CAPÍTULO 50
Despierto en la cama de una habitación de hospital. Veo a Germán sentado en una silla, a mi lado. Al ver que me muevo, Germán se levanta y se acerca a mí. Intenta una sonrisa.
—¿Cómo estás?
—Tengo sed.
Germán coge una botella de agua de la mesilla. Y echa un poco en un vaso. Me la pasa y bebo con avidez.
—Qué miedo he pasado.
Germán trata de acariciarme el pelo. Pero no sé si estoy preparada para una caricia suya y trato de desembarazarme de su mano sin que quede demasiado brusco.
—Me duele.
—¿Mucho?
—No. —Aún no entiendo qué hace aquí—. Te han soltado. ¿Quién pagó la fianza?
—Nadie. No hizo falta. Pero no te preocupes ahora por eso. ¿Qué tal las heridas de la cara, te molestan?
Me llevo las manos a mi rostro y descubro que tengo unas vendas. Me alarmo.
—No te van a quedar marcas, tranquila, solo son rozaduras y alguna pequeña quemadura.
Mis manos también tienen heridas. Pero solo en dos han puesto unos esparadrapos.
—¿Y Gabriel y…?
—En el cuartel. Los tres están detenidos. Gracias a ti.
—¿Por qué lo hicieron? ¿Por qué quisieron matarme? ¿Por qué mataron a Viruca? Tú lo sabes, ¿verdad?
Germán niega.
—No, Raquel. Yo sabía que Viruca se estaba metiendo en un sitio peligroso. Pero nada más. Ya habrá tiempo de saber.
Trato de incorporarme.
—Que registren el ordenador de Iago. Ahí está, ahí tiene que estar…
—Ahora no te preocupes por eso.
—Es importante, Germán.
—Ya lo están haciendo.
—¿Seguro?
Asiente.
—¿Quieres caminar?
—Sí.
Germán me sostiene del brazo y yo me impulso en él para bajar de la cama. Germán me alcanza mis zapatillas y me las pone. Y entonces rompe a llorar de una manera incontenible, como si las lágrimas y el arrepentimiento llevaran mucho tiempo agolpándose dentro de él y ahora no tuviera voluntad ni fuerza para impedir que salieran fuera.
—Lo siento mucho, Raquel. Lo siento mucho. He pasado tanto miedo. Todo esto es culpa mía. Nunca tuvimos que volver aquí. Nunca tuve que meterme en la mierda de pasar cocaína. De verdad que lo hice de manera puntual… Necesitaba volver a ganar dinero, sobre todo para pagarme mis vicios, no quería utilizar tu dinero para comprar la cocaína que consumía y surgió la oportunidad y empecé a hacerlo. Fui un estúpido, lo sé… pero sobre todo… sobre todo nunca tuve que mantenerte al margen. Llegaste a creer que estaba implicado en la muerte de Viruca, y no puedo culparte. Fui un cobarde. Yo no sabía nada, o no quería saber… yo… Con ella me metía a veces algo de coca, y le daba por hablar… hablaba de una historia complicada que llevaba a dos bandas. Nunca me daba nombres, lo juro. Y un día me dijo que se iba a acabar, que sabía cómo cortar con todo. Y me habló de Gabriel, de algo que había hecho. Y no la dejé seguir… No la dejé seguir hablando, simplemente le pedí que lo dejara, que no se metiera con él. Que era mejor tenerlo de amigo.
—Como lo tenías tú.
—¿Para quién crees que vendía coca? ¡Para él! ¡Sabía cómo se las gastaba! Por eso le pedí a Viruca que no se anduviera metiendo en líos…
—¿Y cuando murió no ataste cabos?
—¡Todo el mundo decía que había sido un suicidio! ¡Y a ella la veía muy mal! ¡Cada vez quería más coca, cada vez estaba más demacrada! ¿Por qué no iba a creer que se suicidó?
—Lo quisiste creer, Germán. Que es distinto. Era más cómodo hacer lo que hizo medio pueblo, Guardia Civil incluida. Mirar para otro lado y decidir que la loca de Viruca se había suicidado. Y que hasta le estaba bien empleado, por infiel, por buscona, por dejar a su marido y liarse con un padre y un alumno.
—Yo eso no lo sabía.
—Germán…
Y me callo. Podría seguir, pero prefiero no hablar más. ¿Para qué? Es tal la decepción que siento que si sigo solo le haría daño. Y nos haría daño. Y ya no puedo más.
