a poner su ficha en el lugar correspondiente.
—Pues qué lástima. Con todo el tiempo que pasas con ella ya podría ofrecerte alguna atención más íntima, no sé si me entiendes.
—Creo que Will sigue siendo virgen, Adel —comentó Findlay con sorna.
—¿En serio? Pues qué desperdicio. Si yo tuviera una cara como la suya no derrocharía mi tiempo con unos perdedores como vosotros.
—Él no tiene la culpa de que tú seas un adefesio.
Adelbert le lanzó una ficha a la cabeza. Solo consiguió que Findlay se riera aún más.
—Lo cierto es que pasas demasiado tiempo con ella y no es de los nuestros —me dijo Adelbert con desaprobación—. No deberías relacionarte con gente que no pertenece a la nobleza, solo quieren usarte para su propio provecho.
—Leena no es así —protesté.
—Todos son así, no seas ingenuo. De momento te ha apartado de nosotros y, por lo que me ha contado Find, te induce a hacer cosas que antes ni se te hubieran ocurrido.
Le lancé a Findlay una mirada furibunda. Se limitó a agachar la cabeza y ocultarse tras su libro.
—¿De qué demonios habla?
Findlay soltó un suspiro y dejó caer el libro sobre su regazo.
—De las lecciones con Auberil. Te apuntaste a esa mierda de aprender a usar hojas y otras porquerías.
—¿Y eso qué tiene que ver con Leena? —repuse indignado—. Si quiero acudir a esas lecciones es porque creo que pueden ser útiles. Ya visteis lo que pasó con Thurs. Y no solo enseñan a usar hojas, también explican cómo curar heridas. Quiero estar preparado por si alguna vez necesito esos conocimientos.
—Los hombres luchan, las mujeres y los cobardes curan —aseguró Adelbert con aspereza—. Todo el mundo lo sabe.
—Y si no tienes a ninguno a tu lado cuando te infrinjan una herida, ¿qué vas a hacer? ¿Crees que rogar a los dioses será suficiente para que se cierre sola? —Deslicé una de las fichas por el tablero hasta situarla cerca del centro—. No me basta con ser un buen caballero, también me gustaría seguir vivo cuando acabe la guerra.
—De acuerdo, si quieres jugar con florecitas, juega con florecitas. —Adelbert se encogió de hombros—. Captura del guardián —anunció, sacando una de mis piezas—. Pero eso no excusa el hecho de que te estás relacionando con gente de baja cuna. ¿Qué pensaría tu padre al respecto?
No supe qué contestarle, aunque sabía de sobra cuál sería la reacción de mi padre. Noté la amenaza velada en sus palabras, fuera intencionada o no.
—¿Qué va a ser lo siguiente? —continuó Adelbert sin querer dejar el tema—. ¿Te vas a arrimar también a Mareck y la chusma que le sigue a todas partes?
Los otros soltaron un resoplido de disgusto.
—No, por supuesto que no, ¿por quién me has tomado? No puedo soportar ni estar en la misma sala que él.
—Es un alivio saberlo —comentó Hubert, uniéndose a la conversación—. Pensábamos que te estabas volviendo como Bardsley.
—Ni en mis peores pesadillas. Bardsley pertenece a una familia de baja estirpe que está cerca de quedarse en la miseria, ¿qué se puede esperar de él? Querrá contagiarse del prestigio del elegido para mejorar su nombre.
—No, lo que pasa es que sigue a todas partes a ese burgués amigo suyo como si fuera un perro, creo que se llama Sveinn o algo parecido. Es él quien se ha juntado con Mareck, el idiota de Bardsley hace lo que sea por tenerlo contento —dijo Adelbert—. Creo que ese tipo cuenta con una buena fortuna, de ahí que sean uña y carne. Seguro que Bardsley le deberá más de un favor. Como te decía, es mejor mantenerse alejado de los burgueses. Te arrastran consigo por el fango.
—A mí no me va a pasar eso. —Esperé a que Adelbert moviera pieza para colocar estratégicamente las mías alrededor del cuadro del Trono—. Cuidado con tu rey.
—Mierda —exclamó él al ver que ya le tenía rodeado—. Mierda, mierda. ¿Cómo demonios lo haces? Esperaba ganarte jugando con las blancas.
—Aunque las blancas tengan ventaja no puedes pretender ganar si no mueves el rey del cuadro central. Tienes que conseguir que escape del tablero, no esperar a que yo me quede sin fichas.
—Odio este juego. La próxima vez jugaré contra Hubert.
—Yo solo sé jugar a la Danza de los Nueve Hombres —comentó este.
—Por eso mismo, si no sabes jugar al Tafl será más fácil vencerte.
