7

Eran cuatro adolescentes de rostro inmaculado. Entre todos ellos a duras penas se apreciaba el mínimo indicio de una espinilla, lo cual resultaba de lo más injusto teniendo en cuenta que, a los quince años, la cara de Matt tenía el aspecto de una pizza de masa gruesa. Se recostó en el asiento, mientras la resaca florecía en todo su esplendor al ritmo de la machacona música. En el oscurecido sótano de un edificio de apartamentos rehabilitado, los componentes de Headstrong hacían alarde de su joven estilo funky en el que las insulsas y románticas letras de las canciones iban a destiempo con la banda sonora, igualmente insulsa. ¿Los nuevos Beatles? Ni hablar. ¿Dónde estaba el lirismo trágico de Eleanor Rigby, o de She's leaving home?

«Ooo, ooh, pequeña, quiero que regreses, ooh, ooh», etcétera. Entrada de la batería sintética: bum, bum, bum. «Me rompes el corazón, ooh, ooh.»

A ver, ¿qué sabían ellos, a su edad, sobre las tragedias del amor? Apenas se encontraban en el estadio del manoseo a tientas. Claro que, siendo ídolos del pop, podrían haber recibido una mejor formación en cuanto al cortejo amoroso que el adolescente medio. Cuando Matt era joven, los adolescentes tenían que esconderse en casetas de bicicletas y marquesinas de autobús. Estuvo a punto de perder la virginidad en una lavandería llena de vapor, de las que están abiertas por la noche, pero el encargado les echó de allí con cajas destempladas. Cuando estos chicos tuvieran treinta años y las hubieran pasado canutas unas cuantas veces, ya se enterarían de lo que era salir perdiendo en el amor. Headstrong significaba «testarudos». ¿No lo éramos todos a su edad?

Matt cerró los párpados para bloquear la desalentadora visión de cuatro héroes del pop que parecían llevar una mopa en la cabeza y daban atléticos brincos por doquier. Nada del otro mundo. Los Beatles nunca tuvieron que ejecutar pasos de baile sincronizados para que las fans salieran corriendo a la primera tienda de discos. De todas formas, serviría para llenar cuatro páginas de una revista tristemente vacía, cuya fecha límite descollaba sobre Matt amenazadoramente.

Creía que el aire fresco del transbordador había puesto freno a su dolor de cabeza, pero el aire del estudio, cargado de sustancias ilícitas, lo había hecho regresar con renovado vigor. O tal vez la compañía de Josie era lo que le había permitido olvidar temporalmente el dolor. El físico y el emocional. Por lo general, uno puede librarse de los dolores de cabeza con un par de pastillas de Nurofen y un café bien cargado. Los dolores del alma resultaban bastante más difíciles de manejar.

¿Por qué le dolió tanto cuando llegaron los papeles del divorcio? ¿Acaso porque le trajeron a la mente el recuerdo de Nicolette retozando en la cama de matrimonio de ambos con un hombre más gordo, más bajo, más calvo e infinitamente más aburrido que Matt? ¿O era simplemente porque, a pesar de las obvias imperfecciones del objeto de su afecto, Nicolette estaba a punto de regresar al altar con el entusiasmo de un cachorro de labrador, antes de que la tinta hubiera tenido tiempo de secarse, mientras Matt aún tenía que encontrar a alguien que se las arreglara para hacerle elevar las cejas, por no hablar del pulso?

Y eso que Josie Flynn había conseguido tirar de unos cuantos folículos. Era de la clase de mujer que hacía que uno contemplase la idea de volver a probar el pastel de bodas.

«Ooh, ooh pequeña, me vuelves loco, ooh, ooh…»

Matt abrió un ojo y, con mirada cínica, examinó el grupo musical. Qué horror. Josie era femenina de una forma sensual, de una manera sencilla y directa, con un cierto factor sorpresa difícil de definir. Algo en ella hacía ver que nunca, jamás, consideraba el sexo en una primera cita, lo cual resultaba conmovedor, ya que Matt estaba harto de retozar en habitaciones extrañas con mujeres a las que no conocía ni tenía ganas de conocer. Además, Josie era capaz de articular dos frases seguidas, lo que hoy en día parecía una rara habilidad entre el género femenino -al menos entre el que él se había encontrado-. Y tenía piernas -bonitas, de las que suben y suben sin parar-. Y un pequeño trasero de lo más atractivo que se movía con desparpajo cuando subía escaleras -mientras en la Estatua de la Libertad Matt observaba cómo ascendía más de un millón de escalones, el movimiento se le fue grabando de forma indeleble en el banco de su memoria, por lo que podía considerarse un experto-. En conjunto, se trataba de un currículum vítae altamente satisfactorio.

