19
El general Ramesu se aburría esperando en su lujosa residencia de Pi-Ramsés. Durante el día, inspeccionaba los cuarteles y las caballerizas, dirigía las maniobras, comprobaba el armamento. Por la noche, era el invitado de honor de recepciones en el transcurso de las cuales chicas jóvenes de buena familia manifestaban un acentuado interés por el general.
De nuevo en su casa, siempre lo obsesionaba la misma pregunta: ¿dónde se encontraba su padre y por qué se lo callaba Nefertari? Ramesu había participado en varios consejos de ministros bajo la autoridad de la reina, autoridad que nadie cuestionaba. Nefertari, que sabía escuchar y tomar decisiones, cumplía su función perfectamente y prometía el próximo regreso del faraón. Poner en duda su palabra habría resultado injurioso.
Acababa de despedir a su amante oficial, una siria que dirigía una fábrica de cerámica perteneciente a la Casa de la reina, y Ramesu, con los nervios a flor de piel, le escribía una carta amenazante a Keku, cuyo nombramiento para el cargo de ministro de Economía resultaba inminente. Anciano y enfermo, el titular no tardaría en jubilarse, y Keku gozaba en la corte de una excelente reputación.
Ramesu exigía una respuesta rápida y positiva en lo relacionado con su matrimonio con Sejet. Los aplazamientos de la joven comenzaban a exasperarlo, y casi los consideraba un atentado contra el honor de la familia real. Le correspondía a Keku, padre y futuro ministro, valerse de su influencia para convencer a su hija de que apreciase su suerte y entrase en razón. Ser deseada por el primogénito del amo de las Dos Tierras y rechazarlo, ¡menuda locura! El juego había durado demasiado, el general quería fundar una familia y sabría proporcionarle a su esposa toda la felicidad necesaria. Por supuesto, ninguna ley obligaba a Sejet a ceder, pero una nueva negativa tendría necesariamente consecuencias.
Ramesu dejó en manos de su edecán el correo sellado y le ordenó que lo entregara en el servicio de correspondencia del ejército. De esta forma, alcanzaría pronto su destino.
—Se ha producido un hecho insólito, general.
—¡Habla!
—Conforme a vuestras instrucciones, pusimos a Ched el Salvador, el mejor amigo de vuestro hermano, bajo vigilancia. Ahora bien, ha sido visto en Pi-Ramsés, adonde acaba de llegar.
—¿Solo o con Setna?
—Solo y con alojamiento en el palacio real.
—¿Un nuevo ascenso tan pronto?
—Lo ignoramos.
Ramesu estaba intrigado. Recién nombrado director de la Casa de las armas de Menfis, ¡Ched no había dado muestras de su aptitud y no se merecía ser convocado en la corte de Pi-Ramsés! Era todo un enigma por aclarar.
Hasta entonces, el general visitaría a su madre, Iset la Bella, quien llevaba una existencia apacible ocupándose de su pajarera, de su jardín y de su escuela de músicas. Ella decía estar contenta de su destino; Ramesu, por su parte, no toleraba la resignación.
Ataviado con una túnica ceñida por la cintura y luciendo el magnífico brazalete de cobre con su nombre, se disponía a salir cuando su intendente lo avisó:
—Un oficial de la guardia real pregunta por vos.
El suboficial saludó al primogénito del monarca.
—Su majestad ha regresado. Os pide que os reunáis de inmediato con él en palacio.
Ramesu se sorprendió al descubrir una sala pequeña, bastante oscura, situada en un ala del edificio reservado a los archivos.
Se encontraban allí cinco hombres: Ched el Salvador y tres tipos duros en la treintena. El general conocía a uno de ellos, un comandante de infantería que había matado al de los hititas en Kadesh. Resultaba evidente que los otros dos eran también soldados.
—Aquí nos hallamos a salvo de oídos indiscretos —afirmó el rey—. Jurad en mi nombre que no revelaréis a nadie la misión que os voy a confiar.
Ligeramente inquietos, todos obedecieron. Aquel preámbulo no presagiaba nada bueno.
—Tú, Ramesu, pon al ejército en estado de alerta sin proclamarlo de manera oficial. Que todos los regimientos estén listos para intervenir en caso necesario.
—¡Lo sabía! ¡Así que los hititas no han renunciado a invadirnos! La diplomacia y la paz son… ¡cosa de ilusos! Esta vez vamos a aplastarlos.
