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Martha tenía la falda subida hasta la cintura, y la hermosa cola de gasa de su vestido caía sobre la salsa de tomate que acompañaba a la bandeja de langostinos situada a corta distancia del trasero de la prima de Josie. Los pantalones de Glen se encontraban más o menos a la altura de sus tobillos. Ambos emitían la clase de ruidos generalmente sólo escuchados en las películas pornográficas de mala calidad que se filmaban en los sesenta. A pesar de la considerable cantidad de movimientos que se estaban llevando a cabo, el velo de la novia seguía colocado firmemente en su sitio. La tal Beatrice había hecho un trabajo impecable.

Josie se quedó mirando, incapaz de moverse, con la lengua escapándole de los labios y los ojos fuera de las órbitas, como si fuera un disparatado personaje de dibujos animados. Estaban tan concentrados el uno en el otro que ni siquiera percibieron que alguien había entrado en la habitación. ¿Y si hubiera sido Jack? ¿Y si Jack hubiera entrado y les estuviera viendo follar como locos? ¿Cómo saldría Martha de aquel aprieto? Un buen aprieto, eso es lo que era.

Ser testigo involuntario de semejante frenesí de intimidad resultaba una experiencia de lo más extraña. Josie se preguntó si Damien, alguna vez, se había olvidado por completo del mundo a causa de ella. Y si ella misma había disfrutado alguna vez de la pasión hasta el punto de excluir cualquier otra cosa, especialmente en circunstancias tan dudosas y peligrosas como era el caso. De ser así, no se acordaba, lo cual no era necesariamente buena señal.

La habitación que antes hubiera ocupado el cortejo nupcial no había cambiado en absoluto; seguía mal ventilada, aún hacía calor, y la situación empeoraba por momentos. Los canapés con beicon de los que Jack se había quejado con anterioridad, ahora fríos, se hallaban en una bandeja cubierta de grasa blanquecina; el estuche de maquillaje de Martha se encontraba, abierto, sobre el tocador; los almohadones de la chaise longue, donde Felicia había colocado los pies durante unos minutos con el fin de que los dedos dejaran de palpitarle de dolor, seguían arrugados. ¿Por qué no estaban haciendo el amor sobre la mencionada chaise longue? Tenía que resultar más cómodo que tumbarse sobre la salsa de tomate y la bandeja de langostinos.

Martha se aproximaba al orgasmo, otorgando un significado totalmente nuevo a la expresión de «ahí va la novia». Los jadeos resultaban cada vez más sonoros y, a oídos de Josie, más aparatosos. Parecían los de Meg Ryan en la escena del restaurante de Cuando Harry encontró a Sally, tan ficticios como poco convincentes. Damien siempre se quejaba de que Josie no hacía el ruido suficiente. A su entender, cuanto más volumen, más calidad; como el equipo estéreo de un coche. ¿Por qué nadie apreciaba la versión silenciosa y discreta del éxtasis? Martha tenía los ojos cerrados y se aferraba con fuerza a Glen, agarrándole de las solapas del chaqué, y Josie reflexionó sobre el aspecto tan ridículo que él tenía, con la camisa desabrochada, los pantalones bajados y la levita aún puesta. Estaba claro que la urgencia les había impedido contemplar la posibilidad de desnudarse en condiciones. Por algún motivo, las mujeres eran capaces de conservar prendas de ropa y complementos de forma aleatoria y mantener al mismo tiempo un aspecto seductor; los hombres, sin embargo, no resultan atractivos a medio vestir. Y Glen no era una excepción.

