CAPÍTULO 46
—Gabriel, ¿qué haces? ¿Por qué has echado el seguro de los pestillos?
—Tranquila. Tenemos que hablar.
—¿Qué quieres? ¿Qué está pasando?
—Raquel, por favor. Vamos a hablar como adultos que somos. Quería que estuviéramos un rato a solas antes de ver a la familia de Germán. Es que prefiero tenerte de mi parte, nada más. Que entiendas bien lo que se juega tu marido y que veas que yo estoy aquí para ayudaros. Pero para eso necesito saber que tú entiendes toda la situación.
—¿Qué situación? ¿De qué hablas? Me estás asustando.
—¿Yo? No digas tonterías. Que soy Gabriel, coño. Que soy íntimo de tu marido. Pero tenemos que hablar, nada más. Y mejor en un lugar tranquilo.
—¿Adónde me llevas?
Ya hemos salido del núcleo urbano y ahora nos metemos por una carretera comarcal.
—Allí.
Gabriel apunta con el dedo hacia una urbanización de casas adosadas a medio construir. De esas que se quedaron abandonadas por culpa del estallido de la burbuja inmobiliaria.
—Ahí podemos estar tranquilos y que te hagas una idea de toda la situación.
—Yo prefiero que volvamos a O Muíño, Gabriel. Y lo que tengas que contar lo cuentes delante de toda la familia.
—Es que solo te lo puedo contar a ti. Eres más lista que todos ellos y te vas a hacer enseguida cargo de la situación. —Una amplia sonrisa se dibuja en su cara—. Relájate, tonta. Que nunca me he comido a nadie. No voy a empezar ahora y menos con la mujer de mi mejor amigo.
Gabriel llega hasta la puerta de uno de esos chalés adosados. Debe de ser la casa piloto de toda la urbanización porque es la única que parece rematada. La urbanización es desoladora. Las casas sin acabar de construir y que se empiezan a deteriorar con el paso del tiempo, comidas por el moho, la humedad y una vegetación que se va adueñando de ellas, siempre dan esa impresión.
La puerta del garaje se abre sin que pulse ningún botón. Y enseguida me doy cuenta de que la han abierto manualmente desde dentro. Veo una figura. Es Iago, y a su lado veo a Tomás, el padre. El mundo se me viene encima. Estoy atrapada. Empiezo a sudar, a temblar. De pronto y con una lucidez absoluta, soy consciente de que mi vida corre peligro, que no sé ni cómo reaccionar. Tengo que salir de aquí. Tengo que irme ahora mismo.
—¿Qué hacen estos dos aquí, qué está pasando? Gabriel, no quiero estar aquí, da la vuelta por favor.
Iago apenas cruza la mirada conmigo. Se le nota incómodo. Su padre, sin embargo, no aparta la vista de mí.
—¿Te quieres tranquilizar? ¿No te estoy diciendo que estoy haciendo esto por tu marido? ¿O eres tan puta que no quieres que Germán salga bien parado de toda esta mierda? —Me quedo impactada por sus palabras, por la furia y la rabia que hay en ellas—. Coño, que haces que pierda la paciencia con tanto lloriqueo. Vamos a estar aquí un rato, charlamos, lo arreglamos todo y luego volvemos a O Muíño. Es fácil de entender, ¿no? Germán siempre dice que eres una tía lista, a ver si es verdad.
Yo sigo sin decir palabra. Tratando de pensar una manera de salir de aquí. De escaparme.
Gabriel aparca en el garaje. Quita el seguro de los pestillos. Y abre la puerta de su lado.
—¿Vamos? —Yo no me muevo—. ¿Qué pasa? ¿Quieres que hablemos aquí?
—No quiero hablar en ningún sitio, quiero que me lleves a O Muíño.
—Y vuelta la mula al trigo. Que sí, que vamos después. Venga, sal. Venga, perdona que haya perdido la paciencia. Estamos todos un poco tensos, pero, de verdad, que nos vamos a entender.
