CAPÍTULO 27

Tengo clase con los de segundo a tercera hora de la mañana. Me he tomado tres cafés, un par de donuts, un zumo de naranja y otro de piña. Quiero estar preparada, alimentada, para la batalla. Creía que el fin de semana en Coruña me había sentado bien, pero vengo más paranoica de lo que me fui. Han sido dos días estupendos, alejados de todo esto, pero ahora veo que eran poco más que un paréntesis. Mi vida en estos momentos está aquí. La batalla que tengo que ganar es esta.

Como me siento tan tremenda, me resulta casi extraño que la clase avance con total normalidad, siguiendo la tónica de la última semana. Si alguien me viera desde fuera no podría vislumbrar el estado de tortura interior en el que me encuentro. Estoy a la que salta. No pierdo de vista a ninguno de los tres, a Roi, a Nerea, a Iago. Y por primera vez pienso que a lo mejor mis enemigos no son ellos, o no solo ellos. A lo mejor el ataque llega por otro lado. Sí, estoy paranoica. Mucho. No me gusto así. No me gusta que hayan logrado eso conmigo. Tan pronto, tan rápido. Qué certeros han sido.

Les devuelvo los trabajos corregidos. Les doy la enhorabuena. Tal vez de una manera un tanto exagerada. Pero quiero mostrarme animosa, que no se percaten de que por dentro estoy en plena tormenta. Quiero que piensen que, a pesar de todo, a pesar del boicot de algunos, yo sigo al pie del cañón, y que mi juicio, mi ánimo y mis ganas van a seguir intactas. Por supuesto, no comento el monigote del ahorcado, no voy a darles el gusto. Para mí no ha existido. Eso es lo que pretendo transmitirles. Tengo en la mano el trabajo de Nerea. Me acerco a dárselo. Le he puesto un nueve. Tal vez solo se merecía un ocho. Pero que vea que no soy rencorosa.

—Enhorabuena, Nerea. Muy buena reflexión. Y las referencias que empleas son estupendas.

—Lo sé —contesta.

—Un gracias tampoco estaría de más —le digo con la mejor de mis sonrisas—, aunque solo sea para que vayas entrenando cuando un jefe te felicite. Un «lo sé» no es la mejor respuesta.

—Pero tú no eres mi jefe.

Desde luego que no. Ya estarías despedida. Mi móvil vibra. Primero una vez. Un mensaje. Luego otra vez. Otro mensaje. Y por último una tercera. No lo cojo. Después de repetir tantas veces que no se usan los móviles en clase, no puedo saltarme a la torera mi propia norma.

Le entrego ahora el trabajo a Roi.

—No has estado muy inspirado. Tú lo puedes hacer mucho mejor.

Roi ve la nota, un cinco y medio.

—Ah, pero estoy aprobado, con eso ni tan mal.

Sigo entregando trabajos. El móvil vuelve a vibrar. Una, dos, tres veces. Cuando acabo de entregarlos, me siento. Les pido que abran el libro que estamos analizando. Son pocos los que lo han traído, y como ya me lo imaginaba, he hecho fotocopias de varias páginas. Le digo a una de las alumnas que las reparta. Mientras lo hace, yo aprovecho para echarle un vistazo rápido al móvil. Y al ver el contenido del primer mensaje las manos empiezan a temblarme. No es posible. No. No. No.

Es una foto porno. Mía. Soy yo. Desnuda. Agachada. Haciendo una felación.

El siguiente mensaje contiene otra foto. Vuelvo a ser yo. Desnuda. Mientras Simón me come las tetas.

Esto no puede estar pasando. Miro a todos los alumnos. ¿Quién me está mandando estas fotos? ¿Quién?

El tercer mensaje es otra foto. Simón y yo en la ducha. Prefiero no mirarla. La recuerdo muy bien.

¿En qué momento nos dio por hacernos estas fotos? ¿Por qué no las borramos o lo hicimos? ¿Por qué nos las enviamos por WhatsApp? ¿Y si las borramos, por qué aparecen ahora? ¿También se quedaron archivadas en la nube? Y ahora uno de los alumnos me las está mandando. Las ha visto. Me ha visto desnuda, practicando sexo con alguien que no es mi marido. Esas fotos estarán yendo de un móvil a otro ahora mismo. Seguro. En menos de veinticuatro horas, qué digo veinticuatro, en menos de una o dos, seré el hazmerreír de todo el instituto. La guarra, la infiel, la cerda.

Va a haber un antes y un después de este momento. Lo sé. ¿Qué puedo hacer? Trato de serenarme. Miro por la ventana. Veo los árboles sin hojas de la alameda. Allí fuera el invierno es ajeno a mi tragedia. Un nuevo mensaje. Lo miro. Ya no es una foto. Es peor. Es una amenaza.