Ahora Martha se comportaba como una mujer de parto: chillaba, daba alaridos y movía la cabeza de un lado a otro como si estuviera poseída. Entonces, abrió los ojos, se quedó mirando a Josie y el grito que emitió a continuación no fue precisamente de placer. Glen, por su parte, parecía dichosamente inconsciente de la presencia de Josie y se puso a lanzar chillidos en respuesta; aquello era inaguantable. De un momento a otro empezarían las emulaciones de animales de granja. En cierta ocasión, Damien había llevado a Josie a Brighton, se suponía que a pasar un fin de semana romántico. La pareja de la habitación de al lado había estado toda la noche dale que te pego como auténticos conejos, lo que hizo que las insignificantes dos veces de ella y Damien parecieran más bien escasas. El cabecero de la cama de los vecinos golpeaba contra la pared con monótona regularidad y, para colmo, graznaron como patos hasta las doce, rebuznaron como asnos hasta la una, balaron como ovejas hasta las dos, gruñeron como cerdos hasta las tres y por fin, a las cuatro, justo antes de llegar a un orgasmo simultáneo al estilo En la granja de Pepito, Josie empezó a dar botes en la cama sumándose a la algarabía del estribillo: «ia-ia-o.» Damien estaba furioso y la acusó de haber arruinado el fin de semana. ¿Ella? Le dijo que se mostraba intolerante porque se sentía celosa -lo cual era verdad, si bien estaba asimismo muerta de sueño-. Damien alegó que tendrían que ver a aquella pareja cara a cara durante el desayuno, lo cual podría haber ocurrido. En la sala de desayunos se cruzaron con varias mujeres que parecían graznadoras y gruñidoras en potencia, pero ninguno de los hombres que las acompañaban daba ni remotamente el aspecto de ser capaces de durar tanto tiempo en la cama. La verdad es que Josie debería haber sentido admiración por ellas, pero se encontraba rebelde, no se sentía amada, y no intercambió palabra con Damien en todo el día; tal vez él se hubiera mostrado más contento si ella se hubiera pasado la noche gruñendo como un personaje de Babe, el cerdito valiente. He ahí el fin de semana romántico. Por aquel entonces, dado que ella y Damien oían con tanta claridad a través de las paredes, Josie se preguntó qué sería encontrarse en la misma habitación de los vecinos. Ahora ya tenía una idea.

Martha seguía clavándole la mirada, sin pestañear, con el rostro contraído con una mezcla de espanto y placer. La escena resultaba inadmisible; Josie tenía que marcharse cuanto antes.

Dando un sonoro portazo tras de sí, Josie se apoyó pesadamente sobre la puerta. Se encontraba a morir, tenía el corazón y el estómago encogidos. Resultaba tentador abrir la puerta otra vez y echar una ojeada, como hacen en las películas melodramáticas para cerciorarse de que la terrible escena que han visto era realmente así de terrible. Pues sí, era terrible, lo sabía sin tener que mirar otra vez. Y, para ser honestos, lo último que deseaba volver a ver era a Martha echando un polvo con el padrino de boda de su marido.

La garganta de Josie se había secado y su lengua tenía el tacto de un trozo de moqueta. La gasa lila parecía haber encogido y le oprimía las costillas y al apretarle el escote le dificultaba la respiración. Abundantes gotas de sudor le humedecían el labio superior, y las palmas de las manos se encontraban calientes y pegajosas como si hubiera estado corriendo durante kilómetros. Aquello no estaba bien, ni mucho menos. Sólo unas horas antes Martha había prometido amar y honrar a su marido, serle fiel, y todo eso. El caso es que sonaba de lo más convincente. ¿Qué había salido mal? Pudiera ser que se tratara de una ocasión excepcional, pensó Josie, al tiempo que mentalmente repasaba a toda prisa las posibles explicaciones. Una aberración menor… ¡una aberración menor! Subir las escaleras a hurtadillas para echar un polvo con el padrino de tu boda durante el banquete no era una aberración menor, se recordó a sí misma. Estaba claro que el hecho de convivir con Damien durante demasiado tiempo había distorsionado sus fronteras morales. Pero podía tratarse de… de… Josie cerró los ojos, examinando los archivos de su mente en busca de inspiración. Podía ser… No había explicación alguna. Por mucho que lo intentara, no lograba dar con una excusa para Martha.

Los oohs y ahhs, los hmm y los gruñidos de cerdo del otro lado de la puerta cesaron y fueron reemplazados por el crujido de tul y el cierre de cremalleras. Josie salió disparada al lavabo de señoras antes de que Martha apareciera a medio vestir, con el fin de darse tiempo para pensar cómo demonios podía dirigirse a su prima sin mencionar la expresión «mala pécora».

Colocó las manos bajo el agua fría del grifo y mantuvo los dedos debajo del chorro hasta que estuvieron entumecidos. En el espejo crudamente iluminado, su rostro se veía del color de la cola para empapelar. El lila no le favorecía; aquel día, precisamente, no.