Recogí las fichas del tablero y las que habíamos repartido por la mesa mientras jugábamos, dejando para el final la que Adelbert había lanzado a Findlay, que estaba en el suelo bajo una de las sillas. Las volví a colocar con cuidado sobre las casillas, en posición de abertura, aunque la conversación me había quitado las ganas de seguir jugando.
—¿Sabéis qué es lo último que ha hecho ese malnacido? —comentó Findlay, rompiendo el silencio—. Se ha llevado la gloria por salvarle la vida a Thurs, dicen que si no hubiera sido por él, habría muerto y que también fue gracias a él que los rectores expulsaron a Dua.
Adelbert soltó un resoplido de incredulidad.
—Pero si fuimos nosotros los que delatamos a Dua.
—Pues la gente está convencida de que ha sido obra del elegido. Hablan todo el tiempo de su hazaña. Que es una bendición de los dioses, dicen.
—Auberil es quien ha salvado la vida a Thurs, no Mareck —repliqué—. Él tan solo tenía a mano unas raíces. ¿De dónde ha sacado la gente esa historia? ¿Acaso ha sido él quien ha ido contando esas patrañas?
—Quién sabe. Está en boca de todo el mundo. Muchos aseguran ser testigos de su hazaña y eso que no estaban entre los discípulos del maestre. Cuando les he contado mi versión, nadie la ha creído.
—Es inaudito —dije irritado.
—Resulta cuando menos curioso que hayan administrado a nuestro amigo un veneno justo cuando su único antídoto se ha agotado —señaló Adelbert, mientras jugueteaba con la figura del rey—. Y que, por azar del destino, el sinsangre tuviera en su poder las hierbas necesarias para realizarlo. Si no fuera porque Dua admitió su culpa, podría resultar sospechosa tanta casualidad, ¿no os parece?
—No, no lo creo —negué con la cabeza—. No le veo capaz de una cosa así. Esto ha sido una disputa entre creencias y parte de la culpa la tienen los rectores por facilitar un solo templo para reunirlas a todas. No se puede rezar a dioses opuestos dentro de un mismo lugar y esperar que no haya discordia.
—No obstante, pienso que sería oportuno que pusiéramos freno a su arrogancia, ¿no creéis? —sugirió Adelbert—. Darle un escarmiento que lo deje en ridículo delante de todo el mundo. Tal vez de ese modo dejen de considerarlo tan perfecto.
—¿Y qué sugieres que hagamos?
—Oh, se me ocurre una idea. Una pequeña broma, por así decirlo, que nos proporcionará diversión y al mismo tiempo abrirá los ojos a los que lo consideran como un semidiós. Algo inocente por lo que no puedan castigarnos si sale a la luz.
Adelbert captó toda nuestra atención. Escuchamos con interés su propuesta, simple y absurda por igual, pero si la información que nos había llegado sobre el sinsangre era fiable, podría funcionar. Decidimos ponerla en práctica aquella misma noche.
Esperamos a que la cena hubiera terminado antes de acercarnos a la mesa donde Mareck se sentaba. Con él estaban Dashiell y los otros dos chicos que se habían unido a ellos en las últimas semanas: Sveinn Rybar, un rico burgués orgulloso y pendenciero por igual, y Xander Bardsley, hijo tercero de una familia de caballeros venida a menos. Nos miraron con suspicaz curiosidad cuando nos detuvimos frente a ellos.
—¿Tendrías un momento para hablar con nosotros, Mareck? —preguntó Adelbert con toda la amabilidad que pudo reunir—. A solas —añadió, lanzando una mirada de reojo a sus acompañantes—. Tranquilos, solo os lo robaré un minuto.
Nos alejamos del grupo lo suficiente como para estar seguros de que no pudieran escucharnos, con Mareck siguiéndonos como un cordero a su sacrificio. Ninguno de sus tres aliados nos quitó el ojo de encima en ningún momento.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó cándidamente.
—Nada que deba preocuparte —aseguró Adelbert con una gran sonrisa. Le puso la mano sobre el hombro, rodeándolo en actitud confidente—. ¿Cuánto tiempo llevas en la Academia? Varios meses, ¿cierto? Estábamos comentando que, después de todo este tiempo, aún no te hemos ofrecido una bienvenida apropiada.
—Verás, Mareck, los nobles tenemos una costumbre por estos lares —Findlay se acercó a él. Bajó la voz, mirando a su alrededor como quien está a punto de desvelar un secreto—. Un rito de iniciación que demuestra que somos dignos a ojos de los dioses y de nuestros congéneres. Para ser aceptados como iguales debemos superar ese reto.
Mareck frunció el ceño con extrañeza.
—Nunca había oído hablar de eso.
—No, claro que no, se trata de un secreto. Nadie habla de ello para que los no iniciados no sepan a qué deben enfrentarse. Eso también forma parte del reto.
—¿Y queréis que yo me enfrente a vuestro desafío?
