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La morada de eternidad del Calvo se encontraba lista desde hacía mucho tiempo. Mediante fuertes cordajes, unos ritualistas bajaron el pesado sarcófago, de rostro eternamente joven, hasta la tumba. Luego se llenaría el pozo funerario con grava, mientras que la capilla seguiría siendo accesible a los vivos. Depositarían allí las ofrendas y celebrarían banquetes en memoria de un «justo de voz», reconocido como tal en la tierra y en el cielo a un tiempo.

Setna lloraba a ese maestro que le había enseñado tanto. Distante, frío, exigente, el Calvo sólo pensaba en la práctica de los jeroglíficos y en la formación de sus discípulos.

El escriba no olvidaría su ejemplo. Seguir el camino correcto, no desviarse a merced de los caprichos, anteponer el rigor, no dejar de profundizar, reconocer sus debilidades y tratar de superarlas… El Calvo era un sabio, vínculo indispensable entre los Antiguos y los futuros ritualistas. Haber gozado de sus enseñanzas era una suerte excepcional.

Los iniciados de la Casa de Vida de Menfis habían celebrado los ritos secretos que permitían al alma del difunto elevarse hacia el sol y transformarse en luz. Uno de ellos formuló una última plegaria y el silencio cubrió la necrópolis después de que un sacerdote de Anubis hubiera impreso su sello en la puerta de la tumba.

Setna se quedó solo, impregnándose de la magia de aquel desierto que se nutría del resplandor de los resucitados. El viento transmitía sus palabras, su morada postrera no era la de la muerte, sino la de una vida transfigurada.

Y resurgieron las últimas palabras del Calvo.

Antes de expirar, le había confiado una misión: encontrar al hombre que había robado el Libro de los ladrones a costa de pruebas calificadas de aterradoras. ¿No había sido la primera de ellas la destrucción del jeroglífico maléfico? ¿Estaba vinculado con el secreto de Estado al que aludía Ched el Salvador, encargado de una tarea muy misteriosa quizá relacionada con la desaparición del libro?

Enfrentarse a Ramesu no sería ningún placer. La testarudez de su hermano mayor supondría un temible obstáculo: estaba acostumbrado a que lo obedecieran y no soportaba que le llevaran la contraria. Sin embargo, Setna no le tenía miedo a aquella entrevista. Dada la profundidad de sus sentimientos y de los de Sejet, sería capaz de convencer a Ramesu de que renunciara a la chica.

Su madre, Iset la Bella, lo apoyaría, pero ¿qué opinaría Ramsés? ¿Le impondría su padre una decisión en función de ese «secreto de Estado», quizá vinculado a la desaparición del Libro de los ladrones?

La felicidad parecía tan cercana… Sin embargo, se acumulaban los nubarrones. Aquella noche Setna cumpliría con su función de ritualista preparando las pilas de purificación destinadas al ritual de la mañana.

Al día siguiente, partiría a la capital.

Un asco de día, un verdadero asco.

Primero, la catástrofe: ¡una tinaja que sabía a corcho! El Viejo había tenido que escupir su blanco seco de la mañana, indispensable para desbloquear sus articulaciones.

Y lo siguiente había sido calamitoso: pan mal cocido, varios empleados indispuestos, un jardinero herido en la mano, ¡retrasos en los pedidos! Sólo alguien curtido podía resistir esa serie de sinsabores. Si el Viejo cedía, todo el edificio se desmoronaría.

Rumiando su disgusto, olvidándose de sus penas, taponó las grietas de manera que la finca funcionase lo mejor posible. Fustigó a los indolentes, despertó a los dormilones y espoleó a los jefes de cuadrilla.

El desayuno de Keku no sufrió ningún desperfecto. Ataviado de manera soberbia, se subió a su silla de manos con destino al ayuntamiento de Menfis, donde detallaría su proyecto de construcción de nuevos graneros. Se estaba propagando el rumor de un ascenso, confirmado por el aspecto triunfador del notable.

Cuando el perro Geb, con mirada inquieta, tocó con su hocico la pierna del Viejo, este último se dio cuenta de una anomalía: Sejet no había salido de su habitación. Su peluquera parloteaba con su maquilladora.