—Si te llega a pasar algo… —dice—. Si te llega a pasar algo, no me lo hubiera perdonado en la vida. Ha sido horrible pensar que te iba a perder… Yo nunca pensé que por mi silencio, que por mi forma de actuar, y de negarme a ver lo que estaba ocurriendo, a ti te iba a suceder esto, Raquel. Tienes que creerme. Porque de haberlo intuido, jamás lo habría permitido. Me tienes que creer y me tienes que perdonar.
Le miro sin saber qué decir. Porque ahora mismo no sé lo que siento, aún estoy aturdida. Miento. Claro que lo sé. Claro que sé que lo nuestro está muerto y enterrado. Y si hay algo bueno en haber pasado por este horror, si hay algo bueno en haber visto la muerte tan de cerca, es que sé que ahora estoy viva. Eso es lo único importante. Estoy viva. Y es tan maravilloso que ahora puedo aguantar lo que me echen. Tanto miedo a perder a Germán, a vivir con su ausencia, tanto luchar por estar con él, por que lo nuestro no se rompiera, que ahora me doy cuenta de que era absurdo. De que ese miedo a perderlo era solo eso, miedo. No es para tanto. Como me dijo Claudia aquella vez mientras seleccionaba fotos de su pasado, aunque duela mucho, aunque sea más desgarrador de lo que habías pensado, al final no es para tanto. Porque nunca nada es para tanto.
Puedo vivir sin Germán. Ahora lo sé. Dolerá, pero puedo.
—Quiero caminar.
Me levanto y doy unos pasos. Estoy algo mareada y entumecida, pero menos de lo que esperaba.
—¿De verdad que están registrando su ordenador?
—Sí, no te preocupes.
—¿Por qué? ¿Por qué sabían que tenían que registrar su ordenador?
¿He hablado en sueños? ¿Me ha interrogado la Guardia Civil y no me acuerdo?
—Te voy a llevar a un sitio, ¿me dejas? —pregunta Germán.
—Germán…
—Dime.
—¿Qué haces aquí?
—Me han soltado y quería estar contigo. ¿Dónde iba a estar si no?
Tengo que decirle que han pasado demasiadas cosas, que ha habido demasiados secretos, demasiadas traiciones entre nosotros, que yo ya he roto con él, y que no pasa nada, que todo va a estar bien.
—Germán… ¿Dónde está Concha? ¿Y Mijaíl? Tengo que darles las gracias.
—Ahora mismo los llamo. Concha me pidió que lo hiciera tan pronto te despertaras.
—Me salvaron la vida.
Y con eso le quiero decir que fueron ellos. Que no fue él. Ellos me salvaron. Tú no estabas ahí.
—Ahora los llamo. Pero déjame antes llevarte a un sitio.
—¿Vestida así?
—No vamos fuera del hospital.
Asiento. ¿Me quiere llevar a un lugar más tranquilo para hablar? ¿Adónde? ¿Querrá fumar en la azotea? ¿Adónde me lleva?
Caminamos por el pasillo y Germán me guía hasta el ascensor, subimos dos plantas. Le observo. Aún tiene los ojos enrojecidos por las lágrimas. Qué lejos lo siento. Se aferra a mí, me aprieta la mano, pero yo solo quiero soltarme. Trata de sonreírme. Salimos del ascensor. Le sigo y entra en la habitación 303. Alguien me saluda desde la cama.
—Hola.
Es Roi. Está vivo. Ojeroso, casi cadavérico, pero vivo. Y lleva gafas nuevas. Sin esparadrapos en las patillas.
—¡Roi!
—¿Qué tal, profe? ¿Has visto? Casi tengo que morirme para que mi madre me compre unas gafas nuevas. ¿Cómo fue ese lavado de estómago?
—Mejor que las vueltas que dio por el monte —trata de bromear Germán.
Miro a mi marido y luego miro a Roi sin acabar de entender. ¿No se odian? ¿Roi le ha perdonado que quisiera matarle de una paliza? ¿O realmente no fue mi marido quien le pegó?
—Tenéis mucho que explicarme —les digo.
—Me salvó la vida —asegura Roi.
—¿Germán te la salvó?
—Sí.
—Aunque casi le llevo por delante con el coche.
—¿Cómo? —No entiendo nada.
—¿Quieres saber qué pasó? —pregunta Roi. Le cuesta hablar, aún está muy débil y dolorido, pero quiere hacerlo—. ¿Te acuerdas de cuando te conté en tu despacho que yo había estado detrás de todas las putadas que sufriste en clase?