Sigo sin moverme. No es por cabezonería, es que no sé qué me espera fuera. Estoy en clara desventaja. Encerrada en un sitio que no conozco, con un hombre del que no me fío, y con un alumno y su padre que sé que están implicados en la muerte de Viruca. Se me ocurre ganar tiempo, el máximo posible. Desde aquí tal vez pueda mandar un mensaje de socorro con el móvil.
Gabriel suspira, se arma de paciencia, baja el tono y me habla como si fuera una niña pequeña a la que hay que calmar tras una rabieta.
—Raquel… esto lo podemos hacer bien y rápido, resolverlo en unos minutos, o hacerlo más desagradable para todos. Y no veo la necesidad.
—¿Pero de verdad crees que trayéndome aquí en contra de mi voluntad y ahora intentando poner un tono de voz suave me voy a calmar? ¿No te das cuenta de que ese tono incluso me acojona más?
Gabriel me mira.
—¿Y entonces qué hacemos?
Yo estoy tratando de manipular el móvil sin que se dé cuenta. No es fácil.
—Vale, hablo contigo —concedo, más que nada para ganar tiempo—. Pero dile a esos dos que se vayan. Lo que tengas que decirme me lo puedes decir sin ellos, ¿no?
En ese momento Tomás se acerca hasta el coche.
—¿Qué pasa?
—Danos un minuto, Tomás.
—¿Seguro?
Gabriel asiente y le hace un gesto para que se vaya. Yo he aprovechado esos segundos para intentar teclear SOS. Gabriel me mira. Noto un brillo de rabia en sus ojos. Y sin que lo vea venir Gabriel se abalanza sobre mí, me tira del pelo con fuerza hacia atrás haciéndome un daño horrible. Grito.
—Dame ese móvil. Mira que te lo estoy diciendo, mira que te estoy diciendo que lo podemos hacer bien y rápido, pero tú nada, tú con ganas de liarla. ¿Crees que quiero hacerte daño, que disfruto con esto? No.
Me tira más fuerte, yo trato de desasirme de sus manos, pero tan pronto me muevo él tira con más rabia. Y se sube encima de mí, para inmovilizarme. Mete la mano en mi bolsillo para coger el móvil. Yo trato de impedírselo pero mi intento es bochornoso e inútil. Lo coge. Abre la ventanilla y lo estampa con furia contra el suelo del garaje.
—Solo quiero que hablemos. ¿Quieres que te siga doliendo?
—No.
—¿Te puedo soltar y prometes no hacer ninguna tontería?
—Sí.
—Así me gusta. —Gabriel saca la cabeza por la ventanilla—: ¡Venid!
Abre la puerta del copiloto y sale del coche. En el garaje entran Tomás y Iago.
—Sal —me ordena. Yo sigo sin moverme—. ¿En qué habíamos quedado? ¿No ibas a ser una buena chica? Sal.
No me queda más remedio que obedecer. Salgo del coche. Estoy temblando. Muerta de miedo.
—¿Qué queréis? —Miro a Iago, que sigue con la cabeza gacha—. Iago, ¿qué está pasando? —El chaval no me contesta—. ¡Iago! Por favor… —suplico.
—Arriba vamos a estar más cómodos —dice Gabriel. Me coge del brazo. Yo trato de soltarme, pero me agarra con más fuerza—. Subamos.
Me dejo conducir por él. Qué remedio. Miro mi móvil estampado en el suelo. Mi única esperanza de salir de esta, se ha hecho añicos. Tengo que pensar algo, pensar otra manera de escaparme de aquí.
—Siéntate.
Gabriel me indica una silla que hay en medio de la sala. Solo hay una mesa y dos sillas más. Iago y Tomás entran y cierran la puerta con llave. Yo obedezco y me siento. Ellos se quedan de pie. Gabriel coge otra silla y se pone enfrente de mí.
—No sé si lo sabes, pero Roi no lo ha superado.
—¿Se ha muerto?
—Una desgracia. Eso complica las cosas para tu marido.