Para rematar, tenía una cita con ella, cuyos detalles se encontraban escondidos en las profundidades del bolsillo de su abrigo. Últimamente había hecho voto de castidad, lo que no necesariamente tenía que ver con el plano moral, sino con el hecho de no haber tenido la posibilidad de un buen revolcón durante meses. Sin embargo, estaba dispuesto a romper su promesa por Josie Flynn. Matt cruzó los brazos, complacido, y esbozó una amplia sonrisa. En términos generales había tenido un buen día, a pesar de haber sido asaltado auditivamente por aquel ruido al que algunos calificaban como música.

- ¿Martha? Soy Josie. Ya estoy aquí. El águila ha llegado. -Josie levantó una blusa multicolor frente al espejo de la habitación, que estaba moteado de huellas dactilares. Demasiado llamativa para una primera cita.

- ¡Jo-jo! -El chillido de Martha fue ensordecedor-. ¿Qué tal el vuelo?

- Excelente. Me emborraché con el hombre sentado a mi lado. Subimos juntos a la Estatua de la Libertad. Me ha pedido que salgamos a cenar esta noche.

- ¿Vas a ir?

Josie acarició con ternura la corona de espuma que todavía llevaba puesta.

- ¿Aún sale el sol por el Este? ¡Pues claro que voy a ir!

- ¿Es guapo?

- ¡Guapísimo! -Josie sonreía estúpidamente frente al espejo.

- ¡Quiero que me lo cuentes todo! ¿A qué hora vas a venir?

Josie levantó en el aire un jersey negro. Demasiado apagado, dada la actual palidez de Morticia.

- ¿Cuándo quieres que vaya?

- Tenemos hora a las diez y media en el instituto de belleza para la limpieza de cutis y la manicura francesa, y a las doce es la comida de las damas de honor, en Ginelli's; el ensayo de la boda, a las seis; volvemos a casa para el ensayo de la cena, a las siete y, luego, a la cama a las diez en punto a disfrutar de un sueño reparador.

- ¿Me estás leyendo todo eso de un horario escrito?

- Esta boda ha sido planeada con una precisión militar que enorgullecería al mismísimo Pentágono. Nada, repito, nada, se va a improvisar.

- ¿Conseguiste mis zapatos?

- Tengo tus zapatos. ¿Te acordaste de traer el vestido?

- Tengo el vestido. -Quince metros de anodina gasa color lila estrujados en su maleta.

- ¿Lo has colgado?

- Lo he colgado. -Josie echó una mirada culpable al revoltijo de tela. «Lo colgaré en cuanto cuelgue.»- ¿Qué tal los preparativos?

- Un horror.

- ¿Qué tal lo lleva tu padre?

- Mal.

- ¿Y tú?

- Estoy deseando verte, Josie. -Daba la impresión de que la voz de Martha estaba a punto de quebrarse.

- Vamos -dijo Josie con suavidad-. Estaré contigo antes de que te des cuenta.

Escuchó cómo Martha se sorbía la nariz.

- Te veré por la mañana. A primera hora.

- Asegúrate de estar aquí, Josephine Flynn. No quiero que te pases la noche siendo seducida en una habitación de hotel en Nueva York y que amanezcas con los ojos hinchados y con moratones, chupetones y sarpullidos por todo el cuerpo. Los salones de belleza no hacen milagros, ¿sabes?

- Te lo prometo. -Josie levantó en el aire el jersey de cachemir rosa-. Sólo dejaré que me seduzcan durante la mitad de la noche. -Perfecto. Enérgico y femenino a la vez. Caro, pero accesible. Suave, pero sofisticado. Si añadía un exceso de colorete, Josie podría adquirir una apariencia casi humana.

- No llegues tarde.

- No lo haré.

- Diviértete.

- Eso pretendo.

- ¡Quiero que me lo cuentes todo!

Josie se sonrió a sí misma en el espejo y se preguntó si debería afeitarse otra vez sus doloridas piernas, aun a riesgo de despellejarse las espinillas.

