CAPÍTULO 11
Salgo de allí con mal cuerpo. Lo que me ha dicho Concha me ha afectado. A Mauro no quería creerle porque sentía que hablaba desde el dolor. Pero a Concha no le va nada en esto. ¿Sabe más de lo que calla, o simplemente se aburre y necesita inventarse historias para llamar la atención? Me toco la frente. La noto más caliente de lo normal. Espero no estar enfermando. Decido hacer acopio de Couldina, es lo que mejor me sienta para los primeros síntomas de resfriado o de gripe. Desde pequeñita me lo daban en casa y se me quedó la costumbre. Entro en la primera farmacia que encuentro. Espero el turno delante de un anciano que se está llevando cajas y cajas de medicinas. La farmacéutica le explica con paciencia cómo tomar cada una de las pastillas y la importancia de no confundir las horas ni los colores de cada una.
—Recuerde que las rojas son para la tensión. Una después del desayuno.
—Huy, yo es que no soy de desayunar.
—Pues me toma dos galletiñas o algo, que esto con el estómago vacío va fatal.
Yo dejo vagar mi vista por las distintas estanterías. Veo en una de las paredes un cartel con la foto de una chica desaparecida. Viruca Ferreiro. Me sobresalto. Es la profesora a la que sustituyo. Ahí está. No había visto nunca una foto de ella. Me quedo un tanto atrapada mirándola. Era guapa. Muy guapa. Y no sé por qué esa belleza casi hipnótica me sorprende tanto. Será porque este tipo de mujeres se suelen encontrar en una revista de moda o en un anuncio de la tele y no como profesoras devotas en un instituto. Y también me sorprende que nadie me lo haya mencionado. Que ningún alumno, ni la jefa de estudios, que nadie me haya dicho que Viruca Ferreiro era una mujer así de espectacular. De esas mujeres tan guapas que parece que se van a romper, pero no. Una belleza frágil y a la vez rotunda. Una contradicción. Melena lisa y morena hasta los hombros. Con un flequillo irregular. Ojos oscuros, como los míos, pero cargados de vida, de profundidad y de misterio. Ojos inteligentes. Con un hoyuelo en el mentón y unos labios carnosos que desprenden una sexualidad innegable. Podría decir que parece triste, pero no creo que el rostro de nadie en un cartel de desaparecidos dé la sensación de estar feliz. ¿De verdad alguien así de bello quiso matarse? Sé que es una frivolidad lo que acabo de pensar, que la belleza no te garantiza un salvoconducto para la vida, pero digamos que ayuda. El mundo es mucho más amable con los guapos. Hasta el racismo más recalcitrante se disipa ante la belleza.
Y yo estoy sustituyendo a esa chica. De repente me siento insegura. Inferior.
—¿Qué quería? —me pregunta la farmacéutica.
Señalo el cartel.
—Sabe que ya ha aparecido, ¿verdad?
—Ah, sí, Viruca. Pero no me animo a quitarlo. Siento que… bueno, no sabría decirle. Siento que es una manera de honrarla, o de recordarme que… Era muy buena chica, ¿sabe? Y… Va, déjelo, son tonterías. ¿Qué le pongo?
—¿Qué más iba a decir? ¿Era muy buena chica y…?
—No supe ver que me estaba pidiendo ayuda, ¿sabe? A veces el dinero lo corrompe todo. Pero ya estoy hablando más de la cuenta. No me haga caso. ¿Qué le pongo?
—¿Couldina?
Me quedo con ganas de preguntarle a qué se refiere con lo del dinero. Acabo de descubrir en este viaje a la farmacia dos aspectos de Viruca que desconocía: era de una belleza hipnótica y que… ¿tenía problemas de dinero? Entonces recuerdo el coche que ayer casi me atropella. El de su exmarido. Era un coche lujoso, un Jaguar. El otro día no caí, pero es raro que un profesor pueda permitirse esa clase de coche. No sería el primero, claro, la gente puede ahorrar y luego gastarse el dinero en lo que quiera, a algunos les da por las casas, por ampliar su biblioteca o por irse de putas. Y Mauro está en su derecho de comprarse un Jaguar. Tal vez le pregunte a Germán lo que puede valer ese coche, solo por hacerme una idea.
