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Matt llevaba más de una hora deambulando sin rumbo, y ahora los pies le dolían y el cuerpo le pedía una inyección de cafeína o de chocolate. Un conjunto de turistas japoneses pasó alborotadamente por su lado, inclinando la cabeza como disculpa por haber interrumpido su tranquilidad. La diminuta guía turística que les acompañaba, protegida del frío con un abrigo acolchado de color amarillo, parloteaba a voz en grito en su lengua nativa y sujetaba un paraguas que agitaba con entusiasmo en un vano intento por mantenerlos agrupados. Matt levantó la vista, mientras se preguntaba qué les hacía disparar sus cámaras fotográficas con semejante frenesí. Se encontraban al final de la calle Setenta y dos Oeste, enfrente del edificio Dakota, donde John Lennon había sido brutalmente asesinado por un loco que se consideraba fan del cantante.

- Oh, Yoko Ono -dijo la guía, y señaló el edificio.

- Oh, Yoko Ono -corearon los turistas con amplias sonrisas y repetidas inclinaciones de cabeza.

Matt sonrió para sí. Se decía que la viuda de Lennon seguía habitando la vivienda y los japoneses, exaltados ante la idea, dispararon sus cámaras con más ahínco.

Matt empujó los puños dentro de los bolsillos. La vida después de John debe continuar. Uno de los iconos del pop más importantes de nuestro tiempo muere, y la vida continúa; grupos musicales de ínfima calidad hacen versiones -de ínfima calidad- de sus canciones, y periodistas hartos del mundo, que trabajan para revistas de rock poco conocidas, escriben artículos faltos de inspiración sobre el impacto de Lennon en las vidas y la música de otras personas. Por lo demás, todo sigue igual. Las canciones caen en picado en las listas de éxitos para dejar paso a la siguiente melodía, igualmente desprovista de originalidad; los artículos escritos sobre ellas se emplean para forrar cubos de la basura, y la gente que de veras conoció y amó a John Lennon prosigue su vida de la mejor manera posible.

Matt atravesó la calle, abriéndose camino entre los coches que pasaban a toda velocidad por Central Park West. La vida después de Josie también continuaría. Al fin y al cabo, ella ni siquiera había muerto; sólo se hallaba en paradero desconocido. Y habría otras Josies. Rubias o castañas; rebeldes o apacibles. Alguna querría incluso que Matt regresase; y tal vez él no sería tan indiferente ante el hecho de perderla. Quizá no todas serían tan guapas como Josie pero sí, habría otras mujeres en su vida. Con el tiempo y unos cuantos libros de autoayuda, pudiera ser que Matt no lo echase todo a perder, como había sucedido con Holly.

Entró con paso relajado en Central Park, que se extendía ante él como una hermosa alfombra verde en medio de una chatarrería. Domingo por la mañana en el parque: paseantes de perros, ciclistas y patinadores hacían uso de aquel pequeño espacio de naturaleza, libre de monóxido de carbono. La escarcha aún no se había derretido, y Matt veía sus bocanadas de aliento a medida que caminaba. Se encontraba en Strawberry Hills, el pequeño jardín en memoria de John Lennon, plantado en la ladera de una colina. Era un lugar tranquilo y solitario en una ciudad donde tan preciadas circunstancias resultaban difíciles de encontrar. Matt se detuvo para aclarar sus ideas.

Por allí pasaban parejas con la nariz colorada y enfundadas en cálidas ropas de abrigo; paseaban de la mano, riéndose, haciendo bromas, ajenos al resto del mundo. Era indignante. ¿Por qué todos los demás disfrutaban del amor como tortolitos y él, no? ¿Por qué algunas personas encontraban su media naranja con más facilidad que otras? ¿Cómo era que había quien pasaba de una relación a otra sin solución de continuidad, adentrándose en la vida de otro sin escollos ni peligros que negociar? ¿Por qué algunos se las arreglaban para encajar sus relaciones como un ordenado rompecabezas, realizando los ajustes precisos para obtener una bonita imagen, plana y suave, mientras otros -por ejemplo, él mismo- chocaban las piezas entre sí continuamente como si de un inescrutable cubo de Rubik se tratase hasta que perdían interés o se daban por vencidos, exhaustos por el ingente esfuerzo? ¿Y por qué algunas personas que creían haber encontrado a la pareja ideal para formar un rompecabezas eran tan estúpidas como para perder la dirección del puto restaurante en el que supuestamente tenían que encontrarse con ella? El asunto era demasiado cruel como para contemplarlo, por lo que Matt se encaminó al banco desocupado más cercano y se sentó para contemplar el asunto.