La Joven RR PP estaba en los huesos y ostentaba un busto como el de Kylie Minogue. Vestía pantalones de cintura baja y top escotado. Proyectó su estómago plano en dirección a Matt.

- Hola -dijo elevando la voz por encima del ruido, es decir, de la música-. Holly Brinkman.

- Matt Jarvis. -Se levantó y le estrechó la mano, gesto que al parecer ella encontró divertido.

- Son guay, ¿verdad?

- Eh, sí. Guay. -Matt reunió todo el entusiasmo que le fue posible ante el lamentable cuarteto. Tal vez necesitaba cambiar de empleo.

- Tengo un paquete de prensa y copias de sus discos para ti.

- Genial. -Pasarían a formar parte de su creciente colección de discos promocionales que nunca había escuchado. Quizá algún día los vendería y emplearía las ganancias en dar la vuelta al mundo en catamarán. Sólo que trescientos noventa y nueve de ellos eran de grupos de los que nadie había oído hablar, ni siquiera la gente más patética. Ligero fallo en el brillante plan.

- ¿Cuándo va a aparecer el reportaje?

- Pronto. En cada número de la revista estamos publicando algunos artículos sobre los Beatles con motivo del próximo aniversario de John Lennon… -La chica intentaba desesperadamente parecer interesada, mientras sus ojos decían: «¿John qué?»-. Estamos comparándolos con la nueva ola de músicos influyentes. -Matt miró a Headstrong. Y con esta panda.

- Guay. -Holly se encogió de hombros con satisfacción. Trabajo de relaciones públicas completado-. Ahora Paul McCartney es un, ¿cómo se dice?… un pensionista, ¿no?

- Casi -coincidió Matt con reticencia. Imaginarse a las leyendas de la música recogiendo sus bonos para el autobús y dejando paso a aquella pintoresca banda de adolescentes hacía que el paso del tiempo resultase trágico.

- Confío en vivir hasta ser así de vieja. -Holly soltó una risita nerviosa.

- A mí me gustaría ser así de bueno componiendo canciones -contraatacó Matt.

- Es estupendo tener talento.

Sí que lo era. Matt se preguntó si algún día llegaría a descubrir de qué clase de talento gozaba él.

Afortunadamente, Holly interrumpió sus pensamientos antes de que se deprimiera por completo.

- ¿Has estado antes en Nueva York? -preguntó.

- Muchas veces.

- Así que no necesitas un guía amigo.

- No, la verdad.

- Voy a llevar a los chicos a cenar y luego a una discoteca. ¿Te apetece acompañarnos?

Era lo último que Matt deseaba.

- Ya he hecho planes para esta noche. -Tengo una cita muy, pero que muy prometedora.

- Ah. -Holly se mostró decepcionada.

Matt le sonrió con amabilidad. Era una joven simpática que sólo trataba de hacer bien su trabajo, y él se estaba comportando como un grosero.

- Gracias por la invitación -dijo-. Quizá en otra ocasión.

- ¿Te apetece beber? -Ella agitó una botella en el aire-. Jack Daniels.

- No, gracias.

- ¿Ni siquiera un poco?

- No, en serio.

- Los chicos van a interpretar su nuevo sencillo. Quédate a escucharlo.

- Tengo que irme enseguida.

- ¿Una copa antes de marcharte?

- Que sea pequeña.

Holly escanció el whisky en un vaso y se lo pasó. Sólo con mirarlo, le producía dolor de cabeza, pero estaba bueno al fin y al cabo. Un clavo saca otro clavo y todo eso.

Después de dos horas, dos vasos de Jack Daniels y veintidós ensayos de I want you for my lover, Matt comprendió que estaba seriamente borracho y que debería haberse marchado hacía mucho tiempo.

- Tengo que irme -anunció arrastrando las palabras.

- Aquí tienes mi número. -Holly le entregó una tarjeta y le lanzó una mirada directa que se esforzaba en parecer recatada-. Llámame. A cualquier hora.

- Creo que tengo aquí todo lo que necesito -repuso Matt, dando una palmada al paquete de prensa y malentendiendo deliberadamente la invitación a pesar de su estado de embriaguez-. Volveré mañana para entrevistar a los chicos.

- Procuraré estar aquí.

- Yo también -respondió él, al tiempo que se dirigía a la salida dando traspiés.

