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—¡Ataos! —ordenó el capitán del Cormorán—. ¡Vamos a zarandearnos!
El Cormorán era un barco rápido, muy nuevo, que garantizaba las comunicaciones eficaces entre Menfis y Pi-Ramsés.
Uno de los pasajeros, un escriba del Ministerio de Economía, se dirigió al capitán.
—¿Por qué habéis dado esa orden? —preguntó asombrado—. El río parece en calma.
—Puede que sepas leer, escribir y contar, pero ¡yo conozco el Nilo! ¿Ves aquella franja brillante de allí? No es normal. Te lo repito: esto se va a zarandear. ¡Así que átate si no quieres caerte por la borda!
Ofendido, el alto funcionario asumió la consigna.
—¡Eh, tú! —le ordenó a un marinero—. ¡Hazme un nudo sólido!
—No tengo tiempo, apáñatelas.
—Esto es… ¡Esto es una locura! Soy escriba del Tesoro y…
El marinero ya le había dado la espalda, ocupado en izar la vela en compañía de sus colegas. Dado el revuelo, se temían un duro golpe.
—¿Puedo ayudaros? —preguntó un joven de mirada profunda, constitución fuerte y calma tranquilizadora.
—¿Por qué no? ¡No estoy acostumbrado a manejar cuerdas, y estos marineros son tan desagradables…! Sobre todo, no me estropeéis la túnica: acabo de comprármela, voy a la última moda y me ha costado una pequeña fortuna. No tendría que habérmela puesto para este viaje… ¡Cómo va uno a imaginarse trastornos así! Normalmente, no pasa nada.
El joven enrolló la cuerda alrededor de la cintura del alto funcionario y la sujetó al parapeto.
—¡Casi me estoy ahogando!
—Lo siento, debemos ser prudentes.
—Sois artesano o campesino, supongo.
—No, ritualista en el templo de Ptah, en Menfis.
—Ah… ¿Escriba, pues?
—Efectivamente.
—A mí me han invitado al Ministerio de Economía con el fin de presentar un informe sobre el estado de las finanzas en el ayuntamiento de Menfis. Con un poco de suerte, ¡me presentarán al rey!
—Os deseo que la tengáis.
—Me llamo Abry, y espero instalarme definitivamente en Pi-Ramsés. ¡Nuestra nueva capital tiene tanto encanto! Allí es donde hay que vivir hoy en día. ¿Cómo os llamáis?
—Setna.
El joven prescindió de puntualizar que era el hijo menor de Ramsés y de Iset la Bella.
Un golpe de viento zarandeó el barco; el alto funcionario perdió el equilibrio, logró mantenerse en pie y se alegró de que lo hubieran atado.
El Cormorán llegaba cerca de la franja brillante que ocupaba el río a lo ancho. A pesar del cielo azul de aquel día de verano, tripulación y pasajeros fueron presas de una tempestad.
El río se levantó formando una cortina de tal altura que sobrepasó la punta del mástil. Al caer, desgarró la vela, dejó medio muertos a varios pasajeros y se llevó a una decena de marineros.
Empapado, el capitán concibió la esperanza de que lo peor hubiese pasado, pero entonces vio un remolino que formaba un embudo en medio del Nilo y no dejaba de crecer.
Sólo había una posibilidad de sobrevivir: ¡evitarlo!
—Remeros, ¡a vuestros puestos! —gritó.
El barco, obra de carpinteros de élite, aguantaba. Por desgracia, la maniobra se barruntaba imposible. Incluso desplegando todos los esfuerzos factibles, los remeros no escaparían por velocidad del remolino.
Setna se desató y se dirigió a la proa.
—¡Al suelo, chaval!
El joven escriba contempló el abismo líquido en donde iba a naufragar el Cormorán.
El fenómeno no tenía nada de natural. El barco era víctima de un ataque mágico porque Setna se encontraba a bordo de éste. Y él era el único que podía salvar a sus compañeros de infortunio.
Cerrando los ojos, evocó los papiros de conjuros que había estudiado, y su pensamiento lo condujo a las fórmulas destinadas a calmar las aguas del río.
—Tú, gran serpiente de las entrañas de la tierra, oculta en el seno de una caverna de donde mana la inundación, ¡sosiégate! Faraón te presentará la ofrenda, el tiempo de la armonía volverá. Por el presente león guardián, ¡respondo de ello!
Setna alzó su amuleto.
Al pronunciar esas palabras, se jugaba la vida. La gran serpiente fecundadora, si aceptaba, exigiría su justa retribución. Y correspondía al rey concedérsela.
El remolino vaciló. Borboteando todavía, dejó paso a su derecha.
—¡Remad más rápido! —exigió el capitán.
Del amuleto emanaba una luz que les concedía fuerza. El ritmo se aceleró y, rozando la orilla, el Cormorán bordeó el embudo letal.
Amainó el viento, la corriente se atenuó, pero los remeros siguieron remando sin aliento.
—¡Ya vale, muchachos, hemos escapado! —constató el capitán.
Agotados, sus hombres se relajaron por fin y el barco navegó por el propio impulso.
El remolino desapareció tan rápido que los testigos del drama se preguntaron si no lo habían soñado. Cuando unos miembros de la tripulación rescataron los cuerpos de los ahogados, volvieron a surgir las circunstancias de la tragedia, momento a momento, y unos tipos fuertes no pudieron evitar echarse a temblar.
—Los dioses nos han sido favorables —opinó el capitán con la mirada puesta en Setna—, pero ¡tú nos has sido de mucha ayuda! ¿Acaso eres uno de los magos de la corte real?
—No, un simple ritualista.
—Madre mía, ¡pues estamos la mar de protegidos! Si un chaval joven como tú es capaz de calmar un remolino, ¡Egipto no tiene absolutamente nada que temer!
El capitán invitó a cerveza a todos los supervivientes. A pesar de su lamentable estado, el Cormorán lograría arribar a Pi-Ramsés, provista de un astillero donde se procedería a realizar las reparaciones necesarias.
—Me gustaría que alguien me desatara —suplicó la voz quebrada del escriba del Tesoro, cuya hermosa túnica estaba irreconocible.
Setna le hizo ese favor.
—Dicen que… ¡nos habéis salvado!
—El hombre no es más que arcilla y paja, Dios construye y destruye cada día.
—Aun así, aun así… Vuestros poderes…
—Recémosle al genio del río para que nos conceda una crecida favorable —zanjó Setna, quien regresó a la proa para disfrutar de la belleza del paisaje.
Ibis y pelícanos sobrevolaban el barco; unos lugareños los miraron sorprendidos al pasar.
Cuando Pi-Ramsés apareció a lo lejos, a Setna le oprimió el corazón pensar en las pruebas que debía superar. Ignoraba la suerte de Sejet, la mujer a quien amaba, y abordaba un mundo temible.