—No te creo. Me habrían llamado, me habrían avisado.
—Acaba de pasar.
—No te creo.
—¿Hablamos? —pregunta Gabriel.
—Déjate de chorradas y acabemos con esto de una vez —dice Tomás de manera expeditiva.
—Tranquilo, no perdamos los nervios —ordena Gabriel—. Primero vamos a charlar y que nos diga lo que sabe. Si hay una oportunidad de arreglar esto, lo vamos a hacer. ¿A que sí, Raquel?
—¿De arreglar el qué?
—Todo. Que tú y tu maridito os podáis ir del pueblo y no volváis más, y que nosotros podamos pasar página y enterrar todo esto para siempre.
—Le estás dando falsas esperanzas a la mujer, acabemos ya —dice un Tomás cada vez más inquieto.
—¿Te quieres callar? —grita Gabriel, perdiendo los nervios.
Estoy temblando y aunque lo intente no puedo evitar el temblor. Tengo ganas de ir al baño, me voy a mear encima. Esto pinta mal, esto pinta muy mal. Tengo que hacer algo. Tengo que hacer algo.
—¿Y por qué no hablamos tú y yo solos? —le pregunto, o más bien le suplico a Gabriel.
—Porque es mejor que estén ellos. Es mejor que esté Iago. La otra vez resolvimos los mayores el problema por él. Y mira adónde nos ha llevado. Por eso es mejor que ahora vea lo que cuesta resolver los problemas. Y que se responsabilice de sus actos. Que ya tiene edad.
—¡Él no ha hecho nada! ¡No me ha dicho nada! —grito.
—No es lo que me ha dicho nuestro abogado.
—¿Cómo? ¿Qué? ¿Qué abogado?
—Sí, la charla que tuviste hace un rato con el abogado que le pago a tu marido. Es de confianza.
—No…
—Sí, le dijiste que estabas a nada de conocer la verdad, que lo habías descubierto todo, que ibas a hackear el ordenador de Iago. Y si has llegado tan lejos es porque este —señala al chico— es un imbécil. Un bocazas y un niñato. Y ya va siendo hora de que vea lo que supone no saber guardar los secretos. Lo mismito le pasó con Viruca. Y esa vez su padre y yo tuvimos que solucionarlo. Pero ahora no. Ahora se va a encargar él de limpiar su propia mierda. Para que escarmiente, para que no se le vuelva a pasar por la cabeza. Así es como uno madura. Enfrentándose a sus errores.
Miro a Iago. ¿Qué está pasando? ¿No me han traído para hablar entonces? ¿Me han traído para que el chico me mate? ¿Es eso? ¿Es eso? No puede ser verdad. Yo no puedo morir así, ahora, ni de esta forma. No puede estar pasando.
Tengo que convencerlos de que no lo hagan, tengo que hacerlo.
—No, no, no… A ver… vamos a hablar. Yo os juro que no sé nada, yo… Iago no me ha dicho nada… Yo no sé lo que hay en su ordenador y me da igual. Iba de farol, le puse una trampa para que hablara y aun así no contó nada. De verdad que no. Yo… yo me olvido de todo… os lo juro… Yo… dime qué quieres que haga, dímelo. Me voy del pueblo, me olvido de vosotros, de todo esto… no me contéis más… yo solo he llegado a conjeturas, pero no sé nada, Iago no me ha dicho nada. —Trato de interpelar al chico—: Iago… Iago, díselo, diles que tú nunca me has dicho nada de lo que yo pudiera tirar. Díselo.
Iago calla. Su mirada no se levanta de las baldosas grises del suelo.
Gabriel sonríe con amargura.
—¿Sabes qué, Raquel? Hace unas semanas te hubiera creído… Pero ahora sé que no. Ahora ya no hay nada que hacer. Ya no hay vuelta atrás. Sabes demasiado, no ibas a conseguir estarte callada. Y volverías a meter las narices donde no te llaman. Es evidente que está en tu carácter. Una pena. Mira que lo siento. Sobre todo por tu marido. Va a llevar fatal que su mujer se haya suicidado.