El Álamo estaba abarrotado de neoyorquinos jóvenes y modernos. Los hombres lucían camisas de rayas con tirantes y las mujeres, minifaldas que se chillaban y cacareaban unas a otras a través de la distancia que separaba las mesas. Al otro lado del pasillo de donde Josie se sentaba había una celebración en pleno apogeo, con una atractiva y animada fémina envuelta en serpentinas como protagonista. Unas cuantas mesas más allá, una pareja se miraba fijamente a los ojos y jugueteaba de forma seductora con los dedos entrelazados. Hacían caso omiso al caos que rugía a su alrededor y también al hecho de que el camarero se encontrase junto a su mesa haciendo un malabarismo consistente en escanciar un reguero de alcohol en llamas sobre el postre de los enamorados. Impresionante. ¿Les importaba? Ni lo más mínimo. Los esfuerzos del pobre hombre resultaron en vano. Cuando terminó, Josie le dedicó un aplauso mudo que él aceptó arqueando una ceja de forma apreciativa.

A su mesa, justo en medio del restaurante para que todo el mundo la viera, Josie seguía sentada sola. Matt llevaba una hora de retraso. Ella lo sabía porque miraba el reloj a cada minuto y ya lo había hecho sesenta veces. Su tercer margarita de fresa se encontraba ya en proceso de digestión. Al principio, los cócteles le habían sabido a gloria, pero más tarde los tomaba con la alegría de quien se bebe ácido de batería. Josie había jugueteado con aire indiferente con la pajita a rayas, el reloj, los pendientes y el cabello, pero no se puede fingir indiferencia con éxito durante más de diez minutos; a partir de entonces, el gesto se convierte en un manoseo incómodo. ¿Dónde demonios estaba Matt? Josie había estado convencida de que aparecería. ¿No se lo habían pasado en grande por la tarde? Todos aquellos escalones, los perritos calientes de plástico, el té insípido, la corona de espuma verde. ¿No era una buena base para una cita maravillosa? Matt había comparado a Josie con zapatillas y guantes -ambos, a su manera, objetos deseables-. Había dicho que se sentía cómodo con ella. Muy cómodo.

Lo bastante cómodo para dejarla sentada sola en el restaurante, como una pequeña petunia solitaria en un puñetero campo de cebollas, por acuñar una frase.

El camarero, que pasó como flotando a su lado con una bandeja cargada de deliciosa comida picante, miró a Josie con aire de lástima. Ella dio un sorbo al agua mineral que había pedido para compensar por el trío de margaritas. Estaba tibia y había perdido el gas; ni siquiera una alegre burbuja emergía a la superficie. Dios santo, cómo odiaba a los hombres. A todos. Cuando regresara a casa, se volvería lesbiana. Su amiga Catherine había estado casada cuatro veces y ahora era lesbiana, de modo que debía de ser algo bueno. Si Catherine Tres por Noche Trewin pudo pasarse al otro bando, cualquier persona podría hacerlo. Piensa en las ventajas: alguien que te planche las blusas, riegue las plantas y se acuerde de pagar la factura de la tarjeta de crédito mientras te vas a practicar deporte. Cuanto más reflexionaba sobre el asunto, más sentido le encontraba. Lo que Josie necesitaba era una mujer, y no un marido.

Quizá debería llamar a Matt y comprobar si aún estaba en el hotel, pero no se acordaba de qué hotel se trataba. Tal vez había regresado a su habitación después de ver a ese grupo musical, había caído en un coma inducido por la mezcla de alcohol y el desfase horario y no tenía ni idea del paso del tiempo o del hecho de que había dejado plantada a una persona que en potencia podía ofrecerle mucha más diversión que la espectacular actriz y presentadora Denise Van Outen. Quizá le habían atracado y yacía, sangrando, en algún callejón -en aquella ciudad era de lo más frecuente, Josie había visto el canal de noticias New York One-. Se acabó el agua mineral sin gas de un trago. O tal vez Matt fuera, simple y llanamente, un hijo de puta.

Le daría otros quince minutos, ni uno más.

Media hora más tarde, el camarero pasó otra vez por su lado.

- ¿Cree usted que vendrá su acompañante?

- Me parece que no. -Probablemente preferían que ocupara la mesa otra feliz pareja de tortolitos, y no una triste y futura divorciada.

- ¿Desea pedir la comida?