«Si no quieres que se las mandemos a tu marido…».

Llega otro: «Solo tienes que hacer una cosa…».

Y uno más: «Levántate y escribe ahora mismo en la pizarra: mañana examen».

¿En serio? ¿Eso quieren que haga? ¿Por qué? Llega otro nuevo: «Tan sencillo como eso. Hazlo».

Miro a todos los alumnos. No puedo hacerlo. No puedo ceder ante un chantaje tan pueril. Lo que me piden no es mucho. Podría justificar fácilmente lo conveniente de un examen. Ya hemos dado un par de temas, tampoco es tan raro que quisiera ver cómo van. Pero no puedo ceder. Si cedo, estoy perdida. Si cedo, han ganado. Pero esas fotos no pueden llegar a Germán. Son fotos sacadas en días distintos, en sitios distintos. Esas fotos demuestran la gran mentira en la que he estado viviendo estos años. La ficción de que solo fue una noche, solo un error. Estas fotos demuestran que el error fue continuado, y ese error continuado solo tiene un nombre: traición. Y acabaría con mi matrimonio en un segundo. No, ojalá se acabara en un segundo. No. Sería simplemente el pistoletazo de salida para una carrera hacia el infierno. Un infierno desagradable, largo, pringoso, horrible. Un infierno al que no sobreviviríamos ninguno de los dos.

Y me puedo librar simplemente escribiendo en la pizarra: «mañana examen». Aunque sé que no es verdad. Si cedo en esto, la cosa ya no tendrá fin. Les estaré dando el poder a ellos: y me estaré rindiendo.

Pero la idea de que lleguen a Germán esas fotos es demasiado devastadora. No lo puedo permitir. ¿Y si escribo lo del examen? Al menos estaré ganando unas horas, o unos días para pensar una estrategia, para conseguir parar esto, pero ¿cómo? Vale, tal vez no sepa cómo, pero al menos podré avisar a Germán, preparar el terreno, tratar de suavizar el impacto. No. No lo hagas, Raquel, no caigas. No lo hagas. No lo puedes hacer. Te están observando. Piensa que el que te ha enviado los mensajes te está observando. Y va a disfrutar de tu claudicación. No le des el gusto. No lo hagas.

Me levanto de la silla. Cojo una tiza. ¿De verdad lo voy a escribir? No debo. No debo. No debo. No debo. No debo. No debo. No debo. No debo.

Pero mis dedos parecen tener vida propia y antes de que me dé cuenta lo he escrito: «mañana examen».

Los gritos de protesta de los chavales no se hacen esperar. Y tengo que apoyar mi mano en la pizarra para no caerme, porque las piernas me flaquean. He cedido. Ahora he de hacer frente a las consecuencias. La primera apaciguar a las fieras, explicar mi decisión y que parezca natural, lógica. Y así poder negar la mayor si en algún momento me veo obligada a hacerlo. No, yo no cedí a ningún chantaje, yo ya tenía pensado hacer un examen. Patético.

—Tranquilos, que no contará para la nota final, solo quiero ver qué tal habéis asimilado los conceptos. Es más un examen para ponerme a prueba a mí, para ver si me estoy haciendo explicar, si me entendéis.

—O sea que si suspendemos, en realidad suspendes tú.

—Y podemos hacerlo todo lo mal que queramos. Solo para fastidiarte, ¿no?

Les digo que no, que se tienen que esforzar, pero hacerlo de una manera relajada. Y que, si lo piensan, apenas tendrán que estudiar. Si casi no hay materia.

—Es más, va a ser tan fácil que si aprobáis todos, entonces sí hago que cuente para la nota final.

—¿Pero en qué quedamos, cuenta o no cuenta?

Otra vez revuelo. No están nada satisfechos, ya no saben qué creer. Miro a los tres instigadores, o a los que creo que son los instigadores de toda esta situación. Apenas puedo distinguir si están disfrutando, si están padeciendo, si han tenido o no algo que ver con todo este lío. Pero claro que han tenido que ver, ¿cómo no van a tener que ver? Y seguro que han sido los tres. Están compinchados. Seguro.

Sigo hablando y hablando hasta tranquilizar a todos. Prácticamente les dicto las preguntas que voy a poner. Las he ido improvisando sobre la marcha.

—Como veis, está tirado.

—¿Y si está tan tirado para qué lo haces? ¿Crees que no podremos hacerlo mejor? ¿Que somos tontitos? —pregunta Nerea.

—Bueno, si quieres a ti te hago uno especial. Algo a tu altura.