—¿Qué?
Siento un escalofrío que me recorre todo el cuerpo. Recibo sus palabras como un impacto. Así que ese es el plan, quieren hacerme pasar por otra suicida. Dios.
—Va a llevar fatal que no hayas podido soportar la presión, y la traición de haberte liado con un alumno, y con un profesor…
—¡Yo no me he liado con ningún alumno!
Sonríe. Le acabo de confirmar una de sus sospechas.
—Así que con el profesor sí… claro, tanto va el cántaro a la fuente… Mira que liarte con el viudito.
—Nadie se va a creer que me he liado con un alumno.
—Iago lo va a confirmar… Aún no tenemos claro si dirá que tú le sedujiste o si fue él quien te sedujo. El pobre tiene cierta fijación con las profesoras de literatura… No aprende.
—No. No. No. La gente que me conoce sabe que jamás haría algo así. Y nadie se va a creer que dos profesoras en el mismo instituto hayan acabado con su vida. ¡Nadie!
—¿Por qué no? El suicidio es contagioso. Seguro que lo has leído. ¿O por qué crees que hay ese pacto tácito de no mencionar a los suicidas en los medios de comunicación, ni en ninguna parte? Porque todos temen el efecto llamada. Tú, pobrecita, te empezaste a obsesionar con Viruca, con su muerte, y acabaste como ella, sin soportar la presión, con una culpa que te corroía las entrañas, desequilibrada, desesperada, y solo viste una salida, acabar con todo.
—No. No lo vais a conseguir. Nadie os creerá. —Suplico al chico—: ¡Iago! No dejes que lo hagan. Vas a acabar en la cárcel. Nadie os va a creer. ¡Nadie! ¡Yo no soy una suicida!
—¿Cuántos meses estuviste encerrada en un siquiátrico por la muerte de tu madre?
Escucho esa pregunta como un impacto. Duele igual que un disparo. Trago saliva. ¿Qué le han contado? ¿Quién? Pero si solo lo sabe… ¿Germán?
—¡No estuve encerrada! Fue… una mala época, ¡pero no estuve encerrada!
—¿Cuántos barbitúricos te tomaste aquella vez?
—¿Qué?
—¿No ves que Germán y yo somos amigos? Estuvo preocupadísimo, creyendo que te perdía…
—Yo no me quise suicidar, fue… me confundí con la dosis… me hicieron un lavado de estómago y ya. Fue una intoxicación sin más, jamás me habría muerto.
—Ya… ya… ya… ¿Y esa cosa tan horrible y de mal gusto de liarte con su amigo Simón? Qué feo todo. Y ahora vas y haces lo mismito con el gilipollas del viudo. ¿Sabes cómo le llaman a eso los siquiatras? Seguir una pauta. Ante la culpa de liarte con el amigo de su marido: intento de suicidio. Ante la culpa de liarte con un profesor y con un alumno: nuevo intento, pero ahora con más éxito. A nadie le va a extrañar que esta vez hayas subido la dosis…
—No. No. No soy una suicida.
—Una pena, porque si lo fueras nos ahorrarías este mal trago. —Gabriel se permite una carcajada macabra.
Le hace un gesto a Tomás. Él entonces se agacha para coger una bolsa de deporte del suelo. De ahí saca una botella de un litro de agua y varias cajas de medicamentos. Desde aquí no puedo ver qué son. Tomás habla con su hijo.
—Ayúdame.
Iago duda, pero se acaba acercando y entre los dos empiezan a sacar pastillas de las cajas.
Empiezo a asumir que aquí se acaba todo. Voy a morir.
A morir.
A desaparecer para siempre.
Contemplo cómo machacan las pastillas. No puede ser. No puede ser. No hay manera humana de que pase, de que pueda aceptar tal cosa.
