CAPÍTULO 2
En algún lado leí que las causas que provocan más estrés, ordenadas de mayor a menor, son: la muerte de un ser querido, una ruptura amorosa y una mudanza.
Muerte de un ser querido: check. O más bien doble check.
Mudanza: la que ahora mismo estamos emprendiendo mi marido y yo. Abandonamos nuestro piso de alquiler en el barrio de Montealto de A Coruña después de seis años viviendo aquí.
Ruptura amorosa: la veo próxima como no nos pongamos de acuerdo de una maldita vez en todo lo que tenemos que tirar y lo que tenemos que guardar.
—Este abrigo no te lo pones desde que ibas a la facultad.
—Me lo regaló mi padre. Es de los pocos recuerdos que me quedan de él.
—Germán, ¿no habíamos quedado en que ya habías agotado la carta de mi padre se ha muerto?
—Quien te oiga. Si no hace ni cuatro meses…
—Vale, pruébatelo, si de verdad crees que te queda bien, lo metemos en las cajas que nos llevamos.
Germán se lo pone. Se mira al espejo, comprueba a través del reflejo si yo también lo estoy viendo.
—¿Qué tal? —me pregunta. Ve algo en su reflejo que no le gusta. Se lleva la mano a la cabeza y resopla con preocupación palpando su pelo con cierta ansiedad—. Cada vez tengo menos. Creo que lo perdí durante los meses de hospital. Nadie te dice que ese va a ser uno de los efectos colaterales de la enfermedad de un padre.
—No te vas a quedar calvo.
—Ojalá. ¿Te gusta el abrigo?
Yo le miro sin saber muy bien qué decir.
—Es espantoso —claudica—. ¿De verdad te enamoraste de mí cuando llevaba esto puesto?
—Fue más bien cuando te lo quitaste.
Germán entonces empieza a desprenderse de él con una fingida y torpe sensualidad mientras tararea una musiquilla hortera.
—Lo siento, pero ya no surte el mismo efecto —le digo con una seriedad impostada—. Me toco las bragas, y nada, sequitas, sequitas.
Germán se ríe. Y a mí me contagia la risa.
Tal vez por eso aún seguimos juntos después de doce años. Porque a veces todavía nos reímos. Y eso que desde que pasó lo de su padre cada día me cuesta más arrancarle una sonrisa. Lo «de su padre» no es otra cosa que su muerte. Qué curiosos los eufemismos y todos los esfuerzos que hacemos para eludir la muerte de la vida, y hasta del lenguaje. Lo de su padre.
Tere dice que cuando hablo de mi relación con Germán parezco una vieja. Una vieja de al menos cuarenta y cinco tacos. Para ella todo lo que pase de nuestra edad, los treinta y cuatro, lo comienza a considerar vejez. De ahí que ahora le haya dado por tirarse a uno o dos a la semana, para aprovechar el único año que le queda antes de la decadencia. Yo le digo que no hablo como una vieja, simplemente llevo con Germán desde segundo de carrera. Doce años ya, una boda, dos abortos naturales, la muerte de su padre, la muerte de mi madre, cuatro mudanzas, sus dos años y medio de paro que ya están durando demasiado, aunque él nunca admitirá que está en paro, él está escribiendo, solo que no escribe y al no escribir se deprime. Entra y sale de la depresión con una facilidad pasmosa. Al cómputo hay que añadir una historia fea que los dos tratamos de olvidar. Tanto nos esforzamos que a veces pienso que hemos reducido el matrimonio a eso, a superar lo que pasó. Ya ni le ponemos nombre. Porque en teoría lo hemos olvidado. Los dos estamos convencidos de que hay vida después de aquello y aquí seguimos intentándolo. Y quizás sea duro admitirlo, pero la muerte de mi madre y la de su padre nos ha ayudado a aguantar. En los momentos más duros nos fuimos muy necesarios.
A estas dos tragedias hay que sumar mis dos intentos de aprobar las oposiciones. Y ahora los viajes, todas esas sustituciones que hago por los institutos más perdidos de Galicia. No aprobé, pero quedé en un puesto lo suficientemente alto como para que me vayan contratando de interina. Donde hay una baja de tres o cuatro semanas, o un par de meses, allá que voy. Soy la profesora sustituta. Tere hasta me hizo una camiseta. Profesora sustituta inasequible al desaliento. Sí, ¿qué le voy a hacer? Me encanta mi trabajo, a pesar de que no pueda estar con los mismos alumnos tanto como me gustaría. La mía no fue una vocación temprana, más bien lo contrario, nunca me había imaginado ejerciendo de profesora. Pero fue probarlo y me enganchó. A lo mejor con el tiempo me pasa lo que a muchos profesores, que me acabe hastiando, que vea que los años pasan, que me hago mayor y que ellos siguen teniendo siempre la misma edad y las mismas energías y yo ya no, pero hoy por hoy me resulta difícil de creer. Y hay profesores que conservan la ilusión hasta el final, ¿no? ¿Por qué no puedo ser yo uno de ellos?