—Es algo muy sencillo —aseguré con indiferencia—. Todos hemos pasado por ello y lo hemos superado. Hasta Hubert. —Este hizo un gesto de afirmación con la cabeza—. Pero si no te atreves…
—Sí, claro que me atrevo —se apresuró a contestar. Sonreí. Sabía que mordería el anzuelo si ponía en entredicho su ego—. ¿Qué tengo que hacer?
—¿Has oído hablar del Daru? —le preguntó Adelbert.
—No…
—Es una criatura muy curiosa, diferente a cualquier otra que hayas conocido. Su piel es tan peculiar y difícil de conseguir que pagan toda una fortuna a quien logre hacerse con un ejemplar. Pero los Daru son escurridizos, no resulta fácil cazarlos, son muy pocos los que han visto uno. Viven en los bosques y solo salen las noches en las que la gran luna está blanca. Como esta noche.
—Y ese es tu reto —dije—. Tienes que cazar uno. —Me miró con los ojos muy abiertos. Empecé a reírme—. Es broma. Basta con que encuentres uno y nos describas lo que has visto. Como todos nosotros lo hemos visto ya, sabremos que es cierto.
—Pero ¿cómo voy a localizarlo? Si ni siquiera sé cómo es, no sabría por dónde empezar.
—Tienes que buscar un claro en el bosque. Hay varios cerca de aquí —aconsejó Adelbert—. Llévate algo de mijo de la cocina, a esos bichos les encanta. Y luego solo tienes que esperar a que alguno se acerque lo suficiente. A veces tardan toda la noche, pero el olor del mijo siempre acaba atrayéndolos.
—¿Y los guardias? Tenemos prohibido salir del recinto por la noche.
—¿Qué parte de la palabra «reto» no acabas de entender? —se mofó Adelbert—. Tiene que haber alguna complicación que haga más difícil la tarea. Pero seguro que encontrarás una manera de despistar a la guardia, ¿verdad?
Mareck sopesó sus opciones. Noté que necesitaba un pequeño empujón para decidirse.
—No todos los novatos se exponen a burlar a la guardia y pasarse una noche en vela. Tranquilo, no importa —dije con desgana. Hice ademán de marcharme y los demás me siguieron el juego—. Ya nos avisarás cuando te sientas preparado.
Solo nos dio tiempo a dar un par de pasos.
—¡Lo haré! —exclamó—. Iré esta noche y encontraré a esa criatura.
Adelbert y yo cruzamos una mirada de complicidad.
—Perfecto —dijo Adelbert—. Esperaremos ansiosos tus noticias por la mañana. Pero recuerda que no debes contarle a nadie lo que estás a punto de hacer. No hasta que el reto haya concluido.
—Claro, no hay problema.
—Entonces, solo nos resta desearte suerte.
Lo vimos marchar todo resuelto a ir en busca de la criatura y nos costó aguantar las ganas de reírnos a carcajadas.
—No tiene ni idea —dijo Findlay.
—Ya os dije que resultaría, es un ingenuo. —Adelbert nos guió a través de la plaza hasta el otro extremo de la Academia—. Tendremos que esperar un buen rato antes de avisar a los guardias de que alguien ha quebrantado la orden de no cruzar las murallas.
El plan funcionó tal y como habíamos previsto. Lo supimos en cuanto vimos salir a Mareck de las dependencias de la guardia a primera hora de la mañana. Tenía aspecto de no haber dormido en toda la noche: pelo despeinado, marcadas ojeras bajo los ojos, ropa cubierta de polvo y hierba reseca, y un gesto iracundo y decepcionado asomándole al rostro. Cruzó con paso cansado buena parte del patio antes de darse cuenta de nuestra presencia; cuando lo hizo, fue como si hubiera despertado de forma repentina. Aceleró su paso, esta vez dirigiéndose hacia nosotros.
—¿Cómo ha ido la caza? ¿Has conseguido encontrar a tu Daru? —le preguntó con cinismo Adelbert. La mirada indignada que le lanzó Mareck nos hizo reír a carcajadas.
—Todo esto os parece muy gracioso, ¿verdad? —respondió él, muy irritado, su voz se elevaba por encima de nuestras risas.
—Es evidente que sí.
—Igual deberíamos explicárselo —sugirió Findlay sin parar de reír—. Está claro que muy perspicaz no es.
El comentario nos hizo reír aun con más fuerza, hasta que nos dolió el estómago por el esfuerzo. Entre tanto, Mareck se limitó a cruzarse de brazos; su enojo aumentaba a medida que nos burlábamos de él. Esperó hasta que las carcajadas se fueron atenuando.
—A mí no me parece divertido —protestó—. Me he colado en las cocinas, he pasado la mitad de la noche a la intemperie y la otra mitad en el calabozo, y ahora me va a tocar hacer guardias nocturnas durante los próximos tres meses como castigo por cruzar la muralla. ¡Y todo por un maldito animal que ni siquiera existe!
