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Donald forcejeaba como un pato poseído. La bolsa de viaje daba botes entre las rodillas de Damien, quien hacía supremos esfuerzos por juntar las piernas con la firmeza suficiente como para poner freno a las ansias de libertad de Donald, pero también con cuidado para no hacerle morir aplastado. Bueno, a lo mejor no era tan mala idea…

La azafata del mostrador de facturación miró a Damien de arriba abajo con desconfianza.

- ¿Equipaje de mano, señor?

- Sólo esto -respondió Damien mirándose las rodillas.

Con actitud gélida, la azafata siguió la mirada de Damien y, en respuesta a su oscilante bolsa de viaje y sus ropas embarradas, trasladó al otro lado de la boca el chicle que mascaba.

- He tenido un accidente -explicó Damien-, mientras venía hacia el aeropuerto. Traigo ropa para cambiarme. -Dio unas palmaditas a la bolsa de viaje.

Donald soltó un graznido.

- ¿Hizo usted mismo el equipaje, señor?

- Sí.

Damien examinó el resto de mostradores de embarque con nerviosismo. Se preguntó cómo era posible evitar que el sudor le brotara en el labio superior, y cómo podría librarse de él sin utilizar la manga de la chaqueta.

- ¿Dejó su equipaje desatendido en algún momento?

- No. -¿Cómo se le iba a ocurrir, llevando un diamante dentro un pato que despertaba en él instintos asesinos?

- ¿Alguien se ha ofrecido a transportar algún objeto de su propiedad?

- No.

Los ojos de Damien se desplazaron al final de la cola del mostrador contiguo. Allí había tres caballeros sumamente corpulentos y vestidos de oscuro que no le quitaban ojo.

- ¿Lleva usted consigo drogas, explosivos o armas defensivas?

Damien se giró de nuevo hacia su mostrador y se apoyó sobre éste.

- Las tres cosas.

La azafata de facturación enarcó las cejas.

- Era broma -aclaró Damien.

Ella no sonrió.

- No, no llevo drogas, bombas ni pistolas.

- ¿Transporta algún animal?

- Eh… no.

La azafata se inclinó por un lateral del mostrador.

- ¿Puedo preguntarle por qué su equipaje parece moverse por voluntad propia, señor?

- Es un juguete -declaró Damien con aire confiado-. Tecnología de vanguardia. El nuevo Furby. Puede nadar y graznar; la salsa de naranjas le va de maravilla.

Ella lo miró echando chispas por los ojos.

- Es un pato robótico -prosiguió él-. Es para mi hija… mi sobrina… la sobrina de una amiga… la amiga de mi sobrina… -¡Joder!

- Su equipaje tendrá que someterse a las medidas de seguridad habituales y pasar por el escáner.

- Muy bien. -¡Joder, joder!

A Damien le pareció percibir un atisbo de sonrisa en el rostro de la azafata, por lo demás carente de alegría.

- Aquí tiene su tarjeta de embarque. En los monitores podrá comprobar la información sobre las salidas de los vuelos. -Definitivamente, se trataba de una sonrisa-. Que tenga usted un buen día.

- A tomar por culo -masculló Damien para sí mientras se daba la vuelta para marcharse.

- Lo mismo digo, señor -respondió la azafata sin levantar los ojos.

Damien se dirigió al bar más cercano y tomó asiento en un taburete. Dejó caer a sus pies la bolsa de viaje que contenía a Donald, y el pato emitió un graznido de protesta. Damien ya estaba harto de tantos aeropuertos, odiosos lugares dejados de la mano de Dios. Y todo por culpa de Josie. Le quedaban horas antes de la salida de su vuelo; horas en las que permanecer sentado y meditar sobre cómo demonios se había metido en aquel lío monumental. ¿Por qué no se había contentado, si no con Josie, al menos con Melanie, en lugar de perseguir una verde pradera que invariablemente se iba secando dondequiera que él fuera? Incluso cuando la hierba estaba verde y fresca, era porque la lluvia caía insistentemente sobre ella.