La puerta se abrió con vacilación y Martha traspasó el umbral, indecisa. El velo seguía aferrado a su cabeza, pero tenía restos de carmín de labios por los alrededores de la boca y el final de la cola del vestido mostraba manchas de tonos rosa, mientras que restos de salsa coagulada colgaban de la tela.

Josie se miró en el espejo.

- Llevas puestos los guantes de encaje. -Martha indicó con una seña las manos bajo el grifo.

- Sé lo que estoy haciendo -saltó Josie, apartando del agua las manos y los guantes empapados.

Martha se apoyó en la pared y suspiró.

- Yo también.

Josie se giró en redondo.

- Ah, ¿sí? -Martha parecía incómoda y su aspecto era patético, pero había un destello desafiante en sus ojos verdes, normalmente suaves y que ahora resultaban tan duros y brillantes como caramelos de menta-. No parece que hayan pasado ni cinco minutos desde que, arrebolada, dijiste que «para siempre». ¿Te acuerdas, Martha? «Prometo serte fiel todos los días de mi vida», etcétera. ¿Decías en serio todo ese rollo?

- En ese momento, sí.

- ¡En ese momento! -explotó Josie-. No ha pasado un año, ni seis meses; ni siquiera hace seis días. Fue… -Josie hizo el cálculo con los dedos- hace apenas seis horas.

- Ya lo sé. -Martha hablaba con voz baja, pero firme-. Las cosas cambian.

- ¡Y una mierda! ¡Nunca a esa velocidad!

- Sí.

- No.

- ¿Cuánto tiempo tardó Damien en abandonarte?

- Eso es un golpe bajo. Las circunstancias eran completamente distintas. Llevábamos juntos cinco años, y no cinco minutos. ¡Ni siquiera has cortado la tarta!

- Quizá nos devuelvan el dinero -masculló Martha.

- Se supone que tienes que conservar uno de los pisos para el bautizo.

- Me parece una idea un tanto optimista, dadas las circunstancias.

- Y a mí me parece pertinente mencionar que no estás siendo muy justa.

En un rincón, debajo de la máquina expendedora de Tampax y el secador de manos de aire caliente, había un taburete tapizado de terciopelo en el que Martha se sentó, enroscándose la cola del vestido en las rodillas.

- No es adecuado para mí.

- ¿Te refieres a Jack?

Martha le lanzó una mirada furiosa.

- No, estaba pensando en Brad Pitt.

- Y yo estaba pensando en Glen -replicó Josie-. Un poco de seriedad, por favor.

- Sí, me refiero a Jack. Creo que no me conviene.

- No es un buen momento para caer en la cuenta; ayer habría sido un día mucho mejor para llegar a semejante conclusión.

- Dijiste que parecía un sharpei.

- Y es verdad.

- Y dijiste que era demasiado mayor para mí.

- Lo es.

- ¿Entonces?

- Tú dijiste que le amabas. Le dijiste a él que le amabas. Te plantaste en el altar, ante los ojos de media población de Sicilia y dijiste que le amabas.

- De acuerdo, es verdad -protestó Martha.

Josie sintió ganas de volver a meter las manos en el agua fría, o quizá de agarrar a Martha por el cuello y meterle la cabeza debajo del grifo. Una de dos.

- Pero ahora, ya no le quieres.

- No, no le quiero.

- Martha -Josie empezó a hablar a su prima con un tono que esperaba resultara razonable y considerado. Era la voz que empleaba cuando intentaba controlar a sus alumnos más difíciles-. Vale que Jack parece una criatura salida de un tubo de ensayo; vale que es más viejo que Matusalén; vale que es un gilipollas engreído; vale que no es el hombre que yo elegiría para ti. Estoy de acuerdo, es todas esas cosas y más; pero tú lo elegiste, y no se merece lo que le estás haciendo.

- Él no ha hecho nada. Soy yo.

- Eso no va a hacerle sentirse mejor.

- No puedo evitarlo -respondió Martha con aire beligerante.

- Claro que puedes. Eres la única persona que puede poner punto final a la situación en este momento.

Martha curvó los labios hacia abajo.

- Tu marido está ahí abajo esperándote, mientras tú y su padrino de boda os dedicáis a retozar. Jack está bailando con una siciliana bajita de pelo azulado, cuya cara parece una bolsa de papel arrugada, y se está mostrando encantador con ella.

