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Como si Josie fuera una inválida, Matt colocó gentilmente frente a ella la bandeja de plástico con los perritos calientes -también de plástico- y el té en un vaso de cartón. El café, de violentos tonos pastel y un ligero aspecto de agua sucia a la manera tradicional de los hospitales, también era de plástico. Eran las únicas dos personas en el interior del local. El viento había tomado velocidad y lanzaba al aire la basura acumulada en la terraza desierta de la hamburguesería. Unas cuantas gaviotas despeluchadas escarbaban con el pico entre los desperdicios, con aspecto indignado.
- ¿Te encuentras mejor? -preguntó.
- Sí, gracias. -La sonrisa de Josie era tan floja como el té. No, no se encontraba mejor, la verdad.
Los perritos calientes habían sido idea de Matt; pensó que Josie necesitaba algo de comida que le asentase el estómago. No había explicado por qué los perritos, y aquellos en particular, merecían ser calificados como comida. Matt le entregó el vaso de té.
- Está… bueno, líquido -comentó, al tiempo que examinaba el contenido con ojo crítico.
A Josie le temblaba el cuerpo entero, por dentro y por fuera. La mano que alargó para agarrar el vaso tiritaba de tal manera que volvió a introducirla en el bolsillo con el fin de darle un respiro de unos minutos.
- Ha sido una prueba de las que fortalecen el carácter -comentó Matt.
- Si te refieres a que ha sido una experiencia que nunca volvería a repetir en toda mi vida, aunque viviese hasta los ciento diez años, pues sí, tienes razón. -Josie se estremeció-. Creo que padecer de una enfermedad mental tendría que ser un requisito imprescindible para subir a la Estatua de la Libertad.
Matt se echó a reír.
- He asistido a cursos de aventura en la naturaleza impartidos en los páramos de Gales en el mes de noviembre, así que sé muy bien lo que es el riesgo -aseguró Josie-. He practicado la escalada, el descenso en tirolina y el piragüismo; he cruzado Euston Road a la hora punta sin la ayuda de semáforos. Una vez, y sólo una, acudí a una cita a ciegas en respuesta a uno de esos anuncios personales del periódico. Ninguna de esas experiencias resultó, ni remotamente, tan aterradora -concluyó. Josie examinó el perrito caliente y llegó a la conclusión de que no se sentía capaz de someter a su estómago a semejante indignidad.
- ¿No te alegras de haberlo hecho? ¿No tienes la sensación de haber triunfado?
- Si te refieres a si me alegro de que haya terminado: sí, me alegro. -Josie sonrío. Bajo el pánico gradualmente menguante, empezaba a emerger un ligero cosquilleo de emoción. Por lo menos, no habían tenido que hacer cola.
- Es como un parto -aseveró Matt-. Verás cuando se lo cuentes a tus amigos de Inglaterra. Enseguida te olvidarás del miedo y el horror.
Como el dolor de la separación, que también se desvanece con el tiempo.
- Sabes mucho sobre partos, ¿no?
- Nada en absoluto. -Matt sonrió de oreja a oreja-. Pero sé todo lo que hay que saber sobre vencer obstáculos, y creo que acabarse este té podría ser todo un desafío.
- ¿Vencer obstáculos? -Josie se quedó pensando. Ella también sabía un par de cosas sobre el asunto. En cierta época, había creído que nunca sobreviviría sola; ahora, se preguntaba a menudo cómo había sido capaz de vivir con Damien.
Las manos de Josie se habían tranquilizado hasta alcanzar un ligero temblor, apenas perceptible en la escala Richter, en lugar de la sacudida de delirium trémens con la que habían empezado. Poco a poco, las cosas regresaban a la normalidad.
Se quedó mirando el líquido beis pálido que tenía delante.
- Puede que tengas razón -concedió.
Deambularon por el museo instalado bajo la Estatua de la Libertad cogidos del brazo, maravillándose ante la capacidad de los norteamericanos de otorgar a las minucias más banales un ampuloso estatus de celebridad a la hora de llenar vitrinas, mientras que la tienda de objetos de recuerdo estaba abarrotada de menudencias de diez centavos con etiquetas de veinte dólares.
- Déjame que te regale esto como recuerdo de tu increíble hazaña -dijo Matt, al tiempo que mostraba una reproducción de la Estatua de la Libertad de plástico verde e increíblemente hortera que se completaba con una corona dorada.
- Gracias. -La estatuilla era de un mal gusto colosal. Josie supo al instante que la conservaría para siempre.
- ¿Qué tal esto, para hacer juego? -Matt agitó una corona de espuma verde y la plantó en la cabeza de Josie, quien hizo una pose complaciente.
- Estás preciosa -comentó él.
- Mentiroso -repuso ella. Matt soltó una carcajada, y compró la corona de todas formas.
A medida que regresaban al muelle, Matt la tomó de la mano de una forma amistosa, carente de sensualidad; pero bajo su corona de espuma Josie notó una punzada de emoción, una oleada de calor.
