CAPÍTULO 41

Llegamos al hospital en menos de media hora. Bendita autovía, esa de la que tan orgullosos están en Novariz, y de lo único que hablaba mi suegro en los últimos días de su vida. Lamentaba que no fuera a disfrutarla con todos los años que estuvieron sufriendo las obras. En eso pienso durante el viaje, en eso y en otras mil cosas, que no quiero contar a Marga. La dejo a ella elucubrar. Si me he mantenido callada hasta ahora, no puedo empezar a hablar hasta que no encaje todas las piezas. Me vienen a la cabeza una y otra vez las palabras de Roi, sus temores. El miedo a estar hablando demasiado y que eso tuviera consecuencias. ¿Soy la culpable de lo que le ha ocurrido? ¿Debería haber ido a la Guardia Civil con mis primeras sospechas? ¿Podía haber evitado esto? Pero me obligo a no torturarme en vano. De poco iba a servir.

Preguntamos en la recepción del hospital por nuestro alumno.

—Ahora mismo está en quirófano.

—¿Dónde podemos esperar? ¿Dónde está su familia?

Nos envían a la planta tercera. Yo no conozco a la madre y Marga tampoco, así que al llegar allí preguntamos a la gente que vemos en la sala.

—¿Algún familiar de Roi Fernández?

Una mujer de cincuenta y tantos y un chaval de unos trece años, que hablan con dos hombres, se dan la vuelta.

—Soy la madre. Y él es mi hijo pequeño.

Nos presentamos. La madre no acaba de entender nuestra presencia allí, aunque agradece que nos hayamos tomado la molestia. Es una mujer menuda, vestida de manera humilde, con las manos desgastadas de tanto fregar escaleras y limpiar casas ajenas. Lleva el pelo recogido en una coleta. Al chaval se le ve despierto y se parece mucho a Roi, aunque está en esa edad en la que los granos de la cara son el peor enemigo.

—¿Cómo está? —pregunta Marga.

—Mal, muy mal, temen por su vida —dice la mujer con un temblor en el mentón, mientras se abraza a su hijo pequeño.

—¿Qué ha pasado? ¿Qué saben? —intervengo yo.

—Poca cosa, estos policías nos estaban informando.

Los dos hombres se presentan. De unos cuarenta años, con pinta más de funcionarios que de policías de película. No llevan uniforme. Y uno está mucho más en forma que el otro.

—Dejaron al chico en la puerta de urgencias y se dieron a la fuga. Tenemos imágenes de las cámaras de seguridad. Estamos analizándolas. A ver qué sacamos en claro.

—¿Qué se ve en ellas? —pregunto.

—Parte del coche en el que lo trajeron y a un hombre con una capucha dejándolo en el suelo.

—¿Puedo verlas? —les pido.

Los policías se miran entre ellos. Dudan por un momento. Yo insisto.

—Si el que lo ha traído es algún compañero de clase, algún amigo… Marga y yo podríamos reconocerlo.

Eso parece convencerlos y nos llevan hasta la garita de seguridad del hospital. Y allí consiguen que nos pongan la grabación.

La imagen es poco nítida. Y como decían, se ve un coche llegar. Es un turismo de tamaño medio, podría ser azul, o gris azulado, apenas se distingue. Y tampoco se alcanza a ver la matrícula. El coche frena, debido al ángulo de la cámara no se ve salir al conductor, pero sí cómo aparece en cuadro y abre la puerta de atrás sacando a Roi, ensangrentado e inmóvil. Lo deja en el suelo. Vuelve a meterse en el coche y se va.

Acabo de intuir algo. Me falta el aire. Mis manos se tensan. Me agarro con fuerza al respaldo de la silla del vigilante de la garita.

—¿Puede ponerla otra vez? —pregunto, tratando de que no se note mi grado de ansiedad. Necesito ver otra vez las imágenes. Con el deseo de que me devuelvan otra realidad, algo que me haga llegar a una conclusión distinta.

Me repiten la imagen.