—No soy una suicida. No voy a morir. No puedo morir —me dirijo a mi alumno, si tengo alguna posibilidad, por pequeña que sea de salvarme, está en él—. ¡Iago! ¡Iago, por Dios, no dejes que me maten! ¡No lo permitas!
Iago me mira por un momento, hay dolor y desconcierto en sus ojos, ¿se está apiadando de mí? Pero el padre le obliga a concentrarse en lo que está haciendo. Y Gabriel le grita. Ante sus gritos, Iago se encoge. Y ahora me doy cuenta, el chico parece un corderillo asustado. No sé qué extraño poder ejerce Gabriel sobre él. Pero está completamente sometido. No hay ni rastro del chico altivo, chulo y arrogante que yo conocí. Y tengo la sensación de que el padre también está incómodo, pero de otra manera. Quiere acabar cuanto antes con todo esto. Para él es una transacción desagradable que quiere quitarse rápido de encima, algo que necesita finiquitar para pasar a otra cosa.
Miro a Iago, tengo que ser capaz de penetrar en su coraza. Tengo que conseguir quebrarlo. Si está sometido, si está aquí contra su voluntad, tal vez pueda convencerlo. Busco nuevos argumentos. Algo que le pueda hacer cambiar de idea.
—Nadie va a entender que me hayan encontrado aquí muerta, nadie lo va a entender…
—Es que no te van a encontrar aquí —dice Gabriel.
Saca unas llaves del bolsillo y me las muestra.
—¿Las reconoces?
Observo las llaves sin entender.
—De tu piso de Coruña. Me las dejaron las de la agencia y les hice una copia. Ahí es donde te van a encontrar. Muerta en tu piso. Y todos van a entender que la presión te pudo. Sola, sin tu marido, sintiéndote una mierda, no viste otra salida. Pobrecita.
—No, no… no… —Qué hijo de puta… Qué hijo de puta.
—Bueno, ya basta de charla —ladra Tomás de manera impaciente. Saca algo de la mochila. Se acerca a mí y me agarra del cuello—. A callarse.
Lo que ha cogido es una cinta americana y con la ayuda de Gabriel empieza a pasármela por el cuerpo y a atarme a la silla. Yo me revuelvo con todas las fuerzas del mundo, pero sirve de poco.
—¡Dejadme! ¡Dejadme! ¡No, no, no! —grito—. No hagáis esto, por favor. No lo hagáis. ¡Iago! ¡Iago, por lo que más quieras, no hagas caso a estos locos, sal de aquí, avisa a la policía, a la Guardia Civil, yo… te juro que diré que me has salvado! ¡Iago, si me muero te vas a meter en un lío, se va a saber la verdad! ¡Os salió bien una vez, pero no os va a salir bien dos veces! ¡Es imposible! ¡Iago!
El chaval me observa, mientras su padre y Gabriel tratan de reducirme. Creo que Iago se mete varias pastillas en el bolsillo. ¿Me está ayudando? ¿Es eso? Decido seguir gritando, moviéndome, para mantenerlos distraídos.
—Que te calles —ordena Tomás—. Qué suerte tienes de que no te podamos hostiar para no dejar marcas…
—Deja de moverte, y de chillar.
—Hay cerdos que gritan menos en la matanza. —Tomás mira a su hijo—. Acaba de una vez. Échalo en la botella y tráelo.
Yo sigo gritando, negando. Iago abre la botella y con la ayuda de un embudo que saca de la mochila echa parte de las pastillas, dejando que el resto se caiga fuera. Pero el padre lo ve. Y se acerca a él malhumorado.
—¿Qué haces, imbécil?
Recoge del suelo lo que ha caído y como puede lo vuelve a meter en la botella. No contento con el resultado machaca tres pastillas más. Mierda. La única posibilidad que veía de sobrevivir se acaba de esfumar delante de mis narices. Tomás agita bien la botella. El resultado es un líquido blanquecino. Se la pasa a su hijo.
—Toma. Hazlo.
Iago la coge. Y duda.
—Venga —le interpela Gabriel.