Todo estaba perdido con Josie, Damien ya lo sabía; en realidad, siempre lo había sabido. Ella era demasiado práctica y sensata para él. Josie había tardado mucho tiempo en darse cuenta de que Damien era un espíritu libre, una burbuja de luz, una suma de energía efervescente. Necesitaba a una mujer que le permitiese moverse a sus anchas, y no que le atara al fregadero de la domesticidad. Necesitaba a una mujer que corriese desnuda por los campos de la exuberancia a su lado, y no que insistiera en que él se enfundara un anorak y un gorro de lana, incluso en verano. ¿Habría sido Damien capaz de entregarse por completo a Josie si ella le hubiera aceptado por segunda vez? ¿Tendría que haber existido alguna otra Melanie de reserva? Tal vez siempre tendría necesidad de dos mujeres: una que le otorgara la estabilidad propia de la vida doméstica, el cariño, el alimento, las camisas planchadas; y otra, siempre al acecho en un segundo plano para ofrecerle la diversión ilícita, el moderado sadomasoquismo. ¿Y por qué no? Otros hombres se salían con la suya -estrellas del pop, políticos y sacerdotes-; era algo tan corriente como llevar calcetines azul marino. Con aire pesaroso, Damien bajó la vista a los suyos, llenos de barro y echados a perder.

Mientras la idea de la diversión ilícita ocupaba la línea frontal de sus pensamientos, se preguntó dónde estaría Melanie en ese momento y sintió una punzada de afecto por la mujer a quien había creído capaz de acuchillarle el día anterior. No era tan mala -un poco temperamental por fuera, pero con un fondo de oro puro y una voluntad de hierro-. Aceptaría a Damien de nuevo: un poco de coqueteo al viejo estilo Flynn y se encontraría de regreso en la cama de Melanie en menos tiempo del que se tarda en desabrochar un sujetador. Esbozó una sonrisa más o menos romántica mientras recordaba los buenos tiempos que habían compartido, si bien reconoció que la mayor parte de ellos había sido de naturaleza horizontal.

Tal vez Damien no se habría sentido tan complacido si hubiera podido ver lo que Melanie había estado haciendo desde que él la abandonara el día anterior. No tardaría en averiguar que ella se había pasado la mañana entera en Debenhams, falsificando la firma de Damien en numerosos tiques de tarjetas de crédito relativos a sofisticada bisutería, ropa de Jasper Conran y pequeñas pero innecesarias adquisiciones de aparatos eléctricos. Después, regresó a casa -sin que el agotamiento propio de las compras le hubiera hecho mella alguna- y escribió en el ordenador de Damien la carta de dimisión de éste, tomándose tiempo para tildar a su jefe de «cabrón de mierda» -lo que efectivamente, era- y, de nuevo, plasmando hábilmente la florida firma de Damien a pie de página. Acto seguido, Melanie metió el ordenador en una caja -junto con la impresora en color de chorro de tinta, el escáner, la cámara digital e ingentes cantidades de videojuegos capaces de entumecer el cerebro- y envió el paquete a su amiga Valerie, directora de la guardería, de manera que pudiera empezar a afilar las mentes de los niños de cuatro años de la vecindad. A continuación, desde el despacho de Damien, llamó al teléfono del programa ¿Quiere usted ser millonario? y dejó el auricular descolgado -a cincuenta peniques el minuto, imaginó que costaría mucho llegar a serlo-. Por fin, antes de irse a la cama con una botella del vino favorito de Damien, además de con Stephen -el director de tiempo libre de su gimnasio- y un ligero remordimiento, Melanie metió una pequeña y discreta gamba del Mar del Norte en la bandeja del CD del reverenciado ordenador portátil de Damien.

De vuelta en el aeropuerto JFK, Damien exhaló un suspiro. Había decidido dejar que la naturaleza siguiera su curso y esperar a que Donald hiciera sus necesidades; pero el tiempo se agotaba y Donald seguía sin producir el más mínimo excremento. ¿Acaso los estados de pánico provocaban estreñimiento en los patos? ¿Qué podría hacer Damien para liberarse de aquel embrollo? ¿Qué podría hacer para extraer el diamante del animal? Era un asunto demasiado peliagudo para contemplar sin recurrir a una buena dosis de alcohol.