—Aprende a refrenar tu lengua, hijo mío, el peligro es muy diferente. Y nuestro poder militar quizá resulte ineficaz. No obstante, no debo pasar por alto ningún modo de defensa.
El general estaba estupefacto.
—¡Ningún ejército podría vencernos! Respondo de ello.
—El enemigo no es únicamente de naturaleza humana —reveló el rey.
Los cinco soldados habían demostrado su valor ante adversarios feroces, pero el tono de Ramsés y el contenido de su afirmación les helaron la sangre.
—¿Contra qué habrá que combatir? —preguntó Ramesu.
—Lo ignoro —confesó el monarca—, tenemos que descubrirlo.
Los reunidos estaban pendientes de las palabras del faraón.
—Osiris gobierna el más allá —les recordó Ramsés— y juzga nuestros actos. Le corresponde a él y a su tribunal decidir si hemos sido justos de voz en esta tierra y si somos dignos de perdurar por la eternidad. Al celebrar los misterios de Osiris, nuestros ancestros recogieron la energía inmortal del dios en un jarrón sellado para siempre que debía permanecer fuera del alcance de los humanos. Hasta ahora, así había sido.
Un silencio pesado siguió a dicha afirmación: ¿de qué magnitud sería la catástrofe?
—Oculto en las profundidades de un sepulcro, calificado de «tumba maldita» a causa de su entorno mágico, el jarrón sellado parecía completamente protegido. Pensábamos que era inaccesible y cometimos un trágico error. La tumba ha sido profanada y, a pesar de las numerosas barreras instaladas por los sabios del reino, el ladrón se adueñó del tesoro. Un tesoro que, en sus manos, puede convertirse en la más aterradora de las armas. Y es la identidad de ese ladrón la que hay que conocer cuanto antes.
—Yo me encargo —afirmó imperativo Ramesu.
—Te he encomendado una tarea concreta —le recordó el rey—: mantener a nuestro ejército en pie de guerra ocupará todo tu tiempo y me proporcionarás un informe diario. A Ched el Salvador y a sus tres subordinados, a quienes he escogido yo mismo, les compete poner en marcha una investigación muy arriesgada.
—Ched es muy joven —objetó el general.
—Su conducta en Nubia probó su madurez —dijo el rey—, y es devoto. Sólo un equipo reducido, que no atraiga su atención, podrá dar los primeros pasos.
—¿Me permitís solicitar la ayuda de Setna? —le preguntó Ched.
Ramesu se echó a reír.
—¡Mi hermano no es un hombre de acción! No tiene más que un sueño: ser ritualista en Menfis. Ante todo, dejémoslo fuera de este asunto.
Ched no insistió, pero expuso la pregunta que le quemaba en los labios:
—¿Y si el ladrón fuese un demonio del otro mundo?
—Te toca a ti y a tus colegas determinarlo —replicó Ramsés—. Si ése es el caso, nuestros magos combatirán contra él.
—Majestad, ¿es posible que un hombre pueda realizar semejante fechoría?
Por un instante, Ramsés pareció preocupado, pero su función no le permitía ceder al más mínimo desánimo.
—Ésa es mi convicción.
—Entonces —exclamó Ramesu—, ¡ese mago negro dispone de poderes extraordinarios!
—Cuando los humanos se rebelaron contra la luz —aclaró el rey—, se convirtieron en hijos de las tinieblas. Si uno de ellos ha logrado dar con las fórmulas de la destrucción y utilizarlas, pudo quebrar las defensas mágicas de la tumba maldita y hoy posee el jarrón sellado que transformará en foco de energía negativa. Su objetivo es establecer el reino de la muerte.
Los cinco hombres sintieron un escalofrío.
—Si el autor de esta fechoría es un demonio del desierto —prosiguió Ramsés—, nuestros magos lo repelerán cuando hayáis localizado su paradero y recuperaremos el tesoro de Osiris. Si se trata de un mago negro, no hay duda de que habrá dejado huellas y trataréis de llegar hasta él, aun a riesgo de vuestra vida. Todavía hay tiempo de renunciar.
—Soy vuestro servidor, majestad —declaró Ched el Salvador—, y estoy orgulloso de que me hayáis elegido para realizar esta misión.
Los tres subordinados de Ched asintieron con la cabeza.
—Si Faraón me envía a primera línea —añadió el general Ramesu—, me mostraré a la altura de mi cometido.
Ramsés apreció el valor y la determinación de sus valientes, pero ¿bastarían para obtener la victoria?