Josie no tuvo dificultad en encontrar el local de alquiler de bicicletas. Pertrechada con una paranoica lista típicamente norteamericana de «qué hacer» y «qué no hacer», tomó la dirección a Central Park montada en una destartalada bici, con el reglamentario casco de ciclista colgado del manillar -antes muerta que ser vista de semejante guisa-. Mientras el viento le ondeaba el cabello, prefirió no calcular cuánto tiempo había transcurrido desde que montó en bicicleta por última vez.

Arriesgando su integridad física, atravesó Columbus Circle e irrumpió en el parque, oscilando peligrosamente a causa de la letal combinación de falta de práctica y musculatura agarrotada por el alcohol. Adentrarse en aquel vergel era como trasladarse a otro mundo. El ajetreo del tráfico quedaba atrás, reemplazado por el sonido de las risas de los niños, el golpe sordo de las pelotas de cuero al chocar contra los bates de béisbol y los fulminantes zumbidos de los patinadores sobre ruedas. La aglomeración de edificios se asomaba, añorante, por encima de las copas de los árboles desnudos, apiñándose en los alrededores del parque con el fin de obtener una vista mejor -y, por tanto, más valiosa- del esbelto rectángulo de preciado verdor. El aire helado que golpeaba a Josie le insuflaba energía y le despejaba la mente. Lo de ayer, en la boda, había sido horrible. Primero, Martha y Glen se esfuman en el aire; después, Damien aparece como caído del cielo: era más de lo que una convención de amigos de la magia podía soportar.

Josie se sentía fatal con respecto a Damien ahora que, al pasar el tiempo, su cólera se había aplacado. A lo mejor, a su manera particularmente ostentosa, Damien intentaba ser sincero; a lo mejor, el anillo de diamante era una prueba de amor de precio escandaloso, y no una imitación barata; tal vez Josie no debería haber actuado como lo hizo. Puede que Damien fuera un cerdo mentiroso, embaucador y mujeriego; pero tampoco era tan malo.

Josie iba cogiendo un ritmo de piernas tiempo atrás olvidado y se iba adentrando en el parque, decidida a revitalizar su estropeada constitución a pesar de sentirse a morir y no haber conseguido entrar en calor aún. Fue pasando junto a perezosos turistas apoltronados en carruajes de alegres colores, tirados por caballos aburridos que habían realizado el mismo recorrido mil veces antes. La pista de patinaje sobre hielo estaba abarrotada de familias con bufandas y guantes de lana; los niños tambaleantes confiaban en que sus padres igualmente tambaleantes lograran de alguna forma llevarles alrededor de la resbaladiza superficie sin lesión alguna. De pronto, Josie sintió una punzada de tristeza. Estar sola y ser autosuficiente estaba muy bien, pero si había algo bueno en la vida, era compartir los pequeños placeres con otra persona. De una u otra forma, iba a tener que bajar la barrera una vez más, pues de otro modo nadie lograría traspasar su concha protectora y descubrir a la auténtica Josie oculta en el interior. Mejor sería amar abierta y libremente, aun a riesgo de resultar herida, que no volver a conocer el amor y negarse a sí misma la felicidad que pudiera proporcionarle. Tras la crudeza del invierno, llegaba el estallido de la primavera: el brote de las yemas, la nueva vida, la renovación. Era el orden de la naturaleza; tan sólo había que aceptarlo. Resultaba fácil decirlo, pero llevarlo a cabo era harina de otro costal.

Dejando sus pensamientos a un lado, Josie siguió pedaleando a través del parque. El ejercicio provocaba que la sangre le bombeara en el cuerpo, lo que le hacía entrar en calor y alegrarse de haber tomado la decisión de ir hasta allí. A pesar de que Central Park era un oasis de relativa calma en aquella ciudad delirante, los neoyorquinos se las arreglaban para llenar de actividad cada centímetro cuadrado de césped y de roca al descubierto. Josie bajó pedaleando por The Mall -avenida custodiada por olmos americanos y bordeada de estatuas de grandes figuras literarias- y luego torció a la izquierda para rodear el Sheep Meadow, lugar en el que estaba prohibida toda clase de entretenimiento más ruidoso que las meriendas al aire libre.

El semblante de Josie resplandecía, las venas le palpitaban de pura energía y los pulmones le ardían a causa del esfuerzo desacostumbrado. Por lo general, los domingos por la mañana se quedaba en la cama hasta tarde, acompañada de té, tostadas, el Mail on Sunday y el gato anteriormente conocido como Prince -¡y nada más!-. De ahora en adelante, iba a madrugar y salir a montar en bicicleta todos los domingos. Bueno, casi todos los domingos.