—Qué pena, se lo han contado —comentó Findlay de refilón.
—¿Qué pretendíais con todo esto? —demandó Mareck, más exasperado aún si cabe.
—Demostrar que no eres tan increíble como la gente piensa —Adelbert se encaró con él—. Solo eres un niñato ingenuo y estúpido, te comportas como un pordiosero que se cree opulento porque le han dado una moneda por lástima.
—¿Se supone que tú vas a ser el héroe de Celiras? ¡Menudo héroe! —añadí, burlón—. Estoy deseando saber qué pensarán tus admiradores cuando se enteren de que te han castigado por salir a buscar una criatura imaginaria, creada para impedir que los niños se adentren en los bosques. Por los dioses, hoy en día hasta los niños de teta saben que los Daru no existen, igual que los Kobolds o los Fada.
Soltó un suspiro exasperado. Parecía a punto de estallar.
—Oh, perdona —continué con fingida consternación—. ¿Te ha molestado que te dijera que esas criaturas tampoco existen? A lo mejor te apetecía salir a buscarlas un día de estos.
Los demás volvieron a reír. Mareck negó con la cabeza, con gesto afligido.
—Debí hacer caso a mis amigos cuando me dijeron que erais unos despreciables. Esto es culpa mía por fiarme de mi instinto y creer que si me esforzaba me acabaría ganando vuestra aprobación. Ya veo que no merece la pena tratar con los de vuestra calaña. Y tú —añadió, dedicándome un gesto de desprecio—. Tú eres el peor de todos. ¿Es así como me pagas el haberle salvado la vida a tu amigo? ¿Qué te he hecho para que me odies así?
—Tú no le has salvado la vida a nadie. La dosis que le administraron no era mortal, ya lo admitió Dua y lo corroboró el maestre Auberil. Como mucho, le habrás evitado un par de días de malestar. ¿Pretendes que bese el suelo por donde pisas por tu gesto desinteresado? —Le miré con desdén—. Porque, la verdad, no me parece que seas tan magnánimo cuando te ha faltado tiempo para vanagloriarte por ello. Eso es lo que mejor sabes hacer, alardear de cosas que ni siquiera has hecho.
—¿Sabes? Puede que yo sea un ingenuo, pero me parece mucho más deplorable ser un déspota malcriado y pedante como tú, que se cree mejor que los demás por haber nacido dentro de un castillo —escupió, arrogante—. Si tan importante te crees que eres, me parece lamentable que necesites humillar a los demás para sentirte mejor contigo mismo.
Su acusación me dejó boquiabierto.
—¿Cómo dices?
—¿Necesitas que te lo repita? —replicó, acercándose a poca distancia de mí. Lo aparté de un empujón.
—Eres un miserable insolente.
—Y tú un cobarde que se esconde tras su título. —Me empujó a su vez—. Si tuvieras agallas no necesitarías recurrir a bromas de mal gusto para limar asperezas conmigo.
—A mí nadie me llama cobarde. ¡Retíralo ahora mismo!
—¡Pues demuéstrame que sabes hacer algo más que escupir palabras vacías!
—¿Me estás retando a un duelo?
—Sí. Sí, eso estoy haciendo. —Por su expresión, parecía que se le acababa de ocurrir en ese momento—. Si es que te atreves a enfrentarte a alguien en igualdad de condiciones y de forma honorable, por una vez.
—¡Por supuesto que me atrevo! —alcé la voz. Una mirada alrededor me desveló que habíamos atraído a toda una multitud con nuestra disputa; estaban observando la escena con curiosidad—. ¿Estás tú dispuesto a aumentar tus meses de guardia obligatoria por ponerte gallito conmigo? Porque te recuerdo que los duelos están prohibidos.
—No si luchamos durante el entrenamiento y con espadas sin filo —propuso—. Nadie puede acusarnos por practicar con demasiado empeño si nadie sale herido.
Muy listo. Me había sorprendido con esa idea repentina. No era lo que esperaba, pero vencerle en un duelo limpio delante de nuestros compañeros, aun sin riesgos, me parecía una buena forma de resarcirme por sus insultos. Le haría tragarse sus palabras una por una.
—Acepto.
—Dentro de dos días. Espero verte allí —me advirtió, señalándome con el dedo antes de marcharse.
—¿Y vosotros qué miráis? —bramé a la multitud, que al instante se dispersó entre murmullos y refunfuños.
No presté mucha atención a mis amigos, que habían permanecido callados durante toda la conversación y me miraban ahora con expresión neutra. Me aparté del grupo, encaminándome hacia la armería con la intención de desahogarme con el primero que se atreviera a acercarse a mí esa mañana.