Josie se sentía incapaz de probar bocado. El estómago se le había cerrado a cal y canto y probablemente se atragantaría hasta morir si intentaba introducirse a la fuerza una enchilada entre los labios.

- No, gracias.

- ¿Otro margarita?

Si bebía una gota más de alcohol, se vería incapaz de levantarse, y a la mañana siguiente tenía que encontrarse fresca y sonriente para los preparativos de la boda de Martha.

- No, más vale que me marche. Puede que esté intentando localizarme en mi hotel.

Por la expresión del camarero, se diría que lo dudaba. Y Josie, también.

El viento barría con fuerza Canal Street cuando Matt salió del estudio de grabación. Era una noche clara y estrellada y el aire, frío y mordaz, en cierto modo le ayudó a espabilarse. En esos momentos debería estar cenando con Josie. ¿Qué le había hecho quedarse y emborracharse de aquella manera? Ahora tendría que dar un montón de explicaciones. Cualquiera que fuese su talento particular, no era el trato con las mujeres, eso por descontado. ¡Menudo idiota! La primera chica en años que le llegaba a lugares que a otras mujeres les resultaba imposible alcanzar, y se encontraba en el proceso de fastidiarlo a base de bien.

Un taxi, un taxi, un taxi, necesitaba un taxi. ¿Y había uno allí, cuando más lo necesitaba? Claro está, querido lector, no lo había. Eran como los policías, curiosamente invisibles justo cuando podían resultar de lo más conveniente.

Matt metió la mano en el bolsillo en busca del nombre del restaurante. En algún momento del proceso, el mugriento pedazo de papel se había hecho una bola. Cuando intentó deshacerla, el viento cruel, con una precisión impecable, se lo arrancó de los dedos y lo arrastró juguetonamente al otro lado de la calle.

- ¡No! -chilló Matt mientras el papel revoloteaba alegremente entre el tráfico rodado. Matt saltó de la acera, dispuesto a una arriesgada persecución, pero había un constante flujo de coches, varios de los cuales tocaron el claxon de una manera particularmente ignominiosa.

- ¡Vuelve! -gritó. Estaba claro, el papel no quería dejarse atrapar. Matt casi le oyó gritar: «¡Soy libre! ¡Soy libre!»

Se llevó las manos a la cabeza y se pasó los dedos por el pelo. Deseaba llorar, o dar una patada a algún objeto inanimado. Un taxi se paró delante de él. Confuso pero agradecido, Matt se subió.

- Quiero ir a… a… -¿Adónde quería ir?-. A un… restaurante mejicano.

- ¿Mexicano? -preguntó el taxista.

- ¡Pero si eres mejicano!

¿Qué?[1]

- ¿Mexicano?

.

- ¡Quiero ir a un restaurante mexicano!

¿Qué?

¡Sí! ¡Sí!

¿Qué?

- ¿Dónde irías a comer tú?

- ¿Comer? ¿Big Mac?

- No. No. -Tranquilo, Matt. Ve más lento-. ¿Dónde - irías - a - comer - comida - mexicana?

- ¿Mexicana?

Piensa, Matt, piensa. Debajo de ese río de Jack Daniels subyace un cerebro.

- El nombre tiene que ver con una batalla. Algo así como Little Big Horn, Custer y el Séptimo de Caballería, Masacre en Texas…

¿Quién?

- ¡Custer! -Matt se desplomó sobre el asiento-. ¡Por todos los santos, eres mexicano! Tienes que saber dónde están los restaurantes decentes.

- ¿Big Mac?

Matt enterró la cabeza en las manos y apretó con fuerza. Piensa. Piensa. Piensa. Pero no llegaba ningún pensamiento revelador.

El taxista le miraba, expectante.

¿Quién?

Matt se hundió de hombros.

- Llévame de vuelta al hotel.

¿Qué?

- Para ya, no empieces otra vez. -Matt le dio la dirección de su hotel.

El apaciguado conductor se sumó al flujo de tráfico y Matt apoyó la cabeza en el asiento. Imbécil. Imbécil. Imbécil. Había una hermosa mujer esperándole pacientemente (o, posiblemente, muy impacientemente) en algún lugar de aquella ciudad impersonal, y él estaba demasiado borracho y era demasiado estúpido como para recordar dónde. Comparar su cerebro con un colador sería un grave insulto hacia tales utensilios. Matt desconocía el número de móvil de Josie e ignoraba en qué hotel se alojaba; sería como encontrar una aguja en un pajar. A pesar de hallarse en la ciudad que nunca duerme, estaba a punto de irse a la cama. Solo. Y al día siguiente por la noche habría acabado con Headstrong, estaría a bordo del avión de regreso a casa y una oportunidad de oro se le habría escapado entre los dedos. Bien por ti, Matthew Jarvis.