Disminuyó el ritmo para darle un respiro a sus piernas. Delante de ella había un pequeño jardín plantado en una ladera, y se detuvo junto a la barandilla, de escasa altura, pensando que descansaría unos minutos antes de seguir recorriendo el resto del parque. Se bajó de la bicicleta de un salto y, tirando de la goma elástica con la que se sujetaba el cabello, lo dejó caer sobre los hombros. Apoyó la bicicleta sobre la barandilla y comenzó a ascender la ligera cuesta, abrigando la esperanza de que su medio de transporte alquilado estuviera esperándola cuando regresara.

Las plantas y flores se veían exiguas en su atuendo invernal, y extendían sus dedos coronados de blanco para un mejor efecto. Un destello de escarcha centelleó bajo la brisa, otorgando al lugar un aura de encantamiento. El valiente sol de invierno empezaba a calentar las heladas mejillas de Josie; ésta exhaló un suspiro y notó que la tensión le iba desapareciendo del cuerpo. Se alegraba de estar en aquel jardín, se alegraba de estar viva, y de ser joven y saludable; no estaba mal abusar de tu cuerpo de vez en cuando para acordarte de que debes cuidarlo más.

En lo alto de la colina había una placa gris y blanca instalada en el suelo, en la que aparecía una estrella con la palabra Imagine en el centro. En aquel espacio reinaba la paz y la tranquilidad, y ahora Josie entendió el porqué. Cruzó los brazos y paseó la vista a su alrededor. No había nadie a la vista, salvo un hombre desaliñado y sin afeitar que estaba sentado, solo, en un banco frente a ella. Tenía la cabeza gacha y parecía sumido en sus pensamientos. Josie se acercó a la placa y el hombre miró hacia arriba.

- ¿Josie? -dijo él.

Josie miró más de cerca, si bien no daba crédito a sus ojos.

- ¡Matt!

Estaba frente a ella, estupefacto.

- ¡No puedo creer que seas tú!

Se quedaron mirándose uno al otro, sin mover un músculo.

Matt negó con la cabeza.

- Me he recorrido Nueva York de punta a punta buscándote.

- ¿En serio?

- ¡Pensé que te había perdido!

Josie hizo un esfuerzo por detener las lágrimas.

- Y yo pensé que me habías dejado plantada.

- No te creerías las cosas que he llegado a hacer para encontrarte. -Matt soltó una carcajada de incredulidad-. He estado en las bodas de dos Marthas distintas, un adolescente infernal me ha propinado una tanda de puñetazos y tu marido…

- Ex marido -corrigió Josie.

Matt soltó una risa de alivio.

- No sabes lo que me alegra oírtelo decir.

- ¿Has pasado por todo eso para encontrarme? -preguntó Josie.

- Y por muchas cosas más… -respondió Matt-. Y ahora, estás aquí.

- Sí -dijo Josie.

Matt se acercó, la cogió en brazos y, levantándola en el aire, empezó a dar vueltas.

- Creí que yo no te importaba -dijo Josie, falta de aliento.

Volviendo a colocarla sobre el suelo, Matt le tomó la cara entre las manos.

- ¡Claro que me importas! He pasado un infierno por volver a verte; he llegado hasta Long Island para enmendar mis errores.

Matt acercó a Josie a su pecho y la aplastó contra los pliegues de su harapiento abrigo.

- No quiero perderte otra vez. Nunca más. -Se mordió el labio-. Me cuesta creer que vaya a decir esto… -Chasqueó la lengua-. Puede que te pongas a gritar o a darme patadas en la espinilla, o que atentes contra la integridad de mis testículos, pero… -Aspiró hondo-. ¡Te quiero!

Josie no sabía si reír o llorar.

- Yo también te quiero.

Se abrazaron estrechamente, con la promesa silenciosa de amarse y respetarse de ahora en adelante. En las alegrías y en las penas; en la riqueza y en la pobreza; en la salud y en la enfermedad.

Enfrascados en su felicidad, no repararon en el pequeño e insignificante pato que con paso sereno y bamboleante entró en Strawberry Fields y se situó a espaldas de ellos. Con un poco de esfuerzo y un alivio enorme, el animal se las arregló para librarse del objeto que le había estado molestando en la barriga durante horas. Con un alegre cuac, Donald se puso en camino en busca de un estanque satisfactorio, dejando tras de sí un embadurnado anillo de diamante de tamaño considerable.

Matt apartó a Josie hacia atrás y, con una sonrisa lacrimosa, le dijo:

- Imagina encontrarte aquí.

Josie se rió entre lágrimas y acarició la mejilla de Matt.

- Imagina -respondió.

Por alguna razón, en algún lugar del cielo de Central Park, John Lennon empezó a cantar…