Ahora lo sé. Ese coche azul, o gris azulado es el mío. Y ese hombre que se tapa con la capucha creo que… creo que es Germán. ¿Pero qué ha hecho? ¿Le ha dado una paliza porque decidió que Roi había matado a nuestro perro? ¿Es eso? Pero Germán nunca haría algo semejante. O al menos no el Germán que yo conozco. Claro que el que yo conozco tampoco traficaría con drogas…

—¿Reconoce al hombre? —inquiere uno de los policías.

Yo por un momento dudo. ¿Voy a delatar a mi marido sin estar del todo segura? ¿Y si no es él? ¿Y si es pero sigue habiendo una explicación en la que él no es el culpable? Y si se encontró el cuerpo malherido y simplemente lo trajo hasta el hospital, ¿pero entonces por qué se da a la fuga?

Marga me mira expectante.

—¿Le reconoce? —insiste el policía.

—No, no sé quién es —contesto.

Y por primera vez soy consciente de que acabo de cometer un delito. Como Roi no consiga sobrevivir a la operación, yo seré la cómplice de un asesinato. O al menos me podrán acusar de obstrucción a la justicia.

¿Por qué no les he dicho la verdad o lo que creo que es la verdad? Roi está entre la vida y la muerte porque yo decidí no implicar a la Guardia Civil, y ahora sigo en mis trece. ¿Qué estoy haciendo? ¿Por qué me resisto a dejar esto en manos de quien debo dejarlo? Pero será que aún siento lealtad hacia el hombre con el que me casé. No puedo traicionarlo a la primera de cambio. Necesito hablar con él. Necesito que se explique, que me cuente. Luego yo actuaré en consecuencia.

Volvemos a subir a la tercera planta. La policía se ha despedido de nosotros asegurándonos que nos tendrá al corriente de todo. Es mi última oportunidad de hablar, de confesar lo que sé antes de que se vayan, pero la dejo escapar.

La operación va para largo. Ya llevan dos horas en quirófano y nadie nos cuenta nada. Yo necesito irme de allí, encontrar a Germán. Pero tampoco quiero marcharme hasta no saber si Roi saldrá de esta. Así que Marga y yo nos quedamos con la madre y el hermano. Hay poco que decir, estamos en silencio. A mí, a pesar de la tensión, por momentos me vence el sueño y tengo que hacer esfuerzos para no quedarme dormida. Y aunque no cierro los ojos, entro en un estado extraño, donde mezclo esta sala de espera con la del veterinario. Con tan pocas horas de diferencia, aquí estoy otra vez en una sala aguardando a que el desenlace sea distinto esta vez. Marga ha ido a por cafés para las tres. No está muy bueno, de hecho está malísimo, pero se lo agradecemos de igual manera. No sé si deberíamos estar aquí, pienso al ver a la madre de Roi. No sé si deberíamos acompañarla en un dolor que solo le pertenece a ella. Pero supongo que cualquier compañía se agradece, aunque sea la de dos desconocidas.

La madre apenas habla, aunque a veces se lamenta. Quiere entender qué ha pasado, ¿cómo ha ocurrido?, ¿quién querría darle una paliza a su hijo? ¿Por qué?

—Él es muy buen rapaz, ¿a que sí? —nos pregunta, queriendo escuchar solo una única respuesta—. Nunca se mete con nadie, él va a lo suyo, ¿a que sí?

—En el instituto todos lo apreciamos mucho —contesta Marga.

—Pues es lo que yo pienso. Que esto no tiene sentido, no tiene sentido.

Y esa frase se convierte en su boca en una letanía que repite hasta el infinito, que me machaca los oídos, y que se cuela en mi cerebro de una manera insistente. Yo también estoy de acuerdo con ella. No tiene sentido. No tiene sentido. Mi marido no puede ser un criminal, un asesino, no puede serlo.

¿Cómo se puede complicar tanto la vida en tan poco tiempo? ¿Cómo se puede volver todo del revés? ¿Qué hago aquí en un hospital temiendo que mi marido haya dado una paliza de muerte a un chaval?

No lo soporto más. Me levanto y me encierro en el baño.

Llamo a Germán. Pero no me coge. Le dejo un mensaje de voz.

—Germán, tenemos que hablar. Llámame tan pronto lo escuches.

