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Cuando Damien entró en la sala de recepción con paso tranquilo no encontró a nadie; todos estaban fuera, por lo visto, aplaudiendo el final de la espectacular exhibición de fuegos artificiales que minutos atrás había iluminado el cielo de Long Island. Impresionantes, sí señor, pero no se acercaban ni remotamente a la pequeña luminaria que él llevaba en el bolsillo.

Cogió una copa de champán de la bandeja de uno de los camareros, quienes deambulaban por la sala ociosamente en espera de que se reanudasen las festividades, y se encaminó hacia la puerta. Los cuatro componentes de un grupo musical, tocados con gorras de béisbol y temporalmente desocupados, se sentaban a un lado del escenario y fumaban porros a escondidas. El salón parecía un cruce entre el antiguo bergantín estadounidense Mary Celeste y el colegio St. Trinian's para señoritas después de una de las guerras de comida. Estaba claro que la fiesta había sido de lo más animado.

Damien se sentó en un extremo de la mesa del bufet y alargó el brazo para coger uno de los canapés apilados en las bandejas de plata que decoraban las esquinas. Examinó los minúsculos aperitivos intentando averiguar con qué ingredientes habían sido elaborados. No se trataba precisamente de la llegada que había imaginado. Se había visto a sí mismo entrando en un banquete en pleno apogeo; la novia le besaba y el novio le daba la bienvenida, y ambos se comportaban como si Damien fuera un querido pariente desaparecido mucho tiempo atrás y, finalmente, estrechaba entre sus brazos a la llorosa y agradecida Josie antes de flexionar una rodilla sobre el suelo y anunciar su recompromiso ante una multitud atónita y cautivada. Ésa era la llegada que había imaginado. Damien escupió en una servilleta el caviar que se había llevado a la boca sin darse cuenta -si había algo que odiaba, eran las huevas de pescado- y miró con desconsuelo los lanzadores de serpentinas, ya gastados. Cogió otro canapé, confiando en que fuera mejor que el anterior, y se lo metió en la boca mientras calculaba las probabilidades de elegir dos aperitivos repugnantes seguidos.

Los invitados habían dejado de aplaudir y empezaban a regresar al salón de baile, charlando animadamente entre sí. Muy bien, pues manos a la obra. Damien se bebió otra copa de champán. Tenía que ir a ver si encontraba a la mujer que, según él se había propuesto, seguiría siendo la señora Flynn.

Holly estaba de mal humor, aunque no tanto como antes, pues las esquinas de su boca iban curvándose poco a poco hasta formar algo parecido a una sonrisa. Además, había deslizado su pierna por el asiento, acercándola a Matt con un movimiento que cualquier estudiante del lenguaje corporal habría considerado altamente prometedor.

Matt se inclinó hacia ella y sonrió.

- Pase lo que pase -dijo-, no quiero que sonrías.

Los labios de Holly empezaron a temblar y ella los apretó con firmeza.

Matt amplió su sonrisa.

- No sonrías -advirtió.

La boca de Holly se curvó hacia arriba y empezaban a vislumbrarse los dientes.

- ¡No!

Holly estalló con una carcajada y le asestó varios puñetazos en el brazo.

- Matt Jarvis, ¡eres peor que una patada en el culo!

- Nadie me había dicho eso antes.

- En serio, alucino contigo. -Holly se reclinó en el asiento-. No entiendo cómo pudiste convencerme.

Matt tampoco lo entendía. En un momento dado, Holly dio una patada en el suelo y dijo que de ninguna manera; instantes después, se dirigían a Long Island en un taxi carente de abolladuras. Ahora se encontraban a un tiro de piedra de Zeppe's Wedding Manor -un diminuto guijarro sería suficiente- y Matt no veía la hora de llegar. Habían conseguido cruzar Long Island sin percance alguno -sin más taxis accidentados, meteoritos caídos del cielo, ni extraterrestres que quisieran abducirles- y se encaminaban a su destino final.

Matt experimentaba uno de esos momentos de tranquilidad que le secan a uno la boca. Supo instantáneamente que aquella era la boda que buscaba, en la que encontraría a la Martha verdadera y no a una novia fraudulenta con damas de honor vestidas de verde o de amarillo. Sería la Martha adecuada, acompañada de damas de honor vestidas de lila y de Josie Flynn. Lo notaba en el corazón, en el estómago y en el tuétano de los huesos.

- No quiero ir a la boda -protestó Holly.

- Sí que quieres -rebatió Matt-. Lo pasaremos en grande; te lo prometo.

Se sentía fatal al tratar a Holly de aquella manera, al arrastrarla hasta allí para poder encontrar a otra mujer. Intentó convencerse a sí mismo de que le estaba haciendo un favor: de no haber sido por él se habría perdido la boda de su amiga; aunque al ordenar los acontecimientos, los hechos no acababan de encajar.

¿Qué iba a hacer cuando llegara al banquete? ¿Salir en persecución de la encantadora Josie y dejar plantada a Holly? ¿Parapetarse detrás de Holly en caso de que Josie optara por darle una buena tunda? ¿Abandonar a Holly junto a los infames adolescentes de Headstrong y pasarse la noche bailando con la mujer de sus sueños? Aquel era el tipo de comportamiento asociado con Warren Beatty, Matt LeBlanc o Johnny Depp quienes, según la revista Hello!, disfrutan con su imagen de chicos malos. Matt no estaba disfrutando en absoluto. Por lo general, era él a quien las mujeres que adoraba le daban la patada. Siempre le había ocurrido lo mismo desde que en cuarto de primaria Julia Mulville le había partido el corazón al abandonarle por Keith Kirkby sólo porque su colección de discos de los Jam era más completa. Sí, desde luego; Julia Mulville había establecido el patrón de todas sus relaciones para el futuro. Un futuro que no le convertiría en un rompecorazones, sino en el portador de un corazón continuamente roto.

El taxi atravesó dando botes la ornamentada verja de hierro forjado y ascendió por un amplio camino particular cubierto por las ramas de robles gigantescos. Abanicos de fuegos artificiales con los colores del arco iris iluminaban el firmamento. El panorama hizo brotar en Matt su instinto periodístico, y con tan sólo echar una ojeada a su alrededor supo que se trataba de un establecimiento elegante, por lo que lamentó llevar puesto su desgastado abrigo preferido y su corbata de South Park en vez de un atuendo más civilizado.

Holly aún estaba preciosa, si bien algo deteriorada por la intemperie. Enlazó su brazo con el de Matt.

- Prométeme que no nos quedaremos mucho tiempo -dijo. Levantó la cara para mirarle y su semblante se veía suave, apacible y sensual-. Hay otras cosas que me gustaría hacer esta noche.

- De acuerdo -replicó Matt. De pronto, a medida que las cosas parecían mejorar, se preguntó si podrían volver a empeorar, y hasta qué punto.