—Como para olvidarlo.
—Iago se enteró. Se enteró de que todo había sido cosa mía. Y se volvió loco. Me amenazó, me dijo que lo iba a pagar muy caro, pero yo no le hice caso. No era la primera vez que se le iba la fuerza por la boca, o que llegábamos a las manos. Pero ¿sabes qué? Yo quería ayudarle. Sabía que ocultaba algo, que algo le carcomía por dentro con todo lo de Viruca. Así que, a pesar de las amenazas, yo seguí insistiéndole, que algo le ocurría, que si se sentía culpable era mejor que lo compartiera conmigo.
—¿Y te lo contó?
—Algo me dijo, o al menos más de lo que me había dicho hasta ahora. Me dijo que Viruca se merecía todo lo que le había pasado. Que no sabía si se había suicidado o no, pero que se merecía morir. Que él había confiado en ella, que él le había abierto su corazón y que le había contado algo que jamás le había contado a nadie, algo que tenía que ver con su padre, con algo que había hecho o le había hecho, y que Viruca, en vez de renunciar a su padre, en vez de joderle la vida, utilizó lo que le dijo para chantajearle.
—¿Y no te dijo qué era lo que le dio?
—Me dijo algo de un archivo, que lo tenía bien guardado en su ordenador. Así que al día siguiente fui a su casa. Esperé a que no estuviera y le dije a su padre que necesitaba coger una cosa de su cuarto. Entré y me metí en el ordenador. No sé ni el tiempo que estuve allí y estaba tan concentrado buscando que ni me di cuenta de que él había entrado en casa. Me descubrió y se volvió loco. Completamente loco. Nunca lo había visto así. Jamás. Yo creía conocer su lado más incontrolable, pero no era nada comparado con cómo se puso. Yo creo que iba muy ciego de cocaína. Me empezó a gritar, creía que ya había conseguido encontrar los archivos. Yo le aseguré que no había dado con nada y entonces me registró los bolsillos, yo no me dejé y empezó a golpearme, con tal rabia que no pude defenderme. Traté de escaparme de la habitación, conseguí hacerlo, pero él me cogió de las piernas y me caí por las escaleras. Y ahí en vez de apiadarse empezó a darme patadas y más patadas. Me rompió cuatro costillas. Una perforó un pulmón. Y también me jodió el hígado. —Asiento horrorizada—. A pesar de los golpes conseguí levantarme y salir de la casa. Aunque él me siguió y cuando ya estaba llegando a la carretera, me empujó con fuerza y caí encima de un coche. El impacto fue brutal.
—El coche era el mío —dice Germán.
—Le pedí auxilio y creo que perdí el conocimiento.
—Vi a Iago como loco. Diciendo que no me metiera, que me fuera. Que esa pelea era cosa de dos. Pero, claro, el chaval estaba en el suelo, yo le había atropellado, además. Pensé en llamar a una ambulancia, pero tenía miedo de que si no me lo llevaba ya, Iago acabara con él. No podía dejarlo allí. Lo metí en el coche y Iago me juró que como me lo llevara, que como alguien se enterara de que él estaba detrás de la paliza, que como la policía me interrogara, iba a ir a por mí, a por ti, que se lo iba a contar a su padre, a Gabriel. Que ninguno iba a permitir que saliéramos bien parados de todo esto.
—Y por eso lo dejaste a las puertas del hospital y te fuiste.
—Fui un estúpido y un cobarde, lo sé. Pero tienes que creerme, Quela…
—¡No me llames Quela, odio que me llames Quela!
—Perdona. Perdona. Pero de verdad que lo hice para protegerte, para protegernos.
—¿Y creías que nadie te iba a descubrir? Mira lo poco que tardaron en dar contigo.
—No lo pensé, no estaba para pensar… solo quería dejarlo en urgencias, solo quería que se salvara.
Me quedo en silencio. Tratando de procesar toda la información. Así que mi marido no es un asesino. Solo es un cobarde y un gilipollas. Solo se metió en negocios con un tipo de la peor calaña como Gabriel. Alguien al que tanto él como todos en el pueblo le tenían miedo. O una mezcla de miedo, respeto y fascinación, como en el caso de mi marido. Un tipo que estaba dispuesto a matar con tal de que no se descubriera lo que Iago tenía contra él y contra su padre en el ordenador. Porque ahora sé que les afectaba a ambos.
—¿Qué había en el ordenador? —le pregunto a Roi.
—No lo sé. Te juro que no lo sé.