Vuelvo a la sala de espera. Los minutos se hacen eternos. Veo gente que llega y se va. Por más que mire la hora, el tiempo parece haberse parado. Y por fin, hora y media larga después, un cirujano se acerca a nosotros. Cruzo los dedos. Ahora mismo tengo tanto miedo de escuchar una mala noticia que no sé cómo voy a poder resistirlo. Que se haya salvado, por favor, que se haya salvado. Nos levantamos. La madre se agarra con fuerza a su hijo. Y yo me agarro al brazo de Marga.

—Acaba de salir de quirófano —nos dice el cirujano.

—¿Y?

—Vamos a sentarnos —pide el médico.

Son malas noticias. No nos diría que nos sentáramos si fueran buenas noticias.

—Hemos contenido la hemorragia interna, hay varios órganos tocados, pero el peor es el hígado, está bastante dañado. Y tiene una contusión cerebral cuyo alcance aún no conocemos. Las próximas horas van a ser decisivas.

—Pero se va a poner bien, ¿verdad, doctor? —pregunta la madre. Trata con un respeto reverencial al cirujano. Tan propio de esas personas que ven a los médicos como una raza superior. Lo viví muchas veces con mi madre, la veneraban con un respeto infinito y exagerado. Algo que a ella le incomodaba muchísimo, pero que no sabía cómo remediar.

—Vamos a hacer todo lo posible —contesta el cirujano—. Pero hay que estar preparados para lo que pueda pasar.

Intento escudriñar el gesto del médico. Averiguar qué hay detrás de lo que calla, de sus palabras ambiguas. ¿Por qué siempre son tan asquerosamente prudentes?

—Se va a poner bien, se va a poner bien —repite la madre—. Roi es fuerte. Se va a poner bien.

—Ya verás como sí, mamá.

—¿Lo podemos ver? —quiere saber la madre.

—Lo llevan ahora para la unidad de cuidados intensivos. En el mejor de los casos, mañana tal vez puedan pasar cinco minutos. Deberían ir a descansar. Tienen sus datos en recepción, ¿verdad? Desde aquí los avisaremos si hay algún cambio.

—No. Nos quedamos aquí.

El cirujano lo desaconseja, pero tampoco puede hacer más ante el tesón de la madre. Se retira. Yo me levanto como un resorte y le sigo.

—Doctor, perdone…

—¿Sí?

—¿Hay alguna esperanza real de que sobreviva?

—¿Y usted es…?

—Su… tutora… su profesora… A mí puede decirme la verdad.

Le noto violentado.

—¿Y por qué cree que a usted le iba a decir una cosa diferente? No le puedo decir más de lo que les he dicho.

—Por favor… —le suplico.

—Lo siento.

—¿Hay algo que podamos hacer? ¿Donar sangre…? No sé…

—Sangre siempre se necesita. Pero no sería para él, es cero positivo. Y de su tipo tenemos reservas suficientes.

El cirujano se retira. Yo me quedo clavada en el sitio. No puedo evitar un sentimiento aciago, funesto. Se muere. Roi se muere. Y como se muera, yo no voy a saber cómo seguir. Como se muera, yo…

La madre y el hijo se acercan.

—¿Qué le ha dicho? ¿Qué le ha preguntado?

—Si podíamos donar sangre. Me ha dicho que no es necesario.

—Ah, gracias, muchas gracias —responde la madre—. No sé cómo agradecerles que se preocupen tanto, yo que ni me he pasado por el instituto.

—No tenía por qué —le responde Marga.

Miro a la jefa de estudios. Quiero decirle que aquí ya pintamos poco. Y no hace falta que ni lo exprese en voz alta, Marga lo pilla al vuelo. Así que nos despedimos de ellos después de rogarles encarecidamente que vayan a descansar.

—Bueno, ya veremos.

Marga se ofrece a llevarme a casa, aunque ella vive en Ourense ciudad. Declino el ofrecimiento.

—Gracias, Marga. Me cojo un taxi. Llámame con lo que sepas, ¿vale?

—¿Estás bien?

Asiento con muy poca convicción.

—En algún momento tendremos que hablar —me dice.

—¿De qué?

—De todo lo que callas, Raquel. Que estúpida no soy.