Viruca me intriga más que nunca. Por primera vez quiero saber quién era. Qué hay detrás de todo su misterio. No soy de natural curiosa, ni tampoco insegura. Y por ejemplo en el terreno sentimental no soy de las que necesita indagar en el pasado de sus parejas, ni me siento amenazada por las anteriores novias que hayan podido tener. Nunca he entendido los celos, ni mucho menos los celos retrospectivos. Pero ahora, ante la belleza de Viruca, me acabo de sentir frágil, insegura. Como una novia que sabe que sustituye en el corazón de su marido a un antiguo amor, más bello, más inteligente, más importante y que nunca estará a la altura. No sé por qué relaciono dos cosas tan distintas. Pero es así como me siento. Como si ante la imagen de Viruca me diera cuenta por primera vez de que no voy a estar a su altura delante de sus alumnos. Y por eso mismo quiero saber. Quiero conocerla, quiero descubrir quién era y qué ocurrió.
Llego a O Muíño con ganas de meterme en la cama. De dormir toda la tarde. Pero en vez de eso busco a Germán en el restaurante; está allí con su hermano Demetrio, ayudándole a limpiar unos mejillones. El perro apenas me saluda, demasiado atento a ellos, a ver si le cae algo de comida. Tienen la música de Spoty que sale del ordenador a todo volumen. Tararean o más bien destrozan una canción de Bowie, Life on Mars. Se les ve felices, ni rastro de la tormenta que desencadenó su madre hace unos días. Ni de la que luego provoqué yo. Y lo peor, lo peor es que ahora mismo me siento muy egoísta porque yo no sé si quiero ver a Germán tan integrado en la cocina, tan a gusto con su hermano. Cuando mi cuñado me ve, baja el volumen del portátil.
—Esta noche cenamos empanada de mejillones, ¿qué te parece? Vienen los Acebedo y les encanta cómo la preparo.
Los Acebedo son los herederos de la fábrica de embutidos. Los que crearon empleo en el pueblo y los que luego lo llevaron al tacho con sus malas inversiones. Siguen viviendo en su chaletazo familiar, una verdadera mansión, y manejando muchísimo dinero. La fábrica cerró, pero tienen negocios fuera. Y a pesar de que hayan hundido la economía local, se les sigue reverenciando. Supongo que porque hay dinámicas que son difíciles de erradicar. Y según mi cuñado, se les debe tanto que no se les va a condenar por su mala cabeza de los últimos años. Yo, sin embargo, creo que si se les continúa tratando como lo que fueron es porque ellos siguen considerándose los dueños del pueblo. Y aunque no comparto y me incomoda esa pleitesía, tampoco me siento capaz de reprocharla. Al menos no en voz alta. Sobre todo cuando una vez por semana vienen a cenar a O Muíño y son los mejores clientes que tiene Demetrio. Son generosos además en sus excesos. Piden siempre los vinos más caros y se dan unos homenajes gastronómicos que otros solo reservamos para las ocasiones muy especiales.
—¿Cuánto vale un Jaguar? —pregunto sin más preámbulo.
Los hermanos se miran intrigados.
—Depende del modelo. ¿Te quieres comprar uno?
—¿Yo? Qué va. El modelo es uno grande, mucho, lujoso, cinco puertas, y con pinta de ser muy nuevo.
—No sé, una pasta. Puede costar sus cuarenta o cincuenta mil. De ahí para arriba —me contesta Germán—. ¿Por qué lo quieres saber?
—Nada. Curiosidad. Que vi uno antes por el pueblo y me sorprendió.
—¿Era de los Acebedo?
—No. Vamos, no que yo sepa. —A no ser que Mauro sea familia de ellos. Aunque no comparte apellido.
—Ya me extrañaba, ellos son más de Mercedes, BMW y cuatro por cuatro.
—Y de Porsches, que anda que no mola el que tiene Gabriel —dice mi marido.
—Voy arriba a tumbarme un rato. Os dejo aquí con los mejillones y David Bowie.
—¿Día duro en la mina? —pregunta mi cuñado. Lo hace de buen humor, pero yo creo vislumbrar una crítica velada a lo poco que trabajamos los profesores. O tal vez sea la típica paranoia de todos los que ejercemos la enseñanza, que siempre estamos a la que salta con ese tema.
—Hay días que preferiría limpiar mejillones. Pero hoy no ha sido uno de esos. Todo bien.
Subo a la habitación. Germán llega al rato y me pilla revolviendo la maleta, sacando la ropa y colocándola encima de la cama.
—¿Qué haces? —pregunta.
—Busco algo que me pueda poner para un entierro. Hoy celebran el funeral de Viruca, la profesora.
—¿Vas a ir?
