12
El general Ramesu no estaba descontento. Al cabo de dos meses de trabajo intensivo, había erradicado los defectos del cuartel de Menfis imponiendo una estricta disciplina y devolviéndoles el sentido de la responsabilidad a unos oficiales indolentes. En cuanto a los hombres de la tropa, estaban orgullosos de tener relación con el hijo mayor del faraón, no refunfuñaban por los esfuerzos solicitados y se sentían superiores, listos para combatir a los enemigos de Egipto. Además, la mejora del rancho subía la moral.
Había llegado el momento de volver a Pi-Ramsés y de ocuparse de los regimientos de élite. Ramesu desconfiaba de algunos dirigentes que, con medias palabras, criticaban su ambición. Sin embargo, su rival más peligroso ¿no seguía siendo Setna, su propio hermano? Le era imposible olvidarse de su comportamiento en Nubia, que no era propio de un simple escriba.
El edecán del general se presentó al consejo, el cual no se incluiría en los documentos oficiales.
—Aquí tenéis el resultado de las discretas investigaciones efectuadas en relación con vuestro hermano —anunció—. Confidencialidad absoluta, por supuesto; es imposible involucraros en ellas.
—Tu recompensa también será confidencial —le prometió Ramesu—. ¿Ha tratado Setna con oficiales superiores?
—De ningún modo.
—¿Con mandatarios?
—Tampoco.
—¿A qué dedica el día?
—Permanece encerrado en su biblioteca, pasa el tiempo leyendo y escribiendo. En el momento actual, trabaja para el Calvo, un ritualista de la Casa de Vida de Menfis, cuya severidad aterroriza a sus alumnos.
—¿No invitan a Setna a ningún banquete?
—Come en su casa y no participa en ninguna fiesta. Su único objetivo, por lo que parece, es convertirse en ritualista del templo de Ptah. Por ese motivo, se prepara para aquella vida austera.
—¿No tiene amigos?
—Uno solo, Ched el Salvador, recientemente nombrado director de la Casa de las armas.
A ojos de Ramesu, aquél era un nombramiento prematuro, y más teniendo en cuenta que Ched era un pendenciero, no un administrador. Se cansaría pronto de aquel puesto y lo reemplazarían.
—Y… ¿las mujeres?
—Ni una, general.
—¿De verdad no tiene la más mínima distracción?
—Ni la más mínima.
Ramesu no comprendía a su joven hermano. ¿Cómo se podía vivir así cuando se era hijo de Faraón y se tenía el mundo al alcance de la mano?
Aquel informe parecía tranquilizador, las ambiciones limitadas de Setna no frustrarían las de su hermano mayor.
Lo incomodó un único detalle.
—¿Ched el Salvador invitó a Setna a la Casa de las armas?
—En efecto, y ésa fue la única vez que salió. Tenemos buenos informadores en el lugar. Ched hizo visitar su nueva residencia a su amigo, quien no ha vuelto allí desde entonces.
A priori, Ched no representaba un peligro. Sin embargo, más valía desconfiar. ¿Y si Setna lo utilizaba con el fin de manipular a los suboficiales y formar un clan de partidarios?
—¿Proseguimos con la vigilancia de vuestro hermano?
—No, pero quiero informes regulares concernientes al director de la Casa de las armas. Debemos asegurarnos de la buena gestión de esa institución; los errores comprometerían la seguridad de Menfis.
—¡A vuestras órdenes! Han concluido los preparativos de nuestro viaje a Pi-Ramsés y se ha acondicionado el camarote de vuestro barco para que resultara más confortable.
—Excelente, puedes retirarte.
Quedaba una sola obligación mundana con la que cumplir y la estancia del general Ramesu en Menfis habría terminado. Tenía ganas de volver a ver la capital del imperio y de convertirse en el digno sucesor de su padre.
Setna se encontraba ante un dilema. Si no entregaba él mismo las copias del papiro médico, Sejet se ofendería, se sentiría ultrajada y decidiría no volver a verlo nunca, pero, si cumplía con aquella tarea, entablarían una conversación y el escriba no sabría qué decirle.