El taxi se detuvo ante un semáforo y Matt cerró los ojos para bloquear la visión de las luces de neón que parpadeaban en las calles oscuras. Dejó que los ruidos de la ciudad le envolvieran y que el estrépito de las sempiternas sirenas de la policía le atravesase el cerebro. De pronto, abrió los ojos y se incorporó del asiento como un resorte.

- ¡El Álamo! -gritó-. ¡El puñetero Álamo!

- Ah, , señor, El Álamo.

- Me he acordado. Me he acordado. -Una oleada de alivio envolvió a Matt.

- El Álamo.

Matt entrelazó las manos en un gesto de oración.

- ¡Dios existe!

.

- Deprisa, deprisa. Da la vuelta. Llévame allí. Pronto. Pronto. Allí.

El jersey rosa de cachemir había sido una equivocación; una grave equivocación. Estaba húmedo por las axilas y picaba por todas partes. ¿Cómo podía Josie haber interpretado tan mal a Matt? Le había parecido que llevaba el término «honestidad» escrito en la frente. La capacidad de juicio de Josie estaba resultando tan poco fiable como el aplausómetro de Hughie Green en aquel antiguo concurso de televisión. Así era Josie: la dejaban sola cinco minutos y caía rendida a los pies del hombre menos apropiado. Una vez más. ¿Cómo iba a encontrar alguna vez a un hombre en condiciones si las conexiones de su cerebro estaban totalmente enmarañadas y no era capaz de diferenciar la virtud de la perversidad? No se le pasó por la cabeza que Matt pudiera faltar a la cita, y no sabía si debía indignarse o sentir preocupación.

La indignación le hacía sentirse mejor.

No debería haber cancelado su cena imaginaria con Donald Trump para quedar con Matt Jarvis. Debería haber seguido el consejo de su madre y haber llamado a Bill Gates. Probablemente, ahora estaba sentado en algún bar de Manhattan a la vuelta de la esquina, con una pizza y una lata de cerveza, viendo televisión basura y esperando a que alguien le llamara para salir. En contra de la creencia popular, el hecho de ser multimillonario tal vez no era tan bueno como parecía. Josie dejó una propina para el camarero y se abrió camino entre la alegre y risueña multitud hasta que se encontró en plena calle, sola.

El aire era frío -de un frío natural, y no con la frescura artificial del aire acondicionado que funcionaba a toda máquina en los restaurantes a pesar de que era invierno-. ¿Debería buscar un taxi, o recorrer a pie las pocas manzanas hasta el hotel bajo el riesgo de ser perseguida, atacada y asesinada a tiros? Optó por la persecución y el asesinato. Pese a las descabelladas historias sobre el crimen en Nueva York, la verdad es que últimamente uno se sentía más seguro allí que en Londres. Ligeramente animada por tal observación, emprendió la marcha, recriminando a Matt Jarvis el hecho de que fuera un hijo de puta de marca mayor.

Con un chirrido de frenos, el taxi frenó a las puertas de El Álamo, a un par de metros detrás de Josie. Esta se giró y se quedó contemplando el vehículo. Resultaba tentador.

Matt miró por la ventanilla, teñida de vaho. No había confusión posible. La fachada seudomejicana destacaba en una calle por lo demás monótona.

- Sí, sí, sí -coreó Matt.

Josie vaciló. ¿Debería esperar y coger el taxi cuando el ocupante se bajara? Incertidumbre. Incertidumbre. No, ya había tomado una decisión. Iría andando. Le vendría bien quemar todas aquellas calorías que no había llegado a ingerir. Se dio la vuelta de nuevo y, con paso firme, se encaminó a lo largo de la calle.

Matt se bajó del taxi de un salto, pagó al taxista y entonces, con un arranque de afecto, le plantó un beso en la boca.

- Te quiero -declaró, mirando fijamente a los ojos del estupefacto hombre.

Entonces, salió hacia el restaurante a la velocidad del rayo.