—¿A qué esperáis para despertar a vuestra ama? —preguntó sorprendido el Viejo.

—La estamos dejando dormir —replicó la peluquera—. Puede que se esté recuperando de una noche agitada. ¡A su edad, es normal!

El administrador no hizo ningún comentario y llamó a la puerta del dormitorio.

No hubo respuesta.

Abrió con ansiedad.

Sejet estaba acostada en su cama con el rostro hundido en los cojines. No dormía, sollozaba.

—Pequeña…, ¿qué pasa?

Ronca, emocionada, la voz del Viejo tranquilizó a Sejet, que se volvió hacia él. Nunca la había visto afligida hasta ese punto.

—Perdóname… Me estoy comportando de manera ridícula.

—¿Quién os ha hecho daño, Sejet?

La joven se secó las lágrimas.

—No es nada… Ya se me ha pasado.

Se levantó y se refugió en el aseo. Al Viejo no lo engañaban. La última persona con la que había estado hablando durante largo rato el día anterior por la noche era su padre. ¿Se oponía Keku al matrimonio de su hija con Setna?

—¿Va todo bien? —le preguntó.

—Llama a mi peluquera, por favor.

Keku volvió de la ciudad poco antes de la puesta de sol. El Viejo le sirvió de inmediato una cerveza ligera.

—Un día excelente —afirmó jovial el dueño de la finca—. El alcalde aprueba mi proyecto de construcción de nuevos graneros y me ha felicitado por mi gestión.

—Cuando seáis nombrado ministro, os veréis obligado a abandonar Menfis. ¿Conservaréis esta casa?

—¡No hemos llegado a ese extremo! Me gusta este lugar y esta ciudad seguirá siendo el centro económico del país. Serán indispensables frecuentes estancias aquí, y te mantendré como administrador.

—¡Un trabajo de perros algunas veces! Hoy he tenido un día espantoso. En fin, hemos salido adelante.

—¡Siempre sales adelante, Viejo! ¿Está aquí mi hija?

Apareció Sejet. Ataviada con un vestido rojo, maquillada a la perfección, llevaba unas pulseras en las muñecas y en los tobillos y calzaba unas elegantes sandalias de cuero: nunca había estado tan guapa.

—¿Os apetece beber alguna cosa? —le preguntó el Viejo.

—Tu mejor vino.

El administrador se apresuró a satisfacer el deseo de su señora y desapareció. Resultaba evidente que el padre y su hija iban a tener unas palabras.

Sejet se bebió una copa de un tinto excepcional del año tres de Ramsés para infundirse valor. Keku se limitaba a observarla.

—Todo lo que me has confiado, padre…, era un mal sueño, ¿verdad? ¿Sólo tratabas de probarme?

—No, hija mía, te he descrito la realidad y la naturaleza de mi lucha. ¿Aceptas ayudarme y combatir a mi lado hasta el triunfo final?

Sejet logró sostener la mirada glacial de aquel hombre al que había querido y respetado cuando ignoraba sus auténticas intenciones.

—No, no te secundaré, y desapruebo esa lucha.

La joven se esperaba bien una explosión de cólera, bien la expresión de su frialdad y rabia, pero Keku se mostró bonachón, como aliviado.

—Respeto tu decisión, mi querida hija, y la comprendo. Sin ti, no puedo lograr mi objetivo y quizá sea mejor así.

—Entonces… ¿renuncias?

—Me fuerzas a ello.

—¿Qué pasará con el jarrón sellado de Osiris?

—Allí donde lo he escondido, nadie podrá localizarlo. Está perdido para siempre. ¿No es la solución ideal? Tu amor cuenta más que la conquista del poder, ¡por muy extraordinario que sea! Proseguiremos con nuestras respectivas carreras, tú te casarás y yo cumpliré con las funciones que se me asignen.

Keku abrió los brazos. El padre y la hija se alegraron.

Sejet lloró de nuevo, pero de alegría. La pesadilla parecía haber terminado. Aunque seguía preocupándole algo: ¿conseguiría olvidarse de las palabras abominables y aterradoras de Keku?