Iago, con la botella en la mano, empieza a acercarse a mí. Se mueve con indecisión, es obvio que no quiere hacerlo, que no quiere estar aquí, que lo están obligando. Tengo que aprovecharme de eso.
—Iago, no lo hagas. No dejes que me lo beba. No lo dejes. Lo podemos arreglar. De verdad que no sé nada. De verdad que no sé qué es eso tan terrible que hicisteis. No lo sé. Ni lo voy a saber. No me importa. Yo me voy de aquí y me olvido de todo. Lo juro.
Iago mira indeciso a Gabriel. Pero este niega.
—Ya es tarde —dice Gabriel y se dirige de nuevo a mí—: Ya no hay nada que puedas hacer para convencernos. Ahora sí que sabes demasiado.
—Si no sé nada, si soy incapaz de imaginar qué hicisteis como para que necesitéis borrarlo matando a Viruca y ahora a mí.
—Ni lo vas a saber —asegura Tomás—. Dale, hijo, dale de una vez.
Iago ya está a mi lado. Veo su temblor de manos. No lo quiere hacer.
—Iago, escúchame. Iago… tú no eres como ellos. No dejes que te conviertan en un asesino. No lo permitas. Tú eres un chaval, si tuviste algo que ver en la muerte de Viruca, seguro que hay una explicación. Yo les diré que evitaste mi asesinato y eso va a pesar a tu favor. Te juro que si me ayudas, yo haré lo imposible para que te salves.
—¡Calla! —grita Tomás y ordena al hijo—: Hazlo de una vez.
Tomás se acerca a mí, me coge de la cabeza y me tapa con dos dedos la nariz. Yo cierro la boca al ver que Iago llega con la botella hasta mis labios. No quiero beber, no voy a beber. Pero pasan veinte segundos y el aire me falta. Abro involuntariamente la boca para respirar. Iago aprovecha para introducirme la botella. Pataleo, muevo la cabeza de un lado a otro, parte del líquido cae por mi cara, por mi ropa, pero no consigo zafarme y entre padre e hijo me obligan a beber todo el contenido. No hay manera de impedir que el líquido se cuele en mi garganta y baje hasta mi estómago.
Me están matando, Dios mío. Me voy a morir.
Siento tanto pánico que no puedo controlarme. Y sin poder evitarlo me orino encima.
Me obligan a tragar todo el contenido de la botella. Es amargo y viscoso. No sé cuánto tiempo llevo tragando, pero es angustioso. No se acaba nunca. Quiero que lo dejen, intento gritar, cerrar la garganta, pero sin éxito.
Veo cómo el líquido va desapareciendo hasta que no queda nada. Y por fin me quitan la botella de la boca. Grito, trato de escupir, pero de poco sirve.
—No, no… no…, ¿qué me habéis dado?, ¿qué es esa mierda?
Tengo que vomitar. Tengo que conseguir que mi cuerpo rechace el líquido. Pero sigo atada, no puedo meterme los dedos en la garganta, no hay manera de que pueda hacerlo.
Los tres me observan.
—No va a doler. En nada te quedarás dormida. No luches, no te resistas —dice Gabriel.
—No, no no… —imploro a Iago—. Por favor… ayúdame… por favor… aún estás a tiempo… por favor… Sal de aquí, vete a por ayuda. Vete.
No me puede estar pasando. No puedo morir. No así. No puedo morir…
Veo cómo Gabriel abre la puerta y sale. Me quedo a solas con Iago y Tomás. Me vuelvo a dirigir a Iago.
—Vas a pasar el resto de tu vida en la cárcel, ayúdame. Da igual lo que hicierais, Iago… por favor…
Empiezo a notar los primeros efectos. En la lengua. La noto pastosa… y la vista se me empieza a nublar. Pero tengo que luchar para no perder la consciencia.
—Iago, por favor… por favor… avisa a la policía… por favor… sálvame… por favor…
Y aunque me resisto todo lo que puedo, aunque trato de mantener los ojos abiertos, se acaban cerrando.
—Por favor… por fav…