Esta vez he tenido suerte. Voy a hacer una sustitución de casi siete meses. Eso es prácticamente un curso. Me voy a sentir una profesora de verdad. Seis meses para ver progresar a los alumnos, para que pueda transmitirles de verdad lo que sé, lo que pienso y en lo que creo. Que no es mucho, pero dos o tres cosas intuyo que puedo enseñarles. O al menos es tiempo suficiente para hacer crecer en ellos el amor por la literatura, por los libros. Vale, vale, mejor no me embalo, que ya me veo como el profe del Club de los Poetas Muertos, y tampoco es eso. Que tengo los pies en la tierra, y el hecho de que mi vocación haya nacido tarde, y que ya tenga cierta edad —«Treinta y tres no es cierta edad, cariño, cierta edad son sesenta», diría Tere—, me convierte en una persona realista.
La sustitución, además, y para alegría sobre todo de Germán, es en uno de los dos institutos que hay en su pueblo. Justo en el que estudió. ¿Cosa del destino, de la suerte? ¿O que a veces simplemente estas cosas ocurren? Porque será que no hay institutos… De ahí lo de la mudanza. Germán se viene conmigo. Lo hemos decidido. Más bien lo decidió él, pero hablar en plural cuando algunas de las decisiones que se toman unilateralmente no son del todo del agrado del otro es uno de los secretos del matrimonio para no mandar todo a tomar por culo. A fuerza de pluralizar te acabas creyendo que la decisión fue cosa de los dos y el mal trago se pasa mejor.
Y hay que concederle una cosa a mi marido. Germán lleva todo el año viajando una o dos veces por semana al pueblo, primero para cuidar de su padre enfermo y ahora para estar pendiente de su madre. Y ya está harto de carretera, demasiados kilómetros. Esta es una oportunidad única para los dos. Para que empecemos de cero en el mejor de los entornos. Su pueblo, una pequeña villa de doce mil habitantes en lo más profundo de Ourense, con mucha historia, mucha bruma y mucha niebla, mucho puente romano atravesando el río, muchas termas de aguas calientes y alcalinas, mucho verde, mucho monasterio barroco, mucho turismo en verano, pero un pueblo. Ah, y golpeado por la crisis como el que más; tenían una boyante economía basada en una gran empresa de embutidos que quebró y ahí el pueblo se vino abajo. Entre puestos directos e indirectos quedaron sin trabajo unas seis mil personas. Tienen el índice de paro más alto del país. Y no le llames pueblo, que se ofenden, para ellos es una ciudad pequeña. Y, por supuesto, allí está su familia. Para Germán no hay mejor entorno que su familia. A pesar del drama con mi suegro. Pero hay que reconocer que siempre han sido una piña y ante los embates de la vida se unen más todavía. Se gritan, se enfadan, se echan cosas a la cara, pero no hay quien los disuelva. Y creo que Germán necesita estar cerca de los suyos y del recuerdo de su padre para asimilar su pérdida. En eso nos parecemos muy poco.
Estoy acojonada. Temo que después de esos seis meses, cuando me destinen a otro instituto, Germán decida que ya está bien de mudanzas y que por qué no establecer el campamento base en el pueblo. Hasta podría entrar a trabajar en el negocio familiar si de una vez por todas acaba abandonando la idea de escribir. Yo no le animo a que lo deje, pero es verdad que no quiero verlo sufrir. Su incapacidad para sacar más de media página al día le desespera, su falta de inspiración le sume en unos estados casi vegetativos de los que le cuesta salir. Y aunque al principio se apoyaba en mí para escapar de sus negruras, ahora yo sé que no le valgo. Siente que lo juzgo, que lo critico demasiado —«Ya está la profesora de literatura…»—. Por eso quiere tener a su familia cerca, con ellos se siente protegido. Con ellos vuelve a ser el crío que todo lo hacía bien, el que tenía un talento incuestionable, el más brillante e ingenioso de su casa y de la clase. Y después está que si al final nos da por procrear siempre es mejor tener cerca a los nuestros.
Ahí radica el problema. Sus nuestros no son mis nuestros. Yo ni siquiera supe mantener a mi propia familia cerca. Y lo de los niños, después de dos abortos, yo ya no tengo cuerpo ni espíritu como para volver a la carga. Germán cree que es por lo otro, por la historia fea de la que no hablamos. Pero no, bastante tengo con educar a los chavales a los que doy clases. Lo he intentado razonar con Germán, pero dice que me pongo negativa y que ya llevamos más de dos años en la mierda como para que no pueda aceptar que ahora las cosas se empiezan a arreglar. Que cómo no puedo ver que esto de la sustitución en su pueblo es una señal de que todo está cambiando.