Parecería todavía más estúpido que en su primer encuentro, y no deseaba sufrir aquella humillación. Sin embargo, todavía tenía que decidirse, y la imposibilidad de elegir le impedía dormir. Un argumento a favor, un argumento en contra, un argumento a favor, un argumento en contra… Y ninguna solución.
Únicamente el trabajo le proporcionaba un poco de consuelo. A pesar de ello, a intervalos regulares, el problema atormentaba su mente y confundía su mano. Setna cometía tantos errores al copiar el papiro que le había confiado el Calvo que perdía la paciencia y golpeaba el suelo con el puño. Esa falta de control lo irritaba y lo rebajaba ante sí mismo.
¿Él, ritualista del dios Ptah? ¿Él, acceder a sus misterios? ¡Una broma pesada!
Cuando tomaba el aire cerca de su despacho, Setna vio ir hacia él a un mensajero que llevaba un minúsculo rollo de papiro.
—Busco al escriba Setna.
—Soy yo.
—Un mensaje dirigido a vos.
El hijo de Ramsés quitó el cordel, desenrolló el documento y, para su sorpresa, conoció su contenido.
¡Menuda respuesta a su pregunta! Dado que el destino decidía por él, más le valía escucharlo.
Sejet había dedicado su día de descanso a estudiar en detalle el papiro transmitido por la luz lunar. Ponía de manifiesto la importancia del corazón, no del músculo cardíaco, sino del centro inmaterial del ser que simbolizaba el jeroglífico de un jarrón sellado con dos asas. De él todo partía; a él todo volvía. Emisor y regulador de las energías que circulan a través de los cuerpos, debía permanecer estable e indemne, puesto que se corría el riesgo de ver cómo, en caso contrario, se extendían las enfermedades. Aquel corazón tenía una voz, perceptible gracias a las palpitaciones, al examen de la lengua, de la oreja, de la piel y a la toma del pulso. Indicaciones precisas le permitirían afinar el diagnóstico a la terapeuta y seleccionar los remedios oportunos.
A causa del fuerte calor, el ritmo de trabajo se había ralentizado. El Viejo, mostrándose comprensivo, concedía una siesta reparadora a los empleados de la finca. Pero ¡ni hablar de holgazanear después! Una cerveza ligera activaba los organismos y las tareas diarias no admitían demora alguna.
A la sombra de una pérgola, Sejet comía en compañía de su padre, a quien, de manera excepcional, no lo habían invitado a comer en Menfis.
—Debo examinar unos expedientes con el alcalde —le explicó Keku—. Ha tenido que marcharse urgentemente a Pi-Ramsés. Es probable que lo haya convocado el rey.
Unos pepinos, pescado adobado con eneldo, un queso fresco, una ensalada de fruta y un vino blanco de delicados aromas: aquel almuerzo estival resultó suculento.
—He tomado una decisión que te parecerá divertida —le reveló Keku—. Has trabajado muy duro estas últimas semanas, ha llegado la hora de distraerte.
—¡Me estás intrigando, padre!
El notable sonrió de manera extraña.
—Mañana por la noche ofrezco un banquete que reunirá a los principales dignatarios de Menfis y a sus esposas, y tendremos dos invitados de honor.
Sejet frunció el ceño.
—Me gustaría creer que no has…
—¡Has adivinado mis intenciones, mi querida hija! Los dos invitados son el general Ramesu y su hermano Setna, los cuales han recibido una invitación formal. Los dos hijos del faraón en nuestra mesa, ¡es un gran éxito!
—No estarás pensando… en aquel cargo de ministro de Economía, ¿no?
—Deseo ejercerlo, es verdad. El dinero y el poder no me interesan mucho, gracias a la suerte que me han deparado los dioses. En cambio, creo estar en condiciones de mejorar la gestión de los asuntos públicos y de contribuir a la prosperidad del país. ¿Podrás perdonarme esta soberbia?
—Muchos, incluida yo, creen en tus capacidades. Tienes razón: la presencia de los dos hijos del rey te resultará beneficiosa.
Keku evitó hablar de matrimonio, Sejet se calló su certeza: Setna no iría. Y Ramesu no obtendría de ella más que fórmulas de cortesía.