- No puedo quedarme con él sólo por eso, Josie.

- Nunca te ha hecho daño. Dijiste que te adora, que daría la vida por ti. ¿Acaso eso no tiene ningún valor?

- Tú nunca hiciste daño a Damien y te abandonó de todas formas.

La voz de la razón se estrellaba contra una absoluta falta de lógica que habría sacado de quicio al mismísimo doctor Spock, lo que estaba a punto de sucederle a Josie.

- ¿Y qué pinta Glen en todo esto?

- Le amo.

- ¿Te corresponde?

- Sí; siempre me ha querido.

- Te fías demasiado de un tipo que dio la espantada cuando más le necesitabas porque no se encontraba capaz de hacer frente a las responsabilidades.

Martha dio un respingo.

- Eso fue hace años.

- Y no le has vuelto a ver desde entonces -le recordó Josie con mal humor-. ¿Qué te hace pensar que una vez que la orquesta haya dejado de sonar y las luces se apaguen Glen no saldrá corriendo a refugiarse una vez más en la lejanía? ¿Acaso piensa quedarse y ayudarte a aclarar todo este embrollo? ¿Cómo sabes que esta vez se quedará contigo para apoyarte?

- Creo que lo hará.

- «Creo» es muy diferente a «sé».

- «Sé» que esta vez se quedará conmigo.

- ¿Te sorprendería saber que hace más o menos una hora me pidió que pasáramos juntos el fin de semana?

- Él creía que me había perdido.

- Bueno, supongo que al ser el padrino de tu boda, podía tener esa idea; es verdad.

- No podemos vivir el uno sin el otro.

- Pues hasta ahora os las habéis apañado bastante bien.

- Ya no es posible.

- Respóndeme a esta pregunta. ¿Te has golpeado la cabeza últimamente con algún objeto particularmente contundente?

Martha se puso de pie, abandonando su taburete de terciopelo con evidente agotamiento.

- Volvemos al principio de la conversación, Jo. Sé lo que estoy haciendo.

- ¿Puedo preguntar qué implican tus palabras, con exactitud?

- Glen y yo nos marchamos juntos.

- ¿Ahora?

- Ahora.

- ¿No tienes un loquero? Todos los norteamericanos van al psiquiatra, ¿no es verdad?

- Sí, en efecto, tengo una «loquera».

- Pues llámala, ahora mismo. A ver qué opina de que te marches así de tu propia boda.

- Me diría que actúe según me dicten mis sentimientos.

- ¡Menuda psiquiatra! Vale, pues escúchame a mí.

- Mis sentimientos me dictan que me vaya.

- No puedes hacer esto, Martha.

- Tengo que hacerlo.

- No es verdad. Continúa el día como si nada hubiera pasado, baila con Jack, sonríe a tus invitados, bebe champán -preferiblemente a litros- y corta la dichosa tarta. Después, deja pasar seis meses, por lo menos seis meses, para reflexionar sobre el asunto. Habéis estado separados un montón de años, ¿qué importan unos cuantos meses más?

- No puedo esperar tanto.

- Unas cuantas semanas, entonces.

Martha permanecía de pie, inmóvil.

- Unos cuantos días…

Martha no pronunció palabra.

- ¿Mañana?

Martha jugueteaba con la cola del vestido y por primera vez reparó en que estaba manchada de salsa de tomate.

- ¡Por lo que más quieras! Te suplico que no dejes al pobre Jack solo con los invitados, con la tarta, con las explicaciones…

- Quiero pasar la noche con Glen. -Martha agarró la mano de su prima; el guante de Josie seguía mojado- Tienes que ayudarme.

Josie dio un paso hacia atrás.

- No, ni hablar. De ninguna manera.

- Quiero que se lo digas a Jack.

- No, no y no.

- Eres mi prima. Hazlo por mí, por favor.

- Mi contrato de dama de honor no lo contempla. Ni pensarlo.

- No leíste la letra pequeña.

- ¡Ni hablar!

- No soy capaz de enfrentarme a él.

- No tienes más remedio, Martha. Es lo mínimo que le debes.

Martha tiró con brusquedad del velo y la diadema y no logró moverlos ni un centímetro.

- Tengo que quitarme esto. Me está matando.

- No tanto como te va a matar a Jack -observó Josie.