—Ya nos tocaba, ¿no, Raquel? Ya empezaba a tocar que la vida nos sonriera un poquito.
A lo mejor tiene razón. A lo mejor no me debería cerrar a lo que viene. Su pueblo no está mal, su familia no está mal, incluso algunos de sus amigos no están mal. ¿Por qué no puede ser el inicio de algo que nos empezamos a merecer? Yo quiero luchar por nuestra relación. De verdad que sí. Y para que esto funcione no basta solo con pasar página, con olvidar, también tengo que poner todo de mi parte. Estoy dispuesta.
Lo estoy.
Sí.
Nanuk, nuestro perro husky de cuatro años, ese que Germán me/nos regaló de cachorro después de que decidiéramos posponer sine díe lo de los niños, está inquieto, no entiende a qué viene tanto jaleo. Generalmente se pone histérico cuando nos ve haciendo maletas, intuyendo que lo vamos a abandonar por unos días, dejándolo en casa de algún amigo, pero ahora es distinto. Estamos empaquetando media casa y eso no acaba de entenderlo. ¿Me dejarán aquí? Parece pensar. ¿O qué rayos está pasando?
Como si fuéramos a abandonarlo, vamos. Ya podemos dejar atrás media casa, que el perro se viene con nosotros. ¿Cómo se puede querer tanto a un bicho? Nanuk consiguió que yo, que era de natural esquiva con todo tipo de animal doméstico, cambiara radicalmente de opinión.
—¿Sabes cómo le vamos a llamar? —me dijo Germán nada más me vio abrazar a ese cachorrín peludo—. Nanuk. Le vamos a llamar Nanuk, porque acaba de derretir en un momento todo el hielo que había en tu corazón.
Sí, Germán se puede poner así de cursi y pedante. Es lo que tiene estar liada con un aspirante a escritor y cinéfilo de pro. Pero el caso es que ese nombre de esquimal le venía como anillo al dedo a esa cosita peluda con un ojo de cada color, porque en menos de dos minutos me había ablandado y en menos de veinticuatro horas ya lo quería como si fuera parte de la familia. Qué digo de la familia, ya lo quería de verdad. Y eso a pesar de lo mucho que tardó en aprender a mear fuera de casa, y a pesar de lo mucho que destrozó todas las esquinas del sofá, nuestros dos ordenadores portátiles y dos de las cuatro patas de la mesa del salón. Con Nanuk cachorro aprendí cosas fundamentales, o mejor dicho recuperé el valor de lo esencial. Fue revelador descubrir con él las maravillas que ofrecía la vida, para él todo era jugar, comer, pasear. No había más, y con eso era suficiente. Sentir cómo disfrutaba de cada descubrimiento, de cada caricia, hizo que me replanteara mis prioridades. Parecerá una tontería, pero a veces necesitas que alguien o algo, incluso un perro, te enseñe a dejar de lado todas las ansiedades, todas las búsquedas inútiles, todo ese barullo de metas, logros, fracasos y demás histerias en las que estamos instalados, para volver a lo esencial, a disfrutar del sol, del juego, del cariño, de la vida. Y Nanuk lo logró. ¿Cómo no adorarlo? Ahora parece inconcebible la vida sin él. Antes de Nanuk yo no entendía ese amor desmedido que sentía la gente hacia un animal de compañía, de hecho ni entendía bien la expresión «animal de compañía». Ahora no me imagino mejor compañía, ni amor más incondicional que el que te da un perro.
Nanuk sigue danzando de un lado a otro, mientras ladra y gruñe lastimosamente. Germán trata de tranquilizarlo.
—Que no pasa nada, Nanuk, que te vienes con nosotros. Que nos vamos al pueblo. Vas a poder perseguir todos los conejos que quieras.
—No te esfuerces, que hasta que no vea que nos lo llevamos y que lo montamos en el coche con nosotros va a estar así de histérico. ¡Nanuk! ¡Para!
Consigo que durante unos segundos se quede en el sitio, pero a nada que volvemos a mover libros de la estantería a las cajas de cartón vuelve a ladrar.
—¡Nanuk!
Miro el piso con cierta nostalgia. Y eso que no soy muy dada a ese sentimiento con las casas que dejo atrás. Pero no sé por qué tengo la sensación de que esta mudanza es muy diferente a otras.
—¿No vas a echar de menos este piso? —le pregunto a Germán.
—Llevas dos años quejándote de las humedades que salen por todas las paredes. Así que no te dé por la morriña ahora.
—Coruña es húmeda. Normal que haya humedades. Pero yo con humedades puedo vivir.
Germán se acerca a mí, me pasa el brazo por el hombro y me da un beso en la mejilla. Un beso de los que antes curaban y ahora solo son un eco de lo que fueron, no sé si tienen el mismo poder.
—Nos va a ir muy bien en Novariz, ya verás.