Algún alumno celebra mi comentario. Nerea ni se inmuta.

—Ya es la hora, profe.

Los chavales comienzan a levantarse.

—¿Entonces mañana examen sí o no?

—Sí. Examen.

Los chavales salen atropellados de clase. El barullo es más fuerte del habitual. No están nada contentos con la idea del examen y es su manera de expresarlo. Con ruido. Yo me quedo sentada en la silla. Derrotada.

Roi es uno de los últimos alumnos en salir. Me mira. Sonríe.

—Muy mal, profe, muy mal. Nunca se negocia con terroristas.

Me quedo petrificada.

Ha sido él. Ha sido él.

Y el muy hijo de puta tiene el valor de restregármelo por la cara.

Veo como sale de clase. Y por fin reacciono con una furia que nace de lo más profundo de mí y que no puedo controlar. Me levanto del asiento impulsada por una fuerza que hasta a mí me sorprende y lo sigo. Tengo todos los músculos en tensión, quiero agarrarlo y estrujarlo contra la pared. Quiero poner mi cara a medio centímetro de la suya. Quiero ser el alien que acorrala a la teniente Ripley en una esquina y amenaza con escupirle su veneno. Un veneno potente y mortal, el que me corroe ahora mismo las entrañas.

Y sin poder contenerme, agarro a Roi por el brazo, en el pasillo y lo estampo contra la pared. Siento que la adrenalina que me posee me hace tener una fuerza infinita.

—¿De qué vas, hijo de puta?

Roi se queda impresionado con mi arranque de ira. Noto las miradas de todos los chavales. Se acaba de hacer el silencio.

—¡Contesta! ¿Crees que me puedes extorsionar y encima reírte en mi propia cara? ¿De verdad lo crees, mocoso de mierda? ¡Voy a acabar contigo! ¡Voy a acabar contigo!

Roi mudo. Ni él ni nadie dicen nada. Se han quedado todos estáticos. Impresionados por mi acceso de ira, por mi ataque de locura incontrolable. De pronto veo a alguien acercándose.

—Raquel, Raquel… ¿qué ha pasado? ¿Qué haces?

Es Marga, la jefa de estudios. Yo sigo sin soltar a Roi.

—Raquel, Raquel…

Por fin quito la mirada de Roi y la miro.

—¿Qué?

—Suéltalo. Deja que se vaya. Suéltalo.

Y como si sus palabras rompieran el hechizo, me doy cuenta de lo que estoy haciendo, de que estoy presionando tan fuerte al chaval contra la pared que le debo estar haciendo daño. Lo suelto de inmediato.

—A ti se te va la pinza, tía. Pero se te va mucho —me grita Roi. Que se crece ante la presencia de la jefa de estudios—. ¡A ver si haces algo con esta loca! —le dice.

Roi se aleja, mientras se recoloca la camisa. Le veo bajando las escaleras hasta que lo pierdo de vista. Miro a Marga, sin saber qué decir.

—Vamos a tomarnos un café a mi despacho —me dice Marga—. Y me cuentas con calma.

Yo ni me muevo.

—Raquel, ¿estás bien?

—No sé qué me ha pasado, de verdad que no lo sé… Yo…

—Vamos, mejor hablamos en otro lado. Venga.

Me lleva hasta su despacho. Noto las miradas y los comentarios de los chavales mientras caminamos por el pasillo. Estoy tan avergonzada que lo único que hago es bajar la vista, mirar a mis zapatos. El camino hasta jefatura se me hace eterno. Marga va delante de mí y cuando subo la vista me fijo en su espalda. En sus manos. Creo que me gustaría cogerme de su mano y dejarme llevar fuera de allí. ¿Qué coño me ha pasado? ¿Cómo he podido perder los papeles de esa forma?

Entramos en su despacho.

—Siéntate, anda.

—Lo siento mucho… Lo siento mucho… esto… yo… no sé…

—Raquel. No pasa nada, tranquila. No estamos aquí para que te eche un rapapolvo, ni nada parecido. Cuéntame. Simplemente cuéntame. ¿Qué ha pasado?

—Que he perdido los nervios. No es propio de mí, de verdad que no. Yo no soy así, yo nunca jamás… es la primera vez que acorralo a un alumno, que le toco, que le empujo, yo… De verdad que yo no hago estas cosas…

—Te creo. Tranquila. Ya sé que has perdido los nervios. Te acabo de ver. Y a todos nos ha ocurrido alguna vez. Pero solo quiero saber por qué, ¿cómo ha pasado?

—No lo sé —miento—. No lo sé.