Cuando subieron a bordo del último trasbordador, el atardecer difuminaba las siluetas de los rascacielos. Se quedaron de pie junto a la barandilla y observaron cómo Manhattan se acercaba a ellos a medida que cruzaban la bahía de Nueva York con un suave balanceo. El sol había desaparecido y hacía frío, un frío que se calaba en los huesos. Matt tiró de Josie hacia él y le pasó el brazo por los hombros para protegerla de la baja temperatura. Josie deseaba abandonar la cubierta y entrar al abrigo de la cafetería, pero no se atrevió a moverse por miedo a que Matt no se decidiera a volver a abrazarla.
- Gracias por un día fantástico -dijo Matt pegando la cabeza al cuello de Josie-. Lo he pasado muy bien.
Ésta era la parte horrible, la parte que Josie odiaba. El hecho de arrastrar los pies esperando a despedirse. «Adiós, hasta la vista, auf wiedersehen, adieu. Ha sido estupendo, pero ahora tengo que irme. Llámame; no, mejor te llamo yo. Alguna vez. Pronto. Puedes estar segura.» Entonces, llegaba el peor dilema de todos: ¿besarle, o no besarle? ¿Besarle sin parecer demasiado entusiasta? ¿Besarle sin parecer desesperada?
Lo que quiera que fuese, Josie debía de estar haciéndolo mal, porque invariablemente, jamás volvía a verle. ¿Por qué no podían los hombres ser honestos y decir: «Mira, ha sido genial, pero no eres mi tipo; prefiero a las mujeres más altas/ más bajas/ más gordas/ más delgadas/ más rubias/ más parecidas a mi madre… básicamente, las que no son como tú»? ¿Por qué los adultos sentían la necesidad de actuar, de jugar como si fueran niños?
- Josie… -susurró Matt.
Oh, no. Josie albergó la esperanza de que no fuera a decir que ella no era su tipo. Confió en que le diera su número de móvil y como por casualidad -aunque a propósito- apuntara mal un dígito, de manera que Josie pudiera culpar a los caprichos de la tecnología de su mala suerte con los hombres, y no a un fallo inherente en su técnica en cuanto a las relaciones amorosas. A veces valía la pena ser bondadoso cuando uno estaba siendo cruel.
- Me siento muy… -Matt exhaló un suspiro-. Muy cómodo contigo.
- ¿Cómodo? -Josie frunció el ceño-. ¿Como con unas zapatillas viejas?
- No. -Matt oteó el horizonte-. Como con unos guantes de la mejor piel.
- ¿Y eso es bueno?
- Sí. -Matt giró a Josie para mirarla cara a cara-. Eso es muy bueno.
- Ah.
- En fin, mejor que las zapatillas.
Josie soltó una risita nerviosa.
- Me gustaría verte esta noche -le susurró Matt al oído-. ¿Tienes algún plan para cenar?
Sí, claro. Cuando estoy en Nueva York me gusta visitar a los viejos amigos: Donald Trump, Woody Allen, Stallone, tal vez Bill Gates.
- Nada que no pueda cancelar -respondió Josie.
Matt echó una ojeada a su reloj.
- Tengo que reunirme con un grupo musical de adolescentes de hormonas revolucionadas.
- ¿Qué se llama…?
- Headstrong.
- ¿Headstrong?
Una expresión de abatimiento ensombreció el rostro de Matt.
- Ya lo sé -admitió con un suspiro-. Quizá me estoy haciendo demasiado mayor para esto. Me acuerdo de Neil Sedaka. ¡Me gusta Neil Sedaka! Aunque al decirlo sienta un escalofrío de pánico. -Sacudió la cabeza y volvió a suspirar-. El estudio de grabación está en Lower East Side. Ya que estoy por la zona podría irme con la música a otra parte. Y no trato de ser gracioso.
Josie se echó a reír.
- ¿Quedamos luego en algún sitio? ¿Qué te apetece hacer? -preguntó Matt.
Josie se alegró de que la jocosa respuesta que le pasó por la mente no le llegara a los labios.
- ¿Te gusta la comida mexicana? -preguntó-. Conozco un sitio estupendo en la Cuarenta y ocho Este. El Álamo.
- Me encanta la comida mexicana. ¿A las ocho? -Matt rebuscó en los bolsillos-. Más vale que lo apunte. Creo que es la edad. Ya no tengo la memoria de, eh…
- ¿Elefante?
- … la memoria de antes. -Sacó del bolsillo un bolígrafo y un mugriento pedazo de papel y escribió la dirección. Volvió a meter el papel en las profundidades del abrigo. Luego, tiró de Josie y también la atrajo hacia las profundidades de su abrigo.
Los labios de Josie estaban resecos. Una cita. Una cita de verdad, por la noche, para cenar. Con alguien a quien acababa de conocer. Bueno, Josie Flynn, solterona de la diócesis de Camden, no ha sido tan difícil. ¿O sí?
Matt bajó la vista para mirarla, sonrió y la apretó contra él. Un nervioso y ligero aleteo se coló de puntillas en el estómago de Josie, y esta vez no tenía nada que ver con la subida a la Estatua de la Libertad.