CAPÍTULO 28

Germán me llama por teléfono cuando estoy saliendo del instituto. ¿Por qué me llama? ¿Ya le han llegado las fotos? ¿Los terroristas no han cumplido su palabra? No quiero cogerlo. No quiero. Y no lo hago. Meto el móvil en el bolso. Le quito el sonido. Entro en el coche. Veo como el bolso se mueve, está vibrando el móvil. Tengo que cogerlo. Tengo que enfrentarme a esa llamada.

—¿Por qué no te vienes por O Muíño cuando acabes? —me pregunta.

—Ya he acabado. ¿Qué pasa?

—Demetrio te ha preparado unas nécoras de chuparse los dedos. Hasta ha abierto el mejor champán. Esa botella que compró en la feria de Frankfurt.

—¿Y eso? —pregunto desconcertada.

—Dice que hay que tratar como se merecen a los nuevos socios de O Muíño.

—Ah… ¿le has contado lo del piso?

—Es que ya no sabía cómo aguantarme. ¿He hecho mal?

—No, no. Voy.

Me reciben en O Muíño como si fuera el míster Marshall de la peli de Berlanga, solo falta la banda municipal. Porque hasta han improvisado una pequeña pancarta hecha con muchos manteles unidos por una cuerda y colgada en la pared. «Gracias, socia. Bienvenida al negocio». Tan pronto entro por la puerta del restaurante, Demetrio abre la botella de champán. Sirve las copas. Allí están Claudia, Rosalía y Germán. Todos sonríen felices. Demetrio me pasa una copa llena de champán y me abraza. Es un abrazo de oso, fuerte, largo, abrigadito. Yo tiemblo.

—Eres muy grande, cuñada. Muy grande. ¿Estás temblando?

—Es que no me lo esperaba…

—Para que luego digan por aquí que eres una estirada. Y eres pura emoción —dice Demetrio.

—¿Pero quién ha dicho que sea una estirada? —se defiende Claudia.

—Era una forma de hablar. Está temblando como un flan. Gracias, Raqueliña, de verdad. Yo sabía que querías al cabronazo de mi hermano. Pero no imaginaba que tanto. Nos has salvado la vida.

—Bueno… —respondo, sin saber qué decir.

—Dejad de agobiarla, que aún se va a arrepentir y va a cambiar de idea.

Germán se acerca a mí. Y me habla entre susurros.

—Perdona por esto. Yo simplemente se lo comenté a Demetrio y se le ha ido de las manos.

—No pasa nada, tonto. Me alegro de que se lo hayan tomado así.

—¿Qué cuchicheáis? —pregunta Demetrio.

—Nada, que está encantada con este recibimiento.

—Sí, pero que bueno, que aún no lo he vendido, que no sé cuánto tardaré en encontrar a un comprador… Que a lo mejor es más de un mes… Y como Claudia tenía que dar una respuesta.

—Pero ya sabiendo que os quedáis vosotros con él, me da igual lo que se tarde. Le digo a los otros que no mañana mismo —contesta mi suegra.

—Y oye, que a lo mejor yo ya te tengo un comprador para el piso —dice Demetrio.

Germán le asesina con la mirada.

—Demetrio…

—Bueno, a ver… a tu maridito no le hace mucha gracia la idea, vete tú a saber por qué… Y yo no digo que vaya a salir, pero oye, por hablar con él y hacerle una oferta.

—Déjalo estar, ya encontrará en Coruña el comprador que sea.

—¿Quién es? —pregunto.

—Gabriel Acebedo, ayer estuvimos en su casa echando un partido de basket, ¿verdad? Y le comentamos que tenías un pisazo en la Marina que querías vender y se mostró interesado. Pero no sé por qué este pone pegas. —Mira a su hermano—. Si pasta tienen y con lo que te quiere le podrías sacar lo que le pidieras.

—¿Pero qué tontería es esa de que me quiere?

—Bebe los vientos por ti, eso lo sabemos todos. —Demetrio pone una sonrisa pícara y me mira—. ¿Te contó alguna vez cómo se divertían de adolescentes estos dos?

Germán se pone muy tenso, se enfada.

—Demetrio, que estamos de celebración con la familia, no es el momento, ni el lugar…

—Vale, vale. —Se vuelve a dirigir a mí—: Tú dile que un día te lo cuente, y si no ya te hago yo un resumen.

—Qué gilipollas eres, de verdad —le recrimina Germán, ya de mejor tono—. Menudo socio voy a tener en la casa rural…

—Bueno, lo de la casa rural habrá que verlo. No te digo ni que sí ni que no, pero no te lances tú a lo loco, habrá que ir a modiño, ¿no? —razona su hermano Demetrio.

—Vamos a brindar —dice Rosalía alzando la copa, ella siempre sabe cómo rebajar la tensión que a veces surge entre los hermanos. Menos mal que está ella, sobre todo ahora que los dos hermanos van a trabajar codo con codo teniendo que tomar entre dos las decisiones. No va a ser fácil. Porque aunque se adoran, chocan bastante.

Demetrio, mientras alza la copa, habla conmigo para zanjar el tema.