—Claro que lo sabes. Raquel, estoy de tu lado. Voy a estar siempre de tu lado. Tendrías que prenderle fuego a un chaval y comerte su cabeza y su hígado para que yo me pensara ponerme del suyo. Y es probable que ni aun así lo hiciera, ¿vale?

Intento una sonrisa agradecida por sus palabras de ánimo. Y por un momento me planteo decirle la verdad. Toda la verdad. Empezar desde el principio, abrirme en canal y contárselo todo, sin olvidar ningún detalle. Pero tengo el móvil en el pantalón. Y esas fotos me están quemando. Esas fotos, esa realidad, me impiden ser sincera. Así que miento, miento y le cuento lo primero que se me pasa por la cabeza, con la esperanza de que suene creíble.

—Me provocó de la manera más tonta y yo fui tan gilipollas como para caer. Es mi culpa, es todo culpa mía.

—¿Qué te dijo?

—Es que fue una tontería, de verdad —improviso a la desesperada—. Pero estaba molestando a otros alumnos haciendo comentarios muy cínicos, muy hirientes. Llevaba toda la clase así, y al final, al pasar por mi lado…

—¿Qué te dijo?

Invéntate algo rápido, Raquel. Sé buena haciéndolo. Sé convincente.

—Que no tenía cojones, que todo me quedaba muy grande, y que no me pusiera a defender a nadie sobre todo cuando no lo sentía. Cuando yo los despreciaba tanto como él.

—¿Te dijo todo eso?

—Sí. —Observo su expresión, quiero saber si se ha tragado semejante bola. No sé ni por qué se me ha ocurrido algo así.

—¿Y entonces tú saltaste?

—Sí.

—Pues si que saltas rápido —contesta.

—De verdad que no sé qué me pasó —trato de parecer convincente—. Y te juro que no va a pasar más, y si sus padres vienen a quejarse, yo por supuesto aceptaré todas las consecuencias… Y…

—Tranquila, que por tan poco no van a venir. Al menos no los de Roi. En cuatro años no los he visto ni un solo día por aquí. Así que con eso al menos has tenido suerte.

Marga me acaricia el brazo y me mira a los ojos antes de hablar. Quiere parecer una persona en la que puedo confiar.

—Raquel…

—¿Sí?

—No me acabo de creer que hayas saltado con tan poca cosa.

—¡Es la verdad! —me revuelvo, me defiendo—. De verdad que sí.

No se ha creído nada. ¿Cómo culparla? Pero Marga no parece enfadada. No, más bien todo lo contrario. La veo preocupada, solidarizándose conmigo.

—No quiero que pases por esto tú sola. Raquel, te lo digo en serio. Quiero que confíes en mí. Quiero que me cuentes si te lo están poniendo difícil. Te lo dije el primer día y te lo dije de corazón. Puedes contar conmigo. No necesito que te hagas ni la heroína, ni la mártir, ni te enfrentes a ellos desde la más absoluta soledad. Porque ni es operativo, ni es inteligente, y sobre todo no es necesario.

—Lo sé, lo sé, te lo agradezco.

—No, no quiero que me agradezcas nada. Solo quiero que lo hagas. Que cuentes con nosotros. No quiero más bajas de profesores. No quiero más sustos. No quiero más sufrimiento. Si te están acosando, si te están haciendo la vida imposible, me da igual si uno o veinte, lo atajamos y listo. Y lo atajamos con contundencia.

—Vale.

—No voy a permitir que a ningún otro profesor le ocurra nada. No me lo iba a perdonar.

Asiento. Y trato de sonar sincera. Aunque lo único que hago es repetirme.

—Vale.

—Así que tú piensa que te lo estoy pidiendo casi como un favor personal. No me mantengas al margen. Cuéntamelo todo. No tiene que ser ahora, cuando quieras. Cuando estés más relajada, cuando unas todas tus piezas en la cabeza, cuando veas que tienes una historia coherente que contar en la que los alumnos no quedan del todo mal, y en la que siempre hay una causa y un efecto.

—¿Por qué dices eso?

—Porque creo que ya te voy conociendo y eres de las que prefiere torturarse y echarse la culpa de todo lo que pasa, en vez de admitir que entre los alumnos hay verdaderos profesionales del mal. ¿O me equivoco?

Sonrío. Es lo único que hago para no seguir esta conversación.

Le doy las gracias. Me levanto y le prometo que sí, que vendré, que contaré con ella.

Pero sé que no lo haré. O no pronto.

Por más que se empeñe, y por más que se lo agradezca, estoy sola en esto y tengo que solucionarlo a mi manera. Y no porque sea una heroína. Estoy sola porque acabo de claudicar delante de ellos. He negociado con terroristas.

Me he metido de lleno en el fango.

Y solo yo puedo salir de este lío.

Si es que puedo.