- ¿Qué desea, señor? -preguntó el camarero en ese mismo instante. Claramente, el hombre estaba haciendo uso de la experiencia de sus largos años de oficio, pues aparentaba no notar siquiera el estado mugriento y desaliñado de Damien.

- Un coñac -respondió éste-. Doble.

- Ahora mismo.

- Que sean dos dobles -añadió-. Y una cerveza.

Con un mínimo de alboroto o tardanza, el eficaz camarero colocó las bebidas frente a Damien, quien procedió a beberse la cerveza de un trago y el coñac a continuación. Tras una segunda ronda, era evidente que Donald se iba alterando por momentos; aunque Damien oscilaba ligeramente sobre el taburete, se daba cuenta de que el pato intentaba emprender la fuga subrepticiamente.

Damien vació las copas, pagó la cuenta y se bajó del asiento de un salto.

- Venga, pato -dijo-. Tengo que pensar qué hacer contigo.

Conforme recogía la bolsa de viaje, reparó de nuevo en los hombres corpulentos. Formaban un apretado grupo junto a la barra de la cafetería contigua al bar. Damien los miró por encima del hombro. Todos ellos bebían café y se llenaban la boca de cruasanes, al tiempo que se apartaban las migas errantes de sus abrigos oscuros. Damien se alejó a toda prisa, apretando a Donald contra su pecho. ¿Quiénes podían ser? ¿Agentes del FBI? ¿Funcionarios de aduanas? Tal vez habían sido alertados por la antipática azafata de facturación, quien con toda seguridad no se había tragado lo del pato robótico. Damien nunca habría conseguido trabajo en Jackanory, el programa de cuentacuentos.

¿Pueden arrestarte por pasar un pato de contrabando? ¿Pueden arrestarte por pasar de contrabando un diamante metido en un pato? Quizá, debido a la apariencia de Damien, habían dado por hecho que era un terrorista, en lugar de un incurable romántico desafortunado en el amor.

Damien avanzó a través de la concurrencia del aeropuerto tan deprisa como pudo, dado que la terminal estaba abarrotada de pensionistas de pelo azulado y sombreros de paja que se dirigían a climas más templados. Siempre que alcanzaba un paso a ritmo decente, Donald soltaba un graznido de indignación. Los hombres, advirtió Damien con angustia, caminaban a enérgicas zancadas detrás de él.

Damien entró en una de las tiendas brillantemente iluminadas del aeropuerto, uno de esos establecimientos que venden los objetos de última hora que todo el mundo ha olvidado en casa en una u otra ocasión por las prisas de irse de vacaciones. Los hombres se detuvieron ante el escaparate y pasearon la vista por las cabezas de los viajeros. No había duda, le estaban siguiendo a él. La boca de Damien estaba seca; su corazón, acelerado, y el pato no paraba de dar botes en su prisión de lona. Con el fin de reprimir el pánico que le atenazaba, Damien se forzó a caminar con paso firme por los pasillos de la tienda, echando ojeadas a los cosméticos, condones y paquetes de chicle en exposición. Trató de concentrarse en cuál debería ser su siguiente paso, pero la mente le funcionaba demasiado deprisa como para que pudiera atrapar sus enmarañados pensamientos, que a la sazón realizaban erráticas piruetas cual equilibristas del Circo del Sol. ¡Piensa, Damien! ¡Piensa en algo, joder!

Los hombres seguían a las puertas del establecimiento. Uno de ellos hizo ademán de acercarse a Damien. De repente, éste se paró y clavó la vista en el estante que tenía enfrente. Notaba los pies anclados al suelo, y todo a su alrededor quedó difuminado. Enfocó los ojos en su objetivo con claridad meridiana. Se sentía tan feliz que podía haber llorado de alivio. ¿Cómo diablos no se le había ocurrido antes?

- Mierdamierdamierda -dijo, y sacó del bolsillo varios dólares en monedas. Sin apartar los ojos del hombre que se acercaba, Damien alargó la mano y agarró la respuesta a sus oraciones.

- ¡Esto pondrá fin al atasco, colega! -exclamó con una sonrisa sombría mientras cogía la caja de laxantes más grande a la que pudo poner las manos encima.