A Germán le extraña que quiera ir. Normal, si siempre me cuesta integrarme en los institutos a los que voy, si siempre procuro no implicarme demasiado, ni cultivar amistades que se desvanecerán en semanas, ¿por qué ahora ese interés en acudir a un entierro?
—¿Crees que no debería, que está fuera de lugar?
—Hombre, a nadie le puede molestar que vayas, claro. Pero tampoco creo que te eche nadie de menos.
—¿Tú tienes algún traje en esta maleta?
—¿Quieres que te acompañe? —Veo pánico en su mirada. No le culpo.
Me lo pienso un segundo. ¿Qué mensaje daría apareciendo allí con mi marido y delante de los alumnos que vayan? ¿Que les tengo miedo, que vean que tengo un maridito que me protege?
—No, no… Si tampoco hace falta. No sé ni por qué lo he dicho. ¿Me pongo este vestido?
—Si te lo pones, me siento a ver cómo lo haces, que me encanta como te queda.
Y sin más, se sienta en una butaca y me observa con una sonrisa pícara. Cómo me gusta ese Germán. De alguien así fue del que me enamoré. Alguien que, después de unos días raros como los que llevamos debido a la discusión sobre su futuro, es capaz de pasar página, de mostrarme su lado más amable, divertido, generoso. Germán es así, sabe perdonar con mucha facilidad. No lo dice abiertamente, pero lo demuestra con su actitud. No necesita volver a hablar del tema, simplemente lo deja atrás.
—¿Pero qué haces? —me río—. ¿A qué viene eso?
—¿No puedo contemplar a mi mujer mientras se viste sexy para un funeral?
—Esto no es sexy, no digas tonterías.
—Desnúdate.
—¡Germán! —protesto sin demasiada convicción. Estoy encantada. Aliviada. Gracias, Germán. Me ha cambiado el humor. Ay, que tenga aún ese poder sobre mí. Que aún existan esos destellos en el matrimonio me da esperanza. Y me aferro a ellos, y los recuerdo cada vez que me da, o nos da por flaquear. Por momentos así esto aún merece la pena.
Y tengo que admitir que de alguna manera extraña, el hecho de que me vea sexy precisamente hoy, precisamente después de que haya descubierto el bellezón que era Viruca, me reconforta. Como si ya no solo estuviera compitiendo por ganarme el respeto de sus alumnos, sino también por la aprobación de mi marido. Es absurdo, lo sé. Pero es la verdad.
Germán insiste en que me desnude y decido hacerme un poco la remolona, pero dejándole claro que le voy a hacer caso, que quiero participar. Le pregunto cómo quiere que me quite la camiseta, si más despacio, o a más velocidad. Y él enseguida entiende lo que pretendo. Quiero que me guíe con su voz, quiero obedecerle.
Cuando ya solo me quedan las bragas encima, Germán se levanta y empieza a desnudarse.
—¿Qué haces? —pregunto, haciéndome la sorprendida y fingiendo tono de escándalo.
No contesta. Se desprende de la camisa y la camiseta. Cómo me gusta su cuerpo y la de veces que se me olvida. Me gustó desde el primer día, aquella borrachera infinita de mil horas de cañas, descubrimiento y risas, que nos condujo hasta el cuarto de mi madre, en una de sus guardias. ¿Cuánto hace de eso ya? Una vida y varias muertes. Apenas tiene vello, cuatro pelos mal puestos alrededor de los pezones, y el caminito de hormigas que le nace en el ombligo y llega hasta su sexo. No es un cuerpo trabajado en el gimnasio, o no con la constancia de los atletas o de los cachas, pero sí que es bonito. La piel suave y pecosa, hay toda una galaxia de lunares en su espalda. Algunos hasta forman pequeñas constelaciones a las que le pusimos nombre. Se quita lo más rápido que puede esos vaqueros superpitillo que lleva. Casi se cae en el intento. Me río. Él intenta aguantarse la risa y seguir en el papel de macho castigador. Cuando consigue deshacerse de ellos, recupera la verticalidad y el equilibro. Tras dos segundos de mirada intensa, como parodia de anuncio de colonia, qué payaso puede llegar a ser, se abalanza sobre mí y caemos sobre la cama. Reímos. Me besa. Le beso. Nos buscamos en la mirada del otro. Creo que somos muy conscientes de que cada vez pasan menos estos momentos de complicidad y deseo. Y por eso lo más sensato es disfrutarlos como si nos fuera la vida en el intento. Mis bragas desaparecen en dos segundos.
—¿Tienes condones a mano? —pregunto—. Que estoy en el descanso de la píldora.
—¿Seguro que queremos condones?
—Seguro.