—Que digo yo que por hacerle una oferta a Gabriel y llegado el momento enseñarle el piso tampoco va a pasar nada, ¿no?

—Claro —contesto. A mí me ocurre como a Germán, que la idea de que los Acebedo se queden con el piso tampoco me hace muy feliz. Creo que ya tienen bastante con poseer medio pueblo. Eso sí, no acabo de entender por qué a Germán no le parece una buena idea. Si siempre ha querido agradar a Gabriel y a sus hermanos.

—Venga, vamos a brindar —remata Germán. Alza la copa y todos le imitan—. Por mi mujer. La mejor del mundo. Soy el hombre más afortunado de la tierra. No te merezco, corazón.

—Coño, qué bien sabe hablar el escritor —replica Demetrio—. Por ti, Raqueliña.

Todos chocan las copas con la mía. Bebemos. A mí se me atraganta el champán. Pero trato de disimularlo. Claudia, mi suegra, cruza una mirada conmigo. Yo intento una sonrisa que sé que me queda rara.

—Bueno, vamos a comer esas nécoras. Y también se están acabando de cocinar unos centollos de dos kilos cada uno, los mejores del mercado, y mira qué ensalada de rúcula, tomate y quinoa. Para que veas que acabas de invertir en un negocio que aúna tradición gallega y modernidad. Esto ni en los mejores restaurantes de A Coruña.

—Calla, pesado, que ya no hace falta que se lo vendas —dice mi cuñada y me mira—. Como socia capitalista ahora vas a tener que ponerlos a raya para que no se te suban a la chepa.

—Mejor eso se lo dejo a Germán. —Porque yo no voy a hacer de árbitro entre ellos dos. De eso nada.

Nos sentamos en la mesa. Mi suegra se pone a mi lado. Posa su mano sobre mi brazo.

—Germán está feliz. Gracias.

—Es lo que había que hacer.

—No —me dice—. Pero lo hiciste. Y si te soy sincera, nunca pensé que lo harías.

Fuerzo una sonrisa. Ni yo, Claudia, ni yo pensé que lo haría. Pero aquí estamos celebrando este disparate. Celebrando en uno de los peores días de mi vida. Mi marido cree que soy la mejor mujer del mundo y ahora mismo debe de haber una copia de mis fotos desnudas follando con otro en cada uno de los móviles de unos doscientos alumnos.

—¿Estás contenta? —me pregunta Germán—. Perdona por todo este follón, ¿eh?

—No pasa nada.

—Es que hacía mucho que no teníamos una buena noticia y por eso se han vuelto un poco locos…

—Que sí…

—¿Me dejáis que me la lleve un segundo? —pregunta Germán a su familia.

—¿Por qué? —le pregunto—. Si vamos a comer…

—Solo un segundo.

Me coge de la mano. Me levanto de la mesa y dejo que me guíe hasta el baño. Cierra la puerta.

—Raquel, sé que todo esto es una encerrona, o que suena a eso. Pero de verdad que no. Pero no te sientas obligada, te puedes echar atrás cuando quieras. Todos lo iban a entender.

—Lo dudo mucho.

—No, en serio. Y si no lo entienden, me da igual. Esto no tienes por qué hacerlo.

—Bueno, yo ya tomé la decisión. Dime que no vamos a fracasar y con eso me conformo.

—Pues claro que no vamos a fracasar. Vamos a convertir O Muíño en la mejor casa rural de toda la zona.

—A tu hermano lo de la casa rural no le hace muy feliz, ¿no?

—Se tendrá que acostumbrar.

—Vete con cuidado con él, Germán. Que hasta ayer era el dueño.

—Era el dueño con mi madre. Pero tranquila, que sí. Oye, y de lo de venderle el piso a Gabriel, nada de nada.

—¿Por? A ver… a mí tampoco me apetece, pero no acabo de entender por qué no te gusta la idea.

—Porque no quiero mezclar las cosas. Y los Acebedo me caen bien porque los conozco de toda la vida, y son amigos, sobre todo Gabriel, pero mejor no juntarse con ellos para hacer negocios. Ni siquiera para venderles un piso.

—Me parece bien.

Germán me besa. Me mira enamorado.

—Eres la mejor.

—Estoy por grabarte un vídeo diciéndolo.

—¿Por qué?

—Cosas mías. Te quiero mucho, Germán.

Me mira un tanto alarmado.

—No me lo digas así, con ese tono y ese énfasis, que parece que me vas a anunciar a continuación que tienes una enfermedad terminal.

Es peor, pienso. Mucho peor. Así está mi ánimo de tremendo.

Suenan golpes en la puerta.

—Esas nécoras esperan. Dejad el mambo para esta noche —grita Demetrio desde el otro lado.

—¡Ya salimos!

La comida transcurre entre risas, planes de futuro, más champán, bastante vino y hasta Claudia se «achispa» un poco. Yo, cada vez que suena un móvil, tengo que contener un respingo. Me siento como en una película donde hay una bomba a punto de estallar y solo yo soy consciente del peligro. Tengo que salvar al mundo del estallido, de la catástrofe, y tengo que hacerlo sin que nadie se entere, sin que pare la fiesta.

¿Pero cómo?